El hombre le tiende la cesta y la chica se guarda las raíces en la bolsa y le entrega la mariposa al hombre.
—Se la daré a mi hijo. No le queda mucho… —Pressia ya se ha vuelto para irse; oye el ruido del mecanismo de cuerda y el aleteo—. Seguro que le anima un poco.
«No —se dice la chica—. Sigue andando, no preguntes.» Pero se acuerda del hijo, un niño muy dulce y fuerte también. No lloró cuando el abuelo le cosió el cuello, y eso que no había nada para el dolor.
—¿Le ha pasado algo más?
—Lo atacó un terrón. Estaba al otro lado de los campos, cerca de los desiertos, de caza. Vio el parpadeo de un ojo en la tierra y acto seguido se vio arrastrado bajo la arena. Su madre, que estaba con él, lo salvó. Pero el animal lo mordió y ahora tiene la sangre infectada.
Los terrones son los que se fusionaron con la tierra; en la ciudad se fusionaron con los edificios derruidos. La mayoría murió poco después de las Detonaciones: no tenían qué comer, o no tenían boca, o sí pero no tracto digestivo. Sin embargo, alguno sobrevivieron porque se volvieron más piedra que humanos, mientras que otros demostraron ser de utilidad en connivencia con las alimañas, los que se fusionaron con animales. Cuando Pressia rebusca entre los escombros siempre va con cuidado, no sea que algún terrón alargue la mano, le agarre la pierna y tire de ella hacia abajo. Pero nunca ha estado en las afueras, donde cogieron a ese niño. Allí algunos se fusionaron con la tierra. Ha oído que se les ve parpadear en medio de la arena cenicienta de las esteranías y que a muchos de los precavidos que creyeron ver venir el Fin antes de las Detonaciones y se refugiaron en los bosques se los tragaron entre los árboles. Ha oído decir que una mordedura es una forma horrible de morir. A veces el crío echa espuma por la boca y sufre convulsiones.
—No lo sabía. Toma, quédate con los tubérculos y la mariposa.
—No —rechaza Kepperness mientras se guarda el juguete en un bolsillo interior del abrigo—. Vi a tu abuelo no hace mucho. Él tampoco está muy allá. Todos tenemos a alguien. Un trato es un trato.
No sabe qué decir, el hombre tiene razón, todos tienen a alguien que se ha muerto o se está muriendo. Pressia asiente y dice:
—Vale. Lo siento mucho.
Kepperness, que ha vuelto a echar cajas a la carretilla, sacude la cabeza.
—Todos lo sentimos mucho.
A continuación desenrolla un gran trozo de tela y cubre con él la mercancía. Mientras no mira, Pressia vuelca su bolsa y deja caer en la cesta un par de tubérculos.
Se da media vuelta y echa a andar. Sabe que no habría sido capaz de comérselos todos, no con el hijo de Kepperness moribundo y habiéndole cobrado más de lo que suele ganar por su trabajo.
Aun así tiene que ir a rebuscar. Kepperness lleva razón, su abuelo no está bien, no durará mucho. ¿Qué pasaría si la atrapasen o si se viese obligada a huir dentro de poco? Tiene que hacer todos los juguetes posibles para que él los pueda trocar y sobreviva. Acelera el paso.
Se detiene al llegar al final del mercado. Allí, colgada en un murete bajo de ladrillo, está la nueva lista de la ORS, ondeando en el viento helado. Algunos vendedores pasan de largo con sus carros, entre ruidosos traqueteos. Espera a que se vayan y luego se acerca a la lista. Pone la mano en la hoja para que no se vuele. La letra es muy pequeña y tiene que arrimarse más. Los ojos corretean por el papel.
Hasta que lo ve.
El nombre «P
RESSIA
B
ELZE
» y su fecha de nacimiento.
Pasa la yema del dedo por encima de las letras.
Ahora ya es innegable. Se acabó lo del expediente perdido con sus datos. Ahí está, es real.
Da un paso atrás y se tropieza con unos ladrillos tirados. Dobla por la primera calle a la que llega.
Está congelada, el aire es muy húmedo. Se sube el jersey interior hasta cubrirse el cuello y luego se tira de la manga de la sudadera, que ha dado de sí de tanto taparse el puño de cabeza de muñeca; aunque todavía lo lleva escondido en el calcetín, ahora lo mete bajo el otro brazo para cruzarlos sobre el pecho. Es una costumbre que ha cogido, lo hace siempre que está en público, cuando se siente nerviosa. Un consuelo, o algo así.
Entre las ruinas a ambos lados hay edificios que conservan el armazón interior que la gente ha utilizado para improvisar sus hogares. Ahora pasa por delante de un edificio completamente demolido. Son los mejores para excavar; muchas veces ha encontrado cosas bonitas entre sus escombros —alambre, monedas, enganches metálicos, llaves—, pero son peligrosos. Los terrones más humanos y algunas de las alimañas humanoides que han excavado sus hogares en los escombros los calientan con fuegos, cocinan lo que cazan y forman estelas de humo. Se imagina al hijo de Kepperness en medio de las esteranías y un ojo en la arena a sus pies… y de repente una mano que aparece de la nada y lo arrastra hacia las profundidades. Ella está sola; si la cogen y se la llevan abajo, se la comerán hasta que no quede una migaja.
