Un escalpelo.
Avanza y, cuando la cortina se cae como un vestido al suelo, le clava la cuchilla en la espalda a su marido, que pega un chillido y deja caer la pistola al suelo. El arma sale disparada por las baldosas, e Ingership se arquea y se cae al suelo. Lyda recoge la pistola y apunta con pulso firme a Ingership, que se retuerce con el escalpelo hundido en la espalda, embadurnándose con su propia sangre.
Bradwell se arrodilla junto a él y le insiste:
—¿Qué pasa con mis padres? ¿Qué te ha contado Willux sobre ellos?
—¡Mujer! —grita Ingership, aunque no queda claro si grita para pedirle ayuda o por pura rabia contra ella.
—¡Mis padres! —le repite Bradwell—. ¡Que me cuentes lo que Willux te ha dicho!
Ingership aprieta los ojos con fuerza.
—¡Mujer! —vuelve a llamarla.
Esta desgarra el agujero de la media que tiene en la mandíbula y se la quita de la cara con un grito agudo que le surge de lo más hondo del pecho. Se quita la peluca y deja a la vista un pelo rojizo enmarañado y una cara cubierta de viejas cicatrices, es cierto, pero también de cardenales recientes, laceraciones y otras quemaduras. Pressia adivina por sus rasgos que en otros tiempos fue hermosa.
Tirado en el suelo ensangrentado, Ingership sigue gritando:
—¡Mujer, coge las pastillas!
—No valen para nada —le confiesa Perdiz.
Ingership se gira sobre un hombro.
—Mujer, ven aquí, te necesito. ¡Me quema todo!
La mujer de Ingership se echa sobre la pared, apoya la mejilla y se pone a acariciar el papel pintado, un solo barquito.
Por un momento da la sensación de que se trata del final vertiginoso de todo. Bradwell se pone en pie y mira a Ingership a sus pies. Parpadea y tiene la vista perdida: se está muriendo. El chico no va a sacarle ninguna información sobre sus padres, de modo que va hacia Pressia y la atrae hacia sí. La chica reclina la cabeza por debajo de su barbilla y Bradwell la aprieta con fuerza.
—Creía que iba a matarte, y que te perdería para siempre.
Pressia escucha una vez más los latidos de Bradwell, que son como un tambor suave. Está vivo e Ingership muerto, los ojos en blanco. Piensa en el trabajo de su abuelo en la funeraria y siente la obligación de decir una oración por él, aunque no conoce ninguna. El abuelo le contó que en los funerales solían entonar canciones que eran como plegarias, y estaban destinadas a los dolientes, para aliviarlos en su pena. No conoce ninguna de esas canciones pero piensa en la que su madre solía cantarle, en la nana. Algo tiene ese cuarto de bebé sin bebé que le hace pensar en su madre, en la imagen que veía en la pantalla y la grabación de su voz. Y Pressia abre entonces la boca y surge de ella la canción.
A Perdiz no le sorprende la voz de su hermana, es como si llevara años esperando oírla. De cadencia triste, aunque le cuesta unos instantes ubicarla, no tarda en reconocerla: su madre se la cantaba por las noches. Una nana que no tenía nada de nana, que más bien era una historia de amor. En la voz de Pressia oye la de su madre. Está cantando sobre una mosquitera que se cierra de un portazo y un vestido que ondea al viento. Se acuerda de la noche del baile, de cómo notaba la respiración de Lyda bajo el talle ceñido del vestido. A la chica también parece emocionarle la canción porque lo coge ahora de la mano, la que tiene envuelta en gasa, con un dedo menos. Sabe que la lucha no ha acabado pero por un momento finge que todo ha terminado y entonces se acerca al oído de Lyda y le pregunta:
—Y tu pájaro de alambre, ¿lo expusieron al final en el Salón de los Fundadores?
Lyda está a punto de preguntarle qué será ahora de ellos. ¿Adónde irán? ¿Cuál es el plan? Pero las palabras se le atrancan en la garganta. Lo único que tiene ya en la cabeza es el pájaro de alambre, un ave solitaria que se mece con gracia dentro de una jaula de alambre.
—No lo sé. Ahora estoy aquí.
No hay vuelta atrás.
A la mujer de Ingership le pusieron Illia de nombre. Piensa en su nombre, en volver a ser Illia. Ya no es la mujer de nadie porque su marido está muerto. Piensa en Mary, la niña de la canción, la que está en el porche. «No te vayas», quiere decirle a la niña. La sangre de su marido le ha llegado hasta los zapatos. Acaricia los barquitos del papel pintado y recuerda el de su padre, cuando de pequeña achicaba el agua con cubos. Se siente tambalear, como si estuviese en una barca mecida por las olas, y oye a su padre decir: «El cielo es un cardenal, y solo una tormenta puede curarlo».
