Puro (17 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

—Soy Pressia.

La puerta se abre un poco más. Bradwell es más alto y ancho de lo que recordaba. En teoría un superviviente tendría que ser nervudo y ágil, un cuerpo que se esconde con facilidad, flaco, de sobrevivir con poca cosa. Pero él ha tenido que volverse musculoso para sobrevivir. Más allá de la cicatriz doble que le cruza la mejilla y de las quemaduras, lo que llama la atención de Pressia son sus ojos, tanto que hasta se le entrecorta la respiración. Los tiene negros, con una mirada dura que, sin embargo, cuando se fija en ella parece suavizarse, como si Bradwell pudiese ser más tierno de lo que aparenta.

—¿Pressia? Creía que no querías volver a verme.

La chica aparta la mejilla quemada y siente que se sonroja. ¿De qué tiene vergüenza?, ¿por qué? Escucha un aleteo detrás de Bradwell: las alas de los pájaros que viven en su espalda.

—¿A qué has venido?

—Quería darte las gracias por el regalo.

—¿A estas horas?

—No. No he venido por eso, pero he pensado que ya que estabas aquí te lo podía decir. Que estaba yo aquí, quiero decir. —Está balbuceando; quiere parar—. Y he traído a alguien. Es urgente.

—¿A quién?

—A alguien que necesita ayuda. —Y en el acto añade—: No soy yo, yo no necesito ayuda, es otra persona.

Si no se hubiese encontrado con el puro ahora mismo estaría en la puerta de su casa pidiéndole a Bradwell que la salvara. Se da cuenta del alivio que supone no tener que acudir a él sola, para que la ayude a ella. Se produce un silencio. ¿Se echará atrás Bradwell? ¿Estará decidiendo qué hacer?

—¿Qué clase de ayuda?

—Es importante; si no, no habría venido.

Perdiz surge de entre las sombras.

—Ha venido por mí.

Bradwell mira de reojo a Perdiz y luego a Pressia.

—Entrad, corred.

—¿Qué es este sitio? —pregunta Perdiz.

—«E
LLIOT
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ARNES SELECTAS
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STABLECIMIENTO FUNDADO EN
1933.» Encontré la plaquita de bronce tras las Detonaciones. Eso fue cuando alguna gente todavía alineaba a los muertos y los cubría con sábanas o los enrollaba en alfombras, como si alguna agencia gubernamental fuese a venir de repente con un plan de recuperación bajo el brazo. La primera planta (las vitrinas, la caja, la zona de cortar, el almacén, la oficina…) había desaparecido por completo, pero una noche retiré los escombros de la puerta trasera con la esperanza de que diese a un sótano. Y así fue. La carne se había echado a perder, pero las carnicerías están llenas de armas.

Cuando se le hace la vista a la oscuridad, Pressia ve que está junto a una extraña jaula con correas y cadenas, y una rampa que da al sótano. A su lado, Perdiz levanta la mano y toca una cadena.

—¿Y esto qué es? —pregunta.

—El corral de aturdimiento —explica Bradwell—. Metían a los animales por la puerta trasera, luego los aturdían y les ataban las patas con correas conectadas a una cinta que iba sobre raíles. Después colgaban los cuerpos boca abajo y los bajaban para procesarlos. —Bradwell se deja caer por la rampa con sus pesadas botas por delante—. Dad gracias de no ser una ternerilla de los viejos tiempos.

Pressia se sienta en el suelo del corral, se arrima al borde y se desliza hasta el sótano. Perdiz la imita y después ambos siguen a Bradwell por una parte del sótano que no está excavada, hacia el haz de luz de la cámara frigorífica que hay al fondo de la estancia.

—Aquí desangraban a los animales. Utilizaban cubas calientes y unidades de procesamiento. Los trasportaban por los raíles con un sistema de cabestrantes y por último les sacaban las entrañas y los despedazaban.

—¿Alguna vez dejas de dar clases? —le pregunta Pressia en voz baja.

—¿Qué?

—Nada.

En el techo se siguen viendo los raíles desnudos que llevan hasta la cámara, un cuartillo de tres por cinco metros, con paredes y techos metálicos.

—He quitado la mayor parte de los ganchos gigantes que colgaban de aquí.

Pero todavía queda alguno; en dos de ellos hay unos extraños seres colgados, algún tipo de híbrido, ambos despellejados. Bradwell también les ha quitado todo resto de fusión metálica o de cristal: a uno le falta un brazo y el otro tiene la cola amputada. Así, en carne viva, es difícil saber qué fueron en otro tiempo. En una esquina hay una jaula de alambre hecha a mano con dos animalejos con pinta de roedores.

—¿Dónde los has conseguido? —le pregunta Pressia.

—Del difunto sistema de alcantarillado; algunas de las tuberías más pequeñas quedaron intactas bajo los escombros. Los bichillos las utilizan. Algunos conductos se acaban y hay otros que están rotos del todo, y si te quedas esperando al final de las tuberías acabas atrapando algo.

—No tienen mucho sitio para moverse en estas jaulas —opina Pressia pensando en su
Freedle
.

