—Así que cuando el fuego rodó por la montaña la esposa cisne buscó un sitio seguro para sus hijos. Volvió con sus dos hijos a la tierra del rey malo y dejó a su hija (a la que nadie conocía) en manos de una mujer estéril para que la criase. Al hijo lo llevó de vuelta a su cuna, porque allí siempre lo tratarían como a un príncipe.
»Y luego era ya hora de volar para reunirse con el rey bueno, porque el malo quería matarla. Pero cuando estaba dejando sigilosamente a su hijo, este la agarró de un pie con las manos tiznadas por el fuego. No la dejaría ir a no ser que le hiciese la promesa de no irse volando. “Una madriguera subterránea, para que puedas observar siempre”, le rogó.
»Ella accedió y le dijo: “Dejaré pistas para que me encuentres. Un montón de pistas, y todas conducirán a mí. Cuando seas mayor las seguirás”.
»Dejó las alas y se metió en la propia tierra.
»Y las manos tiznadas del niño son la razón de que el cisne tenga los pies negros.»
Su madre era una santa.
Le gusta esa versión de los hechos.
Su madre murió santa…, salvo que ahora sabe que sobrevivió. Lo sospechó por la forma en que su padre comentó: «Tu madre siempre ha sido muy problemática» y por la forma en que la anciana a la que mataron en la muertería le dijo: «Él le rompió el corazón».
El cisne no es solo un cisne. Es un medallón sellado: mi fénix.
—Al hijo lo llevó de vuelta a su cuna, porque allí siempre lo tratarían como a un príncipe —repite.
¿Qué eran las pastillas azules? ¿Por qué lo obligó a tomárselas cuando él estaba convencido de que lo único que hacían era ponerlos peor? «Más pastillas no —recuerda haber suplicado entre lágrimas—. Más no, por favor.» Pero ella seguía; tenían que tomarlas cada tres horas. Lo levantaba en medio de la noche. ¿Por qué querría darle pastillas que lo volviesen resistente?, ¿para salvarlo? ¿Sabía ella que algún día tendría la oportunidad de convertirse en una versión mejorada de sí mismo —que formaría parte de las superespecies— y quería que a él no le hiciesen eso? ¿De qué forma le hicieron las pastillas resistente a los cambios de su codificación conductiva? ¿Por qué a eso y solo a eso?
Y si no era una santa, ¿qué era? ¿Una traidora?
—La razón de que el cisne tenga los pies negros. —Esta vez, en cambio, lo dice más como una pregunta.
Pressia no está segura de entender lo que ha oído. Un cuento infantil, ni más ni menos. ¿Esperaba algo más? No, no tiene sentido.
Perdiz mira a Bradwell.
—Algo estás pensando sobre mi madre —le dice al otro chico.
—Aribelle Cording Willux —recita Bradwell como si le impresionase incluso el nombre.
—¡Dilo ya! —le grita Perdiz.
—¿Que diga qué? —pregunta Bradwell.
Pressia comprende que Perdiz tiene razón: el que está guardándose ahora algo, como diría la Buena Madre, no es Perdiz.
—Tú sabes algo —interviene la chica—. ¿Qué quieres?, ¿restregárnoslo por la cara?, ¿que te roguemos?
Bradwell sacude la cabeza pero dice:
—El cisne de pies negros es un cuento japonés. A mí me crio un experto en esos temas. Y no es así, no hay ningún segundo rey ni una tercera hija, esa niña hermosa. Ni tampoco ningún fuego que rueda por la montaña. Y al final se supone que el cisne utiliza las alas para escapar volando; no hay ninguna madriguera.
—¿Y qué? —pregunta Perdiz.
—Pues que no es solo un cuentecito para antes de dormir. Tu madre te estaba dando un mensaje codificado, y se supone que tienes que resolverlo.
Pressia siente un cosquilleo por la piel de la cabeza de muñeca. Se rasca con la mano buena para calmar los nervios. Aunque quiere saber lo que significa la historia, también tiene miedo. ¿Por qué? No está segura.
