—¿Un líder en el interior? Nadie es capaz de algo así. ¿Quién es ese líder?
—Bueno, en teoría ibas a ser tú. Hasta que te largaste.
Perdiz siente un ligero mareo y tiene que apoyar una mano en la pared.
—¿Yo? ¿Yo era el líder interno? Eso no tiene sentido.
—Anda, venid por aquí abajo. Ya te lo explicará tu madre.
Avanzan por el pasillo con las cigarras revoloteando alrededor de sus cabezas, hasta que el hombre se detiene ante una puerta metálica partida por una fila de bisagras por el centro. Baja la vista antes de decirles:
—Cuidado. Aribelle no es la que era. Pero si ha sobrevivido ha sido por vosotros. Recordadlo.
Perdiz no sabe a qué se refiere, mira a Pressia y pregunta:
—¿Estás bien?
La chica asiente.
—¿Y tú?
Está aterrado, como al borde de un precipicio. No experimenta una sensación de estar a punto de volver a ser el hijo de su madre o de recuperar parte de su antigua existencia, no: es más como el principio de algo desconocido.
—Sí. Estoy bien —le dice, deseando que sea cierto.
Caruso pulsa un botón y la puerta metálica se pliega hacia un lado.
Nubes
A
unque no sabe muy bien por qué, a Pressia la habitación le recuerda las escenas hogareñas de las revistas de Bradwell. Hay un sillón con unos pájaros bordados, una alfombra mullida de lana, una lamparita de pie y unas cortinas que no esconden ninguna ventana; están bajo tierra, lo único que pueden ocultar es más pared.
Sin embargo, dista mucho de ser una entrañable escena hogareña porque también hay una larga mesa metálica llena de aparatos de comunicación: radios, ordenadores, viejos servidores, pantallas… Pero todo está apagado.
Y pegado a la pared del fondo hay algo más insólito aún, una gran cápsula metálica con una mampara de cristal. Tiene cierto aire acuático que hace que Pressia se acuerde de cuando el abuelo le habló de unos barcos con el suelo de cristal —ratoneras para turistas, como las llamaba él— que paseaban a la gente por los pantanos de Florida y sus orillas pobladas de caimanes. Es raro pensar ahora en Florida; de allí es de donde se supone que volvía cuando su abuelo fue a recogerla al aeropuerto poco antes de las Detonaciones. Disney, el ratón de los guantes blancos… Nunca pasó.
La cápsula metálica con la mampara de cristal le trae también a la memoria a santa Wi, la estatua de la niña de la cripta, el ataúd de piedra que había tras el plexiglás.
Y por supuesto a su propio armario, a su casa. ¿Ahí es donde vive su madre?
Entran unas cuantas cigarras y se ponen a describir círculos por el techo. Por un momento Pressia se pregunta si Caruso estará loco; no sería tan extraño después de tantos años de confinamiento. ¿Se trata de un funeral? ¿Su madre está muerta en realidad? ¿Es solo una broma cruel?
Perdiz debe de estar pensando lo mismo, porque se vuelve y escruta con la mirada a Caruso, que está en el umbral.
—¿Qué son estos bichos?
—Tenemos sesenta y dos. Los ideamos contra la contaminación del aire y la disminución del oxígeno, porque están equipados con oxígeno. Al final no los necesitamos para eso, pero han resultado prácticos para temas de contaminación vírica y fallo orgánico múltiple.
—¿Sesenta y dos?
—Todos los que pudimos traer. Llegamos a estar trescientas personas aquí… Científicos con sus familias.
—¿Y dónde están ahora?
—Solo quedamos tu madre y yo. Muchos murieron y otros se inflingieron heridas a sí mismos para pasar por supervivientes normales y poder integrarse en el exterior. Todavía tenemos contacto con ellos; así fue como nos enteramos de tu fuga, por rumores. No estábamos seguros de si era verdad hasta que captamos la luz de la piedra azul.
—¿También despide luz? —pregunta Pressia.
—Sí, una refracción.
