Perdiz la mira con los ojos como platos, asustado.
—¡Venga! —le urge ella.
Sin embargo el chico sacude la cabeza y dice:
—No pienso ir ahí abajo a pelear en su terreno.
—¡No tienes alternativa!
Pero entonces Perdiz se agarra a las piedras y va saliendo poco a poco, centímetro a centímetro. Coge un pedrusco que se suelta y el ser —un terrón, probablemente— tira de él como si se hubiese escurrido en un peldaño de una escalera de cuerda. Pero mantiene la otra mano bien agarrada y, aunque el terrón lo tiene cogido por una de las piernas, le pega fuerte con la bota que tiene libre. Con las manos flexionadas, recoge la pierna hasta el pecho con una fuerza brutal y arrastra al terrón fuera de su agujero. Pressia nunca ha visto nada igual, no sabía que fuese posible.
Achaparrado y con el pecho muy ancho, el terrón es un ser jorobado con una armadura hecha de piedra. Tiene la cara horadada, dos fosos por ojos y un pequeño agujero negro por boca, y es del tamaño de un oso pequeño. Acostumbrado como ha de estar a la oscuridad y los espacios estrechos, fuera parece algo confundido, mareado. Sin embargo, no tarda en fijar la vista en Perdiz y arrastrarse hasta él. Pressia tira una piedra tras otra a las alimañas para que sepan que ninguno de los dos son víctimas a las que puedan picotear cual buitres. Tendrán que luchar. Les da a dos de pleno: a una con cabeza de gato que maúlla y desaparece, y a otra que está cubierta de pelo y es bastante fornida. Esta última, en cuanto recibe el golpe, se arquea y regresa bajo los escombros.
Perdiz está trasteando en su mochila, hurgando en ella con unos movimientos extrañamente veloces. ¿Por qué se moverán tan rápido sus manos? ¿Cómo es posible? Y aun así es bastante torpe. Si lo hiciera más lento encontraría más fácilmente lo que está buscando. Mientras sigue rebuscando en la bolsa, al terrón le da tiempo de replegarse sobre los cuartos traseros para coger impulso y saltar. El bicho aterriza con todo el peso sobre el pecho de Perdiz y lo aplasta contra las piedras del suelo. Lo deja sin respiración, aturdido y jadeante. Pero Pressia ve que está sacando algo de la mochila: un cuchillo con el mango de madera.
La chica sigue lazando piedras contra las alimañas que se acercan.
—Busca algo humano en él —le grita—. Solo podrás matarlo si encuentras una parte que esté viva, con pulso.
El terrón lo tiene acorralado contra las rocas y ahora levanta su abrupta cabeza de piedra para estamparla contra la crisma del puro, pero este se lo quita de encima con una fuerza sorprendente y el bicho cae de espaldas con fuerza —piedra contra piedra—, y deja al descubierto una franja de carne rosa en el pecho. El terrón, cual escarabajo, se ha quedado clavado en el suelo, debatiéndose con los muñones de piedra incrustada que tiene por brazos y piernas.
El puro actúa a toda prisa: encaja el cuchillo en el centro rosa, en la barriga, entre las placas de piedra, bien profundo. El terrón lanza un gemido que suena a hueco, como si la voz rebotase contra su propia coraza de piedra. De la herida surge una sangre oscura y cenicienta. El puro mueve el cuchillo adelante y atrás, como si estuviera cortando una rebanada de pan, y después lo saca y lo limpia contra las rocas.
El hedor nauseabundo de la sangre del terrón se eleva en el viento y las alimañas, asustadas, se retiran rápidamente a sus madrigueras humeantes.
Pressia se ha quedado muda y Perdiz contempla al terrón. El cuchillo le tiembla en la mano y tiene la mirada perdida. Cubierto de polvo y hollín, le cae un hilo de sangre de la nariz. Se lo limpia con el dorso de la mano y se queda mirando la mancha roja.
—Perdiz —susurra la chica, a quien pronunciar ese nombre le resulta extraño, demasiado personal. Aun así, lo repite—: Perdiz, ¿estás bien?
El chico se vuelve a poner la capucha y se sienta en una roca intentando recobrar el aliento, con los brazos en torno a la mochila.
—Perdón.
—¿Perdón por qué? —pregunta Pressia.
—Por gritar. Me dijiste que no gritara. —Se restriega el hollín de una mano con el pulgar y luego se queda mirando el dedo—. La tierra —dice con una voz sorprendentemente tranquila.
—¿Qué pasa?
—Que está sucia.
Viento
U
na vez al otro lado de los escombrales, Pressia saca el plano doblado que Bradwell le metió en el bolsillo en la reunión y lo estudia un minuto. Están a solo cinco manzanas de la casa de Bradwell. Se ceñirán a las bocacalles, a los callejones. Todo está en silencio: no se oyen los camiones y han desaparecido hasta los cánticos de la muertería; en cierto momento se escucha llorar a un crío pero enseguida vuelve la calma.
Perdiz va observándolo todo fijamente, aunque Pressia no logra imaginar qué es lo que le parece tan interesante. No hay más que cascotes quemados, cristales rotos, plástico derretido, metal carbonizado y filos cortantes de objetos que surgen de entre las cenizas.
