Puro (4 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Perdiz señala el cuadro de la pared.

—¿Y estos planos originales? Son nuevos.

—Veinte años de servicio. Me los han regalado.

—Muy bonitos. Me gustan tus diseños arquitectónicos.

—Nos salvaron.

—¿Nos? —incide Perdiz entre dientes. Son los únicos que quedan ya, una familia reducida a un solo par enfrentado entre sí.

Y entonces, como si aquello marcase una transición natural, su padre empieza a hacerle preguntas sobre su madre antes de las Detonaciones, de las semanas previas a su muerte, y en concreto, sobre un viaje a la playa que hicieron madre e hijo solos.

—¿Te dio unas pastillas para que te las tomaras? —le pregunta el padre.

Lo más probable es que haya gente al otro lado de la pared recubierta de pantallas de ordenador. Tiene un puesto de observación tras un espejo falso. O quizá no; a lo mejor su padre les ha hecho un gesto para que se marchasen ellos también. Pero los están grabando, es obligatorio. Hay una cámara acechando en cada esquina.

—No me acuerdo, era pequeño.

Pero sí que se acuerda de las pastillas azules. En teoría eran para prevenir la gripe pero parecían empeorarla. Temblaba de la fiebre bajo las mantas.

—Te llevó a la playa, ¿no te acuerdas? Justo antes. Tu hermano no quiso ir porque tenía un partido, eran los campeonatos.

—A Sedge le encantaba el béisbol. Le encantaban muchas cosas.

—Esto no tiene nada que ver con tu hermano.

El padre apenas era capaz de pronunciar el nombre del hermano. Desde que falleció, Perdiz lleva la cuenta del número de veces que se lo ha oído decir a su padre: las puede contar con los dedos de una mano. Su madre murió intentando ayudar a supervivientes a alcanzar la Cúpula el mismo día de las Detonaciones; y antes su padre hablaba de ella como de una santa, una mártir, hasta que poco a poco dejó de mencionarla. Perdiz recuerda cuando su padre le dijo: «No se la merecían. La arrastraron con ella». En otros tiempos su padre hablaba de los supervivientes como «nuestros hermanos y hermanas menores», mientras que a los líderes de la Cúpula, entre los que se incluía, los llamaba «supervisores benevolentes». Ese tipo de discurso todavía aparecía de vez en cuando en los mítines públicos pero en las conversaciones del día a día a los supervivientes de fuera de la Cúpula se los llama «miserables». Le ha oído el término a su padre en muchas ocasiones, y ha de admitir que se ha pasado gran parte de la vida odiando a los miserables por arrebatarle a su madre. Sin embargo, en los últimos tiempos, en las clases de historia mundial de Glassings no puede evitar preguntarse qué ocurrió en realidad. Glassings insinúa que la historia es maleable, que se puede alterar. ¿Por qué? Para contar otra más bonita.

—Con lo que tiene que ver es con el hecho de que tu madre te diese unas pastillas, te obligara a tomarte algo durante esos días en que os ausentasteis.

—No me acuerdo. Solo tenía ocho años… ¿Qué quieres?

Mientras lo dice se acuerda de que ambos se quemaron a pesar de que estaba nublado, y de que, cuando se pusieron malos, su madre le contó un cuento sobre una esposa cisne con pies negros. Su madre… la ve a menudo en su mente: su pelo rizado, sus manos suaves de huesos finos como los de un pajarillo. La esposa cisne tenía también una canción, y una melodía. Era con palabras que rimaban y un movimiento de manos. Su madre le decía: «Cuando te cuente la versión cantada del cuento, aprieta este colgante en la mano». Y él lo guardaba con fuerza en el puño hasta que las puntas de las alas extendidas del cisne le pinchaban, pero no lo soltaba.

Una vez Perdiz le contó el cuento a Sedge. Fue ya en la Cúpula, un día en que echaba muchísimo de menos a su madre. Su hermano le dijo que era un cuento de niñas, para críos que creían en las hadas: «Madura, Perdiz. Se ha muerto, para siempre. ¿Es que no lo ves?, ¿estás ciego?»

Ahora su padre le presiona:

—Vamos a tener que hacerte más pruebas, una serie de ellas. Te pincharemos con tantas agujas que parecerás una almohadilla de esas para alfileres, un acerico. —«Acerico», una de esas palabras que ya no se utilizan. ¿Una almohadilla para alfileres? ¿Es una amenaza? A eso suena—. Nos ayudaría mucho si nos pudieras contar lo que pasó.

—No puedo. Quisiera hacerlo, pero no me acuerdo.

—Escucha, hijo. —A Perdiz no le gusta cómo suena la palabra «hijo» en boca de su padre, como si fuese un reproche—. Necesitas que te ajusten bien la cabeza. Tu madre… —El hombre tiene los ojos cansados y los labios secos. Parece estar hablándole a otra persona, con esa voz que pone por teléfono: «Hola, al habla Willux». Cruza los brazos sobre el pecho y se le relaja la cara por un momento, como si hubiese recordado algo. Vuelve a sacudir la cabeza y hasta sus manos parecen temblarle de la rabia—. Tu madre siempre ha sido muy problemática.