Pressia no está preparada para mirar al otro lado del cristal, de modo que se queda algo por detrás de Perdiz, para que él vaya primero. El chico toma aire y se inclina hasta que Pressia no le ve la cara. Luego ella lo imita y ve una plácida cara de mujer con los ojos cerrados. Es la de la fotografía de Perdiz, su madre. El pelo, rizado y moreno, aunque con canas, le cae en bucles sueltos por la almohada. Sigue siendo guapa a pesar de tener la piel apergaminada y los ojos como amoratados.
Pero luego está el destrozo en su cuerpo.
El cuello acaba en las clavículas, una de las cuales es una barra de acero que termina en un engranaje metálico en el hombro. Tiene el brazo de acero inoxidable, pero perforado como un colador, quizá para que resulte más ligero. En lugar de dedos, el brazo se estrecha en una bisagra con un cojinete de bolas donde iría la muñeca y acaba en unas tenazas con dos puntas metálicas. El otro brazo termina en una prótesis que llega hasta por encima del codo; es de madera, delgada y barnizada, y la han labrado para que parezca una extremidad de verdad. Los dedos, muy delicados, están articulados por bisagras. Lo tiene todo sujeto por unas correas de cuero que lo unen con el hueso nudoso de su hombro.
Tampoco tiene piernas. Lleva una falda que le llega a la mitad de la pantorrilla y dejan a la vista unas prótesis esqueléticas, apenas dos tubos delgados como huesos que se juntan en los tobillos. Los pies parecen más unos pedales que otra cosa: están dentados y mellados por el uso.
Aunque le cuesta explicarlo, Pressia encuentra bonitas esas extremidades. A lo mejor es la visión de Bradwell de que hay belleza en las cicatrices y en las fusiones porque son señales de su supervivencia, algo que, si uno se para a pensarlo, es hermoso. En ese caso, alguien le ha construido los brazos y las piernas, ha soldado el metal, ha cosido las correas de cuero, ha rematado los tornillos y ha ideado la disposición de las perforaciones. La delicadeza, el cuidado y el amor con los que se han hecho saltan a la vista.
Su madre viste una camisa blanca con botones perlados y amarillos, a juego con la falda blanca, y Pressia no sabría decir dónde acaban las prótesis, igual que con su cabeza de muñeca: ni empiezan ni terminan.
Los botones de la blusa de algodón suben y bajan. En algún punto de su interior hay unos pulmones y un corazón. El resto de los que vivieron en el búnker permanecieron allí durante las Detonaciones, pero su madre seguramente no. Por un momento Pressia se pregunta si estaba fuera intentando salvar a miserables… Una santa, tal y como Perdiz la había imaginado todos esos años.
Caruso pulsa un botón a los pies de la cápsula y la mampara se abre mediante algún tipo de mecanismo neumático. Perdiz se agarra al borde para no perder el equilibrio.
En ese momento Caruso se hace a un lado y dice:
—Os dejo para que habléis.
Pressia piensa: «¿Aribelle Cording, señora Willux, madre?» ¿Cómo tiene que llamarla?
Y entonces la mujer abre los ojos, grises como los de Perdiz, gris nube plomiza. Al ver la cara de su hijo, que está justo encima de la suya, alarga la mano de madera y le toca la mejilla.
—Perdiz —dice, y se echa a llorar.
—Sí. Estoy aquí.
—Ven —susurra—. Pega tu mejilla a la mía.
Y eso hace. Pressia se dice que la madre quiere sentir la piel de su hijo contra la suya.
Ahora están llorando los dos, en silencio. Y por un momento la chica se siente fuera de lugar, como si nadie la hubiese invitado, una intrusa. Perdiz se aparta de su madre y le dice:
—Y Sedge también está aquí, arriba en la superficie.
—¿Sedge está aquí? —pregunta la madre.
—Y Pressia también.
—¿Pressia? —dice la madre, como si nunca hubiese oído ese nombre, y puede que así sea. Al fin y al cabo no es su verdadero nombre; alguien se lo inventó. Ni siquiera ella conoce el auténtico.