Como no ve rastro alguno de humo, sube a una inestable montaña de piedras y va avanzando con cuidado, mirando dónde pisa y buscando destellos de metal, restos de cableado… Aunque la zona está más que peinada, logra encontrar lo que en otros tiempos pudo ser una cuerda de guitarra, unos trozos de plástico fundido que parecen de un viejo juego de mesa y un tubito metálico.
A lo mejor hace algo especial para su abuelo: un regalo que merezca la pena conservar. Aunque no quiere pensar en «recuerdo» —porque le trae a la memoria que tal vez pronto se haya ido—, la palabra le da vueltas en la cabeza: «recuerdo».
Cuando regresa a casa por la calle del mercado, todos los puestos han cerrado ya. Va tarde, tiene que darse prisa o el abuelo empezará a preocuparse. En el otro extremo del mercado vuelve a ver al niño de los ojos separados, Mikel. Está cocinando otro bicho sobre el cubo; es muy pequeño, parece un ratoncillo, apenas tendrá carne.
Hay un niño pequeño a su lado que alarga la mano para tocar la carne.
—¡No, que te quemas! —le grita Mikel, que acto seguido tira al niño al suelo.
El pequeño está descalzo y se le ven los dedos, apenas muñones. Se rasca la rodilla, chilla al ver sangre y echa a correr hacia una puerta en penumbra de donde salen tres mujeres fusionadas entre sí, con una maraña de trapos cubriéndoles la cintura ingurgitada. En las tres caras hay partes brillantes y rígidas que parecen fundidas con plástico. Amasoides, así los llaman. Una de las mujeres tiene los hombros caídos y la columna arqueada. Hay muchos brazos, algunos pálidos y pecosos y otros morenos. La de en medio coge al niño de un brazo y le dice:
—A callar. Chitón ya.
La de la columna arqueada, que parece la menos fusionada, como colgada de las otras dos, le grita a Pressia:
—¿Has sido tú? ¿Qué le has hecho al niño?
—Yo no lo he tocado —se defiende Pressia, que se tira de la manga hacia abajo.
—Ya es hora de entrar —le dice la mujer al niño, y luego mira a su alrededor como si notara algo en el ambiente—. Rapidito.
El crío se zafa de la mujer y sale corriendo calle abajo, hacia el mercado vacío, llorando ahora con más fuerza.
La de la columna arqueada mira de reojo por encima del hombro y esgrime un puño huesudo contra Pressia:
—¿Has visto lo que has hecho?
En ese momento, a su espaldas, oye a Mikel gritar:
—¡Una alimaña, una alimaña!
Pressia se gira en redondo y ve a una alimaña de aspecto lobuno, más animal que humana. Está recubierta de pelo, aunque con cristal alojado en las costillas. Va corriendo a cuatro patas, renqueante, pero cuando se detiene y se levanta sobre los cuartos traseros, es casi tan alta como un adulto. Con pezuñas pero sin hocico, tiene una cara humana rosada y casi sin pelo, con mandíbula y dientes protuberantes. Sus costillas suben y bajan aprisa, en un pecho con tela metálica incrustada.
Mikel se sube al bidón de gasolina y trepa como una bala por una techumbre metálica. El amasoide se escabulle en el interior del cobertizo y tapia la puerta con un tablón de madera. Ni siquiera se molesta en llamar al niño perdido, que sigue corriendo solo calle abajo.
Pressia sabe que la alimaña irá primero a por el crío. Es más pequeño que ella, lo que lo convierte en el blanco perfecto. Aunque también puede que ataque a los dos, pues es lo suficientemente grande.
La chica agarra bien la bolsa y sale disparada, impulsándose con los brazos y moviendo las piernas ágilmente. Es una buena corredora, siempre ha sido muy veloz. A lo mejor su padre, el
quarterback,
era rápido. Como tiene los zapatos gastados por los talones, nota el suelo a través de sus finos calcetines.
Con el mercado cerrado la calle se le hace rara. Tiene la alimaña pisándole los talones. El crío y ella son los únicos que han quedado fuera. El pequeño debe notar que ha cambiado algo, el peligro en el aire. Se vuelve y del miedo se le abren los ojos como platos. Tropieza y, aterrado, es incapaz de ponerse en pie. Ahora que está más cerca de él, Pressia ve que tiene la cara escaldada en torno al ojo, que brilla con un azul blanquecino, como una canica.
Pressia corre hacia él.
—¡Ven! —le grita, al tiempo que lo coge por las axilas y lo levanta. Como solo tiene una mano buena, necesita que el niño ponga de su parte—. ¡Agárrate fuerte!
