Bradwell. Recuerda haber oído rumores sobre él, como un teórico de la conspiración que recorre los escombrales evangelizando a la gente. Le habían contado que ponía en entredicho muchas de las ideas sobre las Detonaciones y la Cúpula, en particular sobre aquellos que adoran la Cúpula y la han confundido con una deidad, un dios lejano pero benevolente. Aunque ella no era ninguna adoradora de la Cúpula, al punto lo odió por lo que representaba. ¿Por qué fraguar teorías de la conspiración? Todo ha acabado, ya está. Esto es lo que hay. ¿Para qué darle más vueltas?
Conforme Bradwell se va enfrascando en su charla, paseando con las manos en los bolsillos, empieza también ahora a odiar lo que es. Es un chulo y un paranoico. Suelta sus teorías sobre los agentes de la Cúpula como si tal cosa: que si tiene pruebas de que provocaron ellos la destrucción total para poder aniquilar a toda la población mundial salvo a unos pocos protegidos por la Cúpula; que si fue diseñada con ese fin, no como un prototipo ante un brote bacteriológico, una catástrofe medioambiental o un ataque de otra nación; que si lo que querían era que sobreviviera solo la élite en la Cúpula mientras esperaban a que la Tierra se regenerase por sí sola, momento en el cual volverían haciendo tabla rasa…
—¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no hemos experimentado un invierno nuclear total? Pues bien, porque lo orquestaron así para evitarlo. Utilizaron un cóctel de bombas: los satélites del Sistema Neutrónico de Radicación Aumentada Focalizada de Órbita Baja, el SNRAFOB, y los satélites del Sistema Neutrónico de Radicación Aumentada Focalizada de Órbita Alta, el SNRAFOA, y todo eso potenciando el Pulso Electromagnético, el PEM. —Ahonda en la diferencia entre bombas atómicas y nucleares, también incluidas en el cóctel, y sobre los pulsos diseñados para derribar todas las comunicaciones—. ¿Y cómo aparecieron los terrones? Las bombas trasmutaron las estructuras moleculares. El cóctel incluía la dispersión de nanotecnología para ayudar a acelerar la recuperación de la Tierra, la cual propicia el autoensamblaje de moléculas. La nanotecnología, acelerada por el ADN (que, aunque sea material informativo, es excelente para el autoensamblaje de células), fortaleció nuestra capacidad de fusión. Y la que alcanzó a los humanos atrapados en escombros o campos abrasados los ayudó a regenerarse. Aunque los terrones no pudieron liberarse del todo, sus células humanas se hicieron más potentes y aprendieron a sobrevivir.
Explica una conspiración tras otra y las va enlazando con tal rapidez que Pressia apenas logra seguirlo. Aunque tampoco tiene claro si se le pide que entienda esas teorías. La charla no está pensada para no iniciados. Es un grupo de gente ya convertida, y todos asienten al unísono, como si fuese un cuento para antes de dormir y lo hubiesen memorizado para poder trasmitírselo los unos a los otros. Pressia recita el Mensaje en su cabeza: «Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia». Y luego la cruz antigua, la que el abuelo llamaba cruz irlandesa. Puede que no sea el ojo benevolente de Dios, como muchos han pensado de la Cúpula, pero está claro que no es un mensaje de una fuerza diabólica. El pecado que han cometido ha sido sobrevivir, y no puede culparlos por ello. Ella también ha cometido el mismo pecado.
Se le ocurre de repente que si ella ha oído hablar de Bradwell, también la ORS tiene que saber que existe. Un cosquilleo de temor le recorre la piel. Es peligroso estar ahí. Bradwell tiene casi dieciocho años y, por mucho que esté en la lista de los muertos, seguro que es un objetivo prioritario de la ORS. De su charla se desprenden unas cuantas cosas: que odia la ORS, a la que considera frágil, debilitada por su codicia y su maldad, e incapaz de conquistar la Cúpula o efectuar ningún cambio real. «Otro tirano corrupto más», la define. Desprecia en particular la falta de transparencia: nadie conoce el nombre de los oficiales de la plana mayor de la ORS, y en su lugar dejan que sean los soldados rasos los que hagan el trabajo sucio de calle.
