Perdiz no le quita ojo a la chica; está preocupado porque ha pasado mucho en muy poco tiempo. Es fuerte, sin embargo, y él lo sabe.
Al cabo de un rato la mujer con la cabeza de un niño pegada a su pecho les anuncia:
—Hasta aquí hemos llegado.
Perdiz les daría las gracias pero ya ha pagado con su meñique; no sale de él agradecerles nada.
—Gracias —les dice Pressia.
Bradwell les pide que le trasmitan su agradecimiento a la Buena Madre de su parte.
—Estamos en deuda —afirma.
Luego mira a Perdiz, que solo puede murmurar:
—Claro.
—No perdáis de vista la tierra, buscad sus ojos —les aconseja la mujer.
Cuando se inclinan para hacer una reverencia de despedida, una mujer con una larga cabellera gris se acerca a Perdiz, lo coge de un brazo y le dice:
—Si tu madre está viva, dale las gracias de mi parte.
—¿La conocía usted?
La mujer asiente y le pregunta:
—¿No lo reconoces? —Y allí, tras ella, hay un niño de unos ocho años, con el pelo largo y revuelto, y la cara brillante por las quemaduras. Está mirándolo fijamente—. Es Tyndal, pero no habla.
Perdiz escruta con la mirada al niño y después de nuevo a la madre.
—¿Señora Fareling?
—Pensé que lo reconocerías porque… bueno, al fin y al cabo no ha crecido.
Perdiz se siente desconcertado. Tyndal sigue siendo un niño, un chiquillo mudo fusionado para siempre con su madre.
—Lo siento —musita.
—No —replica la señora Fareling—. Tu madre me sacó del centro de rehabilitación. No sé cómo, supongo que movió ciertos hilos y me dieron el alta. Para cuando estallaron las Detonaciones yo ya estaba de vuelta con Tyndal.
—Tyndal —susurra Perdiz entornando los ojos, como si todavía lo estuviese buscando en la cara que tenía delante.
El niño hace unos cuantos movimientos cortos y largos con la cabeza, en una especie de código tal vez.
—Te desea buena suerte —traduce los gestos la señora Fareling.
—Gracias.
Al cabo la señora Fareling coge a Perdiz y lo atrae hacia sí, en un extraño abrazo mientras lo tiene agarrado del chaquetón con los puños. El chico la abraza a su vez.
—Ella nos salvó —llora ahora la señora Fareling—. Ojalá esté viva.
—Lo está —le susurra Perdiz—. Le contaré que sobrevivió y que le está muy agradecida.
La mujer suelta al chico y fija en él la mirada.
—Es raro abrazarte así. Supongo que, si las cosas hubiesen sido distintas, Tyndal sería ahora de tu tamaño.
—Lo siento —repite el chico, porque no sabe qué más decir; nada puede arreglarlo. Ojalá su padre viese a Tyndal Fareling.
—Gracias por todo. Gracias.
La señora y su hijo hacen una reverencia y van a reunirse con el resto de madres y niños, de vuelta al hogar.
—¿Estás bien? —le pregunta Bradwell.
—Sí. Estoy listo.
Cada uno saca un cuchillo y empiezan a avanzar. Perdiz, sin embargo, mira una última vez hacia atrás. La mujer lo saluda con ambas manos y él levanta el cuchillo para devolverle el saludo. Y entonces una nube de ceniza se levanta en cuestión de segundos y sabe que ya no los ven. Ahora están aquí en medio de la nada, y solos.
Ábrete
C
uando Lyda sale del despacho de Willux, las centinelas del centro de rehabilitación ya no están. En su lugar hay dos guardias, esta vez hombres. La escoltan hasta otro vagón de tren vacío donde la dejan en manos de un tercer guardia muy voluminoso y bien pertrechado de armas, con una pequeña cicatriz en la barbilla.