Intercambian una mirada fugaz. Perdiz no dice nada pero en su interior no para de repetirse: «Ha sido. Problemática. Siempre ha sido». No es un pretérito, no es así como se habla de alguien muerto.

Su padre recobra la compostura y dice:

—No estaba bien de la cabeza. —Se frota las manos contra los muslos y luego se echa hacia delante—. He hecho que te pongas triste —dice. Eso también es raro: nunca habla de emociones.

—Estoy bien.

El padre se levanta.

—Voy a llamar a alguien para que nos hagan una foto. ¿Cuándo fue la última vez? —«En el funeral de Sedge probablemente», piensa Perdiz—. Así la puedes poner en tu cuarto para cuando te entre la pena y eches de menos tu hogar.

—No lo echo de menos —le contesta Perdiz. Nunca ha sentido que su hogar fuese su hogar, al menos no aquí en la Cúpula, de modo que ¿cómo va a echarlo de menos hasta el punto de sentir pena?

Así y todo su padre llama a una técnica, una mujer con flequillo y nariz nudosa, y le manda que vaya a por una cámara.

Perdiz y su padre posan ante los planos recién colgados, codo con codo, tiesos como soldados. Un flash se dispara.

Pressia

Rebuscando

P
ressia puede oler el mercado hasta a una manzana de distancia: carne y pescado pasados, fruta podrida, chamusquina y humo. Es capaz de distinguir las sombras cambiantes de los vendedores ambulantes y reconocerlos por sus toses. A veces la muerte se mide así, por los distintos tipos de toses: las que carraspean secamente, las que empiezan y acaban con un resuello, las que empiezan y no pueden parar, las que revuelven flema y las que terminan con un ahogo, que según el abuelo son las peores porque significa que los pulmones están encharcados y puede producirse una muerte por infección, como ahogarse desde dentro. El abuelo carraspea durante el día, pero de noche, mientras duerme, le da la tos con ahogo.

Avanza siempre por en medio del callejón. Al pasar los cobertizos oye una riña familiar: el bramido de un hombre, algo metálico que impacta contra una pared, y el chillido de una mujer y de un crío que rompe a llorar.

Cuando llega al mercado ve que los vendedores están recogiendo. Utilizan señales metálicas de la carretera a modo de techados y cobertizos herrumbrosos. Tapan los puestos con cartón prensado enmohecido, cargan la mercancía en carretas renqueantes y cubren los tenderetes con lonas andrajosas.

Pressia pasa por delante de un grupo que cuchichea: un círculo de espaldas jorobadas, siseos, alguna risotada de tanto en tanto y más susurros. Mira de reojo las caras jaspeadas de metal, vidrio brillante y cicatrices tirantes. El brazo de una mujer parece tapizado en cuero, lacrado a la muñeca por donde se une a la piel.

Ve un puñado de muchachos, no mucho más pequeños que ella. Hay dos niñas —gemelas, ambas con las piernas visiblemente mutiladas y oxidadas por debajo de las faldas— que balancean una cuerda para una tercera con un brazo recortado que salta entre ellas. Cantan:

Quema a un puro y mira cómo berrea.

Cógele las tripas y hazte una correa.

Trenza su pelo y hazte una cuerda.

Y haz jabón de puro con la tibia izquierda.

A lavar, a lavar, a lavar, tocotó.

A lavar, a lavar, a lavar, puro soy yo.

«Puros» es como se llama a los que viven en la Cúpula. Los niños están obsesionados con los puros; se mencionan en todas las canciones infantiles, a menudo muertos. Pressia se sabe esa rima de memoria, de haber saltado con ella siendo pequeña. Había anhelado lavarse con ese jabón, por estúpido que parezca. Se pregunta si a esas niñas les pasará lo mismo. ¿Cómo será ser puro?, ¿qué se sentirá al borrársete las cicatrices, al volver a tener una mano y no una muñeca en su lugar?

Hay un chiquillo con los ojos muy separados, unos ojos idos, casi a los lados de la cabeza, como un caballo. Está cuidando una fogata en un bidón metálico sobre el que penden dos espetones de carne carbonizada. Lo que hay en los pinchos es pequeño, del tamaño de un roedor. Todos esos niños eran bebés cuando las Detonaciones, criaturas fuertes. A los niños nacidos antes de las Detonaciones se los llama «pres» y a los que nacieron después «posts». Aunque en teoría los posts deberían ser puros, la cosa no funciona así; las mutaciones causadas por las Detonaciones se enquistaron en los genes de los supervivientes. Los bebés no nacen puros: están mutados, nacen con restos de las deformaciones de sus padres. Los animales también; en lugar de partir de cero, las crías son al nacer un revoltijo cada vez más enrevesado, un híbrido de humanos, animales, tierra y objetos.

