—No, ese nunca fue el plan.
Se hace el silencio en la habitación por un momento y únicamente se escucha el ruido de las uñas de los roedores contra el suelo.
—Hay mucho más de lo que tú te crees detrás de todo eso —insiste Bradwell.
—Ahora no tenemos tiempo para lecciones —replica Pressia—. Déjalo que hable, anda.
—¿Lecciones? —repite Bradwell.
—No tienes por qué ser tan… —Pressia no está segura de cuál es la palabra adecuada.
—¿Pedante? —dice el propio Bradwell.
La chica no sabe qué significa «pedante», pero no le gusta el tono de superioridad que ha usado.
—Tan así —termina Pressia su frase—. Que le dejes hablar.
—Vale, de momento tengo que mantener la calma y, más concretamente, no ser «tan así»… ¿Algo más? —le pregunta Bradwell a la chica—. ¿Qué pretendes, operarme la personalidad? ¿Qué tal cirugía a corazón abierto? Tengo algo de instrumental.
Pressia se recuesta en la silla y se echa a reír, con una risa que la sorprende. No está muy segura de qué es lo que le hace gracia, pero se la hace. Bradwell es tan grande y habla tan alto, y no sabe muy bien cómo pero le da la sensación de que, de algún modo, lo ha pillado en un renuncio.
—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunta Bradwell con los brazos extendidos.
—No sé. Supongo que es porque eres un superviviente…, eres casi una leyenda… Pero te picas con mucha facilidad…
—¡Yo no me pico! —replica Bradwell, que mira luego a Perdiz.
—Un poco sí que te picas —corrobora el puro.
Bradwell vuelve a su asiento en el baúl, suspira profundamente y cierra los ojos para al cabo volver a abrirlos.
—Ya está, ¿lo veis? Estoy bien. Ya no me pica nada.
—¿Qué más, Perdiz? Sigue —le anima Pressia.
El chico se frota la mugre de las manos. Todavía tiene la mochila sobre el regazo. Abre la cremallera y saca un librito encuadernado en cuero.
—Hace unas semanas descubrí las cosas de mi madre —continúa—. Y de pronto sentí como que existía un mundo totalmente distinto al que me habían enseñado. Sus cosas… todavía perviven. No sé, es difícil de explicar. Y ahora que estoy aquí recuerdo que lo feo es lo que hace que lo bonito sea bonito.
Pressia sabe a qué se refiere: una cosa no puede existir del todo sin la otra. Le cae bien Perdiz, le gusta la forma que tiene de abrirse a los demás sin necesidad, hace que confíe en él.
—¿Para qué has venido? —pregunta Bradwell, que quiere ir al grano.
—Después de encontrar sus cosas seguí indagando y mi padre… —Se detiene un instante y se le ensombrece la cara. Pressia no sabe interpretar bien esas emociones; tal vez quiera a su padre, o quizá lo odie. Cuesta decirlo. A lo mejor su padre es de esos a los que quieres aunque no se lo merezcan—. Fue uno de los cabecillas del éxodo a la Cúpula y sigue siendo una persona destacada. Es científico e ingeniero —habla sin altibajos, con calma.
Bradwell se acerca a Perdiz.
—¿Cómo se llama tu padre?
—Ellery Willux.
Bradwell se echa a reír y sacude la cabeza.
—Los Willux.
—¿Conoces a su familia? —le pregunta Pressia.
—Puede que haya visto su apellido —responde sarcástico.
—¿Qué significa eso? —quiere saber Perdiz.
—Los Mejores y Más Brillantes. Pero, bueno, ¿qué tenemos aquí? Tú eres de buena raza.
—¿Cómo conoces a mi familia?
—Sobrevienen las Detonaciones y a ti te parece que es una mera coincidencia que la Cúpula exista y que algunos consigan entrar y otros no. ¿Crees que no hubo ningún plan detrás de todo eso…?
