—Pero ¿cómo es que fuiste a Japón? —le pregunta Pressia.
—Imanaka, tu padre, estaba haciendo un trabajo estupendo. La historia de los japoneses estuvo muy ligada a la radiación, por la bomba. Les sacaban ventaja a todos los demás en temas de defensa y resistencia. Sus investigaciones pertenecían a mi terreno, al tratamiento de los traumatismos por medio de la nanotecnología biomédica. Y Ellery, el padre de Perdiz, quería que fuese allí para ver si Imanaka había hecho progresos para conseguir invertir las secuelas. Temía que le sobreviniese la degeneración. Quería esa información por encima de cualquier otra cosa, y me atrevería a decir que sigue siendo así. Y ahora con más urgencia que nunca.
Mira fijamente a Pressia a sabiendas de que está intervenida.
—Ahí fuera hay más supervivientes. Si Ghosh, Kelly e Imanaka siguen vivos, entonces habrá más. A Ellery no le gustaría que esa información circulase por la Cúpula. Pero yo sé que tiene que ser verdad. No he podido establecer contacto con nadie a más de cien millas a la redonda, ni por radio ni por satélite… No funciona nada porque la Cúpula se encarga de capar todas las comunicaciones. Pero yo vivo con la esperanza.
Pressia piensa en santa Wi, y en Bradwell en su cripta, arrodillado ante la estatua de plexiglás quebrado. Esperanza.
—Pero redujisteis la resistencia, ¿no? O sea, porque algo hiciste para hacerme resistente a la codificación —dice Perdiz.
—Sí, aunque no conseguimos reducirla lo suficiente. No había nada que pudiésemos hacer para detener las Detonaciones, salvo defender y curar. Sabíamos que eso no salvaría muchas vidas, que la gente moriría en la catástrofe; sería un número de bajas desmesurado. Pero sí que podíamos reducir las fusiones y las intoxicaciones de los supervivientes. Quisimos verter sustancias resistentes a la radiación en el agua potable. Sin embargo, era demasiado arriesgado, las dosis que valían para los adultos podían matar a los niños. Por eso contigo tuve que elegir, Perdiz. No te podía hacer resistente a todo. Solo tenías ocho años, y no soportarías mucho más de unas cuantas sesiones.
—Escogiste mi codificación conductiva.
—Quería que fueses tú mismo quien conservases el derecho a decir no, a defender lo que es justo. Quería que tu personalidad quedase intacta.
—¿Y yo? —pregunta Pressia.
Su madre respira hondo, aunque con dificultad.
—Tú eras un año y medio más pequeña y no muy grande para tu edad. Era demasiado arriesgado medicarte. Te quedaste en Japón, te cuidaban tu padre y su hermana. Yo no podía volver a casa con una cría en brazos: me habrían mandado a un centro de rehabilitación y habría muerto allí mismo. Descubrí los planes de mi marido (la destrucción a escala total) y, cuando supe que estaba cerrándolos, mandé que te trajesen. Tenía que decírselo a mi marido, no tenía alternativa. Se puso hecho una fiera.
»Y hay muchas más cosas, no puedo explicároslas ahora todas, cosas del pasado. Asuntos turbios que sé que son ciertos, cosas que él no quería que yo supiese. No podía vivir en la Cúpula, pero tenía un plan para arrebatarle a los niños. Estaba actuando cada vez más rápido, con ese cerebro febril suyo, y sabía que estaba tomando decisiones precipitadas y que tenía un poder inusitado, sin nadie que lo controlase. Tenía que traerme a Pressia conmigo, ponerla a salvo en el búnker. Las cosas se retrasaron por problemas con los pasaportes. Tu tía iba a traerte en avión. Se suponía que las Detonaciones todavía tardarían varias semanas.
»Pero entonces, ese día, tu padre me llamó, Perdiz. Me dijo que había llegado la hora, que iba a ocurrir antes de lo previsto. Quería que fuese con él a la Cúpula, me lo rogó.
