Puro (19 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Y luego su hermano Helmud murmura:

—Estropeado.

Helmud solo tiene diecisiete años, dos menos que Il Capitano, y siempre ha sido el menor. Este y Helmud tenían diez y ocho respectivamente cuando se produjeron las Detonaciones. Helmud está fusionado a la espalda de Il Capitano; el efecto visual es el de un eterno paseo a caballito: Helmud tiene su propia parte superior del cuerpo pero el resto lo coge de su hermano, mientras que los bultos de los huesos y los músculos de sus muslos se amontonan en una gruesa franja por la parte baja de la espalda de Il Capitano. Iban en una moto de cross, con Helmud detrás, cuando el blanco blanquísimo y el viento caliente los embistieron. Il Capitano había reconstruido el motor con sus propias manos. Ahora tiene los esmirriados brazos de Helmud alrededor de su grueso cuello.

El
walkie-talkie
vuelve a la vida. Il Capitano oye la radio del camión y el refunfuño de las marchas, como si estuviese subiendo una cuesta. Por fin aparece la voz del soldado a través del ruido:

—No. Pero la encontraremos, confíe en mí. Cambio.

«Confíe en mí», piensa Il Capitano, que se guarda el aparato en la pistolera y mira hacia atrás, a su hermano:

—Como si alguna vez me fiase yo de alguien. Ni siquiera de ti.

—Ni siquiera de ti —susurra Helmud en respuesta.

Siempre ha tenido que confiar en Helmud. Llevan mucho tiempo solos el uno con el otro. Nunca tuvieron un padre de verdad, y con solo nueve años Il Capitano perdió a su madre de una gripe virulenta en un sanatorio como el que tiene ahora delante.

Grita por el
walkie-talkie
:

—Si no la cogéis, Ingership nos va a dar para el pelo. No la fastidiéis. Cambio y corto.

Es tarde y la luna se ha perdido en una neblina gris. A Il Capitano se le pasa por la cabeza ir a ver si Vedra sigue trabajando en la cocina. Le gusta contemplarla entre el vapor del lavavajillas. Podría ordenarle que le hiciese un sándwich, al fin y al cabo es el oficial de mayor graduación en el cuartel general. Pero sabe lo que pasará con Vedra: charlarán mientras ella corta la carne, con las manos desolladas de tanto trabajar, con toda su piel cicatrizada a la vista, toda esa brillante carne cauterizada. Le hablará con su voz dulce, hasta que sus ojos acaben desviándose hacia la cara de su hermano, siempre presente, siempre mirando de reojo por encima del hombro. Odia que la gente no pueda evitar mirar a Helmud mientras él habla, una estúpida marioneta cabeceando en su espalda, y le entra una rabia por dentro tan veloz y afilada que podría quebrarse. A veces, por la noche, mientras escucha la respiración profunda de su hermano, fantasea con darse la vuelta, tumbarse boca arriba y asfixiarlo de una vez por todas. Sin embargo, si Helmud muriese, él iría detrás. Lo sabe: ambos son demasiado grandes para que uno muera y el otro viva; están demasiado entrelazados. A veces parece tan inevitable que apenas puede soportar la espera.

En lugar de ir a ver a Vedra a la cocina, decide internarse en el bosque —o lo que queda de él y lo que está volviendo a crecer— para echar un vistazo a sus trampas. Lleva encontrándoselas vacías dos días seguidos. Atrapa cosas pero viene algún otro bicho y se las come.