El chico alza la mano como si tratase de coger nieve.
—¿Qué es la cosa esta que flota en el aire?
—¿El qué?
—Lo gris.
—Ah —cae en la cuenta Pressia. Ya ni siquiera la nota; se ha acostumbrado a que esté siempre revoloteando en el aire, día y noche, cubriendo como un fino encaje todo lo que todavía se mantiene en pie—. Ceniza. Tiene un montón de nombres: nieve negra, el forro sedoso de la Tierra (como la tela de forrar los monederos). Hay quien la llama la muerte oscura. Cuando baila y luego se posa, la llaman bendición de ceniza.
—¿Bendición? —se extraña Perdiz—. En la Cúpula utilizamos mucho esa palabra.
—Claro, supongo que tenéis razones de sobra. —No ha estado bien decir eso, pero es demasiado tarde.
—Alguna que otra.
—Bueno, es hollín, tierra y trozos de cosas de las explosiones —le explica Pressia—. No es bueno respirarlo.
—Tienes toda la razón —corrobora Perdiz al tiempo que se sube la bufanda por encima de la nariz y la boca—. Cuando lo aspiras te manchas los pulmones; lo he leído.
—¿Qué pasa? ¿Que tenéis libros sobre nosotros o algo así?
Eso pone furiosa a Pressia: que ese mundo sea un tema de estudio, una historia, y no un puñado de gente real intentando sobrevivir. El chico asiente y comenta:
—Documentación digitalizada.
—Pero ¿quiénes sois vosotros para saber cómo es aquí la vida si estáis metidos en una cúpula? ¿Qué somos, vuestras cobayas científicas?
—Yo no soy —esgrime Perdiz, a la defensiva—. Yo no hago esas cosas, es la gente que está al mando. Tienen cámaras muy modernas que graban por razones de seguridad. La ceniza hace que las tomas se vean difuminadas. Y después escogen trozos de las grabaciones para congelarlos en planos fijos y hacen reportajes sobre lo mal que están aquí las cosas y la suerte que tenemos nosotros.
—La suerte es relativa —replica Pressia.
«De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia», así rezaba el mensaje; de modo que a eso se referían…
—Pero no lo captan todo. Como este aire polvoriento —agita la mano a su alrededor—, y la forma en que se te posa en la piel. El aire en sí está frío, y hay viento; nadie puede explicarte lo que es el viento, esa manera que tiene de llegar de repente y aguijonearte un poco la cara. Y cómo mueve el polvo en el aire, alrededor. No pueden captar nada de eso.
—¿Vosotros no tenéis viento?
—Es una cúpula, un entorno controlado.
Pressia mira a su alrededor y se para a pensar un momento en el viento. Repara ahora en que se nota la diferencia entre el hollín y el polvo —una cosa quemada y algo que ha sido destrozado o demolido—, se mueven de forma distinta en el aire. No se había fijado antes pero se sorprende diciendo:
—El hollín revolotea con casi cualquier movimiento del viento, en cambio el polvo es más pesado. Acaba cayendo por su propio peso, a su ritmo.
—Ese tipo de cosas… Eso es lo que no pueden captar —comenta Perdiz.
Pressia hace una pausa antes de preguntar:
—¿Quieres jugar al Me Acuerdo?
—¿Eso qué es?
—¿En la Cúpula no jugáis?
—¿Es un juego?
—¿No acabo de decírtelo? Cuando conoces a alguien y todavía no sabes cómo es, le preguntas qué cosas recuerda del Antes. A veces es todo lo que puede sacarse de una persona, sobre todo de los mayores. Aunque ellos son los que mejor juegan. Mi abuelo se acuerda de mogollón de cosas.
A Pressia no se le da muy bien el juego; por mucho que sus recuerdos sean en colores, frescos, palpables a veces (como si pudiera sentir el Antes), no es capaz de expresar las sensaciones que le provocan. Se imagina jugando un día con sus padres, y cómo rellenarían los huecos que deja su memoria entre la pecera con el pez, la borla del bolso de su madre, el conducto de la calefacción, el desfile, el cepillo de alambre, el olor a jabón de hierbas, el abrigo de su padre, su oreja contra el corazón de él, y su madre cepillándole el pelo, cantándole la nana del ordenador, la de la niña en el porche y el niño que le ruega que se vaya con él… (¿Llegó la niña a reunir el valor para irse?) Quiere jugar con Perdiz. ¿De qué se acordará un puro? ¿No tendrá recuerdos más claros, menos enfangados por esa versión del mundo en la que vive ella?
El chico se echa a reír.
—Nunca nos dejarían jugar a un juego así. El pasado es el pasado: es de mala educación sacarlo a relucir. Solo los niños pequeños harían ese tipo de comentarios. —Y luego añade rápidamente—. No te lo tomes a mal; te cuento simplemente cómo son las cosas.
Pressia se lo toma a mal de todas maneras.
