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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Puro (15 page)

A Pressia le da la sensación de que tiene algo ligero, etéreo, como con alas, en el pecho, atrapado entre las costillas, igual que
Freedle
en su jaula, igual que la mariposa manufacturada que lleva en la bolsa.

—Estoy intentando llegar a la calle Lombard —le dice, casi sin aliento. Pressia se pregunta si su voz tiene también una naturaleza distinta. Quizá más clara, más suave. ¿Así es la voz de alguien que no lleva años respirando ceniza?—. El ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard, para ser exactos. Una larga hilera de casas con verjas de herrería.

—No es bueno que te dejes ver tanto —le aconseja Pressia—. Es peligroso.

—Ya me he dado cuenta. —El chico da un paso hacia ella y al punto se detiene. Tiene un lado de la cara ligeramente cubierto de ceniza—. No sé si debería fiarme de ti.

Acaba de ser vapuleado por un amasoide, es normal que recele un poco. Pressia adelanta el pie que tiene descalzo.

—He tirado mi zapato para distraer al amasoide que ha estado a punto de matarte. Ya te he salvado la vida una vez.

El puro mira calle abajo, hacia donde lo empujaron. Se reúne con Pressia en el callejón y le dice:

—Gracias.

Al decirlo sonríe y sus dientes son rectos y muy blancos, como si se hubiese estado alimentando de leche fresca toda la vida. Desde tan cerca, la perfección de su cara es aún más sorprendente. Pressia no sabría decir qué edad tiene. Parece mayor que ella pero, a la vez, también le echaría menos años. No quiere que se dé cuenta de que lo está mirando fijamente, de modo que clava la vista en el suelo.

—Iban a despedazarme. Espero merecer la pena por tu zapato perdido.

—Pues yo espero que no se haya perdido —replica Pressia apartándose un poco de él para que no le vea la parte de la cara que tiene quemada.

El chico tira de la correa de la mochila y le dice:

—Yo te ayudo a encontrar el zapato si tú me ayudas a encontrar la calle Lombard.

—Aquí no es muy fácil encontrar calles, no nos guiamos por nombres.

—¿Adónde has tirado el zapato? ¿En qué dirección? —pregunta el chico al tiempo que vuelve hacia la calle.

—No —le dice, a pesar de que necesita el zapato, el regalo de su abuelo, tal vez el último. Oye el motor de un camión hacia el este y luego otro en dirección contraria. Y hay uno más no muy lejos, ¿o es el eco? Debería esconderse, podría verlo cualquiera, y no es seguro—. Déjalo.

Pero el chico ya está en medio de la calle.

—¿Por dónde? —le pregunta, y extiende los brazos, apuntando en direcciones opuestas, como si quisiera que lo usasen de blanco humano.

—Cerca del bidón de gasolina —le indica, aunque solo para que se dé prisa.

El puro se gira en redondo, ve el bidón y corre hacia él. Describe medio círculo alrededor y después mete medio cuerpo dentro. Al reaparecer tiene el zapato en la mano y lo alza por encima de la cabeza como si fuese un trofeo.

—Para —susurra ella deseando que regrese al callejón en penumbra.

El chico corre hacia ella y se arrodilla.

—Ten. Dame el pie.

—No, está bien. Ya puedo yo.

Se ha sonrojado; está avergonzada y enfadada a partes iguales. Pero ¿quién se ha creído que es? Es un puro al que han mantenido a salvo, al que le han puesto todo fácil en la vida. Ella puede ponerse el zapato sola, no es una cría. Se agacha, le quita el zapato de la mano y se lo pone.

—A ver qué te parece. Yo te he ayudado a encontrar el zapato, así que ahora me tienes que ayudar a dar con la calle Lombard, o lo que antes era la calle Lombard.