Mira como loca en todas direcciones, en busca de un sitio por donde trepar. A su espalda, la alimaña se aproxima. No hay más que escombros a ambos lados pero entonces ve un edificio enfrente que solo está medio derrumbado. Tiene una verja de barrotes ante una puerta metálica, parece la entrada de una antigua tienda con una cristalera en la fachada, como la barbería. Recuerda que el abuelo le contó que allí había una casa de empeños, y que fue lo primero que la gente saqueó porque estaba llenas de armas y oro, aunque al final este mineral perdió todo su valor.
La puerta está entornada, se ve una rendija.
El niño no para de chillar a pleno pulmón y pesa más de lo que Pressia creía. Tiene los brazos agarrados con fuerza alrededor de su cuello y le corta la respiración. La alimaña está tan cerca que oye sus jadeos.
Corre hasta la puerta de barrotes, la abre de golpe, entra y la cierra de un portazo, todavía con el niño en brazos. El pestillo de la puerta se cierra automáticamente.
Se encuentran en una estancia vacía, con tan solo unos palés por el suelo. Le tapa la boca al niño chillón.
—Chist, ¡cállate! —le dice, y retrocede hasta la pared del fondo. Se sienta con el niño en el regazo en el rincón más oscuro de la habitación.
La alimaña no tardará en llegar a la puerta, en arañarla y pegar zarpazos a través de los barrotes. No habla ni tiene manos, a pesar del rostro y los ojos humanos. La puerta tiembla estrepitosamente. Frustrada, la bestia se agacha y gruñe, para luego volver la cabeza y olisquear el aire. Distraída por algo, se da media vuelta y se va.
El niño le muerde la mano con toda su fuerza.
—¡Auuu! —aúlla Pressia frotándose la palma de la mano contra los pantalones—. ¿A qué ha venido eso?
El niño mira los ojos de asombro de la chica como si él también estuviese sorprendido.
—Yo esperaba que me dieses las gracias.
Se oye un fuerte estrépito al otro lado de la estancia. Pressia resuella y se da la vuelta; el niño también mira.
Desde una habitación inferior se ha abierto una trampilla y han aparecido la cabeza y los hombros de un chico con el pelo revuelto, moreno y de mirada seria. Es algo mayor que Pressia.
—¿Has venido por la reunión? —le pregunta.
El crío vuelve a gritar como si no supiera hacer otra cosa. «No me extraña que la mujer le mandase callar. Es un chillón», piensa Pressia. En ese instante el niño corre hacia la puerta de barrotes.
—¡No salgas! —le grita ella.
Pero el crío es demasiado rápido: quita el pestillo, sale disparado por la puerta y desaparece.
—¿Quién era? —le pregunta el chaval.
—No tengo ni idea —reconoce Pressia, al tiempo que se pone en pie y ve que el chico está montado en una endeble escalerilla plegable que da a un sótano lleno de gente.
—Yo te conozco. Eres la nieta del Cosecarnes.
Pressia se fija en las dos cicatrices que le recorren un lado de la cara, posiblemente de puntos hechos por su abuelo. La costura no es muy antigua: seguro que no tiene más de un año o dos.
—No recuerdo que nos hayan presentado.
—No nos presentaron —le explica el muchacho—. Además yo estaba bastante fastidiado. —Se señala la cara—. A lo mejor tú no me reconoces, pero yo me acuerdo de haberte visto allí.
Cuando la mira, Pressia se pone colorada. Le suena de algo, al menos el brillo oscuro que tiene en los ojos. Le gusta su cara, el rostro de un superviviente, con una mandíbula pronunciada y esas dos largas cicatrices dentadas. Los ojos… hay algo en ellos que le hace parecer al mismo tiempo irritado y dulce.
—¿Has venido a la reunión? Vamos a empezar ya, la verdad. Hay comida.
Es la última vez que estará fuera antes de cumplir los dieciséis años. Su nombre figura en la lista. Todavía le late con fuerza el corazón; ha salvado al niño, se siente valiente y está muerta de hambre. La idea de la comida le resulta atractiva, tal vez hasta haya suficiente para robar algo para el abuelo sin que se den cuenta.
Se oye un aullido no muy lejano: la alimaña sigue rondando.
—Sí. He venido a la reunión.
El chico va a esbozar una sonrisa pero se detiene. No es de esos que sonríen por cualquier cosa. Se vuelve y grita a los de abajo:
—¡Una más! ¡Haced sitio! —Y Pressia percibe entonces una especie de revoloteo en la espalda del chico, bajo la camisa azul, que se ondea igual que agua.
Ahora se acuerda de él: es el chico de los pájaros en la espalda.
Caja metálica
T
odos los alumnos de la clase de historia mundial de Glassings están callados, algo extraño teniendo en cuenta que, por lo general, las excursiones suelen sacar lo peor de ellos. Solo se escuchan sus pisadas, que reverberan por las hileras de cajas metálicas en orden alfabético. Hasta Glassings, siempre con algo que decir, se ha quedado mudo. Tiene la cara tensa y encendida, como si se estuviera debatiendo contra algo; dolor o esperanza, Perdiz no sabría decirlo. Glassings se aleja arrastrando los pies y desaparece por uno de los pasillos.