—No es un simple colgante, ¿verdad? —dice Bradwell, que tiene la espalda apoyada en la pared metálica—. Está hueco por dentro. ¿Me equivoco?
—¿Por qué has hecho eso?
—Era mi obligación. ¿Pone algo dentro?
Perdiz levanta el colgante y ve unos signos extranjeros que no sabe leer.
—No lo sé. Hay una inscripción pero no entiendo qué pone. Está en otro idioma.
Bradwell alarga la mano y pregunta:
—¿Puedo verlo?
A regañadientes, Perdiz pone las dos partes en la palma de Bradwell, que las estudia con detenimiento, bajo la luz de la bombilla pelada que hay en el centro de la estancia.
—¿Sabes lo que dice? —pregunta Perdiz impaciente.
—He estado varios años estudiando japonés, lo he aprendido yo solo. Mi padre lo hablaba con fluidez, y en sus investigaciones hay muchos documentos traducidos a esta lengua. No lo hablo, pero algo leo. —Perdiz se aprieta con él bajo la luz—. Esto de aquí —indica Bradwell señalando los dos primeros caracteres,
— significa ‘mi’. —Desplaza luego el dedo al siguiente grupo,
, y añade—: Y esta es una palabra que reconocería en cualquier parte, porque es la primera que busqué en el diccionario; significa ‘fénix’.
—¿Mi fénix? Eso no tiene sentido. Mi padre no hablaba japonés. Yo nunca le oí llamar a mi madre por ningún apelativo cariñoso. No era su estilo.
—A lo mejor no es de él —sugiere Bradwell.
—¿Qué significa «mi fénix»?
—No sé quién lo habrá escrito pero tiene muchas connotaciones. Significa que tu madre y quienquiera que le regaló el colgante sabían mucho. Puede que lo supiesen todo.
—¿Todo? ¿A qué te refieres?
—A la Operación Fénix. Es el nombre de toda la misión.
—Las Detonaciones.
—El Armagedón, el nuevo Edén. La criatura de tu padre: una nueva civilización que se levantaría de sus cenizas como un fénix. Un nombre muy ingenioso, ¿no te parece?
Bradwell se levanta y tose; tiene el cuello colorado. Perdiz se siente un poco culpable por haberlo atacado. El otro chico le tiende una papelera metálica en la que probablemente echaban las entrañas en otros tiempos.
—Pon aquí la ropa y las cosas de tu madre. Tenemos que quemarlo todo para destruir los chips.
Perdiz siente un mareo. Le pasa a Bradwell el hatillo con su ropa y la mochila, de donde ya ha sacado todas las cosas de su madre.
—¿Y si me quedo con las cosas? Estoy seguro de que no tienen nada.
Está jugueteando con el dibujo en relieve de la tarjeta de cumpleaños, buscando chips, cuando nota un bulto más duro. Se humedece los dedos con la lengua y los restriega en la cartulina, que cede y se desintegra. Y aparece entonces un chip muy fino, tan delgado como un papel pero duro y de plástico blanco: un sensor diminuto.
—Mierda —exclama Perdiz—. Ni siquiera será real, ni siquiera la habrá escrito mi madre. —Da una vuelta rápida por el cuarto—. A Glassings, mi profesor de historia mundial, le concedieron el permiso para ir a la excursión… Tal vez querían que robase todas estas cosas. A lo mejor sabían que lo haría y lo intervinieron todo.
—A lo mejor la tarjeta era real y luego le pusieron el chip. —Bradwell alarga el brazo y Perdiz le pone en la palma de la mano el chip—. Los vamos a mandar de cacería.
Bradwell pega el chip a un cable con una maloliente resina epóxica casera que tiene en un tarro. Abre la jaula que contiene los dos roedores, coge la rata tuerta y se la acerca al pecho. El animal chilla cuando Bradwell le enrolla el cable por la cintura y une ambos cabos para sujetar bien el chip. A continuación se la lleva hasta un desagüe que hay en el suelo, levanta la trampilla y empuja el bicho por el conducto. Perdiz oye a la rata pisar el firme y echar a correr.
Bradwell echa un líquido con un olor muy fuerte sobre las ropa del cubo de metal, mientras que Perdiz coge la caja de música y le da cuerda por última vez.
Bradwell prende el cubo y surge una llamarada.
Cuando acaba la canción, Perdiz le pasa la caja de música al otro chico, que la echa también al cubo. Ambos se quedan mirando las llamas.
