Puro (39 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Su padre tiene que ser japonés —el rey bueno del cuento infantil—, pero entonces ¿quién es el joven apuesto que se ha imaginado como padre, el del pelo claro con los pies torcidos hacia dentro que jugaba al fútbol en canchas con rayas? ¿Era alguien a quien el abuelo quería? ¿Su verdadero hijo?

Todo eso, piensa para sus adentros, es lo que tiene que contarle a su madre si llega a verla —si de verdad está viva—: su vida hasta que ha vuelto a verla. Es un deseo que ya tenía, solo que ahora alberga esperanzas reales de llegar a ver a su madre algún día.

Aunque ¿puede en realidad tener fe en que su madre siga con vida? El abuelo es la única persona en el mundo en la que ha confiado de verdad en su vida, y aun así le ha estado mintiendo todos esos años. Si no puede fiarse de él, ¿en quién va a confiar?

Bradwell le unta el cuello con alcohol. ¿Alcohol de curar o licor? Está frío y se le pone la piel de gallina.

—Los chips fueron una idea pésima —comenta el chico—. Mis padres sabían demasiado de teorías conspirativas como para ponerme un chip. No querían que ninguna superpotencia supiese dónde estaba todo el mundo a todas horas. Eso es demasiado poder. El chip te convierte en un blanco fácil.

—Espera —susurra Pressia, que todavía no se siente preparada.

Bradwell se retira un poco y la chica se pone de rodillas.

—¿Qué te pasa? —le pregunta Bradwell.

—Perdiz —lo llama en voz baja.

—¿Sí?

No está muy segura de qué quiere preguntarle, tiene la cabeza llena de interrogantes.

—¿Qué quieres? Te contestaré a lo que quieras. A cualquier cosa que desees.

Parece como si la voz no saliese de su cuerpo, como si solo fuese un sueño, no una persona real, únicamente un recuerdo. Perdiz sí se acuerda de su madre. ¿Era ella demasiado pequeña para conservar recuerdos? «Los recuerdos son como el agua», rememora la voz del abuelo. Y ahora es más cierto que nunca. ¿O es que no la recuerda porque no estuvo mucho tiempo en su vida? ¿Fue su madre la esposa cisne que la entregó a la mujer que no podía tener hijos?

—¿Te acuerdas de mí? ¿Nos vimos cuando éramos pequeños?

En un primer momento Perdiz no contesta. Tal vez también él se sienta superado por los recuerdos, o quizás esté preguntándose si debería inventar alguna historia, como hacía el abuelo. ¿No quiere encajar en la infancia perdida de Pressia, igual que una familia de verdad? Ella lo haría por él.

—No —dice por fin—. No te recuerdo.

—Pero se apresura a añadir—: Aunque eso tampoco significa mucho, éramos muy pequeños.

—¿Recuerdas haber visto a tu madre embarazada?

Sacude la cabeza y se pasa una mano por el pelo antes de decir:

—No lo recuerdo.

Las preguntas se agolpan en la cabeza de Pressia. ¿A qué olía mi madre? ¿Cómo sonaba su voz? ¿Me parezco a ella? ¿Soy distinta? ¿Me querrá? ¿Alguna vez me quiso? ¿Me abandonó sin más?

—¿Cómo me llamo? —se pregunta en un susurro—. Pressia no. Era huérfana, es probable que ni mi abuelo lo supiese. Él se apellidaba Belze, no yo. Y Willux tampoco puede ser.

—No sé tu nombre —reconoce Perdiz.

—No tengo nombre.

—Te pusieron un nombre, y alguien tiene que saberlo. Lo averiguaremos.

—Sedge —dice Perdiz, a quien se le llenan los ojos de lágrimas—. Ojalá lo hubieses conocido; le habrías caído muy bien.

Sedge es el hermano muerto de Perdiz, y, por tanto, su medio hermano muerto. El mundo es un delirio, te da una de cal y otra de arena.

—Lo siento.

—No pasa nada.

Aunque es imposible que Pressia pueda echar de menos a Sedge, es así como lo siente. Tenía otro hermano, otro vínculo en el mundo…, y ya no está.

Pressia carraspea. No quiere echarse a llorar, tiene que ser fuerte.

—¿Por qué a ti no te pusieron chip, Perdiz? ¿A vosotros no os etiquetan?

—Bradwell tiene razón en lo del objetivo fácil. Mi padre siempre decía que no pensaba convertir nunca a un hijo suyo en un blanco.

—Colocaron un sencillo aparato de rastreo en la tarjeta de cumpleaños, y puede que hubiese más —le cuenta Bradwell—. Quemamos sus cosas.

—Pero pusisteis el dispositivo en uno de los roedores —dice Pressia.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo he imaginado. —La chica decide que quiere zanjar el tema ya, que no tiene sentido prolongarlo. Se tumba boca abajo y dice—: Lista.

Bradwell se agacha en el suelo… ¿para susurrarle algo? Pressia se vuelve y apoya la mejilla en la mano. Pero él no dice nada. Le echa sin más el pelo por detrás de la oreja. Es un gesto mínimo… y tan delicado como ese tacto de plumas que no pensaba que sus manazas pudiesen tener. No es más que un crío, un chiquillo que se ha criado él solo. Es duro, fuerte y rabioso…, aunque también tierno. Y ahora está nervioso, lo sabe por el aleteo de su espalda.

