Puro (3 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El chico alza la barbilla para que el aire frío le dé de lleno en la cara y entonces, de repente, recuerda a su madre preparándoles la comida a su hermano y a él, vasos de leche con burbujas hasta los bordes, salsas aceitosas, el interior hueco y blando de los bollos de pan. Comida que te llenaba la boca, que despedía vapor… Ahora come pastillas con la formulación perfecta para una salud óptima. Perdiz se las mete en la boca y no puede evitar recordar que incluso las que su hermano y él tomaban antes sabían ácido, se te pegaban a los dientes y tenían forma de animales. Y en ese momento el recuerdo se desvanece.

Estos breves recuerdos viscerales le resultan bruscos. Últimamente le sobrevienen como un golpe repentino, en un choque entre el ahora y el ayer, incontrolables. No han hecho más que empeorar desde que su padre le aumentó las sesiones de codificación: el extraño cóctel de medicamentos que recorre su flujo sanguíneo, la radiación y, lo peor de todo, los moldes corporales donde lo encierran para que solo ciertas partes de su cuerpo y de su cerebro queden expuestas en cada sesión. «Moldes de momia»: así empezaron a llamarlos los amigos de Perdiz después de una de las últimas clases de Glassings, cuando les habló de culturas antiguas que envolvían a sus muertos. Para las sesiones de codificación los muchachos de la academia forman filas y son conducidos al centro médico, donde los meten en cuartos individuales. Una vez dentro, se desvisten y se introducen en uno de esos moldes de momia, donde los dejan confinados en aquel traje caliente; luego se visten de nuevo con los uniformes y los conducen de vuelta. Los técnicos avisan a los chicos de que hasta que el cuerpo se acostumbre a los nuevos ajustes pueden experimentar vértigos o pérdidas repentinas del equilibrio que remiten una vez que la fuerza y la velocidad se asientan. Los muchachos están ya acostumbrados, solo son retirados del equipo un par de meses porque se vuelven torpes durante una temporada, tropiezan y se caen de bruces en el césped. El cerebro sufre la misma descoordinación, de ahí los extraños recuerdos repentinos.

—Un hermoso barbarismo —dice ahora Glassings sobre una de las culturas antiguas—: reverenciar a los muertos.

Es uno de esos momentos en que no lee los apuntes. Se queda mirándose las manos extendidas sobre la mesa. En teoría no debe hacer comentarios aparte, como «un hermoso barbarismo»; ese tipo de cosas pueden malinterpretarse, podría perder su trabajo. Pero no tarda en reaccionar y le pide a toda la clase que lea en voz alta al unísono lo que pone en el prómpter.

—Los modos autorizados de deshacerse de los muertos y conservar los objetos personales en los Archivos de Seres Queridos… —lee Perdiz con todos.

Unos minutos después Glassings está hablando de la importancia del maíz en las culturas antiguas. «¿El maíz? —piensa Perdiz—. ¿Es broma? ¿El maíz?»

En ese momento llaman a la puerta y Glassings levanta la vista del libro, extrañado. Todos los muchachos se ponen firmes en su sitio. Una segunda llamada.

—Perdonadme, clase —se excusa el profesor, que pone bien las notas y mira de soslayo el pequeño ojo negro brillante de una de las cámaras que hay encaramada en una esquina del aula.

Perdiz se pregunta si los agentes de la Cúpula se habrán enterado de su comentario sobre el «hermoso barbarismo». ¿Puede ocurrir tan rápido? ¿Serían capaces de cargárselo por eso? ¿Lo quitarían de en medio allí mismo, delante de toda la clase?

Glassings sale al pasillo y el chico oye voces y murmullos. Arvin Weed, el cerebrito de la clase, sentado delante de Perdiz, se vuelve y lo mira inquisitivo, como si él tuviera que saber lo que está pasando. Perdiz se encoge de hombros. La gente tiene la fea costumbre de pensar que él sabe más que nadie, y todo porque es hijo de Ellery Willux. Incluso a alguien en un puesto tan alto se le tienen que escapar cosas, eso es lo que creen todos. Pero no es así, a su padre nunca se le escapa nada, y precisamente esa es una de las razones por las que está en un puesto tan alto. Además, desde que vive interno en la academia, apenas han hablado por teléfono y menos aún se han visto. Perdiz es uno de los internos que se quedan todo el año, como su hermano Sedge, que fue a la academia antes que él.

Glassings regresa al aula y dice:

—Perdiz, recoge tus cosas.

—¿Cómo? ¿Yo?

—Ahora.

A Perdiz se le encoge el estómago, pero mete el cuaderno en la mochila y se levanta. A su alrededor el resto de chicos empieza a murmurar: Vic Wellingsly, Algrin Firth, los gemelos Elmsford… Uno de ellos suelta un chascarrillo —Perdiz oye su apellido pero no entiende el resto— y todos se echan a reír. Esos chicos siempre lo hacen todo juntos, «el rebaño», así los llaman. Son los que llegarán al final del camino, a entrenarse para el nuevo cuerpo de élite, las Fuerzas Especiales. Es su destino, no está escrito en ninguna parte pero se sobreentiende.