Este último la acompaña a través de los túneles oscuros. Lyda va sentada en un asiento, con la caja azul celeste en el regazo, mientras ve pasar las paredes de los túneles por las ventanillas. El guardia, en cambio, no se sienta; está bien plantado sobre sus pies separados. Cambia el peso de pie cuando el tren cambia de vía.
El hombre debe saber que la llevan al exterior pero no está segura de que sepa el motivo.
—¿Me darán un traje anticontaminación? —le pregunta.
—No.
—¿Y una máscara?
—¿Y ocultar esa carita que tienes?
—¿Alguna vez has llevado a alguien fuera de la Cúpula?
—¿A una chica? Es la primera vez.
O sea que ha escoltado a chicos al exterior… No sabe si creerlo. Nunca se ha hablado de nadie que haya salido de la Cúpula antes que Perdiz. ¿Por qué mandar chicos fuera? Jamás ha oído nada parecido.
—¿Qué chicos?, ¿a quién? —intenta indagar.
—A esos de quienes no vuelves a saber nada.
—¿Y qué hay del hijo de Willux?
—¿Cuál de ellos?
—Perdiz, ¿quién va a ser? —le dice un tanto impaciente—. Él no salió por aquí, ¿verdad?
El guardia se echa a reír.
—No estaba preparado para el exterior. Dudo mucho que siga con vida —dice como si de veras desease que estuviese muerto, como si eso demostrara algo.
El tren reduce la marcha hasta detenerse y, al abrirse, las puertas dan directamente a un largo pasillo de azulejos blancos. En la pared de cada cámara que atraviesan hay un intercomunicador. El guardia la conduce por las tres primeras, dice la palabra «ábrete» y acto seguido la puerta se hace a un lado, pasan y se vuelve a cerrar a sus espaldas.
—Quedan otras tres cámaras; pasa las puertas en cuanto se abran. La última da al exterior. La plataforma de carga está cerrada.
—¿La plataforma de carga?
—No estamos tan desconectados como te crees —le explica.
—¿Y qué cargamos?
—Descargamos, más bien. Algún día volverá a ser nuestra. —Se refiere a la tierra, y por un momento teme que se vaya a poner a soltarle un discurso sobre que son los herederos legítimos del paraíso… temporalmente desplazados. Sin embargo se limita a añadir—: Bienaventurados nosotros.
—Sí, bienaventurados —repite, aunque más por costumbre que otra cosa.
—Te estará esperando alguien de las Fuerzas Especiales.
—¿Envían a Fuerzas Especiales al exterior de la Cúpula?
—No son humanos, son unos seres extraños. Que no te sorprenda su aspecto.
Lyda ha visto en otras ocasiones a las Fuerzas Especiales en impecables uniformes blancos, un pequeño cuerpo de élite donde no había ningún ser extraño; eran solo media docena de jóvenes fornidos.
—¿Qué aspecto tendrán?
El guardia no contesta. ¿Cómo puede estar preparada si no le dice a qué atenerse? Mira de reojo el intercomunicador y la cámara en lo más alto del techo. Lyda comprende por sus gestos que no se lo puede decir, que no le está permitido.
—Tengo que cachearte aquí. Parte del protocolo, para asegurarnos de que solo llevas contigo lo justo y necesario.
—De acuerdo —dice, aunque le parece horrible—. En teoría tengo que llevarme la caja para entregarla.
—Lo sé—. El guardia le palpa las piernas, las caderas, las costillas—. Manos arriba —le ordena con brusquedad, como un profesional, y ella se lo agradece. Le sorprende cuando le coge la mandíbula con ambas manos y le dice que abra la boca y mira dentro con una pequeña linterna de mano—. Oídos —dice y le gira la cabeza. Y de nuevo la linternita. Le inspecciona una oreja y luego, cuando va a mirarle la otra, le susurra en voz muy baja—: Dile al cisne que estamos esperándolo.
