Il Capitano ha apartado el coche del porche y está con su hermano observando el fuego a través del parabrisas. Los soldados están parapetados al otro lado del vehículo para escudarse del calor. El cuerpo de Ingership se ha quedado en la casa, Il Capitano les ordenó a los soldados que lo dejasen allí. «¡Un funeral sencillo!», les ha dicho con una sonrisa en los labios, aunque Ingership nunca tendrá uno.
La única que mira hacia otra parte es la mujer de Ingership, Illia, que está de espaldas a la granja con la vista puesta en los montes remotos. Pressia contempla el perfil de su cara, cicatrizado y amoratado. La media se le ha quedado enrollada en el cuello, como un pañuelo raído.
Aunque deberían irse, nadie puede moverse; el fuego los retiene.
El recuerdo de Pressia de ese día se difuminará; ya siente cómo en su interior se agolpan los detalles, en una lenta pérdida de hechos, de realidad.
Por fin se van extinguiendo las llamas por toda la casa, aunque lentamente. La mitad de la fachada sigue en pie, con la puerta abierta de par en par. Pressia da un par de pasos hacia el porche.
—No —quiere retenerla Bradwell.
Pero la chica echa a correr. No está segura de por qué lo hace salvo por un miedo abrumador que le hace tener la sensación de que está dejándose algo atrás, de que está perdiendo algo. ¿Puede salvarse algo? Sube los escalones y se interna en el vestíbulo calcinado para luego entrar en el comedor. La araña se ha desprendido del techo y ha atravesado la mesa. Hay un hueco arriba y por debajo la araña semeja una reina caída sobre un trono ennegrecido.
La voz de Bradwell llega desde la puerta:
—Pressia, tenemos que salir de aquí.
La chica se acerca a la araña y toca los cristales cubiertos de ceniza. Tienen forma de lágrimas y están calientes. Gira uno hasta que lo desprende y, al hacerlo, le recuerda a cuando se coge una fruta de un árbol. ¿Es que alguna vez lo hizo de pequeña? A continuación se desliza el cristal en el bolsillo.
—Pressia —le dice Bradwell con tacto—. Salgamos de aquí.
Pero ella sigue hacia la cocina, ya desmoronada, con rescoldos entre los escombros. Se vuelve y tiene de frente a Bradwell, que la coge por los hombros y le repite:
—Tenemos que irnos.
En ese momento oyen un leve roce, como el ruido de las uñas de una rata en el suelo, y ven una lucecita entre las ruinas, donde se escucha un zumbido y un runrún rasgado. Pressia se acuerda del sonido del ventilador que el abuelo tenía alojado en la garganta y, por un momento, como embriagada, desea que esté vivo y que vuelva con ella.
Abriéndose camino entre la pila más grande de escombros, justo donde el suelo se ha vencido sobre el sótano de abajo, aparece una cajita negra de metal con unos brazos robóticos y muchas ruedas. Trepa como puede con sus engranajes rechinando. De repente las luces de la parte superior parpadean con una luz débil.
—¿Qué es eso? —pregunta Pressia.
—Puede que sea una caja negra, como las que construían para que sobreviviesen a los accidentes aéreos, que grababan el vuelo y todos los errores que se habían producido con el propósito de que no se repitiesen.
Las vigas crujen sobre sus cabezas. Bradwell avanza hacia el trasto del suelo, pero la caja negra retrocede.
El viento se ha levantado de nuevo.
—¿Adónde querrá ir?
—Probablemente a un dispositivo de recepción, a su casa.
A su casa. Pressia sabe que la caja negra intentará volver a la Cúpula, pero eso le recuerda que ella no tiene casa, ya no.
Las vigas crepitan y suspiran. Pressia mira hacia el techo.
—Se va a venir abajo.
Bradwell se abalanza sobre la caja negra, la coge y se la pega al pecho.
Salen corriendo por la parte de atrás de la casa y saltan hacia la hierba alta para cubrirse. Caen uno al lado del otro, ambos sin aliento.
La casa cruje y las tablas gimen y se parten, mientras que las vigas se comban y, con una gran exhalación de polvo, el resto de la casa se hunde por fin.
—¿Estás bien? —le pregunta Bradwell.
Pressia se pregunta si volverá a besarla. ¿Así es como vivirá a partir de ahora, preguntándose si se inclinará sobre ella para besarla?
—¿Y tú?
El chico asiente y le dice:
—No tenemos alternativa. Tenemos que estar bien, ¿no crees?
Son supervivientes, eso es lo único que saben. Bradwell se levanta y le tiende las manos para que Pressia se agarre y se ponga en pie.
Ven a los demás en el sembrado, delante de la casa. Hace tanto frío que forman espectros en el aire con el aliento, aunque apenas se distinguen con el humo que se levanta de la casa.
Bradwell tiene la caja negra contra las costillas. Acaricia la cara de Pressia y luego la coge por la barbilla.
—Se supone que solo te quedarías con nosotros por tu propio bien, por razones egoístas. Me dijiste que tenías una.
—Y la tengo.
—¿Y cuál es?
—Tú eres mi razón egoísta —le confiesa el chico.