»Yo sabía que me decía la verdad. Ya había extraños patrones de tráfico. La gente a la que habían dado el soplo empezó a entrar. El avión de Pressia por fin llegaba. Le dije que no, y que le dijese a los niños que los quería, todos los días; le pedí que me lo prometiese y entonces me colgó el teléfono. Y fui en coche al aeropuerto lo más rápido que pude, aterrada. Tu tía me llamó para decirme que habíais aterrizado. Yo seguía pensando que nos daría tiempo de volver al búnker antes de las bombas. Aparqué y salí corriendo hacia la recogida de equipaje. Te vi a través de la cristalera, al lado de tu tía, tan pequeña y perfecta. ¡Mi niña! Me tropecé, me caí y cuando estaba a gatas, intentando ponerme de pie, levante la vista y me cegó un fogonazo de luz. El cristal se partió en añicos y me vi de repente fusionada con la acera, de brazos y piernas. Había gente que sabía adónde había ido y me buscaron. Cuatro torniquetes, una sierra… Me salvaron y, fuera de todo pronóstico, sobreviví.
—¿Sabías que yo había sobrevivido? —le pregunta Pressia.
—Tenías un chip. A todo el que entraba en el país le ponían un chip antes de llegar.
»Después de los bombardeos nos quedamos con un equipo poco preciso. Veíamos los chips moverse en la pantalla pero no muy bien. Cuando localizamos el tuyo, utilicé la información del escáner retinal que tu padre me había mandado desde Japón. Como estaba en uno de los ordenadores resistentes a la radiación, había sobrevivido con daños mínimos. También tenía escáneres de los chicos. Construí unos pequeños mensajeros alados, nuestras cigarras. Las mandé al exterior con los datos de tu ubicación, y les puse también un chip. Lo malo es que solían destruirlas antes de llegar a su destino… hasta que una lo consiguió.
—Si tenía un chip y sabías dónde estaba, ¿por qué no mandaste a nadie a por mí para traerme aquí?
—Aquí las cosas eran un desastre. El confinamiento, las enfermedades, las hostilidades… ¿Cómo iba a cuidar de ti en mi estado? No podía ni cogerte en brazos. —Alza la prótesis del brazo y le señala una de las pantallas, donde hay un mapa que Pressia reconoce: el mercado, los escombrales, la barbería…—. Por otra parte el chip era un puntito en la pantalla, al igual que la cigarra, siempre cerca de ti. A veces los dos puntitos estaban tan pegados que no había otra explicación, la tenías en la mano. Y tu puntito empezó a contar una historia: estaba quieto por la noche, siempre en el mismo sitio a la misma hora, se levantaba y estaba activo. Vagaba un poco y volvía al mismo punto, a su hogar. Era la historia de una niña a la que cuidaban, una niña con una rutina, y sana, que estaba mejor donde estaba. No has vivido tan mal, ¿verdad? Alguien te cuidó y te dio amor, ¿no?
Pressia asiente y dice, con las lágrimas rodándole por las mejillas:
—Sí, alguien me cuidó y me dio amor.
—Y entonces hace unos días tu puntito se fue y no volvió. Habías cumplido los dieciséis y me preocupé por la ORS. Al mismo tiempo oí los rumores sobre un puro y luego regresó la vieja cigarra de la primera bandada, la tuya. —Abre un cajón de debajo del equipo informático. Despide calor porque es una incubadora, y allí, sobre un pedacito de tela, está
Freedle
—. No traía ningún mensaje. Pensé que tal vez no fuese más que una casualidad pero, con todo lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo, tenía la esperanza de que fuese una señal.
—
Freedle
. ¿Está bien?
—Cansado del viaje, pero se recupera bien. Está ya viejo pero alguien se ha dedicado a cuidar muy bien todos sus delicados engranajes.
