—Pressia —susurró el anciano—, tenemos que celebrar lo poco que podamos.
—Este no. Este cumple no.
—Este regalo es mío —le dice el abuelo señalándole el que tiene la flor encima—. Y este otro me lo he encontrado esta mañana en la puerta.
—¿En la puerta?
Quien quiera averiguar cuándo es su cumpleaños lo tiene fácil: está escrito en las listas que empapelan la ciudad. Pero Pressia no tiene muchos amigos. Cuando los supervivientes llegan a los dieciséis los lazos se rompen: todos saben que tendrán que valerse por sí mismos. En las semanas que precedieron a la desaparición de Gorse y Fandra, esta última se mostró fría con Pressia, quiso cortar los lazos antes de tener que despedirse. Por entonces Pressia no lo entendió pero ahora sí que lo comprende.
El abuelo gira el regalo y deja al descubierto unos garabatos en la tela. Pressia va a la mesa, se sienta en la silla de enfrente y lee lo que pone: «Para ti, Pressia». Y lo firma «Bradwell».
—¿Bradwell? —pregunta el abuelo—. Yo lo conozco, una vez lo cosí. ¿De qué te conoce a ti?
—No me conoce —replica Pressia.
«¿Por qué me hará un regalo? —se pregunta—. Cree que soy de esa clase de gente que desea que todo vuelva a ser como era, que regrese el Antes, de los que adoran la Cúpula. ¿Y qué tiene de malo? ¿No es eso lo que cualquier persona normal querría?» Siente un extraño calor, una rabia que se expande por debajo de las costillas. Piensa en la cara de Bradwell, en las dos cicatrices, en la quemadura, en cómo se le humedecen los ojos y luego los entorna para volver a parecer duro.
Ignora su regalo y, en cambio, coge el del abuelo.
—Quería decirte que me hubiese gustado que fuese algo bonito —se excusó el abuelo—. Te mereces cosas bonitas.
—No pasa nada.
—Anda, venga, ábrelo.
La chica se inclina sobre la mesa, aprieta el paquete y lo coge entre aspavientos. Le encantan los regalos, aunque le dé vergüenza admitirlo. Desenvuelve un par de zapatos, un cuero grueso extendido sobre madera pulida.
—Zuecos —le informa el abuelo—. Los inventaron los holandeses, como los molinos de viento.
—Yo pensaba que los molinos eran para el grano. Y para el papel. Pero ¿para el viento?
—Tenían forma de faros —le dijo el abuelo, que también le había explicado lo que era un faro. De pequeño había vivido rodeado de barcos—. Pero en lugar de una luz tenían aspas, ventiladores para convertir el viento en fuerza. Hubo un tiempo en que se puso de moda utilizarlos para generar energía.
«¿Quién querría moler viento? —se pregunta—. ¿Y a quién se le ocurriría llamar “zueco” a un zapato? Como si hablases en sueco al ponértelos.»
—Pruébatelos —la anima el abuelo.
La chica pone los zuecos en el suelo y desliza los pies en las oquedades de madera. El cuero todavía está rígido y, al incorporarse, se percata de que las suelas de madera la hacen más alta. No quiere ser más alta; quiere ser bajita y pequeña. El abuelo ha sustituido los zapatos gastados de Pressia por unos nuevos que dan la impresión de no gastarse nunca. ¿Cree el anciano que vendrán pronto a por ella? ¿Cree que huirá con esos zapatos puestos? ¿Adónde? ¿A los escombrales? ¿A los fundizales, a las esteranías? ¿Qué hay después de eso? Se habla de vagones de tren volcados, de vías, de túneles excavados, grandes fábricas, parques de atracciones —no solo existía Disney World—, zoológicos, museos y estadios. También había puentes en otros tiempos; antes se cruzaba un río que supuestamente hay más al oeste. ¿Habrá desaparecido todo?
