Puro (50 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Al poco tiempo Bradwell le anuncia:

—Hemos llegado.

Pressia levanta entonces la cabeza justo cuando doblan un recodo y aparecen los sembrados de cereal y, luego, el largo camino que termina en los escalones del porche de la granja amarilla. Por un momento se imagina que han llegado a su propia casa.

Pero conforme se acercan ve algo pequeño ondeando en una de las ventanas —parece una especie de banderola—, una toalla de mano con una raya rojo sangre en el medio. La chica se echa la mano al bolsillo y allí está la tarjeta que le dio la mujer de Ingership en la cocina, la señal. ¿Qué significa? «Tú tienes que salvarme.» ¿No es eso lo que le dijo la mujer?

Perdiz

Pacto

S
u madre no está muerta. Sedge no está muerto. La mente de Perdiz no lo permite. Ha habido un error, algo que podrá resolver más adelante. En la academia también se producían errores de vez en cuando, sobre todo de percepción, errores humanos. La culpa es de su padre; él es humano, ha sido un fallo humano.

O tal vez sea una prueba. Su padre colocó los planos originales para que los viera y le dio la fotografía a su hijo con la esperanza, o quizá la certeza, de que utilizase dicha información. Puede que desde ese momento en adelante, a partir del flash cegador de la cámara de fotos, todo haya formado parte de un plan para evaluar la fuerza mental y física de Perdiz; al final todos saldrán de sus escondrijos, como en una broma muy elaborada o una fiesta de cumpleaños sorpresa. Se trata de una explicación que deja con vida a su madre y a Sedge. Pero, por mucho que intente aferrarse a esa lógica precaria, al mismo tiempo sabe que no es así; otra parte de su cerebro no para de decirle que están muertos, que se acabó.

La gasa que envuelve su mano izquierda le cubre la punta del meñique que le falta, aunque, cuando Pressia se pone a hablar de la granja, empieza a sentir un dolor como si todavía estuviese en su sitio y le latiera. No la cree. ¿Cómo podría? ¿Una granja allí en medio? ¿Un sistema automático que sella ventanas y puertas para evitar que pase la ceniza? ¿Una araña en el comedor? ¿Y todo rodeado de campos con trabajadores que los rocían con pesticidas? Además, cualquier tipo de ostra, venenosa o no, sería un milagro de la ciencia. Aunque en la Cúpula hay laboratorios consagrados a la reimplantación de la producción natural de comida… La granja tiene que ser cosa de la Cúpula. Ambos mundos están ligados de un modo que nunca habría imaginado. El coche en el que está es una prueba; tiene que proceder de la Cúpula, ¿de dónde si no?

Cuando Pressia intenta describirla, Lyda comenta:

—Yo vi marcas de ruedas en la Cúpula. Hay una plataforma de carga y por allí deben de entrar y salir camiones.

«¿Estarán probando ya la transición de la Cúpula a su paraíso legítimo, la vuelta al hogar, al Nuevo Edén?», se pregunta Perdiz. Bienaventurados, en la Cúpula eran bienaventurados. Perdiz recuerda la voz de su madre: «un nuevo orden de esclavos». La oye como un pequeño viso de tela que se roza ligeramente en su mente; y siente entonces un enjambre en el pecho, cómo lo posee la rabia. La han herido, pero Sedge está con ella y Caruso la va a curar, igual que la última vez, cuando casi la dieron por muerta. Un fallo humano… No, están muertos los dos, y Caruso nunca saldrá a la superficie; es el único que queda y morirá algún día, probablemente dentro de poco, ahora que su padre sabe dónde se encuentra el búnker.

La señora Fareling… se acuerda de ella y de Tyndal. No llegó a darle el mensaje a su madre, no le dijo que habían sobrevivido. «Gracias.» Hay tantas cosas que no ha llegado a contarle…

Cuando Pressia dice que están ya cerca, Lyda se vuelve hacia Perdiz y le susurra:

—Alguien quería que te dijera una cosa.

—¿Quién?

—Bueno, una chica a la que conocí en el centro de rehabilitación —le cuenta Lyda, que parece avergonzada al mencionar que estuvo en una de esas instituciones; aunque, claro, tendría que haberlo supuesto, ahí es donde le han afeitado la cabeza. Perdiz quiere preguntarle por todo lo que ha tenido que soportar por su culpa. Ojalá pudiese dar marcha atrás. Sin embargo, la chica no quiere hablar de eso ahora; se lo ve en la cara. Tiene algo importante que contarle.

—Quería que te dijese que hay muchos que, al igual que ella, quieren que derroques la Cúpula. Eso es todo lo que pudo decirme. ¿Lo entiendes?

—Células durmientes —musita. Lyda está enterada de todo: no es solo una rehén, es una mensajera. ¿Sabrá que ahora trabaja para el bando de su madre? Quiere contarle todo lo que su madre le ha dicho, que él es el líder, pero no puede, porque tiene la cabeza hecha un lío—. Sí —acierta a decir—. Lo entiendo.