—Aquí lo único que tenemos es el pasado —replica la chica aligerando un poco el paso. Recuerda el discurso de Bradwell: «Quieren borrarnos de la faz de la tierra, junto con el pasado, pero no se lo vamos a permitir». Así es cómo funciona el olvido: eliminando el pasado y no hablando nunca de él.
Perdiz da grandes zancadas para alcanzarla y la coge por el codo del brazo que acaba en la cabeza de muñeca. Pressia se zafa y pega el brazo al cuerpo.
—No puedes ir por ahí agarrando a la gente. ¿Qué es lo que te pasa?
—Yo sí quiero jugar. Por eso estoy aquí, para averiguar cosas sobre el pasado.
La mira fijamente, asimilando la cara de la chica, escrutando con los ojos la parte donde empieza la quemadura. Pressia hunde la barbilla para que el pelo le caiga y le tape la cara.
—Perfecto, eso sí que ha sido de mala educación.
—¿El qué? —pregunta el chico.
—Mirar fijamente a la gente; a ninguno nos gusta que se nos queden mirando.
—No era mi intención… —Aparta la vista—. Lo siento.
Pressia no responde. Está bien que se crea que la ha ofendido y le debe algo, y también es bueno que la necesite como guía social: lo correcto y lo incorrecto de su cultura. Intenta aumentar el nivel de dependencia de él respecto a ella.
Avanzan un poco más en silencio. La chica lo está castigando, pero luego decide que también tiene que ser benévola y le hace entonces una pregunta que la ha estado rondando.
—Vale —le dice Pressia, dispuesta a tirarse un farol—, una vez compramos un coche nuevo con un gran lazo rojo por encima. Y me acuerdo de Mickey Mouse y los guantes blancos que llevaba.
—Ajá. Bien.
—¿Tú te acuerdas de cuando los perros llevaban gafas de sol? Eran muy graciosos, ¿verdad?
—La verdad es que no me acuerdo de ningún perro con gafas de sol —reconoce Perdiz—. Qué va.
—Vaya… Bueno, te toca a ti.
—Pues… mi madre solía contarme un cuento sobre una esposa cisne y un rey malo que le roba las alas y, no sé, creo que pensaba que mi padre era el rey malo.
—¿Y lo era?
—Solo era un cuento infantil. Mis padres no se llevaban bien, y así es la lógica de un niño. Pero me encantaba la historia…, bueno, me encantaba ella. Podía haberme contado lo que quisiese que yo la habría querido. Los niños quieren a sus padres, aunque estos no se lo merezcan; es inevitable.
El recuerdo es tan honesto y real que Pressia siente vergüenza por haber mentido en su turno. Vuelve a intentarlo.
—Una vez mis padres alquilaron un poni para mi cumpleaños cuando era pequeña.
—¿Para que los niños se montasen?
—Supongo.
—Qué bonito. Un poni… ¿te gustaban los ponis?
—No lo sé.
Se pregunta si el juego ha ayudado. ¿Confía más en ella ahora que han intercambiado recuerdos? Decide ponerlo a prueba.
—Antes, cuando has matado al terrón, cuando lo has sacado del agujero y lo has revoleado… no ha sido muy normal. Parecía algo imposible. —Espera a que el chico siga la conversación pero este hunde la barbilla en el pecho y no contesta—. Y antes, con los amasoides, cuando echaste a correr, me dio la impresión de que corrías más rápido que cualquier humano…
Perdiz sacude la cabeza y dice:
—La academia. Recibí entrenamiento especial, eso es todo.
—¿Entrenamiento?
—En realidad es la codificación. Aunque no funcionó del todo. Al parecer no soy un espécimen maduro. —Da la impresión de que no quiere hablar del tema, de modo que Pressia no lo presiona, deja que la conversación termine.
Prosiguen en silencio hasta que llegan por fin a la fachada de una tiendecilla en ruinas.
—Ya estamos.
—¿Ya estamos dónde? —pregunta Perdiz.
Pressia rodea una montaña de escombros y lo conduce hasta una gran puerta trasera de metal.
—La casa de Bradwell —murmura—. Te aviso de que está fusionado.
—¿Cómo?
—Con pájaros.
—¿Pájaros?
—Sí, en la espalda.
Perdiz la mira atónito y la chica disfruta de su asombro. Acto seguido llama a la puerta siguiendo las instrucciones del trozo de papel: un golpe, dos toquecitos suaves, una pausa y luego un sonoro tamborileo de nudillos. Oye ruido en el interior y entonces Bradwell golpea desde el otro lado repitiendo la secuencia con pequeños gongs que suenan a hueco.
—¿Aquí vive? ¿Cómo puede alguien vivir aquí?
Pressia da dos toques más.
—Espera allí, no quiero que lo asustes. —Le señala una pared en la penumbra.
—¿Se asusta fácilmente?
—Tú vete.
Perdiz se esconde en la oscuridad.
Se oye como un arañazo y entonces Bradwell descorre el pestillo y abre la puerta solo una rendija.
—Es plena noche —murmura, con una voz tan ronca que Pressia se pregunta si lo habrá despertado—. ¿Quién va? ¿Qué es lo que quieres?