Il Capitano mira a los soldados y se imagina todo lo que podrían contar. Hay más viviendo allí, y es probable que tengan la piel igual de amoratada que la de la mujer de Ingership. Viven en alguna parte de la finca y, por lo que se ve, seguramente casi todo lo que comen es medio tóxico; es probable que tengan un pie en la tumba. Apoya las manos en la mesa que hay debajo de la ventana para soportar mejor el peso de su hermano. Desde allí apenas se ven los oscuros restos de la vieja autovía. El cementerio del asilo no estaba muy lejos. Una vez fue allí con su madre y les sorprendió una tormenta. En esa ocasión había ido a elegir su tumba, pero él no entró. Se quedó esperándola tras la verja bajo la lluvia, que arreciaba, con Helmud, al que los relámpagos asustaban, asido a su mano.
De vuelta a casa les dijo: «No voy a necesitar la tumba hasta dentro de mucho. Pienso morir de vieja, no os pongáis así». Pero al poco volvió al asilo por sus pulmones. Fijaron la fecha y no sabían si volvería o no. «Te quedas al cargo hasta que vuelva, Il Capitano.» Y desde entonces lleva a Helmud a su cargo. Es más, él es Helmud. Cuando odia a Helmud se odia a sí mismo. Y cuando quiere a su hermano, ¿pasa lo mismo? Lo cierto es que el peso de Helmud solo lo hace más fuerte, que tenga los pies bien puestos en la tierra, como si sin Helmud probablemente ya estuviese volando lejos de este planeta.
Helmud siente las costillas de su hermano entre las rodillas y el corazón batiente de este por delante del suyo. «Abajo… bramido. Al viento… monta.» El corazón de su hermano siempre llegará a todas partes justo antes que el de él. Es la forma en que pasará por este mundo: el corazón de su hermano, un latido, y luego el suyo. Un corazón encima de otro; un corazón que manda y otro que sigue. Corazones siameses, unidos.
Bradwell recuerda la canción. Art Walrond, el científico borracho, el confidente de confianza de sus padres, solía ponerla en su descapotable. Se acuerda de viajar con él y el perro al que llamó
Art
, el viento arremolinado alrededor de sus cabezas. Aunque ya hace tiempo que Walrond murió, al igual que los padres de Bradwell, Willux los conocía. ¿Qué habría dicho Ingership de seguir vivo? Ojalá lo supiera. Sin embargo, no piensa en eso mucho tiempo porque la voz de Pressia se le mete dentro. La chica tiene la mejilla apoyada contra su pecho; por eso siente la canción por la piel: la vibración delicada, el movimiento de su mandíbula, las finas venas de su cuello, la caja torácica, ese frágil instrumento que retumba en su garganta. Se ha formado un recuerdo y se quedará así sobre su piel: el rápido y suave respirar, cada nota sostenida, la canción despegando de los labios de Pressia, sus ojos cerrados al futuro. Es un lujo pensar en el futuro, y no lo haría si no fuese por Pressia. ¿Y si luchasen contra la Cúpula y ganasen? ¿Podría vivir la vida a su lado? Sin el descapotable, ni el perro, ni el cuarto de los niños con barquitos por las paredes…, algo más allá de todo eso.
Perdiz tiene que irse, no lo soporta: ni la muerte de su madre, ni su voz en una canción en la garganta de Pressia.
La mano de Lyda le acaricia el brazo, pero él sacude la cabeza y se aleja.
—No. —Necesita estar solo.
Sale de la habitación y atraviesa el pasillo. Hay una puerta, la abre y se encuentra en la sala de comunicaciones, donde está todo encendido y hay una enorme pantalla azul, una consola con indicadores, cables, teclado y altavoces.
Oye la voz de su padre dar instrucciones. La gente le responde: «Sí, señor. Sí». Y luego alguien dice: «Hay alguien allí, señor».
—Ingership, por fin, hombre.
—Está muerto —le anuncia Perdiz.
La cara de su padre aparece en la pantalla delante del fondo azul, con sus nerviosos ojos acuosos, la ligera parálisis de la cabeza, las manos extendidas sobre la consola que tiene ante él. Una de ellas está en carne viva, de un rosa oscuro, escamada, como si se la hubiese escaldado hace poco. Está pálido y sin aliento, el pecho ligeramente encorvado. Asesino.
—Perdiz —dice a media voz—. Perdiz, se acabó. Tú eres de los nuestros, vuelve a casa.
El chico sacude la cabeza.
—Tenemos a tu buen amigo Silas Hastings y a tu colega Arvin Weed, que nos ha sido de una ayuda inestimable. Nunca habríamos sabido en qué andaba trabajando si no le hubiésemos hecho unas preguntas sobre ti. Los dos tienen ganas de verte.
—¡No! —grita Perdiz.
En un susurro apremiante su padre le dice:
—Lo del bosque, con tu madre y Sedge, ha sido un error, un accidente, una imprudencia. Pero estamos reparándolo. Todo eso ya pasó.
El chico ve ahora que su padre tiene también la piel del cuello cauterizada, como si fuese tan solo una delgada membrana rosa. ¿Se le está degenerando la piel?, ¿es otro de los síntomas de los que su madre hablaba?
«¿Una imprudencia? —piensa Perdiz para sus adentros—. ¿Reparando? ¿Que todo eso ya pasó?»
—Y además he hecho que te encuentres con tu medio hermana. ¿Te das cuenta? Ha sido un regalo.