Freedle
ladea la cabeza y bate un ala con varios ruidillos metálicos.
—Eso intenté —dice Pressia pasándole un dedo por el lomo—. No puedo creer que haya logrado llegar hasta aquí. El abuelo… —Se le atragantan las palabras—. Ya no está. Pero seguro que lo soltó él.
—Deberías dejarlo aquí —sugiere Perdiz—.
Freedle
estará más seguro.
Pressia no sabe muy bien por qué pero ese pequeño detalle, que
Freedle
esté vivo, la llena de una extraña sensación de esperanza.
—Pressia —le dice Aribelle—, creo que tengo que decir unas cosas que la Cúpula no puede oír.
—Esperaré en el pasillo. —Pressia se vuelve hacia Perdiz y le tira de la manga—. Avísala —le susurra—. Sedge ya no es el niño que recuerda.
—Lo sé.
Pressia le da un beso a su madre en la mejilla.
—No tardaremos —le promete esta.
Cygnus
—
N
o la tienes, ¿verdad? —le pregunta Perdiz.
—¿La cura para la degeneración rauda de células? —Sacude la cabeza—. No. Sospechábamos de tu padre, supusimos que ya no pensaba como nosotros, que era peligroso.
—¿Cómo lo sabías?
—Me traicionó.
—¿Y no lo traicionaste tú a él? —responde Perdiz con una rapidez que le sorprende a él mismo.
La madre lo mira un instante y le dice:
—Es cierto. Pero él no era la persona que decía ser.
—No siempre se puede ser quien se desea. —Lo ha dicho pensando en Sedge. ¿Podrá volver a ser normal? ¿Podrá salvarlo su madre?
—Escúchame, hay cosas que has de saber. Tu padre se sometió a potenciación cerebral antes de que se probase del todo, cuando era todavía muy joven. —Se queda mirando el suelo—. Para cuando las Detonaciones llegaron, su cerebro estaba en potenciación máxima. Decía que tenía que fortalecerlo para poder dar vida a ese nuevo mundo de humanos merecedores del paraíso… al Nuevo Edén. No lo veía mucho; me contó que había dejado de dormir, que solo pensaba. La mente le bullía y las sinapsis le estaban quemando el cerebro, un minúsculo incendio tras otro. Aun así pensaba…
—¿El qué?
—Que la Cúpula no era solo un trabajo. Llevaba obsesionado con ella toda la vida. Tenías que haberlo oído dar charlas sobre culturas antiguas cuando tenía diecinueve años… Se veía a sí mismo en la cima del pináculo de la civilización humana. Y sabía que el aumento cerebral al que se había sometido acabaría pasándole factura. Pero creía poder encontrar una forma de remediarlo y que, cuando la consiguiera, viviría para siempre.
Perdiz sacude la cabeza.
—Has dicho que al principio estudiabas nanotecnología biomédica para su aplicación en traumatismos. Sé lo que significa. —Piensa en Arvin Weed y sus divagaciones sobre las células autorregenerativas—. ¿Por qué no usaste esos medicamentos en ti misma? ¿Acaso no sabías favorecer la generación de hueso en las células óseas?, ¿tejido muscular?, ¿piel? ¿No tienes aquí esas medicinas?
—Por supuesto que sí. Una variedad. Y hay algunas que deberías conocer. Son muy poderosas. —Abre un cajón y deja al descubierto varias filas de viales.
—¿Poderosas? ¿En qué sentido?
—Son parte de la respuesta a la cura. Tu padre necesita lo que hay en estos viales, pero también le hace falta un ingrediente que puede que exista o no; otro del grupo estaba trabajando en ello. Y ante todo, necesita la fórmula para encajar ambas piezas.
—¿Y existe?
—Sí, hace mucho tiempo, aunque no sé si todavía estará en alguna parte.