No está segura de comprender lo que le ha dicho. ¿El cisne?
—¡Listo! Estás limpia.
Lyda quiere interrogarlo: «¿Esperando a qué? ¿Y quiénes están esperando? ¿Por qué habla en plural?»
Pero sabe por su tono brusco de voz que no debe hacer preguntas.
—Verás tres puertas. La última da afuera. —La mira a los ojos y le dice—: Buena suerte.
—Gracias.
El joven se da la vuelta hacia la puerta por la que acaban de entrar y le dice:
—Ábrete.
Cuando se desliza el guardia la franquea, Lyda se queda en el sitio y la puerta se cierra.
Está sola. Se vuelve hacia la puerta que tiene delante y le dice:
—Ábrete. —Se abre.
En cuanto la atraviesa, se cierra tras ella. Tras repetir el proceso una vez más se queda ante la última puerta, sin saber a qué atenerse. Deja la cajita azul en el suelo, se quita el pañuelo de la cabeza, se lo pone sobre la nariz y la boca y se lo ata en la nuca.
Recoge la caja y la agarra con fuerza.
—Ábrete.
Y allí, ante ella, surge una bocanada de viento, tierra y cielo…, y algo que lo atraviesa: un pájaro de verdad.
Costillares pequeños
A
Perdiz no le da buena espina que esté todo en silencio. No le gusta que haya amainado el viento ni que Pressia no pare de repetir «hay algo que no va bien», ni lo nervioso que pone eso a Bradwell.
—¿Creéis que nuestro viaje ha coincidido con alguna orgía sangrienta? —pregunta Perdiz.
—Claro, lo mismo los terrones están entretenidos devorando un autobús escolar lleno de niños —ironiza Bradwell—. ¡Qué suerte la nuestra!
—Sabes que no quería decir eso.
La tierra se vuelve más blanda bajo sus pies.
Y es entonces cuando Perdiz ve un pequeño ser color ceniza, del tamaño de un ratón; pero no es ningún roedor: en vez de pelo tiene carne rojiza chamuscada y se le ven las costillas, como si careciera de toda piel. Sale disparado y desaparece sin más, tragado por la tierra.
—¿Qué era eso?
—¿El qué? —le pregunta Pressia.
—Era parecido a un ratón o un topo. —Perdiz mira hacia la línea borrosa donde la tierra se vuelve sotobosque, por donde se sube a los montes, y ve movimiento: ni un ratón ni un topo, algo que da vueltas, una onda—. Creo que hay más de uno.
Y luego, al instante, se levanta una nubecilla, como de apenas treinta centímetros, que empieza a rodar hacia ellos.
—¿Cuántos crees que son? —pregunta Pressia.
—Demasiados para contarlos —responde Bradwell. La tormenta de terrones enanos se aproxima acompañada de un sonido agudo, pero no de un solo chillido, sino de muchos juntos.
El viento se levanta de nuevo y al poco sienten cómo les arrastra el aire racheado. Pressia se saca dos cuchillos del chaquetón y Perdiz blande un cuchillo y un gancho de carne. Aunque el dedo mutilado le palpita, todavía puede agarrar bien. Bradwell, por su parte, tiene una pistola eléctrica y una navaja afilada. El suelo tiembla y el aire huele a cargado y a descomposición.
—¿Qué hacemos? ¿Algún plan? —pregunta Perdiz a gritos.
—¡Quédate aquí con Pressia! —le responde Bradwell, y con esas levanta sus armas, pega un alarido salvaje y embiste la tormenta de terrones enanos.
Con sus rápidos ojillos negros y los esqueletos medio a la vista, los seres se mueven en un grupo compacto. Algunos están unidos entre sí, costillar con costillar, mandíbula con mandíbula, mientras que otros tienen cráneos fusionados. Los hay apilados unos sobre otros. Y todos están atados a la tierra, que se levanta con ellos cuando se abalanzan sobre Bradwell. No existen como un ente solo, son amasoides al mismo tiempo que terrones fusionados con la tierra. Gateando con sus garras, remontan el cuerpo del chico arrastrando tras de sí una estela de tierra, un manto que podrían usar para asfixiarlo.