Al mismo tiempo no puede dejar de pensar en qué es lo que habrá dentro del baúl. El chico al que ha llamado Halpern también quiere pasar a ese tema. Ha de contener cosas valiosas. ¿Dónde está la comida? Lo que quiere más que nada es que Bradwell se ca lle, porque habla de las cosas de las que nadie habla: las corrientes de aire ascendentes y descendentes que se llevaron por delante las casas, los ciclones de fuego, la piel de reptil de los moribundos, los cuerpos carbonizados, la lluvia negra aceitosa, las piras donde quemaron a los muertos y a los que fallecieron a los días, que empezaron con una nariz sangrante y acabaron pudriéndose por dentro. Está intentando hacerle callar en su cabeza: «¡Para, por favor, para! ¡Para ya!»
El chico, sin embargo, empieza a fijar sus ojos en ella mientras habla y se va acercando cada vez más a su lado de la habitación. Entrecierra los ojos como si fuese muy duro, pero conforme su rabia va en aumento —cuando habla de cómo el movimiento político llamado Retorno al Civismo, bajo la vigilancia del brazo militar nacional, la Ola Roja de la Virtud, no fue sino la antesala de las Detonaciones, el control de todo en nombre del miedo, las cárceles colectivas, los sanatorios para los enfermos, las instituciones para los disidentes…, todos esos edificios cuyos restos se extienden por doquier en cuanto se sale de las áreas residenciales— se le humedecen los ojos. Bradwell no va a llorar, de eso está segura, pero es una persona compleja. En cierto punto dice:
—Era enfermizo… todo. —Y luego se le dibuja un hoyuelo sarcástico en la mejilla y añade—: ¡Ya sabéis que Dios os quiere porque sois ricos!
¿Así es como era antiguamente? ¿De verdad? Su padre era contable y su madre la había llevado a Disney World. Vivían en un barrio residencial, tenían un pequeño jardín. El abuelo le ha enseñado fotos de todo. Sus padres no eran profesores con ideas peligrosas, así que ¿de qué parte estaban? Da otro paso más hacia la escalerilla.
—Tenemos que recordar lo que no queremos —les dice—. Debemos trasmitir nuestras historias. Mis padres ya habían muerto, asesinados de un tiro a quemarropa en su propia cama. Me dijeron que habían sido unos intrusos pero entonces yo ya sabía que no era así.
Bradwell empieza a hablar como si solo se lo estuviese contando a ella, como si fuese la única persona de la habitación. Tiene los ojos clavados en los suyos y eso la retiene. Es una sensación extraña, como si estuviese clavada a la tierra, sin una sola mota de ceniza. Está contando su historia, sus Me Acuerdo.
Después del asesinato de sus padres, lo mandaron a vivir con sus tíos en una zona residencial. A su tío le habían prometido tres sitios en la Cúpula, le habían contado una ruta para entrar en ella cuando saltase la alarma, un camino particular que atravesaba las barricadas. Tenía hasta las entradas, había pagado por ellas. Cargaron el coche con garrafas de agua y dinero contante.
Ocurrió un sábado por la tarde. Bradwell no estaba en casa, había ido a dar un largo paseo; por esa época le gustaba salir a andar. En realidad no se acuerda de mucho, solo de un fogonazo deslumbrante y del calor atravesándole el cuerpo, como si le ardiese la sangre. La sombra de los pájaros alzándose tras él… Y ahí está, eso es lo que Pressia vio hace dos años cuando estaban dándole puntos sobre la mesa, las ondas bajo la camisa… eran alas.
