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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por unos demonios más (22 page)

Casi ocultando su irritación, el hombre se pasó la caja de herramientas a la mano izquierda y extendió la derecha. Yo cambié de mano las fundas y le di la mía. Sentí una subida de energía de línea luminosa almacenada que intentaba filtrarse entre nosotros para equilibrarnos y recuperé mi fuerza antes de que saltase. Dios, qué vergüenza.

—Hola —dije. Me pareció mono y tenía un buen apretón de manos. Emanaba un olor embriagador a secuoya, el más fuerte que había olido en mucho tiempo. Era un brujo, uno con estudios, y cuando abrió sus ojos marrones supe que se había dado cuenta de que yo también lo era.

—¿Cuál es el problema? —dije soltándole la mano.

»Si es el dinero, acabo de ocuparme de ello. Puedo conseguir el dinero para el lunes.

Me sentí genial al decir eso, pero Jenks descendió unos centímetros y gruñó, e Ivy lo comprendió al ver las fundas.

—Rachel, no habrás… —dijo, y yo me ruboricé.

—Voy a trabajar en una boda y en una recepción —dije—. ¿Acaso puede ser tan malo?
Muy malo. Muy, pero que muy malo
.

Pero el doctor Williams miraba con los ojos entrecerrados su furgoneta y sacudía la cabeza.

—Lo del dinero no es problema. Sencillamente no puedo hacerlo. Lo siento. Si me disculpa…

Mierda. El primer tío que había venido tampoco había sido capaz.

El hombre intentaba marcharse, pero Ivy se movió con una rapidez vampírica que nos sorprendió a todos. Me miró con los labios fruncidos y murmuró:

—Ya hablaremos de esto —dijo, y luego se dirigió al doctor Williams—. Su anuncio dice…

—Ya sé lo que dice el anuncio —dijo él, interrumpiéndola—. Fui yo quien lo escribió. Ya le he dicho que no tenemos experiencia para su situación.

Bajó otro escalón antes de que Ivy se le pusiese de nuevo delante con un peligroso cerco marrón alrededor de la pupila. Él se detuvo y, enfadado, se sacó el fajín púrpura. Me sorprendió la indiferencia que demostraba ante el peligro que representaba Ivy, pero después pensé que, si era capaz de consagrar el suelo, probablemente podría cuidar de sí mismo. Volví a mirarlo de arriba abajo y se me pasaron otras cosas por la cabeza.

—Mire —dijo, bajando la cabeza. Cuando volvió a levantarla tenía una mirada de advertencia—. Si solo se tratase de consagrarla, podría hacerlo, pero su iglesia ha sido blasfemada.

Me quedé con la boca abierta e Ivy cruzó los brazos sobre el pecho en un signo poco habitual de preocupación. ¿
He lanzado una maldición demoníaca sobre suelo blasfemado sin proteger mi aura
?
Estupendo
.

—¡Blasfemada! —exclamó Jenks desprendiendo chispas plateadas. De entre los arbustos vino una llamada aguda de un fisgón con alas que pronto desapareció.

El hombre miró el arbusto y luego a mí.

—Desde los dormitorios hasta la puerta principal —dijo, claramente resignado a no marcharse hasta que yo me quedase satisfecha—. La iglesia entera está contaminada. Primero tendría que sacar la mancha demoníaca y no sé cómo hacerlo.

Su falta de miedo pareció darle una razón a Ivy para contener sus emociones y volver a controlarse, pero Jenks estaba agitando las alas con agresividad. Estaba preparándose para atacar al hombre y su actitud empezaba a cabrearme. Si el doctor Williams no podía hacerlo, pues no podía hacerlo.

—Jenks —le reprendí—, atrás. Si no puede hacerlo no es culpa suya.

El doctor apretó con más fuerza el asa de su caja de herramientas. Aquello le había dolido.

—Normalmente hay que llamar al forense para limpiar una invocación fallida, no a mí.