—Venga —intenta mediar la chica. Hay que guardar la calma; Pressia no puede arriesgarse a que Bradwell se exalte, así que decide preguntarle a Perdiz—: ¿Cómo saliste?
—Resulta que enmarcaron algunos de los planos del diseño original y se lo regalaron a mi padre por sus veinte años de servicio. Los estudié, el sistema de filtrado del aire, la ventilación… Se oye cuando está encendido, es como un murmullo leve y profundo que se escucha por debajo de todo. Empecé a apuntarlo en un diario. —Levanta el cuaderno de cuero que tiene en la mano—. Fui anotando cuándo se encendía y cuándo se apagaba. Y luego averigüé cómo colarme en el sistema principal y que un día en concreto, a una hora determinada, podría pasar por los ventiladores del sistema de circulación cuando estaban en reposo, durante unos tres minutos y cuarenta y dos segundos. Luego, después de eso, me encontraría con una barrera de fibra transpirable que podría cortar para pasar. Y eso fue lo que hice. —Esboza una leve sonrisa—. Al final casi me succiona el viento, pero por suerte no acabé hecho picadillo.
Bradwell lo mira de hito en hito.
—Y sales, así sin más. ¿Y en la Cúpula se quedan tan tranquilos? ¿No te está buscando nadie?
El puro se encoge de hombros.
—Ya deben de tener sus cámaras buscándome. Aunque no funcionan muy allá. Nunca han ido muy bien, por la ceniza. Pero a saber si vendrán a por mí… En teoría nadie puede abandonar la Cúpula… bajo ningún pretexto. Las misiones de reconocimiento están prohibidas.
—Pero tu padre… —interviene Pressia—, si tu padre es una persona destacada… ¿No mandarán un equipo a buscarte?
—Mi padre y yo no nos llevamos muy bien. Y en cualquier caso, nunca antes se ha hecho. Nunca ha salido nadie, a nadie se le ha ocurrido… como a mí.
Bradwell sacude la cabeza.
—¿Qué has dicho que tienes en ese sobre?
—Son objetos personales, cosas típicas de una madre: alguna joya, una caja de música, una tarjeta.
—No me importaría echarle un vistazo. Puede que haya algo interesante.
Perdiz vacila, y Pressia se da cuenta de que no se fía de Bradwell. El puro coge el sobre que contiene las pertenencias de su madre y lo vuelve a meter en la mochila.
—No es nada.
—De modo que por eso has venido, ¿para encontrar a tu madre, la santa? —lo interroga Bradwell.
Perdiz ignora el tono del otro chico.
—En cuanto vi sus cosas empecé a dudar de todo lo que me habían contado. Y, como también me habían dicho que estaba muerta, también dudé de eso.
—¿Y qué pasaría si estuviese muerta? —le pregunta Bradwell.
—Ya estoy hecho a la idea —dice Perdiz con estoicismo.
—Nosotros también. La mayoría de la gente ha perdido a un montón de seres queridos.
Bradwell no conoce la historia de Pressia, pero sabe que ha perdido a alguien. Es algo común a todos los supervivientes. Perdiz tampoco sabe nada de ella ni qué ha perdido, pero la chica no tiene ganas de contarlo.
—Perdiz tiene que encontrar la calle Lombard. Vivían allí, así que por lo menos puede empezar por ahí —dice la chica—. Necesita el plano antiguo de la ciudad.
—¿Por qué tendría que ayudarlo?
—Tal vez él pueda ayudarnos a cambio.
—No necesitamos su ayuda.
Perdiz se queda callado, mientras que Bradwell, por su parte, se echa hacia atrás y los contempla a ambos. Pressia se acerca a él y le confiesa:
—A lo mejor tú no, pero yo sí.
—¿Para qué lo necesitas?
