Extiende la mano y toca una fotografía de una gente que lleva gafas con lentes de colores y están en una sala de cine. Miran la pantalla mientras ríen y comen de unos cubiletes de colores.
—Lo llamaban 3D. Veían pantallas planas pero con las gafas puestas el mundo salía de ellas, como en la vida real —explica Bradwell. Coge la foto y se la tiende.
Al cogerla, a Pressia le empieza a temblar la mano.
—Es que no lo recordaba con tanto detalle. Es alucinante. Como… —Pressia le mira a los ojos—. ¿Por qué has dicho todo eso cuando tienes aquí estas fotos? Vamos, solo hay que verlo.
—Porque lo que he contado es la verdad. Historia Eclipsada. Esto no.
La chica sacude la cabeza y repone:
—Puedes decir lo que quieras; yo sé cómo era. Lo tengo en la cabeza y se parece más a esto. No me cabe duda.
Bradwell se echa a reír.
—¡No te rías de mí! —exclama Pressia.
—Ya veo qué clase de persona eres.
—¿Qué? No me conoces en absoluto.
—Tú eres de la clase de personas que quieren que todo vuelva a ser como el Antes. No se puede mirar hacia atrás así. Es probable que hasta te encante la Cúpula, donde todo es fácil y agradable.
Da la impresión de que la está ridiculizando.
—Yo no soy la que miro hacia atrás. ¡Eres tú quien va por ahí dando clases de historia!
—Solo miro hacia atrás para que no cometamos los mismos errores.
—Como si fuéramos a tener ese lujo —replica Pressia—. Espera, ¿es eso lo que planeas con tus clases?, ¿una forma de infiltrarte en la ORS, de acabar con la Cúpula? —La chica le tira el trozo de papel al pecho y se dirige hacia Halpern—. Abre la puerta —le ordena.
Halpern la mira confuso.
—¿Qué? Pero ¿se cierra?
Pressia vuelve la vista a Bradwell.
—¿Te crees muy gracioso?
—No quería que te fueses. ¿Qué tiene eso de malo? —le responde Bradwell.
La chica se apresura hacia la escalera y Bradwell la sigue.
—Ten, quédatelo —le dice a Pressia tendiéndole un papel doblado.
—¿Qué es esto?
—¿Has cumplido ya los dieciséis?
—Todavía no.
—Es donde puedes encontrarme. Cógelo. Puede que te haga falta.
—¿Para qué? ¿Por si quiero más charlas? Por cierto, ¿dónde está la comida?
—¡Halpern! —lo llama Bradwell—. ¿Dónde está la comida?
—Déjalo —dice Pressia, que tira de la escalerilla.
Pero cuando pone el pie en el primer escalón, el chico le mete el papel doblado en el bolsillo.
—No te hará daño.
—¿Sabes una cosa? Tú también eres de una clase —dice Pressia.
—¿De cuál?
No sabe qué decir; nunca ha conocido a nadie como él. Los pájaros de su espalda parecen intranquilos, las alas se agitan bajo la camisa. Los ojos del chico parecen rumiar algo, la mirada es intensa.
—Eres un chico listo, seguro que lo averiguas tú solito.
Mientras sube la escalera Bradwell le dice:
—¿Te das cuenta de que acabas de decir algo bueno de mí? Ha sido un cumplido, todo un piropo.
Aquello no hace sino enfadarla aún más.
—Espero no volver a verte nunca. ¿Te ha gustado ese piropo?
Sube lo suficiente para abrir de un empujón la trampilla, que se abre de golpe y resuena contra la madera. En el cuarto de abajo todo el mundo se detiene y se la queda mirando.
Y por alguna extraña razón espera mirar en la habitación de arriba y ver una casa con flores cosidas al sofá, ventanas iluminadas con cortinas agitadas por el viento, una familia con cintas métricas comiendo un pavo deslumbrante, un perro con gafas de sol sonriéndole y, fuera, un coche con un lazo puesto… y tal vez incluso a Fandra, viva y peinándose su fino cabello dorado.
Sabe que nunca olvidará las fotografías que ha visto. Han entrado en su mente para quedarse; al igual que Bradwell, con su pelo alborotado, su doble cicatriz y todas lo que ha salido de su boca. ¿Que le ha dicho un piropo? ¿De eso la ha acusado? ¿Acaso eso importa algo ahora que ha escuchado que las Detonaciones fueron orquestadas, que los dejaron allí para que muriesen todos?
No hay ningún sofá, ninguna cortina, ni rastro de familias, perros o lazos.
Lo único que hay es el cuarto con los palés polvorientos y la puerta de barrotes.
Tictac
E
l compañero de cuarto de Perdiz, Silas Hastings, va al espejo que hay detrás de la puerta del baño y se da palmaditas en las mejillas con la loción post-afeitado.
—No me digas que hoy también tienes que estudiar hasta el último minuto. Es un baile, joder, colega.
Hastings es buena gente. Es enjuto y bastante alto, todo piernas y brazos, siempre con un aspecto desgarbado. A Perdiz le cae muy bien. Pero, aunque es un buen compañero —bastante ordenado y estudioso—, tiene una pega: se lo toma todo muy a pecho; eso, y que a veces es un poco pesado.