Ivy se puso rígida y, antes de que se pusiese en plan vampiresa, me puse en medio y dije:

—Yo no invoqué al demonio. Apareció sola.

Él se rio con amargura, como si me hubiese pillado en una mentira.

—¿Sola? —dijo mofándose—. Los demonios hembra no pueden cruzar las líneas.

—¿No pueden o no lo hacen?

Aquello hizo que se callase y su expresión mostró un poco más de respeto. Entonces sacudió la cabeza y su expresión recuperó la dureza anterior.

—Los practicantes de magia demoníaca tienen una esperanza de vida de meses, señorita Morgan. Le sugiero que cambie de profesión. Antes de que su estado vital lo haga por usted.

El doctor Williams bajó otro escalón y yo salí disparada tras él.

—Yo no hago tratos con demonios. Ella se apareció sin más.

—Eso es lo que digo. —Tenía los pies en la acera, se detuvo y se giró—. Lo siento mucho, señorita Tamwood, Jenks… —Luego me miró a mí—. Señorita Morgan, pero esto actualmente está fuera de mis habilidades. Si el suelo no estuviese maldecido no habría problema, pero como lo está…

Sacudió la cabeza de nuevo y se dirigió a su furgoneta.

—¿Y si hacemos que lo limpien?

Se detuvo ante la parte de atrás de la furgoneta, la abrió y metió dentro la caja de herramientas. La cerró de un portazo con el fajín púrpura todavía en la mano.

—Sería más barato sacar los cuerpos del cementerio y construir una nueva iglesia sobre suelo consagrado. —Vaciló mientras miraba el cartel de cobre que colgaba sobre la puerta de la iglesia y que declaraba orgullosamente «Encantamientos Vampíricos»—. Lo siento. Pero deberían considerarse afortunadas de haber sobrevivido.

Arrastrando los pies por el asfalto, desapareció al otro lado de la furgoneta. El sonido de la puerta del conductor al cerrarse resonó en la tranquila calle e hizo desviar la atención del tintineo de un camión de helados. Mientras se alejaba en su furgoneta, Ivy se sentó en el segundo escalón empezando por abajo. Sin mediar palabra, me senté a su lado y doblé las fundas sobre las rodillas. Tras un momento de duda, Jenks se posó en mi hombro. Juntos observamos el camión de los helados acercarse. Su alegre cancioncilla resultaba irritante.

Formando una nube estridente y rápida como un relámpago, los hijos de Jenks se lanzaron sobre él entrando y saliendo por la ventana hasta que el hombre se detuvo. Venía todos los días a partir del uno de julio para vender un cono de helado de dos dólares a una familia de pixies.

Jenks me despeinó el pelo con las alas al despegar.

—Eh, Ivy —dijo con confianza—, ¿puedes pasarme un par de billetes?

Aquello había llegado a ser una vieja costumbre y, con los hombros caídos, Ivy se puso de pie. Entró en la iglesia a buscar el bolso mientras refunfuñaba para sus adentros.

Sabía que debería estar preocupada por la iglesia y por dormir en un suelo blasfemado, pero me fastidiaba trabajar para Trent para nada, ya que no podíamos volver a consagrar la iglesia. Y además, el día de mi cumpleaños.

Mientras Jenks les gritaba a sus hijos que eligiesen un sabor y que acabasen, yo saqué el teléfono del bolso y pulsé la tecla de marcado rápido. Tenía que llamar a Kisten.

11.

Me relajé al oír el sonido del plástico al colgar mi nuevo conjunto al lado de los dos vestidos de dama de honor en la parte de atrás de la puerta del armario. El plástico negro con el logotipo de Corazón de Veneno parecía vulgar al lado de las fundas de seda y las toqué para comprobar que realmente alguien se había gastado dinero en algo tan extravagante.