En cuanto rodea el cuartel general aparecen fortines hechos con tablones de madera, láminas metálicas sobre la tierra baldía y muros de piedras. Por encima de todo esto hay alambre de espino y, más allá, edificios en ruinas; uno de ellos tiene una fila de columnas y detrás de otros dos solo se ve el cielo de hollín. Le gusta el cielo por encima de cualquier cosa. En otra época, de niño, quiso pertenecer a las fuerzas aéreas. Sabía todo lo que podía saberse sobre volar; sacaba libros de la biblioteca y tenía un viejo vídeo de un simulador de vuelo con el que pasaba horas entrenando. De su padre no sabía nada salvo que había estado en las fuerzas aéreas, que fue piloto de guerra y que lo echaron del ejército por problemas mentales. «Como una cabra —solía decir su madre de él—. Tenemos suerte de que se haya ido.» Ido ¿adónde? Il Capitano nunca lo supo, aunque sí llegó a comprender que tenía cierto parecido con su padre: quería surcar los cielos y estaba loco. Lo más cerca que estuvo de volar fue cuando montaba en la moto de cros y se quedaba suspendido en el aire después de un salto. Ahora no le gusta recordarlo.

Aunque no es piloto, es oficial. Es el encargado de seleccionar a los reclutas novatos. Decide quiénes se entrenarán y quiénes no. A algunos los envía a los puestos avanzados de deseducación, para desarmarlos un poco mentalmente y hacerlos así más dóciles: más dispuestos a acatar órdenes y menos a causar problemas. Desecha a los débiles y retiene a algunos en rediles de detención diseminados por los alrededores. Responde directamente ante Ingership, con el que se comunica a través de mensajeros personales.

A veces Ingership le manda cosas a Il Capitano para que se las dé de comer a los reclutas más débiles: mazorcas retorcidas, tomates paliduchos con más polvo por dentro que pulpa, carne no identificada… Después informa a Ingership de qué comida les sienta mal y cuál no. ¿De dónde provendrán esos alimentos? No hace preguntas. Il Capitano también prueba cosas con los reclutas débiles por interés propio, como bayas que encuentra por el bosque, colmenillas, hojas que podrían ser albahaca o menta pero nunca lo son. A veces los reclutas débiles enferman; en ocasiones mueren. De vez en cuando no les pasa nada y entonces Il Capitano cosecha esos frutos y los comparte con Helmud.

De vez en cuando Ingership le ordena a Il Capitano que jueguen a El Juego, en el que liberan a uno de los reclutas débiles para que Il Capitano le dé caza como a un ciervo enfermo. En realidad es piedad; eso se dice Il Capitano. ¿Para qué tenerlos sufriendo en un redil? Es mejor acabar con ellos de una vez por todas. Él lo preferiría así. El Juego le recuerda a cuando cazaba ardillas de pequeño, en el bosque de al lado de su casa, pero, una vez más, no del todo. Nada es ya como era. Hace tiempo que Ingership no le ordena jugar, e Il Capitano tiene la esperanza de que se le haya olvidado y no vuelva a pedirlo. En las últimas semanas, su superior se ha vuelto bastante impredecible. De hecho, justo ayer organizó un equipo propio para una muertería que decidió emprender contra todo el mundo y sin avisar.

De camino al bosque, Il Capitano pasa por delante del redil: seis por seis metros, cercado por alambradas, con suelo de cemento. Los reclutas están apiñados en una esquina, gimiendo y cuchicheando, hasta que oyen las pisadas y rápidamente se mandan callar los unos a los otros. Ve sus extraños miembros retorcidos, el brillo de varios tipos de metal, el destello del cristal. Apenas son humanos cuando les echan el guante, tiene que recordarse, pero aun así aparta la vista cuando pasa por delante.

—Si están ahí es porque Dios así lo ha querido, Helmud. Podrías ser tú.

—Ser tú —repite Helmud.

—Cállate, Helmud.

—Cállate.

