—¿Es él, Pressia? —grita—. ¿Es el puro?
—¡Sí! —le responde la chica, que parece conocer al conductor—. Y este es Bradwell.
El hombre gira bruscamente el volante y embiste de plano a un terrón que se deshace en una nube de ceniza, cubriendo de polvo y residuos el coche. Es nervudo y delgado y, por sus movimientos, se diría que tiene bastante genio. Perdiz se agarra al asiento. En la Cúpula todo va por raíles; apenas se acuerda de los coches, y desde luego nunca ha ido en un coche de carreras con un pirado al volante.
—Creía que habíais muerto —le dice Pressia.
—¡Y así fue!
—¡Este es Il Capitano! —lo presenta.
Bradwell señala hacia el parabrisas y grita:
—¡Una horda! ¡Santo Dios! —Arrollan a un puñado de terrones y se aplastan con un estruendo contra el coche.
—¿Sabemos adónde tenemos que ir para encontrar a la madre del puro? —pregunta Il Capitano.
Perdiz se agarra del asiento que tiene delante para incorporarse.
—¿Y tú qué sabes sobre mi madre?
Y entonces, como de la nada, aparece una cabeza por la espalda del conductor. Es una cara pequeña, pálida y plagada de cicatrices. Abre el agujerillo negro que tiene por boca y dice:
—Madre.
—¡Ostras! —exclama Perdiz, que se echa hacia atrás como un resorte y se da contra el respaldo.
El conductor se echa a reír y gira el volante con tanta fuerza que Perdiz se da con la cabeza contra la ventanilla.
—Y este es Helmud, su hermano —les explica Pressia.
Aparte de las mordeduras y los arañazos que tiene Bradwell por todo el cuerpo se le ha abierto una de las costuras de la camisa y por el desgarrón se ve a uno de los pájaros: alas grises que se agitan teñidas de sangre. Tiene que haber unos tres pájaros, aunque, por el ruido que forman, Perdiz hubiese dicho que eran más. Dos baten las alas desasosegados y el más tranquilo, que es el que se ve mejor, tiene el pico clavado en los músculos y la piel de Bradwell, todo rodeado por tejido cicatrizante de viejas quemaduras. Con la piel arrugada en torno al pico rojo y el ojillo brillante medio tapado por plumas negras, por un momento a Perdiz le parece como si el pájaro estuviese mirándolo sorprendido —el ojo inmóvil— y quisiera preguntarle algo. No tiene buen aspecto.
—Uno de los pájaros está herido —informa Perdiz con la boca pastosa por la ceniza.
—Tu madre tendrá medicinas —le dice Il Capitano—. Eso es lo que la Cúpula quiere que protejamos si la encontramos. Seguro que tiene algo para ponerte en las heridas.
—¿Medicinas? —pregunta Bradwell mirando a Pressia.
—En el caso de encontrarla, no quieren que se dañe nada de sus pertenencias.
Perdiz repara en ese momento en que en realidad no conoce a esa gente. Ha irrumpido en medio de las vidas de unos desconocidos. No los entiende, ni a ellos ni el mundo en el que viven. ¿Será también su madre una extraña?
Mira por la ventanilla; avanzan a gran velocidad por el paisaje llano y ennegrecido, semejante a un borrón. ¿Vivirá su madre en esos montes? ¿Le contó la historia para que la recordarse tantos años después? ¿Cuándo fue la última vez que tuvo la sensación de saber lo que estaba haciendo? Fija la mirada en el colgante partido del cisne que cuelga del cuello de Pressia. Oscila al vaivén de los balanceos del coche y va pegando contra las clavículas salpicadas de sangre y tiznadas de hollín de la chica. El ojo azul es pequeño y frágil. ¿Para qué servirá? ¿Qué significa?
Ser
E
n cuanto sale del último compartimento y la puerta se cierra tras ella, resuena un grueso cerrojo. Pero no hay nadie de las Fuerzas Especiales esperándola allí, como le ha dicho el guardia.
Escruta el paisaje oscuro, los remolinos de tierra cenicienta y, en la distancia, un bosque de árboles retorcidos y una ciudad: edificios derruidos, pero con columnas de humo que se elevan hacia el cielo. Está sola, con la cajita azul entre las manos.
Se gira y alza la vista hacia los muros enormes de la Cúpula. Llama a la puerta, a sabiendas de que no hay nadie al otro lado. Del bosque llega un extraño aullido distante, pero no se vuelve para mirar, sino que golpea la puerta con el puño y grita:
—¡Aquí no hay nadie! ¡No hay nadie para escoltarme! —Está a punto de echarse a llorar pero retiene el llanto y deja escurrir el puño por la puerta.
Cuando se vuelve ve marcas de ruedas que se detienen bruscamente delante de la Cúpula, y distingue entonces la gran juntura rectangular de lo que debe de ser la puerta de la plataforma de carga que ha mencionado el guardia. Tal vez no tendría que habérselo contado; ahora Lyda sabe que la Cúpula no está cerrada a cal y canto, que se comunica con el exterior, lo que va en contra de todo lo que le han enseñado. No debería estar permitido saber lo de la plataforma de carga. Aunque puede que el guardia pensase que daba igual que Lyda lo supiese o no: total, nunca iba a regresar.