Sacudí la cabeza y desenvolví mi última compra, arrugué el plástico y lo tiré en una esquina, donde se volvió a abrir lentamente, haciendo bastante ruido en el silencio de la iglesia. Acababa de volver del centro comercial en bus y me moría de ganas de enseñarle a alguien lo que había comprado para la cena y el ensayo de la boda de Trent, pero Ivy había salido y Jenks estaba en el jardín. Corazón de Veneno era una tienda exclusiva y había disfrutado como una enana de una tarde de compras sin sentirme culpable. Necesitaba esta ropa para el trabajo. Podía desgravarlo.

Era una noche húmeda. Se me pegaba la camisa y, como nuestros ahorros para el sistema central de aire acondicionado habían sido destinados a consagrar el suelo, parecía que este año nos tendríamos que conformar con colocar un aparato para la ventana. Todas las ventanas estaban abiertas y el ruido de un coche que pasaba se mezcló con el sonido de los niños de Jenks jugando al croquet con un escarabajo de san Juan.

Era tan malo como sonaba, e Ivy y yo habíamos pasado una noche divertida la semana pasada observando a sus hijos dividirse en dos equipos y, a la luz de la bombilla del porche, hacer turnos para aporrear a los pobres escarabajos y lanzarlos hacia sapos muy gordos. El equipo cuyo sapo brincase primero, después de ponerse morado, ganaba.

Sonreí al recordarlo y me quité una pelusa invisible de la elegante chaqueta negra y corta cuyas cuentas brillaban bajo la luz. Se me fue la sonrisa de la cara al volver a mirar la ropa… ya sin el entusiasmo de la vendedora. Quizá las cuentas fuesen un poco exageradas, pero iban bien con el brillo de las medias. Y el tamaño tan corto de la falda se compensaba con el discreto color negro. Venía con un top muy bonito que enseñaba el ombligo y tenía la chaqueta por si hacía frío.

Revolví el armario y saqué un par de sandalias planas con las que podía correr. Ellasbeth no llevaría unos vaqueros y una camiseta. ¿Por qué iba a ir yo de barriobajera para que ella luciese más?

Tiré las sandalias al suelo y di un paso atrás mientras pensaba. Unas joyas serían la guinda del pastel, pero Ivy podría ayudarme con eso.

—¡Eh, Jenks! —grité a sabiendas de que, si no podía oírme, lo harían sus hijos e irían a avisarlo—. ¡Ven a ver lo que he comprado!

Casi de inmediato escuché aleteos en mi ventana. Había cosido el agujero para pixies de la mosquitera unos días antes y esbocé una gran sonrisa al ver a Jenks chocar contra ella.

—¡Eh! —gritó mientras volaba con las manos en las caderas y soltando destellos dorado—. ¿Qué rayos es esto?

—Un poco de intimidad —dije mientras ahuecaba el encaje del dobladillo de la falda—. Utiliza la puerta. Es para eso.

—¿Sabes una cosa? —me espetó—. Debería… ¡Por el amor de Campanilla!

Me giré al escuchar su voz sorprendida, pero había desaparecido. En un abrir y cerrar de ojos apareció en el vestíbulo riéndose mientras volaba de espaldas.

—¿Es eso? —dijo—. ¿Ese es el vestido que has comprado para ponerte en la cena y en el ensayo de la boda de Trent? Jolín, tía, necesitas ayuda urgentemente.

Seguí su mirada y miré mi traje.

—¿Qué? —dije, cabreada. Me picaba la nariz y estornudé. El calor y la humedad estaban empezando a afectarme.

Jenks seguía riéndose.

—Vas a una cena, Rache. ¡No a una discoteca!

Preocupada, toqué la manga de la chaqueta.

—¿Crees que es exagerado? —pregunté, intentando con todas mis fuerzas no poner un tono combativo. Ya había tenido esta conversación con excompañeros de piso antes.

Jenks aterrizó sobre la percha.

—No si vas a representar el papel de la puta del pueblo.

—¿Sabes qué? —dije, empezando a cabrearme—. Ser sexi no es algo natural y a veces una tiene que arriesgarse.