Enfilan ahora por el último tramo e Il Capitano aparca detrás de una fila de árboles frutales muy frondosos y tan pegados entre sí que sus ramas se entrelazan. Y allí está: una granja amarilla, tal y como la ha descrito Pressia, y las oscuras hileras de vegetación exuberante en un valle, en una finca aislada, con las esteranías expandiéndose alrededor cual mar de cenizas. Hay un granero rojo con ribetes blancos y un invernadero. Le inquieta la forma en que aparece todo de la nada como si lo hubiesen arrancado de otro sitio y otra época, y lo hubiesen atornillado allí mismo. No se ve a ningún soldado de la ORS por los campos, pero hay dos escaleras apoyadas contra la fachada con unos cubos en los travesaños y dos palos largos hasta el suelo.

—¿Están fregando la casa? —pregunta Perdiz.

—Aquello que parece una banderita en la ventana es una señal. La he visto antes.

—De la resistencia —aclara Bradwell—. Mis padres tenían una bandera igual, pero de verdad, doblada en un cajón. Son de hace muchos años.

—La esposa de Ingership —dice Pressia—. Creo que tiene problemas.

—¿Cómo habrá llegado esta casa aquí? —se pregunta Perdiz entre susurros.

—Parece una casa de una revista, pero enferma, infectada por dentro.

—No tiene nada que ver con las tiendas blancas de los antiguos árabes—comenta Il Capitano.

—Bradwell necesita tu chaquetón —le pide Pressia a Perdiz.

El fragor de la batalla ha pasado y el chico ha empezado a temblar. Perdiz ve cómo le tiritan los hombros y se apresura a quitarse el chaquetón —que por otra parte era de Bradwell— y dárselo. El chico se lo pone y le da las gracias con una voz que es apenas un susurro, ¿o es que Perdiz no escucha bien? Ya no puede fiarse de nada, ni de lo que ve ni de lo que oye, ni de casas que aparecen de la nada, ni de la sangre brumosa ni de los ojos de su hermana.

—Podemos darle la medicina a Ingership a cambio de que te quite lo que tienes en la cabeza —propone Perdiz. Él es el único que sabe la verdad, que la medicina es un señuelo que solo sirve para ganar tiempo.

—¿Y qué hacemos con la mujer de Ingership? ¿Cómo la ayudamos?

—Pero ¿no fue ella la que te anestesió? —pregunta Bradwell.

—No lo sé —confiesa la chica.

Por el camino pasean unos pájaros bien gordos que parecen pollos. Son monstruosos, sin plumas y con patas de dos garras que les hacen dar bandazos de un lado para otro; en su lugar parecen recubiertos de escamas, como si la piel escamosa de sus patas se prolongase por el cuerpo entero. Las alas son colgajos huesudos que les penden a ambos lados y no parecen suyas.

—Pues esas cosas no se veían en las revistas —señala Bradwell.

Perdiz piensa en su padre, infectado por dentro, como la propia casa.

—Cuando avancemos mantén las pastillas pegadas a la cabeza —le dice a Pressia.

—No —dice Bradwell alargando la mano y poniéndosela al otro chico en el pecho—, es demasiado ya.

—¡Pero así es como funciona él! A ella la volaría por los aires pero las pastillas no. —Su padre es un asesino. Cierra los ojos un momento como si intensase despejar la vista. Pero sabe que su padre no pulsó el interruptor hasta que no vio el frasco de las pastillas en la mano de su hijo pequeño, a una distancia suficiente—. Es por su seguridad.

—Tiene razón —le dice Pressia a Bradwell.

Perdiz se imagina a su padre observándolos, siguiendo cada palabra y cada gesto. Debe de estar en comunicación directa con Ingership porque, justo ahora, dos jóvenes soldados con el uniforme de la ORS se apostan en el porche. Son miserables, pero están bien pertrechados. Van hasta el borde del porche y se quedan ahí como centinelas.

Il Capitano mira por el parabrisas con los ojos entrecerrados y les dice al resto:

—¿Sabéis lo que más me fastidia? Que son mis propios reclutas, los muy puñeteros…, y ni siquiera saben coger bien un arma. Aunque supongo que eso juega a nuestro favor.

—Me fastidia —susurra Helmud, con un murmullo áspero.

—¿Estamos listos? —pregunta Bradwell.

Perdiz quiere añadir algo, le gustaría hacer un pacto allí mismo en el coche antes de salir. Pero no sabe muy bien qué hacerles jurar.

—Ey, se me olvidaba —dice Il Capitano, que se saca algo del bolsillo de la chaqueta y lo muestra al resto—. ¿Esto es de alguien?

Es la caja de música que hizo su madre, ennegrecida por el fuego.

—Quédatela tú —le dice Pressia a Perdiz.

—No —repone el chico—. Para ti.

—Es una melodía que solo vosotros dos conocéis —insiste la chica—. Ahora es para ti.

Perdiz la coge y restriega la superficie con el pulgar, que se mancha con el hollín.

—Gracias. —Tiene la sensación de estar sosteniendo algo esencial, una parte de su madre que puede conservar para siempre.

—¿Vamos? —dice Pressia.

Todos asienten.