—No quiero que se muevan, lo que quiero es que engorden.

Los bichos arañan con las uñas el suelo de cemento.

Las paredes están cubiertas de estantes interrumpidos por hileras verticales de ganchos. Si a alguien le diese por colgar allí un sombrero, lo atravesaría de medio a medio. Perdiz se ha quedado mirándolos.

—No te vayas a emocionar ni a ponerte a hacer aspavientos o te colgamos en uno de esos ganchos.

La cámara no tiene muy buena ventilación, salvo por dos extractores fabricados a mano que hay por encima de una hornilla.

—La tienda está en la débil red de energía que utiliza la ORS para abastecer de luz la ciudad —les explica. Hay una sola bombilla colgando del techo en medio del cuarto.

Unas mantas de lana cubren dos viejos sillones que debió de encontrar tirados por la calle. Uno se ha fundido en sí mismo, al otro le falta un brazo y el respaldo, mientras que a ambos se les sale la gomaespuma; aunque se ve que ha intentado meterla para dentro, el relleno se escapa. Seguramente junta los dos sillones para dormir. Tiene una pequeña reserva de carne en lata del mercado y algunos frutos silvestres de los que crecen entre las zarzas en el bosque.

Pressia se pregunta si lo ha pillado con la guardia baja al haberse presentado así, de buenas a primeras. Se ha puesto a ordenar, guarda una sartén, mete otro par de botas bajo un sillón. ¿Estará avergonzado?, ¿nervioso tal vez?

Ve el baúl pegado a una de las paredes. Tiene ganas de abrirlo y de hurgar en él. Encima hay lo que parece un manual sobre carnicería, procesamiento y conservación de carnes de todo tipo.

—Bueno —interviene Bradwell—, pues bienvenidos a mi hogar, dulce hogar.

Todavía no le ha echado un buen vistazo al otro chico y no sabe que es un puro de carne y hueso. Perdiz tiene la capucha y la bufanda puestas y aprieta contra sí la bolsa, oculta bajo el abrigo, como Pressia le ha enseñado. Ahora está nerviosa. Recuerda la charla de Bradwell, lo mucho que odiaba a la gente de la Cúpula… Está preocupada, no sabe si ha tomado la decisión correcta. ¿Cómo reaccionará Bradwell? Hasta ahora no se le ha ocurrido que quizá considere al puro un enemigo. ¿Qué pasará en ese caso?

Bradwell separa los dos sillones.

—Sentaos —les dice a los otros dos chicos, que le hacen caso y se acomodan en los asientos deformes.

Bradwell mueve el baúl y se sienta encima. Pressia ve el revoloteo de pájaros bajo la camisa y se siente identificada: las aves forman ya parte de su cuerpo igual que la cabeza de muñeca de su brazo. Los pájaros están fusionados con su aliento vital, vivirán tanto como él. ¿Lo notará él si alguno se hiere las alas? Una vez, con doce años, intentó cortarse la cabeza de muñeca; pensaba que podía librarse de ella. El dolor fue agudo, aunque solo al principio. Después, cuando hundió más la hoja por la nuca del juguete y llegó hasta su propia muñeca, no dolió tanto, pero la sangre empezó a correr con tal brillo y con tanto brío que se asustó. Se puso un trapo contra la herida que enseguida se empapó de rojo. Tuvo que decírselo al abuelo, que actuó con rapidez. Sus conocimientos de la funeraria le vinieron de perlas; le hizo una sutura recta y se le quedó una cicatriz pequeña.

Pressia se echa contra el respaldo y, a pesar de que el calcetín le tapa el puño de cabeza, se tira una vez más de la manga del jersey para tener doble protección. Al puro puede resultarle grotesco, o incluso un síntoma de debilidad. ¿Qué pensará Bradwell?

Mira de reojo a Perdiz y se da cuenta de que también él ha visto la agitación bajo la camisa de Bradwell, aunque no dice nada. Pressia se imagina que ha debido de impactarle. Todo tiene que ser extraño para él: mientras que ella ha tenido años para acostumbrarse, él apenas lleva allí dos días como mucho.

—¿Me vas a contar ya quién es este? —pregunta Bradwell.

—Se llama Perdiz —le contesta Pressia, que le dice al puro—: Quítate la bufanda y la capucha.

El chico vacila.

—Está bien, no pasa nada. Bradwell está de tu lado.

«¿De verdad?», se pregunta Pressia, que alberga la esperanza de que al decirlo en voz alta convenza a Bradwell de que es cierto.

Perdiz se quita la capucha y se desenreda la bufanda. Bradwell le mira fijamente la cara, cubierta de ceniza pero sin marcas.

—Los brazos —dice Bradwell.

—No tengo ningún arma —dice el otro—. Salvo un cuchillo antiguo.

—No —replica Bradwell. Tiene la cara serena, salvo por los ojos, entornados y clavados en Perdiz, como cuando se apunta con una pistola—. Quiero verte los brazos.