No sabe muy bien a qué viene tanta historia con la recluta nueva, Pressia Belze. Ingership quiere que la chica sea ascendida a oficial nada más llegar y que Il Capitano espere instrucciones urgentes de ella para una misión, pero que, mientras, la devuelva «al rebaño». Il Capitano no está muy seguro de qué significa eso; tampoco de cuánto se supone que debe saber. ¿Debe saber, por ejemplo, que en realidad Ingership no es más que un burócrata mediocre? ¿Debe saber que esa milicia —cinco mil repartidos en tres centros y otros tres mil deseducándose—, por muy grande o muy fuerte que llegue a ser, nunca conquistará la Cúpula? Es impenetrable y está bien pertrechada. ¿Sabrá Ingership que Il Capitano ha perdido el entusiasmo? Ya se ha rendido a la idea de que no podrá abrir fuego contra sus hermanos y hermanas puros. También él lo único que hace es intentar sobrevivir.

Aunque, en realidad, siempre ha vivido en la supervivencia. Ha sido un superviviente desde que su madre murió cuando él tenía nueve años. Cuidó de su hermano en un fortín que construyó en el bosque que rodeaba su antigua casa. Conseguía dinero como podía, trapicheando con esto y lo otro, e iba sumando escopetas y munición a las armas que había dejado su padre antes de irse.

—Acuérdate de todas nuestras armas —le dice Il Capitano a Helmud, ya internándose por los árboles, con el cuartel general a su espalda. A veces siente verdadera nostalgia de sus escopetas.

—Armas —hace eco Helmud.

Ya antes de las Detonaciones había muchos precavidos que vivían en el bosque apartados de todo, con sus propios recursos. Un vecino, un anciano que había estado en un par de guerras, le enseñó a Il Capitano cómo esconder las pistolas y la munición, y este hizo todo lo que el viejo Zander le dijo: compró una tubería de PVC del 40 de quince centímetros de diámetro y topes en los extremos, y disolvente de PVC. Una tarde de finales de invierno su hermano y él se dedicaron a desmontar los rifles en casa. Il Capitano recuerda el aguanieve que caía, el sonido contra las ventanas. Los dos hermanos untaron las piezas de las armas con aceite antióxido y dejaron una pátina como de cera en rifles y manos. Helmud cogió la bolsa de aluminio, la cortó en pedazos más pequeños y envolvió acciones, culatas, bloques de gatillo, guardamanos, cargadores, miras, trípodes y varios miles de balas del calibre 223, junto con bolsitas de gel de sílice para la humedad. Esto último se le ocurrió a Il Capitano, que las había visto en las cajas de los viejos tacones de su madre en el armario. Helmud fundió los bordes de las bolsas con un hierro y lo cerraron todo al vacío con la Shop-Vac del vecino.

Para desengrasarlas llegada la hora, empaquetaron seis latas pequeñas de 1,1,1-tricloroetano, además de varillas limpiadoras, parches, disolvente Hoppe del número 9, lubricante, grasa, un juego de matrices de repuesto y un manual de usuario bastante manoseado. Cuando terminaron, lo envolvieron todo con cinta americana y rellenaron la tubería con las bolsas de munición, las piezas y los recambios de rifle. Sellaron los extremos y luego Helmud dijo:

—Deberíamos pintar nuestras iniciales.

—¿Tú crees? —dudó su hermano.

Pero eso hicieron. Il Capitano sabe que por entonces creían en la posibilidad de morir antes de poder desenterrarla; de ese modo, si alguien se las encontraba, recibirían un cierto reconocimiento. Con un grueso rotulador negro permanente Helmud escribió H. E. C, de Helmud Elmore Croll. En cuanto a «Il Capitano», ese fue el apodo que le puso su madre antes de irse al sanatorio: «Te quedas al cargo hasta que vuelva, Il Capitano». Pero nunca volvió y él escribió sus iniciales, I. C. C. —Il Capitano Croll—, y dejó que su nombre de pila se perdiese para siempre.

El viejo Zander les prestó una excavadora y cavaron en un agujero que había dejado un roble al caerse. Lo enterraron todo en vertical, para que fuese más difícil localizarlo con un detector de metales. Il Capitano dibujó el plano con la cuenta de los pasos tal y como se lo había sugerido el viejo Zander: «Por si la naturaleza salta por los aires y se borran todas las referencias». Il Capitano pensó que el viejo chocheaba pero aun así siguió sus instrucciones. No volvió a verlo tras las Detonaciones, aunque tampoco lo buscó.