Sin embargo, la gente de la edad de Pressia hace una distinción importante: los que recuerdan la vida antes de las Detonaciones y los que no. A veces, tras presentarse, los chavales de su edad juegan al Me Acuerdo, intercambiando recuerdos como si fuesen monedas. Lo íntimo que sea el recuerdo demuestra lo dispuesto que se está a abrirse a la otra persona: la moneda es la confianza. A quienes son demasiado pequeños para acordarse se les tiene tanta lástima como envidia, una mezcla que resulta odiosa. Pressia se sorprende a veces fingiendo recordar más de la cuenta, tomando prestadas las evocaciones de los demás y mezclándolas con las suyas. Pero le preocupa llegar a fantasear hasta tal punto con los recuerdos de los demás que los suyos pierdan verosimilitud. Tiene que aferrarse con todas sus fuerzas a los que conserva.

Se queda mirando una cara tras otra, rostros en los que el fuego arroja sombras, hace resplandecer trozos de metal y vidrio e ilumina cicatrices, quemaduras y nódulos de queloides brillantes. Una de las niñas alza la vista hacia ella; aunque la reconoce, Pressia no es capaz de ponerle nombre.

—¿Quieres un trocito de puro tostadito y crujiente? —le pregunta.

—No —le contesta Pressia con más fuerza de lo que pretendía.

Los niños se ríen, excepto el que está cuidando del fuego. Le da vueltas a su espetón con unos dedos pequeños y delicados, como si estuviese dándole cuerda a algo, a una especie de instrumento o motor. Se llama Mikel, y no es como los demás niños. Tiene una actitud fría; se nota que ha visto mucha muerte, que hace ya tiempo que perdió a sus padres.

—¿Seguro, Pressia? —le insiste Mikel muy serio—. ¿No quieres un poquito antes de que te quiten de en medio para siempre?

A ella le sorprende el comentario porque, aunque el chaval tiene una vena de maldad, no suele dirigirla contra ella.

—Muy amable por tu parte, pero paso.

Mikel la mira como desconsolado. Tal vez lo que quería era que Pressia le gritara que nunca iban a quitarla de en medio. A ella, de todas formas, el chico le da pena; esa crueldad suya siempre lo ha hecho vulnerable, justo lo contrario de lo que quiere transmitir.

Ve a lo lejos a Kepperness, el hombre al que ha mencionado el abuelo. Lleva tiempo sin encontrárselo. Calcula que tiene la edad que tendría ahora su padre. Está echando unas cajas vacías en una carretilla y lleva la camisa arremangada, lo que deja a la vista unos brazos incrustados en vidrio, delgados y nervudos. La ve y luego aparta la vista. Lleva unos cuantos tubérculos oscuros en una cesta. Pressia inclina la cabeza hacia delante para esconder las cicatrices de un lado de la cara.

—¿Cómo está tu hijo? ¿Se le ha curado del todo el cuello? —le pregunta con la esperanza de que el hombre sienta así que le debe algo.

Kepperness se incorpora y estira la espalda con una mueca. Uno de sus ojos brilla con un velo anaranjado tirando a dorado, una catarata de las quemaduras de la radiación, algo bastante corriente.

—Tú eres la chica del Cosecarnes, ¿verdad? Su nieta. ¿No se supone que no tendrías que rondar ya por aquí? ¿No eres demasiado mayor?

—No —le contesta Pressia a la defensiva—. Solo tengo quince años. —Hace como que se encoge por el viento pero en realidad intenta parecer más pequeña y joven.

—¿Ah, sí? —Kepperness calla y se queda mirándola. Pressia se concentra en el ojo bueno del hombre, el único con el que ve—. Me he jugado la vida por estos tubérculos. Los he cogido de al lado del bosque de la ORS, se habían dejado unos cuantos.

—Pues yo tengo aquí un artículo único, algo que solo alguien con una fortuna importante podría permitirse. Vamos, que no lo puede comprar cualquiera.

—¿De qué se trata?

—Es una mariposa.

—¿Una mariposa? —pregunta con sorna—. Pues no quedan muchas que digamos.

Es cierto, son bastante raras. Aunque en el último año Pressia ha visto unas cuantas más, pequeños presagios de recuperación.

—Es un juguete.

—¿Un juguete? —En realidad los niños ya no tienen juguetes; juegan con vejigas de cerdo y muñecas de trapo remendadas—. Déjame verlo.

Pressia sacude la cabeza y le dice:

—¿Para qué quieres verlo si no puedes pagarlo?

—Tú déjame.

La chica suspira y finge cierta reticencia; luego saca la mariposa y se la enseña desde lejos.

—Más cerca —le dice el hombre. Pressia se da cuenta entonces de que las Detonaciones le dañaron ambos ojos, aunque uno mucho más que el otro.

—Me apuesto algo a que de pequeño tenías juguetes de verdad.

El hombre asiente y le pregunta:

—¿Qué hace?

Pressia da cuerda a la mariposa, que, al posarse sobre el carro, empieza a batir las alas.

—Me pregunto cómo era ser niño en tu época… La Navidad, los cumpleaños…

—De niño creía en la magia. ¿Te lo imaginas? —comenta el hombre al tiempo que ladea la cabeza y se queda mirando el juguete—. ¿Cuánto?

—Normalmente cobro bastante. Es una evocación de algo del pasado. Pero, por ser tú… con que me des lo que te queda de tubérculos… No necesitamos más.

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