Glassings le ordena a la clase que guarde silencio.

Arvin Weed le hace una seña a Perdiz, un gesto que parece querer decir: «Que tengas suerte».

Perdiz va hacia la puerta y le pregunta a Glassings:

—¿Me pasará los apuntes luego?

—Claro —le responde el profesor, que le da una palmadita en la espalda—. No pasa nada. —Habla de los apuntes, por supuesto, de que podrá ponerse al día, pero mira a Perdiz con esa forma que tiene de hacerlo, queriendo dar a entender algo más allá. El chico sabe que está intentando tranquilizarlo: ocurra lo que ocurra… «no pasa nada».

Una vez en el pasillo, Perdiz ve a dos guardias y pregunta:

—¿Adónde vamos?

Ambos son altos y musculosos, aunque uno, el que le responde, es algo más corpulento que el otro.

—Tu padre quiere verte.

Perdiz siente un frío repentino. Empiezan a sudarle las palmas de las manos y se las frota. No tiene ganas de ver a su padre… nunca las tiene.

—¿Mi viejo? —pregunta Perdiz intentando mostrarse relajado—. ¿Vamos a tener una charla padre-hijo?

Lo conducen por los pasillos resplandecientes, pasan por delante de los retratos al óleo de dos directores —el uno, despedido; el otro, nuevo—, ambos pálidos y austeros y, en cierto modo, muertos; y bajan luego al sótano de la academia, donde tiene una parada la línea del monorraíl. Esperan en silencio en el espacioso andén. Es el mismo tren con el que los muchachos van al centro médico, donde el padre de Perdiz trabaja tres días a la semana. En el edificio hay dos plantas solo para enfermos, plantas precintadas. La enfermedad es un tema muy serio en la Cúpula. Un contagio podría acabar con todos, de modo que el más mínimo atisbo de fiebre conlleva un breve periodo de cuarentena. Alguna vez ha estado en una de esas plantas, en un cuarto pequeño, aburrido y estéril.

¿Y los moribundos? Nadie va a verlos. Los llevan a una planta aparte.

Perdiz se pregunta para qué querrá verlo su padre. No pertenece al rebaño, no está destinado a nada en la élite; ese era el papel de Sedge. Cuando Perdiz ingresó en la academia no era capaz de decir si lo conocían más por su padre o por su hermano, aunque lo mismo daba: no estaba a la altura de la reputación de ninguno de ellos. Nunca había ganado un reto físico y en la mayoría de los partidos, fuese el deporte que fuera, se sentaba en el banquillo. Y tampoco era lo suficientemente inteligente para entrar en el otro programa de formación, el de potenciación cerebral. Les estaba reservado a los listos como Arvin Weed, Heath Winston, Gar Dreslin… Siempre había sacado notas mediocres. Como la mayoría de chicos que se someten a codificación, él era, sin duda, del montón, una sencilla pieza más para mejorar la especie.

¿Querrá su padre solamente ver cómo anda su hijo del montón? ¿Le habrá entrado un repentino deseo de afianzar lazos? ¿Tendrán algo de que hablar? Perdiz intenta recordar la última vez que hicieron algo juntos por pura diversión. Una vez, tras la muerte de Sedge, su padre lo llevó a nadar a la piscina cubierta de la academia. Solo se acuerda de que nadaba estupendamente, que se desplazaba por el agua como una nutria marina y de que, cuando salió del agua, sin la toalla, le vio el pecho desnudo por primera vez hasta donde tenía memoria. ¿Lo había visto antes así, a medio vestir? Tenía seis pequeñas marcas en el torso, en el costado izquierdo, por encima del corazón. No podía ser de un accidente, las marcas eran demasiado simétricas y ordenadas.

El monorraíl se detiene y Perdiz siente un deseo fugaz de huir. Pero los guardias le darían una descarga eléctrica por la espalda. Lo sabe, le quedaría una marca roja de quemadura en la espalda y los brazos, y se lo contarían a su padre, por descontado. Solo empeoraría las cosas. Además, ¿por qué huir? ¿Adónde iría?, ¿a dar una vuelta? Al fin y al cabo es una cúpula.

El monorraíl los deja a las puertas del centro médico, donde los guardianes enseñan sus placas. Registran a Perdiz, le escanean las retinas, pasan por los detectores y entran al centro. Serpentean por los pasillos hasta llegar a la puerta de su padre, que se abre antes de que al guardia le dé tiempo a llamar.

Hay una técnica en medio de la sala y, por detrás, Perdiz ve a su padre. Está sermoneando a media docena de técnicos, mientras todos miran el banco de pantallas que hay en la pared y señalan cadenas de código ADN, unos primeros planos de una doble hélice.

La técnica da las gracias a los guardias y luego acompaña a Perdiz hasta una pequeña silla de cuero a un lado del enorme escritorio de su padre, justo enfrente de donde trabaja con los técnicos.

—Aquí lo tienen —está diciendo su padre—. La irregularidad en la codificación conductiva. Resistencia.