Después de las bombas Il Capitano creyó que su hermano moriría, y él tampoco las tenía todas consigo; estaba quemado, lleno de ampollas, ensangrentado. Sin embargo, logró volver al bosque, cerca de la casa, y, con un trozo de pala que encontró, contó los pasos de memoria. Del plano no quedaba ni rastro. Cavó con la cabeza de la pala entre las manos y su hermano moribundo a la espalda.

Cuando encontró las armas se le pasó por la cabeza dispararle primero a Helmud en la cabeza y luego a sí mismo, y ponerle fin a todo. Pero Il Capitano sentía los latidos de su hermano a través de las costillas y algo le impedía apretar el gatillo.

Si sobrevivieron fue por las armas. Y no tanto por usarlas —aunque Il Capitano tuvo que matar a gente por cuestiones de supervivencia en los primeros meses—, sino más que nada porque las trocó a cambio de un buen puesto en la ORS. Eso fue después de que la Operación Rescate y Salvamento se convirtiese en Operación Revolución Sagrada, cuando buscaban jóvenes y fieros reclutas con nada que perder. Además, uniéndose a la ORS ni él ni Helmud pasarían hambre.

El bosque sigue calcinado, con los árboles más viejos caídos y ennegrecidos. Hubo algunos que superaron la explosión, aunque despojados de todo ramaje; otros se quedaron con las ramas permanentemente vencidas por la presión de las Detonaciones, unos árboles que apuntan hacia la tierra en vez de hacia el cielo, como si intentaran apoyarse. El sotobosque, sin embargo, se ha regenerado, en su lenta lucha por un poco de sol cubierto de ceniza. Han surgido matorrales de las raíces de los árboles, nuevos arbustos a los que Il Capitano no logra acostumbrarse. Dan pequeñas bayas que son venenosas y que a veces echan hojas escamadas. Una vez encontró un arbusto que se abría camino por debajo de un arce destrozado y tenía unas hojas cubiertas por un pelaje ralo. Y no era pelusilla, era pelo de verdad.

Va caminando de una trampa a otra, internándose cada vez más en el bosque. Todas han saltado. No hay rastro de sangre aunque los pellejos están, y también los huesos, algunos partidos y con el tuétano succionado. No tiene sentido. Aunque es más desconcierto que enfado lo que siente. No conoce ningún bicho que trabaje de forma tan limpia; está desorientado.

A unos seis metros de la última trampa oye algo en el aire, un zumbido leve y profundo. Se detiene.

—¿Lo has oído? —le pregunta a su hermano, aunque es como hablar consigo mismo.

El zumbido se hace más suave como si estuviese aleján-dose de él a gran velocidad. ¿Es un motor? Parece demasiado limpio para ser un motor, y desaparece más rápido de la cuenta.

Va hasta la última trampa y hay una especie de gallina salvaje muerta, hinchada y desplumada; pero no está en la trampa, sino al lado, y el cepo ha saltado aunque la gallina no presenta signos de haber sido sacrificada, salvo por un granjero que le hubiese retorcido hábilmente el gaznate. Da la impresión de estar esperándolo, como un presente preparado para Il Capitano. La toca con una caña de bambú y le da la vuelta. La coge y encuentra, acurrucados bajo su cuerpo como si fuese una extraña broma, tres huevos marrones, uno de ellos moteado.

Coge el que tiene puntitos y lo mece en la palma. Es como si alguien de ahí fuera quisiera, de algún modo, tenderle una mano.

¿Cuándo fue la última vez que había visto un huevo y lo había tenido entre las manos? Tal vez antes de las Detonaciones, cuando su madre todavía vivía en casa y los compraban en cartones de poliestireno.

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