—Como moneda de cambio con la ORS. Igual pueden tacharme de la lista. Y mi abuelo está enfermo, y es todo lo que tengo. Sin ayuda seguro que… —De pronto se siente mareada, como si al contar sus miedos en voz alta (que su abuelo puede morir, que la ORS la reclutará y la desahuciará por su mano mala) ya no hubiese vuelta atrás y se hicieran realidad. Tiene la boca seca. Apenas es capaz de decirlo, pero luego las palabras salen en tropel—: No lo conseguiremos.
Bradwell le da una patada al baúl y los pájaros, alterados pero sin poder ir a ninguna parte, baten alocadamente las alas bajo la camisa. El chico mira a Pressia. Está cediendo, ella lo ve; puede que hasta llegue a ceder por ella.
Pero no quiere su compasión; odia la piedad, por eso se apresura a decir:
—Solo necesitamos un plano. Podemos arreglárnoslas solos.
Bradwell sacude la cabeza.
—No nos pasará nada —afirma Pressia.
—A lo mejor a ti no, pero él no lo conseguiría. No está adaptado a este entorno; sería una pena desperdiciar a un puro, tan bueno y perfecto, dejándolo por ahí suelto para que un amasoide le aplaste la crisma.
—Gracias por el voto de confianza —dice Perdiz.
—¿Cómo era la calle? —pregunta Bradwell.
—Lombard. El número ciento cincuenta y cuatro.
—Si la calle aún existe, te llevaré hasta allí. Y después quizá lo mejor es que vuelvas a casa, a tu Cúpula con tu papaíto.
Perdiz se siente ofendido y se echa hacia delante para empezar a decir:
—No necesito que…
Pero Pressia lo interrumpe:
—Nos llevaremos el plano y, si nos puedes acercar a la calle Lombard, estupendo.
Bradwell mira al otro chico, dándole la oportunidad de acabar la frase. Perdiz, sin embargo, debe saber que Pressia tiene razón: han de aceptar cualquier ayuda que puedan prestarles.
—Eso. Llegar a Lombard sería estupendo. No te pediremos nada más.
—De acuerdo —concede Bradwell—. Pero no es fácil, la verdad. Si la calle no tenía edificios importantes, lo normal es que no podamos localizarla. Y si estaba cerca del centro de la ciudad, seguramente formará parte de los escombrales. No os puedo garantizar nada.
Se agacha y abre el baúl, de donde, tras rebuscar unos instantes con cuidado, saca un viejo plano de la ciudad. Está destrozado, los pliegues están tan gastados que parece una gasa.
—Calle Lombard. —Despliega el plano sobre el suelo y Perdiz y Pressia se arrodillan a su lado. El chico pasa el dedo por las cuadrículas de un lado y luego señala con el dedo el cuadrado 2E.
—¿La has visto? —le pregunta Pressia, que de repente tiene la esperanza de que la casa siga en pie, y desea, más allá de toda lógica, que la calle esté como antiguamente: grandes casas todas en fila con escalones de piedra blanca y hermosas verjas de entrada, ventanas con cortinas que dan a habitaciones coquetas, bicis atadas en la entrada, gente paseando a sus perros, tirando de carritos… No entiende por qué se permite hacerse esas ilusiones; a lo mejor tiene algo que ver con el puro, como si su optimismo fuese contagioso.
El dedo de Bradwell se detiene en una intersección.
—¿Siempre tienes tanta potra? —le pregunta a Perdiz.
—¿Cómo? ¿Dónde está?
—Sé perfectamente dónde está Lombard.
Se levanta, sale de la cámara y pasa a la estancia más amplia. Se arrodilla junto a la pared derruida y retira unos cuantos ladrillos dejando a la vista un agujero lleno de armas: ganchos, cuchillos, machetas. Saca unos cuantos, los lleva a la cámara frigorífica y les da a cada uno un arma. A Pressia le gusta sentirla en la mano, aunque no quiere ni pensar en cómo la utilizarían en la carnicería… o el uso que le da el propio Bradwell.