Los técnicos son todos necios con ojos como platos, aterrados ante su padre, que sigue ignorándolo. No es nada nuevo, Perdiz está acostumbrado a que así sea.

Se queda contemplando el despacho y se fija en unos originales de los planos de la Cúpula que hay enmarcados en la pared de encima del escritorio de su padre.

¿Por qué está aquí?, vuelve a preguntarse. ¿Será que su padre quiere presumir, estará intentando demostrarle algo? Como si Perdiz no supiese ya que es inteligente e impone respeto e incluso miedo…

—Con el resto de tipos de codificación no ha habido problemas. ¿Por qué con la codificación conductiva sí? —pregunta el padre a los técnicos—. ¿Alguien lo sabe? ¿Alguna respuesta?

Perdiz tamborilea con los dedos sobre el brazo de la silla mientras observa los mechones de pelo gris de su padre, que parece enfadado; de hecho, se diría que le tiembla la cabeza de la rabia. No es la primera vez que ve cómo se apodera la ira de él desde el funeral de su hermano. Sedge murió cuando había completado la codificación y se disponía a ingresar en las Fuerzas Especiales, el cuerpo de élite que estaría compuesto por solo seis recién licenciados de la academia. «Una tragedia», así lo había calificado su padre, como si al definirlo de algún modo pudiese asimilarse mejor.

Los técnicos se miran entre sí y dicen:

—No, señor, todavía no.

Su padre clava la vista en la pantalla, con el ceño fruncido y su carnosa nariz colorada, para al cabo fijar la mirada en el chico, como si acabase de reparar en su presencia. Despacha a los técnicos con un gesto displicente y estos salen a toda prisa y se escabullen por la puerta. Perdiz se pregunta si suspirarán aliviados cada vez que se despiden de su padre, igual que él. ¿Lo odiarán en secreto? No podría culparlos.

—Bueno —dice el chico, jugueteando con un asa de la mochila—, ¿cómo va la cosa?

—Seguro que te preguntas por qué te he hecho venir.

Perdiz se encoge de hombros y contesta:

—¿Felicidades atrasadas? —Cumplió diecisiete años hace casi diez meses.

—¿Por tu cumpleaños? —se extraña el padre—. ¿No te llegó el regalo que te mandé?

—¿Qué era? —pregunta Perdiz dándose toquecitos en la barbilla.

En realidad se acuerda: le regaló un bolígrafo muy caro con una bombillita en la punta. «Para que puedas estudiar hasta tarde —había escrito su padre en la nota que acompañaba al paquete— y les saques la delantera a tus compañeros.» ¿Recuerda su padre el regalo? Lo más probable es que no. ¿Escribió tan siquiera él mismo la nota? Perdiz no reconocería la letra. Cuando era pequeño su madre solía escribir adivinanzas para que encontrasen los regalos que había escondido, y le contó que era una tradición que había empezado su padre cuando eran novios: acertijos rimados y regalos. Perdiz lo recuerda porque le extrañó que hubiesen estado enamorados en algún momento y ya no fuese así. De lo que no se acuerda es de su padre en ningún cumpleaños.

—No te he hecho venir por nada relacionado con tu cumpleaños.

—Ah, entonces supongo que ahora viene lo del interés paterno por mi vida académica. Vas a preguntarme: «¿Has aprendido algo importante?»

Su padre deja escapar un suspiro. ¿Le hablará alguien así? Probablemente no.

—¿Has aprendido algo importante? —le pregunta.

—Pues que no fuimos los primeros en inventar una cúpula. Son prehistóricas: Newgrange, Knowth, Maeshowe, etcétera.

Su padre se recuesta en la silla y el cuero del respaldo re-china.

—Me acuerdo de la primera vez que vi una fotografía de Maeshowe; era un crío, tendría unos catorce años o así. Lo vi en un libro de enclaves prehistóricos. —Se detiene y se lleva la mano a la sien, que frota en un pequeño círculo—. Era una forma de perdurar, de construir algo duradero. Un legado. Se me quedó grabado en la mente.

—Yo creía que el legado de los hombres era tener descendencia.

El padre mira al hijo fijamente, como si acabase de aparecer en la habitación.

—Sí, tienes razón. Y esa es una de las razones por las que te he llamado. Hay cierta resistencia en determinados aspectos de tu codificación.

Los moldes de momia. Algo va mal.

—¿Qué aspectos de mi codificación?

—El cuerpo y la mente de tu hermano se acoplaron fácilmente a la codificación… —comentó su padre—. Y tú eres muy parecido a él genéticamente pero…

—¿Qué aspectos? —insistió en su pregunta Perdiz.

—Por extraño que parezca, la codificación conductiva. Fuerza, velocidad, agilidad… todos los aspectos físicos van bien. ¿Has notado algún efecto mental o físico? ¿Falta de equilibrio? ¿Pensamientos inusitados o recuerdos?

Los recuerdos, sí… Cada vez piensa más a menudo en su madre, pero no quiere contárselo a su padre.

—Sentí mucho frío nada más decirme que me llamabas. Todo el cuerpo, frío, frío.

—Interesante —dice su padre y, tal vez, por un segundo, el comentario hasta le duele.

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