—Cuando tenías dos años alquilaron un poni para tu fiesta de cumpleaños —le cuenta el abuelo.
—¿Un poni? —se extraña Pressia mientras traquetea por el suelo con los pesados zapatos, como si también ella tuviese cascos.
Lleva pantalones y calcetines de punto y un jersey. La lana con la que se hace la ropa proviene de las ovejas de los pastores de las afueras de la ciudad, donde surgen de la tierra unas pequeñas franjas de hierba espinosa y unas hileras de árboles que lindan con territorio de la ORS. Algunos supervivientes cazan allí nuevas especies, cosas con alas y bichos peludos que arañan los bulbos y las raíces y se alimentan los unos de los otros. A algunas de las ovejas apenas se las puede llamar así, pero por muy deformes que sean, por muy retorcidos o llenos de pinchos que tengan los cuernos y por mucho que su carne no sea comestible, dan buena lana. Hay supervivientes que la han convertido en su forma de vida.
—¿Un poni para qué? —pregunta—. ¿Dónde metieron un poni?
—Daba vueltas por el jardín de atrás y los niños se montaban.
Es la primera vez que oye lo del poni. El abuelo le ha contado muchas historias sobre sus cumpleaños: tartas heladas, piñatas, globos de agua. ¿De dónde se habrá sacado todo eso?
—¿Mis padres alquilaron un poni para que diese vueltas? —Para Pressia son unos completos desconocidos; el mínimo asomo de ellos despierta en ella una especie de hambre insaciable.
El abuelo asiente, pero de pronto parece cansado, muy viejo.
—A veces me alegro de que no vivan para ver esto.
Pressia no dice nada, aunque las palabras la queman por dentro. Ella sí quiere que sus padres vivan. Intenta retener en la cabeza ciertos momentos de su vida para poder contárselos algún día, por si acaso. Y por mucho que sepa que están muertos, no puede evitarlo. Incluso ahora mismo está pensando que les contará lo de hoy, los zuecos y la charla sobre los molinos de viento. Y si alguna vez vuelve a verlos, aunque sabe que no será el caso, les hará muchas preguntas y ellos le contarán historias. Les preguntará por lo del poni. Desea que de algún modo la estén vigilando, que estén viéndolo todo, igual que algunas religiones que creen en el Cielo y en que el alma no muere. De vez en cuando casi siente que la observan… ¿será su madre o su padre? No lo tiene claro. Y tampoco se lo puede confesar a nadie, pero la consuela.
—¿Y este otro regalo, el de Bradwell? —El tono del abuelo es entre burlón y suspicaz; nunca antes se lo ha oído.
—Será algo tonto o cruel. Puede ser muy cruel.
—Bueno, ¿lo vas a abrir o no?
Parte de ella no quiere hacerlo, pero eso no haría sino darle al regalo más importancia de la cuenta. Para zanjar el tema le pega un tirón al cordel del lazo, que se desata y cae sobre la mesa. La chica lleva la cuerdecilla a la jaula de
Freedle
y la mete por los barrotes. A la cigarra le gusta juguetear con cosas pequeñas, o al menos le gustaba cuando era más joven.
—A por él.
El insecto fija los ojos en el cordel y bate las alas.
Pressia vuelve a la mesa, se sienta y desenrolla el trapo.
Es un recorte, el que había visto en el baúl de Bradwell y le había fascinado, ese de la gente con las gafas de colores en un cine comiendo algo de unos cubiletes de cartón de colores, el que hizo que le temblasen las manos sin saber por qué, el que estaba mirando cuando él le dijo que conocía a las de su clase. A Pressia le late con fuerza el corazón y se ha quedado sin aliento. ¿Es un regalo cruel? ¿Lo hace para reírse de ella?
Tiene que tranquilizarse; es solo un papel, se dice para sus adentros.