A Bradwell se le quemó todo el cuerpo, estaba lleno de ampollas, en carne viva; los picos de los pájaros dolían como dagas. Logró regresar a casa de sus tíos, entre las brasas del fuego, el aire cargado de ceniza y los gritos de la gente sepultada por los escombros. Había otros que vagaban sin rumbo, cubiertos de sangre y con la piel derretida. A su tío le pilló trabajando en el coche: se quería asegurar de que estuviese en perfecto estado para la ruta especial a través de las barricadas. Estaba debajo del coche cuando estallaron las Detonaciones y se fusionó con el motor, que se le quedó empotrado en el pecho. Su tía estaba toda quemada, padecía unos dolores horribles y se asustó al ver el cuerpo de Bradwell, con los pájaros… Pero le dijo: «No nos dejes». El olor a muerte, a pelo y piel quemada era omnipresente y el cielo estaba gris, cuajado de ceniza.
—Había sol pero estaba todo tan encapotado por el polvo que cuando era de día parecía que estaba anocheciendo constantemente. —Eso cuenta Bradwell. ¿Se acuerda Pressia de algo tan simple como eso? Quiere hacerlo. Después del sol sobre sol sobre sol, vino el anochecer, un día tras otro.
Bradwell se quedó con su tía en la cochera, que estaba incendiada y desmoronada aunque extrañamente intacta: con sus cajas carbonizadas, el árbol de Navidad de plástico, las palas, las herramientas. Pese a estar al borde de la muerte, su tío intentó explicarle a la mujer cómo liberarlo. Le habló de cosas como un cortafríos y una polea que podían enganchar al techo. Pero ¿a quién podía ella recurrir? Los que no se habían ido estaban muertos, moribundos o atrapados. La tía intentaba dar de comer a su marido, pero este se negaba.
Bradwell encontró un gato muerto en el césped chamuscado, lo metió en una caja e intentó resucitarlo en vano. Su tía se había quedado ronca y le costaba respirar…, y estaba ya un poco trastornada, posiblemente. Se encontraba desorientada, débil; cuidaba de sus quemaduras y heridas, mientras veía morir lentamente a su marido.
El chico para de hablar por un momento, fija la vista en el suelo y luego de nuevo en Pressia.
—Y entonces un día se lo pidió por favor. Le susurró: «Enciende el motor. Enciéndelo». —Toda la habitación está en silencio e inmóvil—. Mi tía cogió las llaves y me gritó que saliese de la cochera. Y eso hice.
Pressia se siente mareada y apoya la mano en la pared de cemento para no caerse. Alza los ojos hacia Bradwell. ¿Por qué les cuenta esa historia? Es enfermizo. En teoría el Me Acuerdo es una forma de regalarle algo a la gente, pequeños recuerdos agradables como los que a Pressia le gusta coleccionar, en los que necesita creer. ¿A qué viene eso? ¿Qué bien puede hacer a nadie? Recorre la habitación escrutando a los demás con la vista; no parecen enfadados como ella, sus caras están más que nada serenas. Hay quienes tienen los ojos cerrados, como si quisieran visualizarlo todo en sus cabezas. Eso es lo último que Pressia desearía, pero aun así lo ve todo: la bandada de pájaros, el gato muerto, el hombre atrapado bajo el coche.
—Le dio al contacto —prosiguió Bradwell— y el motor renqueó por unos instantes. Al ver que no salía, entré yo. Vi la sangre y la cara azulada de mi tío. Mi tía estaba hecha un ovillo en un rincón de la cochera. Cogí el agua embotellada, metí dinero en una bolsa y me lo pegué con cinta a la barriga. Y regresé a casa, a la de mis padres, que estaba quemada hasta los cimientos. Pero encontré el baúl que habían guardado en una habitación que era una especie de búnker. Arrastré el baúl conmigo por la oscuridad de este mundo y aprendí a sobrevivir. —Sus ojos negros sobrevuelan a los presentes—. Todos tenemos una historia. Ellos nos hicieron esto. No hubo ningún agresor exterior, ellos querían un apocalipsis, querían el fin. Y lo consiguieron, lo orquestaron todo, quién entraría y quién no. Había una lista desde un principio y nosotros no figurábamos en ella. Nos dejaron aquí para que muriésemos. Quieren borrarnos de la faz de la tierra, junto con el pasado, pero no se lo vamos a permitir.