—Yo no quiero hacerlo, Pressia. Ojalá hubiese otro remedio.

—No pasa nada —le susurra—. Tú sácalo. —Una lágrima le resbala por el puente de la nariz—. Sácalo.

Bradwell vuelve a limpiarle la nuca, y en ese momento Pressia siente sobre su piel los dedos del chico, que tiemblan. No debe de tenerlas todas consigo porque le agarra el cuello y entonces se detiene.

—Perdiz, voy a necesitar tu ayuda.

El chico se acerca.

—Sujeta bien. Aquí —le ordena Bradwell.

Después de un momento de vacilación siente la mano de Perdiz cogiéndole la cabeza.

—Más fuerte, que no pueda moverla.

Las manos de Perdiz se tensan igual que un torno.

Pressia nota que Bradwell le apoya la rodilla contra la espalda. Y otra vez siente la mano del chico, que apoya el pulgar y el resto de dedos en su cuello, esta vez con firmeza. Y entonces, en el espacio que queda, hunde un cuchillo tan afilado como un escalpelo.

Pressia pega un chillido, una voz que no se conocía. El dolor semeja un animal en su interior. El escalpelo escarba más hondo. No puede gritar de nuevo porque se ha quedado sin aliento. Sin querer, intenta quitarse a Bradwell de encima. Y aunque el animal del dolor se ha apoderado de ella y la ha convertido en uno, sabe que ahora no puede mover la cabeza.

—Para —ruega Perdiz.

Pero Pressia no tiene claro si está hablándole a ella o a Bradwell. ¿Ha salido algo mal? Podría dejarla paralítica, los tres lo saben. Nota el hilo de sangre que le corre a ambos lados del cuello y empieza a jadear. El líquido rojo está salpicando el suelo y ha empezado a formar un charco oscuro. Se prepara para más dolor. Su cuerpo experimenta un calor desde lo más profundo. Se acuerda del de las Detonaciones, de las oleadas que no paraban de llegar. Recuerda qué suponía sentirse desvinculada por un momento de todo, una niña sola en el mundo. ¿Lo recuerda de verdad? ¿O recuerda intentar recordarlo? Ve a la japonesa —joven y hermosa—, a su madre que murió y que ahora vuelve a morir porque era otra persona. Ahora tan solo es una extraña con una cara calcinada hasta las cenizas. Se le derrite la piel, tirada entre cuerpos, maletas y carritos metálicos volcados. El aire está lleno de polvo y la ola de calor vuelve. Y luego hay una mano que le envuelve la suya y sus oídos se llenan con el latido de un corazón. Cierra los ojos, los abre y vuelve a entornarlos. Una vez tuvo unos prismáticos de juguete con un botón que cuando lo pulsabas cambiaba de escena. Abre los ojos y los cierra para abrirlos de nuevo esperando ver otra imagen.

Pero el suelo sucio sigue ahí, el dolor y el suelo sucio.

—Perdiz, ¿tu madre te cantaba nanas? —le pregunta.

—Sí. Sí que cantaba.

Y eso ya es algo, un punto de partida.

Pressia

Este

T
iene la nuca acolchada con una especie de gasa empapada de sangre y sujeta por una cinta de cuero atada al cuello a modo de gargantilla, para que no se le caiga el vendaje. Está sentada en uno de los colchones sobre el suelo con el cuello apoyado contra la pared para aplicar más presión.

El chip, ya enjuagado de sangre, es blanco. Está en medio del suelo; semeja un diente caído, algo que estuvo enraizado muy dentro de ella y ya no lo está. Y por alguna razón no tiene la sensación de haberse liberado de él sino de haber perdido otro vínculo con el mundo —con la persona que la estaba vigilando—, y siente que es algo que tiene que llorar, por mucho que esa vigilancia no fuese fruto del amor paterno ni nada parecido.

Bradwell no para quieto, está furioso y los pájaros de su espalda no dejan de sonar. Saca un cortacésped, vuelve a ponerlo en su sitio y luego coge una paleta y se queda mirando al suelo.

Perdiz está sentado al lado de Pressia en el colchón.

—¿Qué hace?

—Ha entrado en frenesí. Es mejor dejarlo.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta Perdiz a Pressia.

El puño de cabeza de muñeca… lo levanta y los ojos se abren como un resorte. Tiene hasta los párpados cubiertos de ceniza y las pestañas pegadas entre sí. La pequeña
o
de la boca está taponada. Se limpia la cabeza de plástico con la mano buena y siente la amputada por dentro. Eso le parece ahora su madre: una presencia entumecida que pasa bajo la superficie de las cosas.

—Mientras no me mueva… —Ni siquiera termina la frase. Está enfadada con Perdiz. ¿Por qué? ¿Está celosa porque él tiene recuerdos de su madre y ella no? Él entró en la Cúpula… ella no.