Pero no es solo un papel. Existía en los tiempos en que tenía una madre y un padre y daba vueltas a lomos de un poni en el jardín de su casa. Toca la mejilla de alguien que ríe en la sala. Bradwell tenía razón, después de todo: es de esa clase. ¿Por eso le ha hecho ese regalo? Pues vale, eso es lo que quiere y nunca tendrá: que vuelva el Antes. ¿Por qué no envidiar a la gente de la Cúpula? ¿Por qué no desear estar en cualquier otra parte menos allí? No le importaría ponerse unas gafas 3D en una sala de cine y comer de cajas acompañada de su guapa madre y su padre contable. No le importaría tener un perro con un sombrerito de fiesta y un coche con un lazo o una cinta de medir. ¿Tan malo es?
—El cine —dice el abuelo—. Mira eso, gafas 3D. Me acuerdo de ver películas así cuando era joven.
—Es tan real —comenta Pressia—. ¿No sería bonito si…?
—Este es el mundo en el que vivimos —la interrumpe el abuelo.
—Ya lo sé —replica Pressia, que se queda mirando a
Freedle
en su jaula, al viejo y herrumbroso
Freedle
. Se levanta sin llevarse la foto y se queda mirando la fila de creaciones que adornan la repisa de la ventana. Por primera vez le parecen infantiles. Ahora tiene dieciséis años. ¿Qué hace con juguetes? Los contempla unos instantes y luego mira la imagen de la revista, las gafas 3D, las butacas de terciopelo. En comparación con aquel mundo resplandeciente, sus pequeñas mariposas parecen mustias. Juguetes… por llamarlos de alguna manera. Coge una de las más nuevas y se la pone sobre la palma. Le da cuerda y deja que mueva las alas con un ruidoso claqueteo. Devuelve la mariposa a su sitio y lleva la mano buena contra el cristal cuarteado de la ventana.
3 minutos y 42 segundos
H
asta un tiempo después de la excursión con Glassings a los Archivos de Seres Queridos, Perdiz no supo cómo acceder al sistema de filtrado. Más tarde, sin embargo, se dio cuenta de que uno de los puntos de acceso al sistema estaba comunicado con el centro donde todos los chicos de su curso acudían a sesiones semanales de codificación en los moldes de momia.
Así es como lo ha planeado.
Cuando suena la campana por la mañana va a formar con la mochila a la espalda, donde lleva las cosas de su madre, un frasco de soja texturizada, un par de botellas de agua y el cuchillo que robó de la exposición de hogar. A pesar de que hace algo de calor, lleva puestas una sudadera con capucha y una bufanda.
Como es habitual, llevan a los chicos en el monorraíl, donde se mantiene apartado del rebaño. En realidad nunca ha tenido muchos amigos en la academia: Hastings supone la excepción, no la regla. Perdiz era demasiado famoso cuando llegó, por su padre y por su hermano mayor, pero luego Sedge se suicidó y la fama de Perdiz cambió de cariz. Todo acercamiento se vio sustituido por miradas de compasión y caras de «¡arriba ese ánimo!», al menos, por amagos de ello.
Ahora se abre paso por el rebaño y se sienta entre Hastings, que suele dormir durante todo el trayecto, y Arvin Weed, que siempre está leyendo algún archivo científico en su portátil (cosas que no se dan en ciencias y nunca se darán: nanotecnología, biomedicina, neurociencia…). Si le das cancha, se te pone a hablar sin parar sobre células autogeneradas, fuerza sináptica o placas cerebrales. Como se pasa la mayor parte del tiempo en el laboratorio de ciencias de la escuela —«haciendo progresos, dando grandes pasos; es de buena pasta, llegará lejos», en palabras de Glassings—, Arvin es prácticamente invisible, incluso delante de todos. Mientras este va hojeando un documento tras otro, Hastings ya ha hecho una bola con la chaqueta para usarla de almohada.