—Tu hija —le dice Perdiz al tiempo que coge a su hermana del brazo y tira de ella hacia delante.
—¿Cómo? —se extraña la madre, que engancha las tenazas a una correa del interior de la cápsula y se incorpora en posición sentada. Mira a Pressia y la escruta confundida—. No puede ser.
La chica baja la cabeza, retrocede y se choca con la mesa con los aparatos. Una de las radios pequeñas se vuelca y resuena contra el tablero de metal.
—Lo siento —dice Pressia, que extiende la mano y el puño de muñeca para poner la radio bien—. Mejor me voy. Ha sido un error.
—No, espera —dice la madre señalando la muñeca.
Pressia se adelanta y su madre abre los dedos articulados. La chica levanta la cabeza de muñeca y la pone en la palma de madera de la madre.
—Navidad —musita. Toca la nariz de la muñeca, los labios, y luego mira a Pressia—. Tu muñeca, la reconocería en cualquier parte.
La chica cierra los ojos; se siente como si estuviera abriéndose por dentro.
—Eres mía —dice la madre.
Pressia asiente.
La madre abre los brazos de par en par y Pressia se inclina sobre la cápsula para dejar que la apriete contra su pecho. Esta es su madre… la de verdad. Oye los latidos del débil corazón y cómo sube y baja su frágil caja torácica: está viva. Quiere contarle todo a lo que se ha estado aferrando, a sus recuerdos como cuentas de un collar. Quiere contarle todo sobre el abuelo y la trastienda de la barbería. Se acuerda de que tiene la campanita en el bolsillo de la sudadera. Se la dará a ella; no es que sea gran cosa, pero es algo tangible de lo que puede decir: «Esta era mi vida pero ahora ha cambiado».
—¿Cómo me llamo?
—¿No sabes cómo te llamas?
—No.
—Emi. Emi Brigid Imanaka.
—Emi Brigid Imanaka —repite Pressia. Le suena tan extraño que no le parece un nombre, aunque los sonidos se entrelazan a la perfección.
La mirada de su madre recae en el colgante roto.
—Así que al final ha servido, después de tanto tiempo.
—¿No lo infiltraste tú para que lo encontrase? —pregunta Perdiz.
—Infiltré tantas cosas… No podía esperar que ninguna de las miguitas de pan sobreviviesen a las explosiones, por eso dejé todas las que pude. ¡Y esta funcionó!
—¿Te acuerdas de la canción? —pregunta Pressia.
—¿Qué canción?
—La de la mosquitera que se cierra de golpe y la chica del porche a la que se le levanta el vestido.
—Claro. —Y su madre le susurra entonces—: Estás aquí, me has encontrado. Te he echado tanto de menos… Llevo toda la vida echándote de menos.
Tatuajes
D
espués de eso todo sucede muy deprisa.
—No tenemos mucho tiempo… por no decir nada —les advierte Perdiz.
—Vale —le dice Aribelle a Pressia—, quita la manta estampada de esa silla y tú, Perdiz, cógeme y ponme en ella.
Pressia sigue las instrucciones y aparta la manta estampada, debajo de la cual hay una silla de mimbre a la que han instalado unas ruedas hechas con círculos de hojalata recubiertos de caucho. Sobre el asiento tiene varios cojines de loneta.
—Estoy intervenida en ojos y oídos.
—¿La Cúpula? —pregunta Aribelle.
Pressia asiente.
—¿Qué es lo que quieren?
Perdiz levanta el frágil cuerpo de su madre de la cápsula y la sienta en la silla. Al hacerlo, todas las piezas rechinan.
—Quieren lo que tienes aquí —le explica Perdiz.
—En concreto los medicamentos. Creemos que eso es lo que más les interesa.
Aribelle acciona con las tenazas una manivela que hay a un lado de la silla y un motorcillo instalado en el respaldo se enciende y empieza a vibrar. La silla está motorizada, con unos pistones que bombean detrás del respaldo.