—No lo entiendo —se lamenta Perdiz.
Pero el cuento tiene algo que hace que la chica lo sienta muy dentro de ella. Es una historia de separación y pérdida.
—Sí que lo entiendes —dice Bradwell bruscamente.
Pressia recuerda lo que le contó Perdiz sobre la historia.
—Tú creías que tu padre era el rey malo, el que le robó las alas… Tú mismo lo dijiste.
Siente que le pesa la cabeza y su corazón va a mil por hora. Eso no es todo, no es más que la superficie.
—Creí que había una razón para que le gustase ese cuento, que lo sentía muy cercano. Mis padres no se llevaban bien.
—¿Y? —insiste Bradwell.
—Dímelo tú. Al parecer tú ya lo has averiguado todo, como siempre.
—Tuvo dos hijos —dice rápidamente Bradwell—. Y luego te llevó a ti a Japón cuando eras muy pequeño y se enamoró del rey bueno y tuvo otra criatura. ¿Quién es exactamente el rey bueno? Eso no lo sé, pero era poderoso, tenía información.
Pressia mira de reojo a Perdiz, que está tenso… ¿por el miedo o por la rabia? Bradwell parece agitado, como con las pilas cargadas por todo lo que ha oído. Mira a Pressia, luego a Perdiz y después de nuevo a ambos. En teoría, debería saber lo que le pasa por la cabeza, pero no es así. ¿Por qué parece casi emocionado?
—Venga, Pressia —le insta, casi suplicándole—. Ya no eres una niñita avergonzada por una muñeca. Ya lo has entendido, lo sabes.
—¿Una niñita? Yo creía que solo era de esa clase de gente, o, mejor aún, una deuda que tenías que saldar.
—Se toca la muñeca—. No necesito que me digas quién soy.
—Pero al decirlo se pregunta si en cierto modo sigue siendo una niña pequeña. Tan solo unos días antes iba a vivir el resto de su vida en un armario de la trastienda de una barbería. Estaba dispuesta a retirarse y vivir su vida a través de recortes de revistas, soñando con el Antes y la Cúpula.
—Tú nunca has sido ni típica ni una deuda. Haz el favor de escucharme.
—Pues cíñete a la historia —le dice Pressia.
—Dinos lo que estás pensando —insiste también Perdiz.
—Vale. Aquí tenéis mi versión. El hombre con el que tu madre tuvo una hija sabía de buena tinta todo lo que estaban haciendo los japoneses…, o intentando deshacer. La resistencia a la radiación. Tu madre le pasaba información. En este sentido la decisión de tu madre me parece la correcta. Si quieres saber mi opinión, algunos de los japoneses fueron los auténticos buenos de la película. Mis padres también estaban en ese bando.
—Hace una breve pausa—. Apenas recuerdo ya la cara de mis padres… —Mira a Perdiz y le pregunta—: ¿Por qué no recibiste más codificación? ¿Por qué no eras un espécimen maduro?
—Lo intentaron pero mostré resistencia. No cuajó —dice Perdiz con rotundidad.
—¿Cómo reaccionó tu papá ante eso?
—No lo llames así.
—Me apuesto algo a que se le fue la pinza.
—Mira, yo odio a mi padre más que nadie. Soy su hijo, puedo odiarlo de una forma en que nadie más puede.
La habitación se sume en el silencio.
—Lo odio por ser condescendiente y reservado. Detesto no haberlo visto nunca reír a carcajadas o llorar. Odio su hipocresía. Y su cabeza, ese constante meneo con el que siempre desaprueba lo que digo. Detesto el modo en que me mira, como si yo no valiese nada.
—Perdiz repasa el cuarto con la vista—. ¿Que si se alegró cuando mi cuerpo rechazó la codificación? Pues no. No se alegró.
—¿Por qué? —quiere saber Bradwell.
—Porque cree que mi madre tiene algo que ver.