Así acaba. Nadie aplaude. Bradwell se limita a darse la vuelta y abrir el cerrojo del baúl.
En silencio empiezan a formar una fila y uno a uno, con solemnidad, se adelantan para echar un vistazo. Otros meten la mano en el baúl y sacan papeles, algunos en color y otros en blanco y negro. Pressia no alcanza a ver de qué se trata. Quiere saber lo que hay en el cofre pero el corazón le late a cien por hora. Tiene que salir de ahí. Ve a Gorse, que está hablando con gente en un rincón. Le alegra ver que está vivo, pero no quiere saber qué le pasó a Fandra. Solo desea salir de ahí. Va hacia el fondo del cuarto y tira de la maltrecha escalerilla, que se despliega desde el techo. Pero, cuando empieza a subir, Bradwell le dice desde abajo:
—No has venido por la reunión, ¿verdad que no?
—Pues claro que sí.
—No tenías ni idea de qué iba.
—Tengo que irme —se excusa Pressia—. Es más tarde de lo que creía. Le he prometido a…
—Si sabías lo de la reunión dime qué hay en el baúl, venga.
—Pues papeles y eso… —responde la chica.
Bradwell le coge de los bajos deshilachados del pantalón y tira de ellos suavemente.
—Ven a verlo.
Pressia mira hacia la trampilla.
—El pestillo se cierra de forma automática por los dos lados en cuanto se tapa —le explica—. Vas a tener que esperar a que Halpern lo abra, él tiene la única llave.
Le tiende la mano para ayudarla a bajar, pero Pressia lo ignora y baja por su cuenta.
—No puedo quedarme mucho rato.
—No pasa nada.
La fila se ha dispersado. Todos tienen papeles y hablan en corrillos, entre ellos Gorse, que la mira. Pressia lo saluda con la cabeza y él le devuelve el gesto. Tiene que hablar con él; está al lado del baúl y quiere ver lo que hay dentro. Avanza hacia allá.
—Pressia —la saluda Gorse.
Bradwell está detrás de la chica.
—¿Os conocéis?
—De hace tiempo —aclara Gorse.
—Desapareciste y sigues vivo. —Pressia no puede disimular su asombro.
—Pressia, no le digas a nadie que me has visto. A nadie.
—No, claro. ¿Y…?
Gorse la interrumpe:
—No —le dice, y ella entiende que Fandra ha muerto. Desde que desaparecieron ha pensado que estaba muerta, pero no se ha dado cuenta de las esperanzas que ha alimentado desde que ha visto a Gorse, pensando que podía estar viva, que a lo mejor volvía a verla.
—Lo siento.
El chico sacude la cabeza y cambia de tema:
—El baúl. Anda, échale un vistazo.
Pressia se adelanta hasta el baúl, donde hay gente agolpada a ambos lados, y siente una extraña turbación. Escruta el interior y ve que está lleno de carpetas tiznadas de ceniza; en una pone «Mapas», en otra «Manuscrito». La de arriba está abierta y dentro hay trozos de revistas, periódicos y embalajes. Pressia no alarga la mano, al principio no es capaz de tocar nada. Se agacha y se agarra al borde del baúl. Hay imágenes de gente tan contenta por haber perdido peso que se envuelven las barrigas con cintas métricas, perros con gafas de sol y sombreritos de fiesta, y coches con grandes lazos rojos en el techo. Hay abejorros sonrientes, «garantía de devolución», cajitas de peluche con joyas dentro. Las fotografías están algo rasgadas y estropeadas; las hay con agujeros y bordes ennegrecidos; otras están borrosas por el gris de la ceniza. Pero aun así son bonitas. «Así es como era», piensa Pressia. Nada de ese rollo que acaba de contarles Bradwell. Era así. Son fotos, pruebas reales.