—¿Dónde está la fotografía?
—¿Lo dices en serio? ¿Hasta eso?
Bradwell asiente.
Perdiz no la saca de la funda protectora. No puede volver a verla. Se consuela sabiendo que tiene la imagen grabada a fuego en la cabeza. La echa al cubo, la deja caer y aparta la vista; no quiere ver cómo las llamas se llevan la cara de su madre. Coge entonces una parte del colgante que todavía tiene intacto el aro por donde se pasa la cadena, la parte con la gema azul.
—¿Y si vuelve Pressia? Quiero que sepa que la estamos buscando, que no nos hemos rendido. Podríamos dejarle la mitad del colgante. Nosotros nos llevamos la parte que tiene la inscripción y a ella le dejamos la de la piedra azul.
Bradwell va hacia donde tiene guardadas las armas, se arrodilla, quita los ladrillos y saca cuchillos, cuchillas, ganchos y una pistola eléctrica.
—No lo sé.
—No puedo quemarlo. Esto no.
Bradwell está eligiendo las armas.
—Vale. Quédate una mitad y deja la otra. Ahora lo principal es actuar rápidamente. Cuanto más tiempo perdamos, menos posibilidades tendremos de encontrarla. —Dicho esto, se mete un cuchillo de carnicero y un gancho en las correas de las chaqueta y en las trabillas del cinturón.
—¿Adónde vamos?
—Solo conozco a una persona a la que seguro que la Cúpula no controla —le explica Bradwell—. Vive en los fundizales, que es una zona muy extensa. Ella es la única persona que tiene poder y es de fiar.
—Si los fundizales son tan extensos, ¿cómo vamos a encontrarla?
—No funciona así —le dice Bradwell a Perdiz al tiempo que le da un gancho de carne y un cuchillo—. Nosotros no la encontramos, ella nos encuentra a nosotros.
Juego
P
ressia está esperando sentada en el borde de su camastro. No sabe bien el qué. Le han dado su propio uniforme verde y le queda bastante bien. Los pantalones tienen pinzas y los bajos plegados hacia fuera. Cuando anda, el dobladillo le va cepillando las botas, que son pesadas y rígidas; mueve los dedos por dentro. Los calcetines son de lana, muy cálidos. No echa de menos los zuecos; nunca se lo diría al abuelo pero le encantan esas botas, unos zapatos fuertes que te mantienen en pie.
Le avergüenza admitir lo bien que le sienta todo, unas ropas cálidas y de su talla. El abuelo le contó que sus padres le hicieron una foto en su primer día de guardería vestida con el uniforme de la escuela, junto a un árbol del jardín de la entrada. Este uniforme la hace sentir segura, protegida: forma parte de un ejército, tiene refuerzos. Y se odia por esa innegable sensación de unidad. Detesta realmente la ORS, pero su oscuro secreto, el que nunca admitiría delante de nadie —y menos aún delante de Bradwell—, es que le encanta el uniforme.
Lo peor de todo es el efecto mágico que produce el brazalete que lleva sobre el resto de los chicos del cuarto. Tiene cosido un emblema de una garra negra, el símbolo de la ORS, el mismo que hay pintado en los camiones, en los comunicados, en todo lo oficial. La garra significa poder. Los niños se quedan mirándola igual que a su puño de cabeza de muñeca, como si una cosa fuese incompatible con la otra. Detesta que el uniforme le impida ocultar el puño de muñeca porque la manga le llega justo por encima. Pero, con el poder que le da el brazalete con la garra, casi le da igual. De hecho, siente el inexplicable deseo de susurrarles que si también ellos tuviesen la suerte de tener puños de muñeca conseguirían lucir el brazalete de la garra. Es una mezcla retorcida de orgullo y vergüenza.
Otra cosa que le abochorna es haber comido tan bien. La cena de anoche y el desayuno de esa mañana se los han traído en una bandeja. Las dos veces había una especie de sopa oscura, un caldo aceitoso con varios trozos de carne flotando e incluso cebolla: un remolino grasiento, en definitiva. Y dos picos de pan, una buena cuña de queso y un vaso de leche. Leche fresca… no lejos de allí tiene que haber vacas que dan leche. Comer ha supuesto para ella una especie de rendición, como si estuviese traicionando todo aquello en lo que cree. Pero si va a salir al exterior va a necesitar toda la energía posible. Así es como ha acabado justificándoselo a sí misma.