Perdiz, en cambio, no ha pasado desapercibido. Vic Wellingsly, uno del rebaño, le grita desde el otro lado del vagón:
—¿Qué pasa, Perdiz? Me han dicho que hoy te van a anestesiar. ¿Te van a poner una tictac o qué?
Perdiz mira a Hastings, que le devuelve la mirada con los ojos muy abiertos y luego fulmina a Wellingsly.
—¿Qué? —dice Wellingsly—. ¿Se supone que no tenía que decir nada? Como si no lo supiese ya todo el mundo…
—Perdona —susurra Hastings a Perdiz al tiempo que se aparta el pelo de los ojos. Siempre está buscando congraciarse con el rebaño. A Perdiz no le extraña que haya cambiado esa información por un poco de reconocimiento, aunque le fastidia.
—¿Y bien? —prosigue Wellingsly—. ¿Tic, tac, tic, tac?
Perdiz sacude la cabeza y contesta:
—No es nada, lo de siempre. Sin más historia.
—Imaginaos a Perdiz con una tictac —interviene uno de los gemelos Elmsford—. Pulsarían el botón para librarlo de su sufrimiento. ¡Eutanasia pura y dura!
El rebaño ríe.
Arvin alza la vista del libro como si, por un momento, se estuviese planteando salir en defensa de Perdiz, pero luego se arrellana en su asiento y prosigue con la lectura. Hastings cierra los ojos y hace como que duerme. El otro Elmsford comenta:
—¡La cabeza de Perdiz es un melón-bomba!
—Salpicando el vestido de Lyda Mertz —dice Vic—. ¡Perdona, Lyda, el pobre Perdiz se ha excitado más de la cuenta!
—¡A Lyda la dejáis en paz! —salta Perdiz, con un tono más serio del que pretendía.
—¿O qué? Sabes que estoy deseando darte un escarmiento.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? —lo desafía Perdiz, y todo el mundo sabe lo que quiere decir: «¿Le vas a pegar al hijo de Willux? ¿Crees que es muy inteligente por tu parte?» Se odia al instante por haberlo dicho, pero le ha salido así sin más. Odia ser el hijo de Willux: hace de él un blanco en la misma medida en que lo protege.
Vic no dice nada y el vagón se sume en el silencio. Perdiz se pregunta si rememorarán este momento cuando haya huido o esté muerto… depende de cómo vayan las cosas. Tiene que pasar por varios tramos de ventiladores. Puede acabar hecho picadillo, un melón bien troceado. ¿Qué pensarían de él entonces?, ¿que era un cobarde que había muerto intentando huir?, ¿que era defectuoso, como Sedge?
Mira por la ventana, al paisaje cambiante: las pistas de deporte, los muros de piedra de la academia, las altas casas apiladas unas sobre otras, los recintos comerciales, los edificios de oficinas y, más allá, las cosechadoras automáticas que trabajan los campos… hasta que entran en la oscuridad del túnel. Se imagina a los miserables enfermos, la tierra y el agua envenenadas, las ruinas. No morirá ahí fuera, ¿verdad? Es un riesgo que tiene que asumir. Aquí no puede quedarse sabiendo que tal vez su madre esté viva, que si se queda lo modificarán hasta la médula y nunca llegará a recordar del todo.
Como si alguien le hubiese dado al interruptor de la luz, el vagón se queda a oscuras antes de que salten las luces automáticas. Los lleva directos al corazón del centro de codificación. Los frenos chirrían y los chicos se tambalean por un momento pero, en cuanto se detiene, se ponen todos en pie.
Por los pasillos van en silencio, solo se intercambian algunos «hasta luego» a media voz.
Perdiz coge a Hastings antes de separarse y le dice:
—Eh, no puedes hacer esas cosas.
—Lo siento —se disculpa Hastings—. No tendría que habérselo dicho. Es un bocazas.
—No, no te lo digo por mí. Es por ti. Algún día vas a tener que plantarles cara.
—A lo mejor.