—La subestimó. Creo que ella lo sabía todo sobre la Operación Fénix, al igual que la persona que le dio el colgante y que hizo de «Fénix» un apelativo cariñoso, tal vez para revindicarlo de algún modo. Tu madre tenía que saber lo que su marido y su gente tenían en mente: la destrucción masiva, la supervivencia en la Cúpula y, al final, cuando la Tierra se regenerase lo suficiente, la irrupción de sus superespecies. Y puede que ella le contase al otro bando lo que tramaba su marido. «La esposa cisne se convirtió en mensajera alada», ¿no es eso? Intentaron detener el plan, salvar a alguna gente. Pero llegó un punto en el que se dio cuenta de que no iban a tener tiempo… No creo que a Willux le importe mucho si está viva o muerta… ya la dio por muerta en una ocasión. ¿Se arrepentirá de no haber acabado con ella? ¿Todo esto se trata de eso…, de una venganza? ¿Pretende utilizar a su único hijo para asegurarse de que su mujer está muerta? ¿O que haya sobrevivido significa que ella sabe algo, que tiene información que él quiere?
—Tú no lo conoces —tercia Perdiz, aunque en voz tan baja que su tono es más bien de derrota.
Bradwell se queda mirando al suelo y sacude la cabeza.
—Mira lo que nos ha hecho a nosotros, Perdiz. Somos nosotros los que podemos odiarlo de una forma en que tú no puedes.
La chica se mira el puño de muñeca, el recordatorio de la infancia que nunca tuvo.
—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —Pressia no puede pensar con claridad, la cabeza le va a estallar. Sabe que su vida está a punto de cambiar pero ignora cómo. Se queda mirando las pestañas de plástico de la muñeca, el agujerito en los labios. Tiene las mejillas ardiendo. Todos los que la rodean saben algo y no quieren decirlo. ¿Acaso no lo sabe ya ella misma? Está todo ahí, en el cuento para antes de dormir, pero no lo ve—. ¿Por qué la ORS y la Cúpula quieren que encuentre a Perdiz? ¿Cómo sabían siquiera que yo existía?
Perdiz se mete las manos en los bolsillos y fija la vista en el suelo. ¿También él lo ha averiguado ya? A lo mejor es más listo de lo que Bradwell cree.
—Tú eres la niña del cuento. Eres la hija del rey bueno.
Pressia mira rápidamente a Perdiz.
—Tú y Perdiz… —murmura Bradwell.
—¿Eres mi medio hermano? —le pregunta Pressia—. Mi madre y tu madre…
—Son la misma persona —termina la frase Perdiz.
Pressia oye el latir de su corazón, solo eso.
Su madre es la esposa cisne… y puede que esté viva.
Chip
P
ressia es incapaz de dejar de pensar en todas las cosas que puede que ya no sean verdad: en toda la infancia que su abuelo inventó para ella. ¿Es el abuelo tan siquiera su abuelo? El ratón gigante con guantes blancos de Disney World, el poni de su fiesta de cumpleaños, la tarta helada, las vueltas en los tazones, el pez de colores de la feria ambulante, la boda de sus padres en la iglesia, el convite bajo la tienda blanca… ¿Algo de todo eso es verdad?
Se acuerda, sin embargo, de un pez, pero no es el de las historias del abuelo que se agolpan en su recuerdo, ni tampoco el de la bolsa de plástico ganado en la feria. No. Había una pecera y la borla de un bolso de mano, y un conducto de calefacción bajo una mesa que parecía ronronear. Estaba envuelta en el abrigo de su padre. Se sentó en sus hombros y se agachó bajo ramas floridas de árboles. Sabe que era su padre. Pero ¿y la mujer a la que cepillaba el pelo, la que olía a dulce, era su madre? ¿O era la mujer del portátil, la que cantaba sobre la chica del porche y el chico que quería que se escapara con él. ¿Era esa su madre? ¿Por eso era una grabación… porque no podía estar con ella?, ¿porque tenía que volver con su auténtica familia, con sus hijos legítimos? Alguien le ponía esa canción por obligación, incluso cuando Pressia ya se había cansado de ella. «Una mujer estéril», así la había descrito Perdiz en el cuento de la esposa cisne.