Perdiz apenas puede respirar. Su padre lo amañó todo, era cierto. Sabía lo que haría su hijo, lo manipuló como a un pelele.
—Has conseguido lo que necesitamos aquí, y muchos lo agradecerán. Lo has hecho muy bien.
—¿Es que no te enteras de nada?
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Esto es solo el principio.
—Perdiz, escúchame.
Pero el chico sale de la habitación y echa a correr escaleras abajo. Abre la puerta de la entrada y, por razones que es incapaz de explicar, baja los escalones del porche y se monta en el techo del coche negro, donde se queda mirando tan lejos como le alcanza la vista. Siente que es el principio de algo.
Al rato se da la vuelta y mira la casa, esa gran mole amarilla, con el cielo comprimido por detrás, y luego la toallita con sangre ondeante. En ocasiones el viento sigue sorprendiéndole.
Cuando termina la canción se produce un momento de silencio. ¿Cuánto tiempo? Pressia no sabría decirlo. El tiempo ya no se acumula, simplemente lo inunda todo y luego se desvanece. Se acerca a la ventana y Bradwell se pone a su espalda, rodeándole la cintura con el brazo y mirando por encima de su hombro. Ahora ya no pueden alejarse el uno del otro. Si bien ninguno de los dos ha expresado en palabras los sentimientos que comparten, están unidos, y con más fuerza que nunca porque han estado a punto de quedarse el uno sin el otro.
Y la vida continúa porque así tiene que ser. Il Capitano y los soldados cogen a Ingership por los brazos y lo remolcan fuera de la habitación, los zapatos arrastrándole y dejando a su paso un reguero de sangre.
Lyda, que ha salido de la habitación, vuelve ahora a toda prisa.
—¿Dónde está Perdiz? ¿Alguien ha visto adónde ha ido?
Como nadie lo ha visto, vuelve a irse.
La mujer de Ingership recoge la cortina y se queda con ella entre los brazos, mirando a Pressia.
—Has venido a por mí —le dice.
—Y tú me has salvado la vida —reconoce Pressia.
—Lo supe en cuanto te vi. A veces conoces a alguien y sabes que a partir de ese momento tu vida será distinta.
—Es verdad —concede Pressia; para ella ha sido así con Bradwell y Perdiz: no volverá a ser la misma.
La mujer de Ingership asiente y luego mira a Bradwell.
—Me recuerdas a un niño que conocí hace mucho, pero eso fue hace un mundo.
Lo atraviesa con los ojos, que se pierden, desenfocados en la distancia. Acaricia la suave tela de las cortinas y entonces desaparece por el pasillo.
Bradwell y Pressia se quedan a solas en la sala de operaciones. Pressia se vuelve hacía él, que la besa en los labios con ternura; el calor de su piel la embarga y siente la presión de sus labios cálidos sobre los suyos.
—Ahora te toca a ti prometerme que no vas a morir —le susurra.
—Lo intentaré —le responde Pressia. El beso parece ya un sueño. ¿Ha ocurrido? ¿Ha sido verdad?
Y se acuerda entonces de la campana muda. Se echa la mano al bolsillo, la saca y se la tiende en la palma de la mano.
—Un regalo. Crees que va a haber tiempo pero luego no lo hay. No es mucho, pero quiero que lo tengas.
Bradwell la coge y la agita, pero no suena nada. Se la pega al oído y dice:
—Se oye el mar.
—Me encantaría ver el mar algún día.
—Escucha.
Le pega la campanilla al oído y Pressia cierra los ojos. Un tenue amanecer se asoma por la ventana, siente su presión a través de los párpados. Oye un leve sonido de aire arremolinado: ¿el mar?
—¿Así suena?
—No, en realidad no. El verdadero sonido del mar no cabe en una campana.
Pressia abre los ojos y contempla por la ventana el cielo gris. El viento cargado de hollín se estremece y, acto seguido, oye la voz de Perdiz, que los llama a gritos por sus nombres.
Huele a fuego recién prendido: algo está ardiendo.
E
stán en medio de un campo en barbecho contemplando cómo se quema la granja. Cables delgados prenden como luminarias alrededor de la fachada de la casa y arrojan una luz brillante, y cada uno aviva el siguiente. A Pressia le parece que la casa es una tictac y que, en algún punto de la Cúpula, alguien ha pulsado el botón.
El fuego es eficiente y veloz. Se eleva en grandes columnas y en cenizas que suben en espiral. Las ventanas saltan en añicos y las cortinas parecen bengalas al arder; hasta la toallita con sangre que había colgada por fuera de una ventana se ha volatilizado. El calor abrasante le recuerda a Pressia las descripciones que ha oído de las Detonaciones: sol sobre sol sobre sol.
Lyda coge con fuerza la mano de Perdiz, como si temiera que fuese a echar a correr de nuevo. ¿O es él quien la agarra con fuerza con la esperanza de quedarse donde está?
Bradwell y Pressia están apoyados el uno en el otro, de cara al fuego, como una pareja a la que le hubiesen cortado la música mientras baila pero es incapaz de soltarse.