—Así que están enfermando poco a poco. Los síntomas típicos son un ligero temblor de manos y cabeza, parálisis, deterioro de la vista y el oído. Lo siguiente es la piel, que se vuelve fina y se reseca. Al final los huesos y los músculos se erosionan y los órganos fallan. Se llama degeneración celular rauda y ocurre cuando uno se somete a demasiada codificación. Sabíamos que pasaría.
—A papá le está pasando —dice Perdiz como si se diera cuenta en ese preciso instante—. Yo pensaba que estaba enfadado conmigo y por eso meneaba siempre la cabeza, casi sin ser consciente, para mostrar su disgusto. Pero claro, por eso tiene tanto interés en los medicamentos.
Aribelle se queda paralizada por un momento, todo el cuerpo se le tensa.
—¿O sea que sigue vivo?
—Sí.
—Tenía mis razones para pensar que había muerto.
—¿Qué razones?
Con las tenazas se baja el cuello de la camisa y deja al descubierto la piel de su pecho, donde se ven seis cuadraditos, con los contornos apenas visibles bajo la piel. Tres de los cuadrados laten, los otros tres no.
—Cada uno nos alojamos el latido del corazón de los demás en la piel, para saber quién estaba vivo y quién no. Una especie de tatuaje latente. —Señala los dos primeros cuadrados apagados—. Estos dos han muerto. El primero, Ivan, murió muy joven, poco después de ponernos los latidos. Este otro falleció unos meses antes de las Detonaciones y el tercero es el de tu padre —dice Perdiz—. Se detuvo no mucho después de las Detonaciones.
—Tiene cicatrices en el pecho, se las vi una vez —recuerda Perdiz—; eran unas cuantas cicatrices en la misma disposición.
Aribelle respira hondo y suspira.
—Nos dijo que no quería saber nada más de nosotros, que iba a cortar por lo sano. Y a eso se refería, a cortarnos con un cuchillo… Todo cuadra. Aunque se quedase sin saber que estábamos vivos, prefirió sacrificar esa información para hacernos creer que había muerto.
—¿Y los que han sobrevivido? —le pregunta Pressia.
Va señalándolos y diciendo los nombres:
—Bartrand Kelly, Avna Ghosh y Hideki Imanaka.
—¿Mi padre? —pregunta Pressia.
Cuando Aribelle asiente, a la chica se le llenan los ojos de lágrimas.
—Crees que está vivo.
—El hecho de que su corazón siga latiendo me ha mantenido con vida.
—¿Y por qué esos tatuajes? —quiere saber Perdiz—. ¿Qué os unía?
—El idealismo —dice su madre, y se desplaza hasta la mesa y enciende los ordenadores. Las pantallas se iluminan y se escuchan interferencias por las radios—. Nos reclutaron a todos para los Mejores y Más Brillantes. De entre el grupo escogieron a veintidós para idear un proyecto de fin del mundo. No teníamos ni veinte años, éramos unos críos. A partir de ahí tu padre se fue metiendo en una especie de grupo interno; lo creyó necesario. Era brillante pero a la vez estaba algo ido. Su mente, ya antes de la potenciación, funcionaba a un ritmo frenético. Solo con el tiempo he tenido perspectiva para darme cuenta de lo loco que estaba, ya desde el principio. —Vuelve a mirar el colgante del cisne—. Tu padre, Pressia, me regaló este colgante. Yo conocía la inscripción que tenía por dentro. El cisne era ya importante para nosotros desde muy temprano, era un símbolo para los siete. Pero la Operación Fénix acabó con el cisne y lo cambiaron por el pájaro que resurge de sus cenizas. Cosas de Ellery Willux… Hideki quería que yo fuese el cisne que se convierte en fénix y sobrevive a todo lo que sabíamos que estaba por llegar. Él me llamaba «mi fénix». —Cierra los ojos y las lágrimas le corren por las mejillas—. Al principio eran tantas las buenas intenciones: íbamos a salvar el mundo, no a acabar con él.