Il Capitano arranca el coche y loestampa contra la casa. Los reclutas no disparan; en vez de eso salen corriendo y se chocan delante de la puerta. Il Capitano pisa el freno un poco más tarde de la cuenta y se lleva por delante los escalones del porche, que se doblan bajo la parrilla y se resquebrajan.

Se bajan todos del coche. Il Capitano con su rifle, Perdiz y Lyda con cuchillos y ganchos de carne, Bradwell con una macheta y Pressia con el frasco de pastillas a la altura de la cabeza, los nudillos contra la sien.

—¿Dónde está Ingership? —grita Il Capitano.

Los reclutas intercambian una mirada nerviosa pero no responden. Están delgados y, a pesar de tener la piel chamuscada, parece que han recibido una paliza no hace mucho. Moratones y laceraciones les surcan brazos y cara.

En ese preciso instante se abre una ventana de la planta de arriba, en el lado contrario a donde está la toalla de mano manchada de sangre. Ingership se asoma, los hombros tensos y la barbilla alta. Las placas metálicas de su cara relucen y está sonriente.

—¡Habéis venido! —Habla alegremente, aunque se diría que ha estado en una pelea porque en la mejilla izquierda tiene varias magulladuras—. ¿Os ha costado encontrarnos?

Il Capitano amartilla el rifle y dispara. El estallido hace que a Perdiz le recorra el cuerpo un espasmo. Vuelve a ver la explosión en su cabeza: su hermano, su madre, el aire lleno de un fino rocío de sangre.

—¡Cielo santo! —grita Ingership, reculando—. ¡Qué falta de civismo!

En una reacción retardada, un recluta dispara a un lado del coche, con lo que Il Capitano vuelve a abrir fuego, esta vez contra una ventana de la planta baja.

—¡Para! —exclama Perdiz.

—No quería darle —aclara Il Capitano.

—Darle —repite Helmud.

—Ya está bien, se acabaron los disparos.

—Tu padre puede hacer que rodeen todo esto —le grita Ingership a Perdiz—. Ya podría haberos abatido a tiros, y lo sabes, ¿verdad, muchacho? ¡Se está portando bien contigo!

Perdiz no está tan seguro de eso. Las Fuerzas Especiales son un cuerpo de élite muy reciente, eran seis y han muerto todos. Conoce a los que estaban en la cola para unirse a ellos, los chicos de la academia que eran parte del rebaño. Pero es imposible que estén preparados para combatir como Fuerzas Especiales; no ha habido tiempo de transformarlos ni entrenarlos de esa manera.

—Quiere algo que tenemos nosotros —dice Perdiz—. Es así de simple.

Ingership no responde al momento.

—¿Tenéis los medicamentos del búnker?

—¿Tienes tú el control remoto que hace estallar la cabeza de Pressia? —replica Bradwell.

—Hagamos un trato —propone Perdiz.

Ingership desaparece y se oye un ruido en la ventana de arriba. Los dos reclutas del porche siguen apuntándolos con sus armas.

Surge entonces un zumbido sonoro de la casa, la apertura de los cierres de goma automáticos para mantener a raya la ceniza. A continuación suena un clic en la puerta de entrada y se abre de par en par.

En la ventana de arriba con la toallita ensangrentada Perdiz distingue primero una cara blanca —¿la mujer de Ingership?— y luego una mano pálida contra el cristal.

Pressia

Barcos

E
ntran al vestíbulo con los guardasillas, las paredes blancas, las alfombras estampadas y las amplias escaleras que llevan a la segunda planta. A Pressia le embarga enseguida una acuciante sensación de estar acorralada, atrapada. Sigue con el frasco en la cabeza, los dedos tensos, el cuerpo dolorido de arriba abajo. Mira hacia el comedor, donde vuelve a asombrarle el resplandor de la araña sobre la mesa alargada, y oye entonces unas pisadas provenientes del piso de arriba: ¿la mujer de Ingership? Con la araña Pressia se acuerda del abuelo, y de su fotografía en la cama de hospital. Hace un esfuerzo por rememorar su sensación de ilusión pero recuerda, en cambio, el cuchillo en su mano, los guantes de látex, la quemazón en la barriga y el pomo que no quería girar, que solo emitió un chasquido. Y ese sonido se convierte en el del gatillo de la pistola, en la sacudida por todo su brazo, hasta el hombro. Cierra los ojos con fuerza por un segundo y vuelve a abrirlos.

Los dos soldados siguen apuntándolos. Ingership aparece entonces en lo alto de las escaleras y baja para recibirlos. Con el paso algo inestable, va deslizando la mano por la barandilla de caoba. Tiene marcas de garras en una mejilla. Pressia piensa en su mujer. ¿Estará encerrada en el cuarto de baño? ¿Ha habido una pelea?

—Dejad aquí todas las armas —les ordena Ingership—. Mis hombres también lo harán. Somos gente civilizada.

—Solo si nos dejas cachearte a ti también —resuelve Bradwell.

—De acuerdo. Por lo que veo la confianza es un bien escaso.

—Cualquiera diría que nos estabas esperando —comenta Perdiz.

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