Piensa en las armas alojadas en los brazos de su hermano, en la cabeza de muñeca de Pressia, en los pájaros de Bradwell, en Il Capitano y su hermano.
—¿Y estos viales pueden revertir las fusiones?
La madre aprieta con fuerza los ojos, como dolorida, y luego dobla lentamente las tenazas.
—No —dice enfadada—. No separan los tejidos, sino que se adhieren para construirlo. Tu padre tenía la intención de soltar esta nanotecnología biosintetizadora en el cóctel de bombas con el solo propósito de fusionar a los supervivientes con el mundo que les rodeaba, únicamente para crear una clase subhumana, una nueva orden de esclavos que los sirviese a ellos en el Nuevo Edén cuando la Tierra se regenerase. Tenía que contárselo a los demás, tenía que dejarlo e intentar encontrar un modo de salvar a la gente. Pero fracasé.
»Esa es la verdadera razón por la que te llevé conmigo a Japón, donde volví a encontrarme con el padre de Emi…, de Pressia, uno de los siete. Tenía que revelar y transmitir todos los secretos de tu padre que pudiese.
—Pero ¿por qué no tomaste ninguno de esos medicamentos?
—Por una razón: porque no estaban perfeccionados. No siempre saben hasta dónde tienen que llegar. Pero, de todas formas, aunque lo hubiesen estado, ¿sabes por qué no las habría usado?
—No —dice Perdiz exasperado—. ¡No lo sé!
—Habría sido como esconder la verdad. Mi cuerpo es la verdad, es la historia.
—No tiene por qué ser así.
La mujer mira la mano de su hijo.
—¿Qué te ha pasado?
—Hice un pequeño sacrificio.
—¿Quieres recuperarlo?
Perdiz se queda mirando el vendaje, que tiene el extremo oscurecido por la sangre reseca, y después sacude la cabeza.
—No.
—Entonces a lo mejor puedes entenderlo. —La madre cierra el cajón—. He malgastado media vida arrepintiéndome de cosas. Gran parte de esto es culpa mía, Perdiz. —Su madre se echa a llorar.
—No puedes culparte.
—Tuve que dejar de mirar atrás, me estaba consumiendo viva. Verte a ti y a tu hermana me ayuda a divisar un futuro.
—Mi padre quiere algo más.
—¿De qué se trata? —le pregunta mirándolo desde su asiento. Sus ojos se parecen mucho a los suyos, aunque tienen algo distinto. La ha echado tanto de menos que, por un momento, apenas puede respirar; tiene que mirar al suelo para mantener la compostura.
—Te quiere a ti.
—¿Para qué a mí? ¿No tiene bastantes criados a su servicio?
—Caruso me ha dicho que yo iba a ser el líder desde dentro. ¿A qué se refería?
—Pues a eso mismo: ibas a ser nuestro líder, el que derrocaría a tu padre y la Cúpula. Tenemos células durmientes dentro, una gran red.
—¿Células durmientes? —le pregunta Perdiz.
—Gente de la Cúpula que estaba allí contigo.
Aribelle acerca la silla a la mesa del tablero metálico y con las pinzas abre un cajón de donde saca una hoja de papel con una larga lista de nombres.
—La Cúpula no puede saber que esto existe, pondría en peligro muchas vidas.
Los ojos de Perdiz repasan la lista.
—¿Los Weeds? ¿Los padres de Arvin? ¿Y el padre de Algrin Firth? Pero si se supone que Algrin va a ir a las Fuerzas Especiales, al entrenamiento de élite. —Sigue leyendo la lista—. Glassings —dice, y recuerda entonces la conversación que tuvo con su profesor vestido de pajarita en el baile—. Me dio su permiso para que me llevase tus cosas de los Archivos de Seres Queridos. Y me dijo que podía hablar con él cuando quisiera, que no estaba solo.
—Durand Glassings es muy importante; era nuestro vínculo más cercano a ti.
—Es mi profesor de historia mundial.