Perdiz se remanga y deja a la vista más piel perfecta. Tiene algo de inquietante; Pressia no sabe por qué pero siente cierta repulsión. ¿Se trata de envidia, de odio? ¿Desprecia a Perdiz por su piel? Aunque es tan bonita…; no se le puede negar, parece nata…

Bradwell señala con la cabeza las piernas de Perdiz, que se agacha y se sube las perneras del pantalón. En el acto el otro chico se levanta y cruza los brazos sobre el pecho. Alterado, se frota la quemadura del cuello y va hacia la cámara sorteando los ganchos que cuelgan con los híbridos. Una vez allí fija la vista en Pressia y le dice:

—¿Me has traído a un puro?

La chica asiente.

—Vamos a ver, sabía que eras distinta, pero…

—De cierta clase, ¿no?

—Al principio lo pensaba, pero luego me insultaste.

—Yo no te insulté.

—Sí lo hiciste.

—No, eso es mentira, simplemente no me gustó tu forma de clasificarme. Y te lo dije. ¿Eso es lo que crees siempre que te corrige alguien?, ¿que te están insultando?

—No, es que…

—Y luego les das un regalo de cumpleaños cruel, para recordarles lo que piensas de ellos.

—Creí que te gustaría el recorte. Solo pretendía tener un detalle contigo.

Pressia se queda callada un momento y luego dice:

—Ah, bueno, pues gracias.

—Eso lo has dicho antes, pero supongo que era con sorna.

—Puede que no estuviese siendo del todo sincera…

—Ejem, perdonadme… —interviene Perdiz.

—Eso —dice Bradwell, pero entonces vuelve a dirigirse a Pressia—. ¿Y tú, que me traes a un puro? ¿Es otra modalidad de regalo cruel?

—No sabía adónde más ir.

—¿Un puro? —repite Bradwell, que no da crédito—. ¿Sabe algo de lo que pasó?, ¿de las Detonaciones?

—Pregúntale a él, sabe hablar.

Bradwell se queda mirando al chico; puede que le tenga miedo, o tal vez lo desprecie.

—¿Y bien? —le pregunta Bradwell entonces.

—Yo lo que sé es lo que me han contado, todo cuento —reconoce Perdiz—, aunque también sé algo sobre la verdad.

—¿Qué verdad?

—Bueno, sé que no te puedes fiar de todo lo que te dicen. —Se desabrocha el abrigo y saca la bolsa de cuero—. Me han contado que aquí era todo horrible antes de las bombas y que invitaron a todo el mundo a unirse a la Cúpula antes de que el enemigo nos atacase. Pero hubo gente que se negó a entrar: los violentos, los enfermos, los pobres, los testarudos, los incultos. Mi padre me dijo que mi madre intentó salvar a algunos de esos miserables.

—¿Miserables? —repite Bradwell indignado.

—Un momento —le dice Pressia a Bradwell—. No perdamos la calma.

—¡Está hablando de nosotros! —exclama el chico.

—Os estoy diciendo lo que me enseñaron, no lo que yo creo —se excusa Perdiz.

Se quedan callados un momento y Bradwell mira a Pressia, que está esperando a que contraataque. Sin embargo, el chico parece rendirse y agita una mano.

—¿Por qué no nos llamas «hermanos y hermanas»? Así es como nos llamasteis en el Mensaje, «hermanos y hermanas», una gran familia feliz.

—¿Qué mensaje? —quiere saber Perdiz.

—¿No conoces el Mensaje? —le pregunta la chica.

El puro sacude la cabeza.

—¿Se lo recito? —pregunta Bradwell a Pressia.

—Mejor pasemos a otra cosa.

Bradwell, en cambio, se aclara la garganta y se pone a recitarlo:

—«Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia.»

—¿Cuándo lo enviaron? —le pregunta Perdiz.

—Unas cuantas semanas después de las Detonaciones —explica Pressia, que luego le pide a Bradwell—: anda, déjale que siga.

Perdiz mira al otro chico, que no dice nada, y entonces prosigue:

—Vivíamos en la ciudad, en la calle Lombard, y cuando dieron la voz de alarma entramos en la Cúpula. Mi madre se quedó fuera ayudando a los… a otra gente… intentando concienciarlos. Mi hermano y yo ya estábamos en la Cúpula, de visita. Ella no consiguió llegar a tiempo, murió como una santa.

Bradwell refunfuña entre dientes y dice:

—No hubo ninguna alarma.

Perdiz mira a Bradwell desafiante.

—Por supuesto que sí.

—No hubo ninguna alarma, créeme.

Pressia recuerda la advertencia sobre el tráfico. Eso es lo más parecido a una alarma en la historia de su abuelo. Mira por turnos a ambos chicos.

—No hubo mucho tiempo, eso sí lo sé. Pero sí que hubo una alarma, y la gente salió corriendo hacia la Cúpula. Fue una locura y se perdieron muchas vidas por el camino.

—Se perdieron muchas vidas —repite Bradwell—. Tal y como lo cuentas parece como si hubiese sido un accidente o algo así.

—¿Qué podíamos hacer? Intentábamos protegernos —se defiende Perdiz—. No podíamos salvar a todo el mundo.

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