Ahora Pressia tiene miedo. Empieza a darse cuenta de que es un puro y de que estar con él es muy peligroso. La noticia de su presencia correrá como la pólvora y no habrá forma de detenerla. Cuando la gente se entere de que es verdad que hay un puro suelto se convertirá en un blanco seguro, extienda los brazos o no. Habrá quien quiera utilizarlo como una ofrenda airada. Representa a toda la gente de la Cúpula, a los ricos y afortunados que los abandonaron allí para que sufrieran y muriesen. Otros tratarán de atraparlo y utilizarlo como moneda de cambio. Y la ORS lo querrá por sus secretos y para usarlo como cebo.

Y ella también tiene sus propias razones, ¿no es así? «Si hay una forma de salir, tiene que haber también una forma de entrar.» Eso es lo que dijo la señora, y tal vez sea cierto. Pressia sabe que puede ser valioso. ¿No podría canjearlo por algo con la ORS? ¿Podría librarse de tener que presentarse en el cuartel general? ¿Podría negociar, ya de paso, asistencia médica para su abuelo?

Se tira de la manga del jersey. La Cúpula mandará a gente a buscarlo, ¿no? ¿Y si quieren que vuelva?

—¿Tienes un chip? —le pregunta.

El chico se rasca la nuca y responde:

—No. No me lo pusieron de pequeño. Estoy intacto como el día en que nací. Puedes mirar si quieres. —Los implantes de chips siempre dejan una pequeña roncha a modo de cicatriz.

Pressia niega con la cabeza.

—¿Y tú tienes?

—Ya no va, es un chip muerto —explica ella. Siempre lleva el pelo suelto y largo para que le cubra la pequeña marca—. De todas formas, aquí ya no funcionan. Pero antes todos los buenos padres los ponían.

—¿Estás diciendo que mis padres no eran buenos padres? —pregunta el puro medio en broma.

—Yo no sé nada de tus padres.

—Bueno, pues no, no tengo chip, que era lo que querías saber. Y ahora, ¿vas a ayudarme o no?

Se le ve un poco enfadado, Pressia no sabe muy bien por qué, aunque le alegra comprobar que puede irritarlo: así inclina un poco más de su lado la balanza del poder. Asiente y le dice:

—Pero nos va a hacer falta un plano antiguo. Yo conozco a alguien que tiene uno. Iba camino de su casa, puedes venir conmigo. A lo mejor nos ayuda.

—Está bien. ¿Por dónde es? —El chico se vuelve y echa a andar hacia la calle, pero Pressia lo agarra de la chaqueta.

—Espera —le dice—. No pienso salir por ahí contigo así.

—Así, ¿cómo?

Pressia lo mira de hito en hito, sin dar crédito.

—Sin cubrir.

El chico se mete las manos a los bolsillos y dice.

—¿O sea, que se nota?

—Pues claro que se nota.

Se queda callado un momento, ambos parados en medio de la calle.

—¿Qué ha sido eso que me ha atacado?

—Un amasoide, uno bien grande. Todos aquí fuera tenemos alguna deformación o fusión. No somos igual que antes.

—¿Y tú?

Pressia aparta la vista y cambia de tema.

—La gente suele tener la piel mezclada con cosas. El cristal es cortante, dependiendo de donde esté alojado; el plástico puede endurecerse y resulta difícil moverlo; el metal se oxida.

—Como el hombre de hojalata —dice el puro.

—¿Quién?

—Es un personaje de un libro y de una peli antigua.

—Aquí no tenemos eso. No sobrevivieron muchas cosas.

—Entiendo. ¿Y qué es lo que cantan?

Pressia se ha abstraído del sonido, pero el chico tiene razón. El viento arrastra todavía las voces de los cánticos de la muertería. Se encoge de hombros y dice:

—Será gente cantando en una boda.

No está muy segura de por qué le ha dicho eso. ¿Acaso la gente cantaba en las bodas…, como en la de sus padres en una iglesia y con el convite bajo toldos blancos? ¿Todavía se canta en la Cúpula?