Lo que ha hecho que haya cierta tirantez entre ellos es que Perdiz ha estado dándole largas a su amigo, esgrimiendo que tenía que estudiar más, quejándose de la presión a la que lo tiene sometido su padre. Sin embargo, en realidad lo que intenta es pasar todo el tiempo posible a solas —cuando Hastings va a echar unas canastas o a vaguear en el salón, cosas que Perdiz solía hacer con él— para poder estudiar los planos de la fotografía que les hicieron en el despacho, que su padre le ha mandado al apartado postal que tiene Perdiz en la academia. A veces le da cuerda a la caja de música y la deja sonar; lo que se oye es la melodía de una cancioncilla que solía cantarle su madre sobre la esposa cisne, la que le enseñó cuando fueron de viaje a la playa. ¿Será una casualidad? Tiene la impresión de que significa algo más. Eso es lo que está deseando hacer en cuanto Hastings salga por la puerta: escuchar la canción y estudiar los planos mientras el resto de chicos va al baile.
Perdiz está dejando pasar el tiempo, todavía con la toalla puesta, el pelo mojado de la ducha y la ropa que se va a poner extendida a su lado. Ha ampliado la fotografía de él y su padre para poder ver los detalles del plano y ha dado con el sistema de filtrado del aire, los ventiladores que hay en los túneles a intervalos de seis metros. Cuando apagan las luces ilumina los planos con la bombillita del bolígrafo que le regaló su padre por su cumpleaños; al final le ha venido bien.
También ha estado poniéndole excusas a Hastings porque su padre ha cumplido sus amenazas. Le han hecho un montón de análisis, «series de pruebas», como le había dicho. Se ha convertido en un acerico, y ahora comprende mejor lo que esa palabra significa: se siente perforado. La sangre, las células, el ADN… Su padre le ha programado una prueba tan invasiva que van a tener que anestesiarlo: otra aguja en el brazo que sujetarán con esparadrapo y se convertirá en una vía conectada a una bolsa transparente de algo que lo sumirá en la inconsciencia.
—Luego voy —le dice Perdiz—. Ve tú primero.
—¿Has echado un vistazo por las zonas comunes? —pregunta Hastings, asomado a la ventana que da al césped que separa los dormitorios de las chicas de los de los chicos—. Weed le está mandando mensajes con su lápiz láser a una chica. ¿Te imaginas al muy friki pidiéndole salir a otra friki a través de un mensaje de lápiz láser?
Perdiz mira al césped y ve los pequeños zigzagueos de un punto rojo por la hierba. Alza la vista hacia las ventanas iluminadas de los dormitorios de las chicas, donde tiene que haber alguna que sepa interpretarlo. Es alucinante lo que tienen que inventarse para poder hablar con las chicas.
—Supongo que cada cual tiene su estratagema —comenta Perdiz.
Hastings no tiene ninguna estratagema con las chicas, de modo que no está en posición de juzgar a Weed en ese aspecto, y lo sabe.
—Que sepas, compañero, que me parte el corazón que ni siquiera puedas venir conmigo al baile. Vas a acabar conmigo poco a poco.
—¿Qué? —pregunta Perdiz haciéndose el tonto.
—¿Por qué no me cuentas lo que te pasa de verdad, eh?
—¿De verdad?
—Has estado pasando de mí porque no me soportas. ¿Por qué no me lo dices a la cara y ya está? No me lo tomaré como algo personal. —Hastings es conocido por decir que no se toma los insultos como algo personal, pero nada más lejos de la realidad.
Perdiz decide decirle parte de la verdad, aunque solo sea un poco, para que se relaje.
—Mira, tengo muchas cosas encima. Mi padre me quiere llevar a una sesión especial de moldes de momia. Me van a anestesiar y todo.
Hastings se apoya en el respaldo de su silla de escritorio; se ha quedado en blanco.
—Hastings, que es a mí, no a ti. No te lo tomes tan a pecho.
—No, no. —El chico se aparta el pelo de la cara, en un tic nervioso que tiene—. Es que… ya habrás oído los rumores sobre esa clase de sesiones. Por lo que dicen, así es como te intervienen.
—Ya lo sé, te pueden poner lentillas en los ojos y grabadoras en los oídos y vas por ahí paseándote como un espía, quieras tú o no.
—No son los típicos cacharros con chips que ponen los padres histéricos a sus hijos para saber dónde están en todo momento. Es tecnología punta: lo que ves y lo que oyes es monitorizado a todo color a través de pantallas de alta definición.
—Bueno, pero eso no va a pasar, Hastings. ¿A quién se le iba a ocurrir convertir al hijo de Willux en un espía?
—¿Y si es peor aún? ¿Y si te ponen una tictac?
En teoría una tictac es una bomba que implantan en la cabeza de la gente y que se acciona por control remoto. Si de buenas a primeras les resultas más peligroso que útil, pulsan el interruptor. Perdiz se niega a creer que las tictacs existan.
—Eso no es más que una leyenda, Hastings. Esas cosas no existen.