Esas cosas nunca han sido un cuento; son reales. La canción de su cabeza… la tierra prometida, la guitarra que hablaba y cómo iban a esfumarse en la nada con el coche del chico.
Los pestillos de la puerta se abren por fuera y aparece la mujer con la lanza-escoba. Lleva alcohol en un frasco grande, unos cuantos paños bien doblados, gasa, otro cinto de cuero como el que usaron para detener la hemorragia del meñique amputado de Perdiz y algo más —probablemente un cuchillo— envuelto en un trapo. Bradwell lo coge todo y, sin mediar palabra, la mujer se va y cierra de nuevo la puerta tras ella con varios chasquidos. Pressia entorna los ojos por un instante para tratar de tranquilizarse.
—¿Estás de acuerdo con que hagamos esto? —le pregunta Bradwell a Pressia.
—Ojalá me lo hiciera otra persona, no quiero más favores de ti.
—Pressia, tu abuelo no fue la razón de que te buscase. Lo dije sin pensar, no sé por qué. Pero esa no es la historia completa…
—Vamos a acabar cuanto antes —lo interrumpe la chica, que ahora mismo no quiere oír más historias, y menos una en la que Bradwell intente reparar su error.
Se tumba boca abajo en el suelo y se pone el chaquetón de la ORS de almohada. Sigue teniendo la campanita de la barbería en el bolsillo, donde forma una cavidad. Se le había olvidado y se alegra de encontrarla ahora, como un recordatorio de lo lejos que ha llegado. Se mete la cabeza de muñeca por debajo de la barbilla y, al cerrar los ojos, huele el suelo: mugre, polvo ahumado, débiles trazos de gasolina. Bradwell le echa el pelo hacia un lado para despejarle la nuca. Se sorprende cuando la toca: su tacto es tan ligero, casi como una pluma.
Bradwell no para de decir:
—No pasa nada, tendré cuidado.
—Cállate ya —le dice Pressia—. Hazlo de una vez.
—¿Eso es lo que vas a utilizar? Dios santo —exclama Perdiz, y en la cabeza de Pressia se dibujan todos los cuchillos de carnicería de Bradwell—. ¿Le has echado alcohol? —Perdiz suspira—. ¡Tienes que limpiarlo bien!
«¿Así es como se comporta un hermano mayor? —se pregunta Pressia—. ¿Merodeando? ¿Sobreprotegiéndola?»
—Aparta de la luz —le pide Bradwell.
—Créeme, no tengo ningún interés en mirar.
Pressia oye cómo Perdiz se va a una punta de la habitación llena de trastos, aunque sus botas no llegan muy lejos; se queda arrastrando los pies por allí cerca. Se imagina que también él estará procesándolo todo… porque su madre ha cambiado para él, ¿no? ¿Acaso una santa tiene una aventura y una hija con otro hombre? Le gustaría saber cómo estará llevando esa nueva versión de madre. Ahora mismo le resulta más fácil pensar en él que en ella, aunque esos pensamientos también la afectan. ¿Por qué el abuelo no le contó la verdad? ¿Por qué le mintió durante tantos años? Con todo, al mismo tiempo sabe la respuesta: es probable que se encontrase a una chiquilla pequeña y la adoptase.
Si Perdiz y ella tienen la misma madre, y Perdiz es caucásico, entonces su madre tiene que serlo también (su madre que fue a Japón, que se convirtió en una traidora, en una espía que vendía secretos). Es la mujer de la fotografía de la playa y la misma que la de la pantalla del portátil que canta una nana. ¿La grabó porque sabía que iba a abandonar a su hija? La foto… el pelo de su madre revuelto por el viento, las mejillas tostadas, una sonrisa tan feliz como triste. ¿Quién era entonces la madre que siempre se ha imaginado, la joven y hermosa japonesa que murió en el aeropuerto?