—Debes tener también cuidado con los camiones de la ORS.

El puro sonríe.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada, que es real. En la Cúpula sabemos que la ORS existe. Que empezó como Operación Rescate y Salvamento, una milicia civil, y luego se convirtió en una especie de régimen fascista. Operación… ¿cómo es ahora?

—Revolución Sagrada —responde Pressia secamente. No puede evitar tener la sensación de que está riéndose de ella.

—¡Exacto, eso es!

—¿Te parece pintoresco o algo así? Pues son capaces de matarte. De torturarte, meterte una pistola en la boca y pegarte un tiro. ¿Lo entiendes?

Parece intentar asimilarlo antes de contestar:

—Supongo que me odias, y no te culpo. Desde un punto de vista histórico…

Pressia sacude la cabeza y lo interrumpe:

—Por favor, no me des una disculpa colectiva. No necesito que te sientas culpable. Tú entraste, yo no. Punto.

La chica se mete la mano en el bolsillo y palpa el borde duro de la campanilla. Se plantea añadir algo más amable para que no se sienta tan culpable, algo en plan «cuando pasó éramos niños. ¿Qué podíamos hacer? Nadie pudo hacer nada». Pero decide que no, que la culpabilidad de él también le da ventaja. Y lo cierto es que algo de sentido tiene esa culpa. ¿Cómo entró en la Cúpula? ¿Qué privilegio fue el que se lo permitió? Sabía bastantes cosas sobre las teorías conspirativas como para comprender que se tomaron decisiones muy feas. ¿Por qué no culpar un poco al puro?

—Tienes que ponerte la capucha y la bufanda por la cara.

—Intentaré integrarme. —Se enrolla la bufanda al cuello, se cubre la cara y se pone la capucha—. ¿Mejor ahora?

En realidad no basta; hay algo en sus ojos grises que lo hace distinto, algo con lo que es probable que no se pueda hacer nada. ¿No sabría cualquiera, de un solo vistazo, que es un puro? Pressia está convencida de que ella se daría cuenta. El chico es optimista de un modo en que nadie lo es ya aquí, aunque también destila una tristeza profunda.

—No es solo tu cara —le dice.

—¿Qué es?

Pressia sacude la cabeza y deja que el pelo le caiga y le cubra las cicatrices del lado.

—Nada. —Y luego, sin pensarlo, le pregunta sin más—: ¿Por qué estás aquí?

—Por mi hogar. Estoy intentando encontrar mi hogar.

Por alguna razón aquello la enfurece. Se sube el cuello del jersey hasta la barbilla y le pregunta:

—¿Tu hogar? ¿Aquí fuera de la Cúpula, en la calle Lombard?

—Exacto.

Pero él lo abandonó, dejó su hogar vacío. No merece volver. Pressia decide que es mejor dejar de hablar de hogares.

—Tenemos que atajar por los escombrales. No hay otra alternativa —le explica al puro, al que ahora intenta no mirar. Se pone bien el calcetín y se tira de la manga del jersey—. Podemos encontrarnos con alimañas y terrones que querrán matarnos, pero al menos así no iremos por las calles, donde podríamos encontrarnos con todos los que estarán buscándote. Además, es más rápido.

—¿Estarán buscándome?

—La gente ya sabe que estás aquí, se ha corrido la voz por todas partes. Y basta con que un solo miembro del amasoide no estuviese demasiado contaminado y te viese la cara para que se haya corrido aún más. Tendremos que movernos rápida y sigilosamente para no llamar demasiado la atención, y después…

—¿Cómo te llamas? —le pregunta el puro.

—¿Que cómo me llamo?

El chico extiende la mano recta delante de él, apuntándole con ella como con un arma, con el pulgar hacia arriba.

—¿Qué haces con eso?

—¿Cómo? —Vuelve a acercarle la mano—. Me estoy presentando. A mí me llaman Perdiz.