—Entonces ¿qué es lo que quieren?
—Obtener información biológica, nada más.
—Para eso no hace falta que te anestesien. Tienen ADN, sangre, orina… ¿Qué más pueden necesitar?
Perdiz sabe lo que quieren de él: están tratando de alterar su codificación conductiva pero por alguna razón no son capaces. Y su madre tiene algo que ver con eso. Ya le ha contado a Hastings más de la cuenta. Y es que no debe contarle a nadie que está planeando salir. Sabe cómo escapar de la Cúpula; ha investigado, ha hecho cálculos y va a salir a través del sistema de filtrado del aire. Solo necesita una cosa más, un cuchillo, y lo va a conseguir esa misma noche.
—No hay de qué asustarse, Hastings. No me va a pasar nada; nunca me pasa, ¿no es verdad?
—No debe de ser agradable tener una tictac, tío, no debe ser nada agradable.
—Mira qué elegante vas, Hastings. Anda, no te preocupes y ve a divertirte. Como tú dices, ¡es un baile, joder!
—Vale, vale —concede Hastings, que de una zancada de sus largas piernas se planta en la puerta—. No me dejes ahí esperando media vida, ¿vale?
—Si dejases de darme la vara iría más rápido.
Hastings se despide con el saludo militar y cierra la puerta.
Perdiz se deja caer en la cama con todo su peso. «Será idiota este Hastings», se dice para sus adentros, pero no sirve de nada. Su compañero le ha asustado al hablarle de la tictac; ¿por qué iban a querer unos oficiales aniquilar a sus propios soldados? Tendría que haberle dicho que se preocupase por sí mismo. Es muy probable que la codificación conductiva de su compañero ya esté algo alterada; tal vez sea incluso una de las razones por las que no quiere llegar tarde al baile: en la Cúpula la puntualidad es una virtud.
Perdiz no puede ni imaginarse cómo debe de ser empezar a actuar de forma distinta, aunque sea en detalles mínimos. «Es como hacerse mayor, madurar», eso es lo que piensan los padres de la codificación conductiva, al menos para los chicos. A las chicas no las codifican por algo relacionado con lo delicado de sus órganos reproductores, salvo que no sean válidas para la reproducción; en tales casos, se les aplica potenciación cerebral. A Perdiz no le hace ninguna gracia cambiar; quiere saber en qué se convierte por sí mismo, aunque no sea bueno. En cualquier caso tiene que escapar antes de que consigan manipular su codificación conductiva o, de lo contrario, nunca lo sabrá. Se pondrá trabas a sí mismo y puede que no vuelva a experimentar el impulso de salir. Pero ¿qué hay fuera de la Cúpula? Lo único que sabe es que es una tierra llena de miserables, la mayoría de los cuales fueron o demasiado tontos o demasiado testarudos para unirse a la Cúpula; o estaban mal de la cabeza, o eran criminales desequilibrados o enfermos peligrosos, de esos que ya estaban por entonces ingresados en instituciones. En aquella época la cosa no iba nada bien, la sociedad había enfermado, el mundo había cambiado para siempre. Ahora la mayo-ría de los miserables que sobrevivieron son engendros, con deformidades que hacen difícil reconocerlos como humanos, distorsiones de sus formas vitales anteriores. En clase les han enseñado fotografías, imágenes sacadas de los vídeos nublados por la ceniza. ¿Será capaz de sobrevivir fuera en aquel ambiente mortecino, entre aquellos miserables violentos? Además, es posible que, una vez fuera, no lo busquen, a fin de cuentas no se permite salir de la Cúpula a nadie bajo ningún pretexto, ni siquiera para reconocer el terreno. ¿Es la suya una misión suicida?
Demasiado tarde. Ya ha tomado una decisión y no puede permitirse distracciones, ni de Hastings ni suyas. Oye el clic del sistema de ventilación y mira el reloj. Se levanta y sube por la escalerilla de la litera, de donde saca una libreta escondida entre el colchón y el somier. La abre, anota la hora y vuelve a meterla en su sitio.
Esté donde esté, bien tumbado en su molde de momia sometido a radiaciones, esperando a que le saquen otra muestra en una ampolla, bien en clase o en su cuarto por la noche, estudia el zumbido regular de los ventiladores de filtrado, el débil ronroneo que suena por toda la Cúpula a intervalos fijos. Lo va anotando todo en una libreta que en teoría tendría que utilizar para llevar el control de sus citas y sesiones de codificación. Antes apenas se había percatado del ruido, pero ahora a veces hasta anticipa el tic justo antes de que se encienda el motor. Sabe que el sistema de filtrado del aire conduce hasta el exterior de la Cúpula y que las aspas de los ventiladores se apagan en determinados momentos por un espacio de tiempo de tres minutos y cuarenta y dos segundos.
Va a salir porque puede que su madre exista. «Tu madre siempre ha sido muy problemática.» Eso había dicho su padre, y desde que robó las pertenencias de su madre de los Archivos de Seres Queridos, la siente cada vez más real. Si hay alguna posibilidad de que esté ahí fuera, tiene que intentar encontrarla.