Y Lyda sabe qué canción es. Esa horrible y horrorosa canción que se te pega en la cabeza y te vuelve loca: «Brilla, brilla, estrellita». Enfadada, se aparta de la ventana y, con la espalda pegada a la pared, se desliza hasta el suelo.
¿Y si esta es su vida ya para siempre? ¿Y si la orden de reubicación nunca llega? Mira hacia la ventana falsa. ¿Se ha puesto ya el sol? ¿Llegará el día en que se conozca hasta el más mínimo movimiento del sol falso, de la mañana a la noche?
Va a gatas hasta el colchón, saca la esterilla de entre las mantas y se pone a rasgar las tiras de plástico. La va a rehacer para que quede más bonita. Un poco de trabajo manual le vendrá bien para tranquilizarse. Va cogiendo las tiras por el color y trata de pensar en un dibujo que la alegre. Le encantaría tejer un mensaje en la esterilla: «Salvadme —escribiría—. No estoy loca, sacadme de aquí.»
Pero ¿quién lo iba a ver? Tendría que ponerlo contra la ventana y esperar que alguna de las chicas lo leyese. Piensa entonces en la pelirroja: ¿y si no está loca? ¿Estará intentando mandarle un mensaje?
Repasa en la cabeza la letra de la canción: ¿«Por encima del mundo, muy alto. Como un diamante en el cielo»? Empieza a trenzar las tiras de plástico: azul, morado, rojo, verde, formando un dibujo a cuadros. Se le ha metido la canción en la cabeza pero no le ve el sentido. Está allí, como un bucle, solo la melodía, y entonces, mientras sus dedos vienen y van, cuando cogen ritmo, la letra de la canción le vuelve. Pero no es la de «Brilla, brilla» sino la que se canta de pequeño cuando te enseñan el abecedario. No se había fijado nunca en que ambas tenían la misma melodía.
A, B, C, D, E, F, G… Letras, lenguaje.
Se levanta dejando caer las tiras de plástico sobrantes al suelo y corre hacia la ventana, donde está la cara pálida de la pelirroja esperándola.
Lyda pega los dedos contra la ventana y va recorriendo el alfabeto al ritmo de la melodía hasta que su dedo se detiene en la H, luego en la O, en la L y por último en la A.
La pelirroja sonríe y esa vez la saluda con la mano.
Se está poniendo el sol, no les queda mucho tiempo de luz. Dibuja un signo de interrogación en la ventana. ¿Qué es lo que la chica tiene tantas ganas de decirle? ¿Qué pasa?
La pelirroja empieza a deletrear. Es un proceso lento y Lyda asiente con la cabeza cada vez que averigua una letra. La murmura entre dientes para recordar bien por dónde va la palabra. Al final de cada una la pelirroja traza una línea en la ventana.
Escribe: «S-o-m-o-s / m-u-c-h-o-s. / V-a-m-o-s / a/
Cuando aparece una guardia para inspeccionar el pasillo, ambas se apartan de las ventanas. Lyda se mete en la cama, se tapa y se hace la dormida. «¿Vamos a qué? —piensa Lyda—. ¿A qué?»
En cuanto oye que los zapatos de la guardia se alejan por el pasillo, vuelve a la ventana. La pelirroja todavía no está pero, unos instantes después, reaparece y sigue escribiendo: «D-e-r-r». ¿Derrotar?, se pregunta Lyda. ¿Derrotará su encierro? ¿Se trata de un mensaje de esperanza para todas las que están allí atrapadas y se sienten perdidas?
No. El mensaje continúa y acaba en un «o-c-a-r». ¿Vamos a derrocar? ¿A quién van a derrocar?
Lyda tamborilea las letras lo más rápido que puede: «g-u-a-r-d-i-a-s». Hace otro signo de interrogación con el dedo en la ventana. La pelirroja la mira con su cara inexpresiva y después sacude la cabeza con fuerza: no, no, no.
Lyda escribe otra interrogación en el cristal. ¿Quién? Necesita saberlo.
Ya apenas se ve en el cuarto y distingue a duras penas los dedos de la chica, que ahora tamborilea otras seis letras: «C-ú-p-u-l-a». Lyda se la queda mirando. No entiende. Vuelve a poner el dedo en el cristal para dibujar una última interrogación.
La pelirroja termina: «D-í-s-e-l-o / a / é-l».
Dardos
T
odas las cárceles, asilos y sanatorios quedaron derruidos, un coloso tras otro convertido en una montaña de huesos de hierro calcinados. Las casas de las urbanizaciones cercadas están incineradas o completamente asoladas. Los columpios de plástico, barcos pirata o castillos diminutos resultaron ser resistentes, de ahí que unas grandes burbujas informes de colores salpiquen los solares de tierra y ceniza, como las esculturas retorcidas que Perdiz ha visto en imágenes de la clase de historia del arte.
Instalaciones artísticas, así las llamaba el señor Welch. Y, de algún modo extraño, a Perdiz le gustan. Piensa en Welch, una especie de versión reducida de Glassings y su historia mundial. A veces se ponía delante del proyector para explicar algo y los borrones de colores le cubrían el cuerpo desgarbado, el pecho hundido y la calva reluciente. Fue uno de los jueces que eligió el pájaro de Lyda. Es probable que Perdiz no vuelva a ver ni a Welch, ni a Glassings, ni a Lyda. Nunca verá el pájaro. ¿Y a Pressia?