Da unos cuantos pasos y los zapatos se le hunden en el polvo. Está acostumbrada a los pasillos embaldosados de la academia de chicas, a los caminos de piedra que cruzan el césped, superficies que no se mueven al pisarlas, y al agarre gomoso de los suelos del centro de rehabilitación. Como va bajando una cuesta, se le acelera rápidamente el paso. Se da cuenta entonces de que está realmente sola, bajo el ojo del sol auténtico, bajo un banco de nubes que están enlazadas sin fin al cielo, al universo… y, de golpe, echa a correr. Aunque en la academia no hay equipos deportivos, todas las mañanas hacen una hora de calistenia en el gimnasio, vestidas siempre con un mono corto a rayas que se cierra por delante. Siempre le han parecido horribles los monos y la calistenia. ¿Cuándo fue la última vez que corrió de esa manera? Es rápida y siente las piernas cargadas de energía.
Sigue corriendo un rato y se acerca cada vez más al bosque. Y en ese instante oye una especie de zumbido, como una pulsación eléctrica, procedente de los árboles raquíticos, aunque no sabe determinar de dónde proviene exactamente. Cuando para de correr le sorprende tener la sensación de seguir en movimiento. El martilleo de los pies sobre la tierra es ahora el de su pecho. Inspecciona los árboles y ve entonces una silueta grande que se mueve ágilmente y despide destellos. «No te preocupes —recuerda las palabras del guardia—. Son unos seres extraños. No son humanos.»
¿Se supone que eso debía reconfortarla?
—¿Quién es? —grita—. ¿Quién anda ahí?
La silueta vuelve a destellar como si su piel reflejase la luz.
Y a continuación se alza y camina sobre unas largas piernas musculosas que, por lo delicado de sus movimientos, semejan las patas de una araña. Lyda decide que pertenece a las Fuerzas Especiales por la ropa que llevan, un uniforme de camuflaje muy ceñido, en una amalgama de colores oscuros para pasar desapercibido entre el barro y la ceniza. Los brazos, pálidos y voluminosos, tienen armas fijadas, artefactos negros y relucientes a los que no sabe poner nombre. Tiene las manos demasiado largas para el cuerpo pero encajan a la perfección en las empuñaduras de las armas. Atisba asimismo el destello de hojas de arma blanca y le asusta aún más, como si también estuviese preparado para el combate cuerpo a cuerpo.
De mandíbula gruesa, la cara es delgada y masculina, aunque a Lyda le cuesta verlo como un hombre. Tiene dos finas hendiduras por ojos y una frente protuberante. Cuando el ser la mira fijamente y se le acerca, la chica no se mueve.
—¿Has venido a por mí? —le pregunta—. ¿Eres de las Fuerzas Especiales?
El ser la olisquea y asiente.
—¿Sabes quién soy?
Vuelve a asentir. Si no es humano, ¿qué es? ¿Cómo ha llegado a trabajar para la Cúpula? ¿Será un miserable al que la Cúpula ha reconstruido para su protección?
—¿Sabes dónde tienes que llevarme?
—Sí. —La voz es humana; de hecho, está cargada de melancolía y añoranza—. Sé quién eres.
Las últimas palabras le resultan aterradoras, aunque no sabe decir por qué.
—Ya, eres mi escolta —le dice esperando que estuviese refiriéndose a eso—. ¿O debería decir mi secuestrador?
—Claro —le responde el ser, que acto seguido se vuelve y se agacha—. Súbete, iremos más rápido así.
Lyda vacila.
—¿A caballito? —Le sorprende haber utilizado esa expresión. Hace tantos años…
El ser no responde, se queda a la espera.
La chica mira a un lado y a otro pero no ve más alternativas.
—Tengo la caja; se supone que tengo que entregarla.
Alarga el brazo y le coge la caja.
—Yo la guardo a buen recaudo.
Lyda se detiene una última vez, antes de montarse en su lomo, pasarle las manos por el grueso cuello y entrelazarlas para sujetarse bien.
—Lista.
Se ponen en camino, abriéndose paso como una bala por el bosque, en dirección contraria a la ciudad. Sus andares son rápidos y suaves, casi sin un ruido. Incluso cuando salta grandes tramos de matorral aterriza con suavidad. A veces se detiene bruscamente detrás de una arboleda. En una ocasión Lyda escucha el ladrido agudo de un perro vagabundo y a alguien que canta. ¡Que canta! El canto pervive fuera de la Cúpula, la idea no puede por menos que sorprenderla.
Cuando vuelven al galope, el aire frío le invade los pulmones y le cuesta respirar. El pañuelo le cubre la nariz y la boca pero también las orejas, lo que crea túneles de viento por sus oídos. ¿Así era cuando la gente montaba antes a caballo: todo viento, árboles y velocidad? Va subida en la espalda del soldado, rodeándole el cuello con los brazos y los costados con las piernas, como si fuese una niña pequeña. Aunque el ser es un soldado, no es del todo humano; y ella tampoco es una chiquilla: es una ofrenda.