Al resto de chicos les han dado pan, unas lonchas finas de queso y un tazón de agua turbia. Todos la han mirado con recelo y envidia.
Ninguno de los reclutas dice nada. Pressia se da cuenta de que los han castigado por eso. Pero se pregunta si para ella hay unas reglas distintas. Es la primera vez en su vida que siente que está teniendo suerte. «¡Chica afortunada!», le había dicho Il Capitano. «¡Chica afortunada!» Sabe que no debe fiarse de nada. El trato especial está relacionado con el puro. No hay otra explicación, ¿verdad? Si no, ya la habrían convertido en blanco humano y la habrían matado. Sin embargo, sigue sin estar muy claro qué es lo quieren exactamente de ella.
Cuando la guardia echa un vistazo por el cuarto y se va, Pressia se atreve a romper el silencio:
—¿Qué es lo que estamos esperando?
—Sus órdenes —susurra el tullido.
Pressia no sabe dónde ha conseguido el chico esa información, pero parece fiable. Ella espera comenzar la instrucción: la instrucción para oficial.
La guardia aparece en la puerta, dice un nombre —Dreslyn Martus— y uno de los chicos se levanta y la sigue.
No vuelve.
Va trascurriendo el día. Pressia piensa de vez en cuando en el abuelo; se pregunta si se habrá comido la fruta esa extraña con la que la mujer le pagó sus servicios. Se acuerda también de
Freedle
: ¿le habrá engrasado los engranajes? Piensa en las mariposas de la repisa: ¿las habrá usado en el mercado? ¿Cuántas le quedarán?
Intenta imaginarse a Bradwell en su próxima reunión. ¿Pensará en ella en algún momento? ¿Se preguntará al menos qué ha sido de ella? ¿Y si llega el día en que sea la oficial que irrumpa en una de esas reuniones? Él no ha venido a rescatarla, y tendría así la oportunidad de entregarlo; aunque le dejaría ir, claro, y él le debería su libertad. Lo más probable es que no volviesen a verse.
Oye disparos a lo lejos e intenta deducir si siguen algún tipo de patrón pero no descubre ninguno.
Piensa también en la comida, desde luego. Espera que haya más. Son desazonadoras las ansias que tiene de que la cuiden. Si consigue que la cosa cuaje allí, tal vez se convierta en oficial y logre protección para el abuelo. Podría hasta salvarlo, siempre que se salve antes a sí misma.
—Pressia Belze. —La guardia está una vez más en el umbral de la puerta.
Se levanta y la sigue fuera del cuarto. Todos se quedan mirando cómo se va. Una vez en el pasillo la centinela le dice:
—Te han invitado a participar en El Juego.
—¿Qué juego? —pregunta Pressia.
La guardia la mira como si quisiera pegarle con la culata del rifle, pero Pressia va a ser oficial, lleva el brazalete con la garra.
—No estoy segura —le informa la guardia. Y Pressia comprende que está diciendo la verdad, que no lo sabe porque nunca la han invitado a jugar a El Juego.
A continuación la conduce por un pasillo hasta el otro lado de una puerta trasera, donde se queda esperando en el frío. Es media mañana. A Pressia le sorprende constatar que ha perdido toda noción del tiempo.
Colina abajo hay un bosque calcinado y asolado por las Detonaciones. Le parece estar viendo la postal fantasma del lugar tal y como era en otros tiempos, con árboles altos, pájaros cayendo en picado y hojas susurrando.
—Tuvo que ser bonito en el Antes —comenta.
—¿Qué? —gruñe la guardia.
A Pressia le entra vergüenza: no tendría que haberlo dicho en voz alta.
—Nada.
—Allí abajo. ¿Lo ves? —le pregunta la guardia.
En la sombra, Pressia divisa a Il Capitano. Desde lejos parece un jorobado, con su hermano Helmud a la espalda. Se ve brillar la punta de un puro encendido. Va con un rifle en el pecho que lleva cruzado sobre sí mismo y Helmud.
—¿El Juego se hace aquí fuera?
¿Qué esperaba?, ¿una partida de cartas? Una vez el abuelo le explicó el juego del billar: las bolas de colores, las carambolas, las troneras de las esquinas, los tacos.
—Sí, aquí fuera.
A Pressia no le hacen gracia ni los bosques ni los matorrales.
—¿Cómo se llama este juego? —pregunta Pressia.