Todo sucede rápidamente: Bradwell acuchilla con ágiles embestidas el manto de tierra y los cuerpecitos de los terrones van cayendo; pero siempre aparecen más, no paran de salir por todas partes. Lo tienen cubierto por completo, como atrapado en un abrigo de bichillos cenicientos y movedizos.
Pressia hace ademán de correr hacia él pero Perdiz tira de ella con fuerza y se cae hacia atrás.
—Yo voy —le dice Perdiz.
—Pero ¿tú de qué vas? —le grita Pressia, que tiene la boca cubierta por el pañuelo y el pelo revoloteándole por la cabeza, un cuchillo en una mano y el puño de muñeca listo para golpear.
Es su hermana pequeña. La idea le sobreviene con tal fuerza que por un momento se queda asombrado: su hermana pequeña.
—¡Quédate aquí!
—¡De eso nada! ¡Pienso luchar!
No hay modo de retenerla; en cuanto Perdiz echa a correr Pressia va tras él. Ya a la altura de Bradwell empiezan a atacar a los bichos con los cuchillos y los ganchos. El cuerpo de Perdiz rebosa de fuerza y agilidad, la codificación debe de estar acercándose a su efectividad máxima. Con todo, sigue habiendo demasiados terrones enanos y es incapaz de mantenerlos a raya. Bradwell se tambalea hacia delante hasta que pierde el equilibrio, y entonces el manto de tierra le cubre las piernas y lo inmoviliza; por mucho que se retuerce, como un pez en el anzuelo, no le sirve de nada.
Los terrones están ya también sobre los otros dos. Tienen garras y dientes afilados. Perdiz ve los puntitos de sangre que le aparecen por la camisa, al igual que a Pressia, y cómo han tomando la espalda del otro chico y atacan ahora a los pájaros que tiene debajo de la camisa.
Bradwell les grita:
—¡No, retroceded!
Pero continúan con la lucha, forcejeando y arremetiendo contra los terrones para apartarlos de Bradwell.
Sin embargo, la siguiente oleada de terrones está avanzando hacia ellos, ahora a la altura de la cintura. Y, tras la ola, se forman columnas de terrones emergentes. Parece que tienen cabezas, cuernos y espaldas con pinchos. Perdiz está convencido de que es el fin; esto es todo lo cerca que estará de su madre.
Pero entonces Pressia grita por encima del agudo pitido de los bichos.
—¡Se acerca! ¡Lo estoy oyendo!
—¿Quién? —pregunta Bradwell.
Perdiz también oye un sonido extraño, un leve ronroneo por debajo de los chillidos: un motor que ruge y una bocina atronadora.
Un coche, un milagroso coche negro, aparece arrollando las olas de terrones y aplastándolos a su paso. Empiezan a saltar por los aires costillas, dientes y ojos brillantes. El coche derrapa y se detiene de lado justo delante de los chicos. Perdiz apenas ve a través de la ceniza que ha levantado el coche negro pero oye que una voz les grita desde el interior:
—¡Venga, maldita sea, subid! ¡Subíos!
Aunque no tiene claro si ha de confiar en esa voz, tampoco está en posición de elegir. Se vuelve y ve que Pressia está ayudando a Bradwell a levantarse.
—¡Abre la puerta! —le grita el chico desde el suelo.
Perdiz echa mano de la manija y la abre. Bradwell y Pressia entran de un salto y Perdiz tras ellos. El coche arranca antes de que la puerta llegue a cerrarse.
El conductor va muy pegado al volante porque lleva algo puesto en la espalda. Se da la vuelta y mira a Perdiz con su cara ajada y quemada.