Oye el zumbido eléctrico proveniente de distintas direcciones. Su montura se detiene, se lleva la mano a la boca y emite una especie de llamada que Lyda no puede oír; es posible que sean sonidos que están por debajo de sus registros. Pero sabe que es una llamada por la vibración de las costillas del ser, bajo sus rodillas. El medio humano se queda tieso como una vara.
—Esperaremos aquí —dice, y se arrodilla para dejarla bajar.
Lyda se apea tambaleándose ligeramente.
—¿Sabes a quién estamos buscando? —le pregunta.
El otro la mira por encima del hombro como si le hubiese dolido la pregunta, como una acusación.
—Por supuesto.
—Perdona.
Esperan un rato más.
—¿Cómo es que me conoces?
El ser la escruta a través de sus ojos estrechos y le dice:
—Yo era.
—¿Tú eras qué?
—Yo era —repite—. Y ahora no soy.
Lyda se da cuenta en ese instante de que no se trata de ningún viejo, de que probablemente tendrá unos cinco años más que ella. Su cara no se parece a nada que ella haya visto antes, con esas cejas pobladas y esa mandíbula recia, pero ¿aun así una vez fue alguien?
—¿Te conozco de la academia? ¿Tú fuiste allí?
Se queda mirándola fijamente como si intentara recordar algo olvidado hace mucho.
—Tú eras un chico de la academia y te metiste en las Fuerzas Especiales. ¿En esto es en lo que os convierten?
Lyda piensa en el reducido cuerpo de élite… No puede ser que les hayan hecho esto; sería de una crueldad inimaginable. Alza la mano, toca una de las armas y ve el punto del brazo por el que el metal se une a los pliegues de la piel.
Él no dice nada, no se mueve; solo cambia su mirada hacia la cara de la chica.
—¿Y tu familia? ¿Sabe que estás aquí?
—Era. Y ahora ya no soy —repite.
Luz
P
ressia está desorientada con todo el polvo que rodea el coche. Ante ellos se extiende un paisaje baldío: el este. Esos parajes fueron en otros tiempos una reserva natural, y eso es lo único que tienen. Y puede que ni siquiera sea una pista real, tal vez no signifique nada.
—Unas señales de humo no nos vendrían mal.
Bradwell la mira fijamente.
—Tienes razón —dice como si hubiese estado pensando lo mismo—, eso es lo que necesitaríamos, aunque la Cúpula las vería.
—Vuelve a recitarlo todo —le pide Pressia a Perdiz—, lo de la tarjeta de cumpleaños. Desde el principio, que Il Capitano no lo ha escuchado.
—¿Para qué? —replica Perdiz—. Aquí fuera no queda nada. Al este no hay nada más salvo un monte y, detrás, más nada muerta y baldía. ¿Qué estamos haciendo aquí aparte de arriesgar nuestras vidas?
—Recítalo otra vez —lo insta Bradwell.
Perdiz suspira pero le hace caso.
—«Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas. Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos. ¡Feliz noveno cumpleaños, Perdiz! Te quiere, mamá.» ¡Tachán!
—Camina siempre en la luz —repite Il Capitano.
—La luz —reverbera Helmud.
—No se me ocurre nada —reconoce Il Capitano.
—Nada —recalca Helmud.
Pressia se desabrocha el collar y siente un dolor punzante en la nuca. Lo contempla sobre la palma de la mano, con la piedra azul que tiene por ojo. Se lo pone ante uno de sus ojos y mira a través de la gema, que tiñe de azul las tierras asoladas.
—¿Cómo funcionaban las gafas 3D, esas que se ponía la gente en el cine mientras comían de los cubitos de papel?
—Había de varios tipos —responde Bradwell—. Unas tenían dos lentes de colores distintos, una roja y otra azul, y se usaban con películas que en realidad pasaban dos imágenes a la vez. Otras estaban polarizadas y a través de ellas se fusionaban imágenes horizontales y verticales.
—¿Podría alguien mandar un mensaje de luz que solo pudiesen ver quienes miren a través de una lente determinada? —pregunta Pressia pensando en voz alta.
—En la Cúpula había un chico que se llamaba Arvin Weed y que mandaba mensajes a la residencia de las chicas apuntando con un bolígrafo láser al césped comunal —les cuenta Perdiz tamborileando con los nudillos sobre la ventana, la mirada perdida, como intentando imaginarse el césped—. Decían que estaba intentando inventar un tipo de láser que solo pudiera ver su novia.
—Entonces…, si quieres que te encuentren pero no puedes usar señales de humo —reflexiona Pressia—, puedes utilizar una clase de luz que solo se vea con determinadas lentes.
—¿Qué sabes sobre fotones, Perdiz? —pregunta Bradwell—. ¿De infrarrojos y ultravioletas? ¿Te enseñaban muchas cosas de ciencias en la Cúpula?