—¿Arriesgarse? —dijo riéndose—. Rache, si te vistes así para el ensayo de una boda, no me extraña que te pasases toda la época del instituto peleándote con novios malos. ¡Imagen, chica! La imagen lo es todo. ¿Quién quieres ser?

Iba a arrearle, pero voló hacia el techo dejando caer un rastro de polvo plateado como si se tratase de un hilo de pensamiento que dejase atrás. Algunos de sus hijos estaban riéndose en la ventana. Nerviosa, cerré las cortinas. Atraída por el sonido de la voz de Jenks, Rex entró en la habitación procedente de quién sabe dónde y se acomodó en mi umbral con el rabo enroscado en los pies y mirando a Jenks. El pixie se había posado sobre el expediente de Nick, que ahora estaba entre mis botellas de perfume. Esperaba que la estúpida gata no saltase detrás de él. Empecé a sentir un cosquilleo en la nariz y busqué un pañuelo. Rex se asustó cuando me soné y salió corriendo hacia el vestíbulo.

Levanté la vista y vi la cabeza de Jenks moviéndose de un lado a otro.

—Es un traje bonito —protesté—. Y no lo he comprado para Trent, lo compré para mi cita de cumpleaños con Kisten. —Volví a tocar la manga bordada con cuentas y sentí melancolía. Me gustaba arreglarme, ¿y qué? Pero quizá… quizá mi imagen podría tener un poco más de clase y un poco menos de fiestera.

Jenks resopló y me lanzó una mirada larga de complicidad.

—Claro que sí, Rache.

Molesta, apagué la luz y fui a la cocina. De camino, cogí las dos bolsas de salsa de tomate que había comprado para Glenn y que había dejado en el vestíbulo. Jenks me seguía sin dejar de reírse y se posó sobre mi hombro como pidiéndome perdón.

—¿Sabes? —dijo, y por su tono de voz sabía que se estaba riendo—, creo que deberías ponerte ese vestido en el ensayo. Pondrá de una mala hostia que no veas a esa bruja.

—Claro —dije, empezando a deprimirme. Esperaría a que llegase Ivy a casa y le preguntaría. ¿Qué sabía Jenks de eso? Era un pixie, por el amor de Dios.

Le di al interruptor con el codo al entrar en la cocina y estuve a punto de tropezar con Rex cuando me pasó entre los pies a toda velocidad. Aquel movimiento tan poco elegante se convirtió en un estornudo. Lo vi venir pero no me dio tiempo a avisar a Jenks, que salió catapultado y, soltando tacos, fue hacia la ventana.

—Lo siento —dije cuando lo vi iluminarse junto a sus monos marinos. Según mi madre, daba mala suerte estornudar entre las habitaciones, pero lo que me tenía preocupada era la mirada inquisidora de Jenks.

Con un gesto de dolor, miré a Rex. Ella levantó su preciosa carita de gata mientras se sentaba delante del fregadero y levantaba la vista con amor para mirar a su dueño de diez centímetros. Jenks también la miró y, cuando dejé las bolsas en el suelo para limpiarme la nariz, dejó de aletear al comprender lo que pasaba. No había parado de estornudar desde ayer.
Mierda, existen encantamientos para esto, pero no quiero ser alérgica a los gatos
.

—No soy alérgica a los gatos —dije pasándome un brazo por la cintura—. Rex lleva aquí dos meses y es la primera vez que supone un problema.

—De acuerdo —dijo suavemente, pero no movió las alas cuando me dio la espalda para pelearse con el frasco de comida para monos marinos.

Había demasiado silencio. Quería poner algo de música, pero la minicadena estaba en el santuario y si le daba el volumen necesario para poder oírla en la cocina molestaría a los vecinos.

Maquinando una reunión para llorar nuestras penas, saqué uno de mis libros de hechizos más nuevos y lo dejé caer en el centro de la isla de la cocina.
Estornudar
, pensé mientras me encorvaba y recorría el índice con el dedo. No era alérgica a los gatos. Mi padre lo era, pero yo no.

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