—Pues no era gran cosa —comenta Perdiz señalando el chip del suelo—. Tanto jaleo para esa ridiculez. —Tras una pausa le susurra—: Yo no lo sabía hasta que tú lo has sabido. Nunca se me ocurriría ocultar algo así. —Pressia no puede ni mirarlo—. Solo quería que lo supieses.

La chica asiente y, al hacerlo, le recorre un dolor agudo desde la nuca hasta la base del cráneo.

—¿Qué piensas ahora sobre ella? —le pregunta a Perdiz.

—No lo sé.

—¿Todavía la ves como a una santa? Engañó a tu padre y tuvo una hija fuera del matrimonio, una bastarda. —Nunca antes se había visto como tal, pero, por alguna extraña razón, le gusta; le confiere cierta dureza.

—Cuando salí no esperaba respuestas sencillas. Me alegro de que existas.

—Gracias —le dice Pressia con una sonrisa.

—Lo raro es que mi padre ha tenido que saberlo todo este tiempo. Lleva años observándote, así que seguro que lo sabía. ¿Cómo se lo tomaría en su momento?

—Supongo que no muy bien.

Pressia se guarda el chip en la mano buena, y entonces se le llenan los ojos de lágrimas. Piensa en la palabra «madre»: nanas; y en «padre»: abrigo caliente. Ella es un punto rojo de una pantalla que late como un corazón. Si la Cúpula sabía que existía, es posible que la haya tenido controlada toda la vida. Pero puede que sus padres también.

Bradwell le pregunta bruscamente a Perdiz:

—¿Tu madre iba a la iglesia?

—Nos hacían presentar la cartilla los domingos, como a todo el mundo —le dice Perdiz.

Pressia recuerda entonces lo de «presentar la cartilla». Bradwell habló del tema en aquella minilección suya, sobre la confusión entre Iglesia y Estado. Los feligreses tenían cartillas y su asistencia se registraba.

—Todos no —precisa Bradwell—. Los que se negaron a ir cuando pasó a ser controlada por el gobierno y luego fueron asesinados en su propia cama, no.

—¿Por qué lo has preguntado? —quiere saber Pressia.

Bradwell vuelve a sentarse.

—Porque en la tarjeta de cumpleaños ponía algo religioso. ¿Cómo era, Perdiz?

—«Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas. Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos.»

—La estrella del este, los reyes magos, eso es de la Biblia —dice Pressia, cuyo abuelo se sabía de memoria partes enteras del libro sagrado que solían recitarse en los funerales.

—Pero ¿era algo que acostumbraba a hacer tu madre?

—No lo sé. Creía en Dios pero decía que rechazaba el cristianismo sancionado por el gobierno precisamente porque ella era cristiana. El gobierno le robó su país y su dios. Una vez le dijo a mi padre: «Y a ti, también te robaron a ti». —Perdiz se echa hacia atrás como si acabase de recordar algo—. Qué raro que eso haya estado en mi cabeza todo este tiempo; casi puedo oírla diciéndolo.

A Pressia le gustaría tener palabras de su madre que rescatar de su memoria, una voz. Si su madre era la que cantaba la nana, así que algo conservaba, las letras de una canción, las palabras de otra persona.

—Entonces a lo mejor es textual —le dice Bradwell a Perdiz.

—¿Y si es textual? —pregunta este último.

—No nos vale.

—Si es textual significa lo que significa, pero eso no quiere decir que no valga.

—Para nosotros ahora mismo no. Tu madre quería que recordases algunas cosas: señales, mensajes codificados, el colgante… Por eso yo tenía la esperanza de que esas palabras nos condujesen hasta ella. Pero a lo mejor era su forma de despedirse, de darte un consejo para lo que te restase de vida.

Los tres se quedan callados por un momento. Pressia se da la vuelta y apoya la espalda contra la fría pared. Si aquello era el mensaje de su madre, ¿qué significaba? «Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas.» Se imagina su alma con alas y a ella siguiéndola en su vuelo. Pero ¿adónde podría llevarla? Aquí no hay adonde ir; están rodeados por los fundizales y las esteranías. Y tampoco hay ninguna luz inmaculada: todo existe bajo un velo grumoso de ceniza. Pressia se imagina el viento que retira ese velo como si estuviese delante de la cara de una mujer y la respiración de esta bajo él: la cara de su madre oculta a la vista. ¿Y si su madre está realmente viva en alguna parte? ¿Cómo guiar a alguien sabiendo que todas las referencias del mundo estaban a punto de ser aniquiladas?

—«Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos» —repite Perdiz en voz alta—. ¿Creéis que quería que nos dirigiésemos al este?

Bradwell saca un mapa del bolsillo interior de su chaqueta, el que utilizaron para encontrar la calle Lombard, y lo extiende en el suelo. La Cúpula, por supuesto, está al norte, rodeada de un terreno baldío que da paso a algo de bosque nuevo justo antes de llegar a la ciudad. Los fundizales aparecen como aglomeraciones de urbanizaciones cercadas que rodean la ciudad por el este, el sur y el oeste. Más allá de ese cinturón se extienden las esteranías.

—Estas montañas en el este eran antes un parque nacional —les explica Bradwell.

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