—Yo soy Pressia —le dice, y a continuación le da una palmada en la mano—. Deja de señalarme ya.

El puro parece confundido, pero acaba metiéndose la mano en uno de los bolsillos de la sudadera.

—Si tienes algo de valor en la mochila, será mejor que la lleves escondida bajo la sudadera. —Pressia echa a andar a paso rápido hacia los escombrales y el puro la sigue de cerca. No para de darle instrucciones—: No te acerques al humo. Pisa despacio, hay quien dice que los terrones pueden sentir las vibraciones. Si te agarran, no grites, no digas nada. Yo estaré mirando hacia atrás todo el rato.

Andar por los escombrales es todo un arte, hay que ser ágil, rápido a la hora de cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro, pero sin sobrecargar ninguno. Pressia ha llegado a dominar esas técnicas tras años de rebuscar y sabe dejar las rodillas sueltas y los pies flexibles sin perder el equilibrio.

Va abriéndose paso por las rocas, aguzando el oído para comprobar que el chico la sigue de cerca. Está siempre atenta por si aparecen ojos entre las piedras. No puede concentrarse demasiado en eso porque también tiene que ir rodeando las fogatas y mirando hacia atrás para ver a Perdiz. Y escucha los motores de los camiones de la ORS. No quiere llegar al otro lado para verse luego sorprendida por unos faros.

Se da cuenta de que este es el valor que ella tiene para él; esto es lo que vale. Es su guía, y no quiere contarle mucho porque desea que confíe en ella, que la necesite y que, tal vez, con el tiempo, se sienta en deuda. Quiere que él tenga la sensación de que le debe algo.

Va haciendo todo esto —avanzar, buscar terrones, rodear los fuegos y mirar hacia atrás, al puro con la capucha agitada por el viento en torno a su cara ensombrecida—, y al mismo tiempo no deja de pensar en Bradwell. ¿Qué le parecerá que le lleve a un puro a su casa? ¿Lo impresionará? Lo duda, no da la sensación de ser alguien que se impresione con facilidad. Pero aun así sabe que ha dedicado su vida a desentrañar el pasado, y tiene la esperanza de que tenga los planos antiguos que necesitan y que sepa aplicarlos a lo que queda de ciudad. ¿De qué sirven los nombres de las calles en una ciudad que lo ha perdido todo, incluida la mayoría de sus vías?

Esto es lo que va pensando cuando oye el grito a su espalda. Se gira en redondo y ve al puro ya en el suelo, con una pierna enterrada en los escombros.

—¡Pressia! —grita.

El sonido gutural de las bestias se eleva a su alrededor.

—¿Para qué gritas? —le chilla ella, dándose cuenta de que también ha levantado la voz, aunque no puede parar—. ¡Te dije que no gritases!

Mira hacia atrás y ve las cabezas que han surgido ya de los agujeros con humo. Las alimañas saben que han cogido a uno y todas querrán participar del banquete; además hay otras especies: seres tan fusionados, quemados o marcados que es imposible identificarlos. Han perdido lo que los hacía humanos y, al aislarse de todo, se han vuelto despiadados.

Pressia coge piedras y empieza a tirárselas a las cabezas de alimaña que ve, una tras otra. Se encogen pero vuelven a aparecer.

—Es más fuerte que tú. No intentes resistirte. Tendrás que dejar que te lleve abajo y pelear allí con él. Coge una piedra en cada mano y pégale. Yo te cubro.

Espera que el puro sepa luchar, aunque duda mucho de que enseñen ese tipo de cosas en la Cúpula. ¿Contra qué iban a tener que protegerse? Si él no sabe pelear, ella no podrá bajar detrás de él. No quedaría nadie fuera para espantar a las alimañas y formarían todas un gran corro hambriento a la entrada del hoyo para matarlos a los dos en cuanto volviesen arriba, en el caso de que lo lograsen.

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