—Dime que algún día encontraremos algo parecido a un hogar.
—Lo encontraremos. Te lo prometo.
Se da cuenta de que puede amar a Bradwell en ese preciso momento con tanta intensidad porque sabe que ese instante pasará. Se permite a sí misma creerse la promesa y dejar que la abrace. El martilleo del corazón de Bradwell está tan revolucionado como los pájaros de su espalda, y se imagina que el hollín volverá a cubrir la tierra con una nueva capa, nieve negra, una bendición de ceniza.
Y entonces se produce más movimiento bajo la casa derruida, por donde se ha hundido sobre su propio sótano. Otra caja negra se alza con un chirrido de engranajes y empieza a abrirse paso entre los escombros sobre unos enclenques brazos articulados. Acto seguido, la madera en ascuas empieza a temblar por el mismo punto y, una a una, van surgiendo cajas negras de entre los restos calcinados.
F
IN DEL LIBRO PRIMERO
E
sta novela se fue abriendo paso en mis sueños. Cuando intentaba mirar hacia otro lado, había gente que me rogaba que no lo hiciera, y en particular mi hija, que no paró de insistirme en que tenía que terminar el libro porque era lo mejor que había escrito en mi vida. Cuando les confesé a mis amigos Dan y Amy Hartman qué me traía entre manos, también ellos me presionaron para que volviera a este mundo. Les estaré eternamente agradecida por su insistencia.
Me gustaría darle las gracias asimismo a mi padre, quien, aparte de proporcionarme una gran cantidad de datos con sus investigaciones —sobre nanotecnología, historia, medicina, mataderos, luces, telecomunicaciones, piedras preciosas, geografía, agricultura, cajas negras, etc.—, hizo dibujos arquitectónicos de la Cúpula, preparó los documentos ultra secretos de la «Operación Fénix» y me envío artículos para que los leyese y reflexionase al respecto. Además, siempre estaré en deuda con él por la forma en que me ha educado, propiciando el debate y la reflexión, y dándome amor.
Gracias al doctor Scott Hannahs, director del Departamento de Instrumental y Operaciones de Campo del Laboratorio Nacional de Campo Magnético Alto de la Universidad de Florida, quien fue tan amable de charlar con mi padre sobre la factibilidad de la construcción de detectores de cristal. Le agradezco también a Simon Lumsdon la estupenda lección que me dio sobre los rudimentos de la nanotecnología. La información sobre cómo enterrar armas que envió Charles Wood a
Blackwoods Home Magazine
—disponible en
www.backwoods-home.com/articles2/wood115.html
— me resultó muy útil.
Asimismo me gustaría darle las gracias a mi marido, Dave Scott, por aguantar mis arrebatos de frustración, dejarme que le leyese estas páginas en voz alta, día tras día, y por lo bien que se le dan las escenas de lucha. Estoy en deuda con todos aquellos que leyeron los primeros borradores: Alix Reid, Frank Giampietro, Kate Peterson, Kirsten Carleton y Heather Whitaker, todos ellos mentes brillantes; y vaya un agradecimiento particular a mis agentes, Nat Sobel, Judith Weber y Justin Manask, por creer en mí, animarme y ayudarme a manejarme por el mundillo. Gracias de corazón a Karen Rosenfelt y Emmy Castlen: las admiro profundamente y es para mí un honor que hayan respondido a la novela como lo han hecho. Que no falte tampoco un reconocimiento para mis editores extranjeros y mi editor de aquí, Jaime Levine: gracias, gracias, gracias.
Cuando estuve documentándome para la novela, me crucé en el camino con relatos sobre los efectos de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Durante el proceso de edición descubrí el ensayo
Last Train from Hiroshima(Último tren desde Hiroshima
), de Charles Pellegrino, actualmente descatalogado. Para mí supuso una lectura crucial por su descripción tanto de los que murieron como de los que sobrevivieron. Ojalá veamos pronto en las librerías una reedición de dicha obra. Y también espero, en general, que
Puro
lleve a la gente a interesarse por los relatos de no ficción sobre la bomba atómica y unos horrores que no podemos permitirnos el lujo de olvidar.
JULIANNA BAGGOTT
, es novelista, ensayista y poeta. Ha publicado dieciséis libros en los últimos diez años. Su carrera empezó cuando a los 22 años se editó su primer libro, justo después de licenciarse en la universidad. Su obra ha sido traducida a más de treinta lenguas. Vive en Florida con su marido y sus cuatro hijos donde enseña escritura creativa en la universidad del estado.
www.juliannabaggott.com
Los derechos de la trilogía
Pure
han sido vendidos a Karin Rosenfelt, la productora de la saga Crepúsculo en Fox 2000 Pictures.
«Julianna Baggott disfruta de mantener un frágil equilibrio entre lo gracioso y lo que te estremece el corazón y eso la convierte precisamente en el tipo de escritora en la que me siento reflejado.»
RICHARD RUSSO, ganador del Premio Pulitzer
«Una aventura oscura que es al mismo tiempo sorprendente y adictiva. No podía dejarla.»
DANIELLE TRUSSONI, autora de
Angeology