—Por si acaso —les dice. Acto seguido se mete un cuchillo y un gancho en unas presillas que tiene cosidas en el interior de la chaqueta y coge una pistola—. Me encontré un montón de pistolas eléctricas como esta. Al principio creí que eran una especie de bombas para la bici. En vez de balas, tienen un cartucho que provoca una descarga alucinante cuando la pones contra la cabeza de una vaca o de un cerdo. Están bien para el combate cuerpo a cuerpo, o para cuando te ataca un amasoide.
—¿Puedo verlas? —le pregunta Perdiz.
Bradwell se la tiende y el otro chico la coge con cuidado, como si fuese un animalillo.
—La primera vez que la utilicé fue contra un amasoide. Me saqué la pistola del cinturón y, entre la maraña cerrada de cuerpos, encontré la base de un cráneo. Cuando apreté el gatillo, la cabeza se le quedó como colgando. El amasoide debió de sentir el repentino impacto de la muerte a través de sus células compartidas porque reculó y describió un pequeño círculo, como si estuviese intentando quitarse de encima al que estaba muerto. Lo dejé allí, con la cabeza bailándole adelante y atrás, y salí por piernas.
—No sé si seré capaz de hacerlo —dice Pressia con la vista clavada en el cuchillo que tiene entre las manos.
—Si es cuestión de vida o muerte —le dice Perdiz—, seguro que puedes.
—A lo mejor no sé procesar una vaca pero conozco estas armas igual o mejor que cualquier carnicero… Es un medio de subsistencia —añade Bradwell.
Pressia se mete el cuchillo en el cinturón; preferiría utilizarlo para cortar alambre y hacer sus juguetes de cuerda antes que para matar a alguien.
—¿Adónde hay que ir exactamente?
—A la iglesia —le explica Bradwell—. Todavía queda una parte en pie, una cripta. —Calla y se queda con la mirada fija en una de las paredes de la cámara, como si estuviese mirando al través—. A veces voy allí.
—¿A rezar? —se extraña Pressia—. ¿Es que crees en Dios?
—No, es que es un sitio seguro, con paredes gruesas y una estructura sólida.
Pressia no sabe qué pensar sobre Dios. Lo único que tiene claro es que las gentes del lugar hace tiempo que abandonaron toda noción de religión o fe, aunque todavía hay quien rinde culto a su modo, y algunos incluso confunden la Cúpula con una versión del Cielo.
—He oído hablar de gente que se reúne y enciende velas y escribe cosas. ¿Es ahí donde se reúnen?
—Creo que sí —dice Bradwell mientras pliega el plano—. Hay restos… cera, pequeñas ofrendas…
—Nunca he creído que, por mucha esperanza que tenga uno, se pueda conseguir algo rezando —comenta Pressia.
Bradwell coge un chaquetón de un raíl metálico que tiene encima de la cabeza y le dice:
—Es probable que recen por eso, para tener esperanza.
Escopetas
L
a tela del toldo está hecha jirones; lo único que queda son las varas de aluminio atornilladas al viejo asilo. Il Capitano mira al cielo gris a través del esqueleto de metal carbonizado que es el toldo. «Pressia Belze», el nombrecito se ha vuelto popular. ¿Por qué estará Ingership tan obsesionado de repente con una superviviente llamada Pressia Belze? A Il Capitano no le gusta el nombre, cómo sale por la boca, igual que un zumbido. Ha dejado de buscarla; no es su trabajo andar rastreando por las calles, de modo que hace una hora se ha vuelto para casa y ha mandado a sus hombres en busca de la chica. Ahora se pregunta si pagará cara esa decisión. ¿Podrán esos idiotas encontrar a la chica sin él? Lo duda mucho.
—¿La tenéis? Cambio —chilla por el
walkie-talkie
, que se queda mudo—. ¿Me copiáis? Cambio. —Sin respuesta—. Ya está otra vez estropeado —se queja Il Capitano.