Bradwell está delante de él con la mano en la empuñadura de un cuchillo bajo el chaquetón; Perdiz lleva un gancho y una macheta de carnicero, así como el viejo cuchillo de la exposición de hogar. Con todo, sigue sintiéndose bastante vulnerable en el exterior, un tanto desorientado. La codificación está haciéndose con el control de su cuerpo. En ocasiones la siente surgir como si quisiera apoderarse de sus músculos, metérsele en los huesos y disparar sus sinapsis. Es una sensación que no puede describir, como si se le espesase la sangre que le recorre el cuerpo y albergase algo ajeno en su interior. Aunque ha resultado ser inmune a la codificación conductiva por las pastillas azules que le dio su madre en la playa, el resto sigue activo en la química de su cerebro. ¿Se puede fiar de su propio cerebro? Ahora mismo los detalles le resultan un tanto confusos.
—¿Cómo me has dicho que es esa mujer en la que tanto confías? —pregunta Perdiz.
—Es difícil de explicar —le responde Bradwell.
—¿No la has visto nunca?
—No, pero he oído rumores.
—¿Rumores?
—Sí. Es nuestra única oportunidad. Eso si no nos matan antes sus protectoras.
—¿Sus protectoras podrían matarnos?
—Si no, no serían sus protectoras.
—Mierda, ¿me has hecho venir aquí fuera basándote en rumores?
Bradwell gira sobre sus talones y le dice:
—Vamos a dejar las cosas claras: tú eres el que me has hecho venir aquí para buscar a Pressia, a la que tú pusiste en peligro.
—Perdona.
Bradwell echa a andar de nuevo y Perdiz tras él.
—De todas formas, en realidad no son rumores. «Mito» sería más exacto. ¿Te haces una idea?
Sabe que el puro no se hace ninguna idea; no es de aquí, no entiende nada.
A veces Perdiz imagina que todo esto no es real, que en realidad es solo una reconstrucción muy elaborada de una catástrofe, no la catástrofe en sí. Recuerda una vez que fueron de excursión a un museo donde había pequeñas exposiciones con actores en directo que hablaban de cómo eran las cosas antes del Retorno al Civismo. Estaban organizadas por temas: antes de que se construyese el ingente sistema carcelario; antes de que a los niños con dificultades se los medicase adecuadamente; cuando el feminismo no alentaba la feminidad; cuando los medios eran hostiles al gobierno en lugar de cooperar por un bien común; antes de que la gente con ideas peligrosas estuviese identificada; antes, cuando el gobierno tenía que pedir permiso para proteger a sus conciudadanos de los males del mundo y de los males de nosotros mismos; antes de que los muros rodeasen los vecindarios con sistemas de alarma y amables hombres en garitas que conocían a todos por su nombre.
En el enorme césped del museo hacían reconstrucciones bélicas a la luz del día donde se representaban los levantamientos que habían tenido lugar en algunas ciudades en contra del Retorno al Civismo y su legislación. Con el gobierno respaldado por el ejército, las revueltas —en su mayoría manifestaciones políticas que derivaron en enfrentamientos violentos— no tardaron en ser neutralizadas. La milicia interna del gobierno, la Ola Roja de la Virtud, los salvó a todos. Los sonidos grabados eran ensordecedores; los uzis y la alarma antiaérea resonaban en los altavoces. En la tienda de recuerdos, los niños de la clase compraron megáfonos y granadas de mano muy realistas, e incluso parches con el emblema de la Ola Roja de la Virtud. Él quería una pegatina en la que ponía «E
L
R
ETORNO AL
C
IVISMO: LA MEJOR FORMA DE LIBERTAD
» escrito sobre una bandera ondeante de Estados Unidos, con las palabras «S
IEMPRE ALERTA
» por debajo. Su madre, sin embargo, no le quiso dar dinero para la tienda y él no entendió por qué.
Desde luego ahora sabe que el museo era pura propaganda. No obstante, podría fingir por unos momentos que los fundizales son solo eso: un museo muy bien documentado.
—¿Tú te acuerdas de cómo era todo antes de las Detonaciones? —le pregunta a Bradwell.
—Yo estuve un tiempo viviendo en esta zona con mis tíos.
Perdiz, cuya madre se había negado a dejar la ciudad, solo había ido allí de visita, a las casas de sus amigos. Recuerda el sonido de las verjas: el leve zumbido de la electricidad, los engranajes chirriantes, los sonoros chasquidos del metal. Aunque las casas de las urbanizaciones cercadas estaban apiñadas unas con otras, cada una con su pequeño reducto de hierba con un brillo químico como aterciopelado, parecían aisladas.
—¿Tienes alguna imagen en la cabeza?
—No las que me gustaría.
—¿Estabas aquí en el fin?
—Había ido a pasear lejos del vecindario. Yo era de esos críos a los que gustaba perderse y alejarse de donde les decían que tenían que estar.
—A la mayoría de los niños no nos dejaban salir de casa, ni que nos viese la gente —comenta Perdiz—. Por lo menos a mí.
Los niños decían cosas y no se podía confiar en ellos porque repetían como papagayos todo lo que oían de boca de sus padres. A Perdiz su madre le decía: «Si alguien te pregunta qué opino yo sobre algo, tú dile que no lo sabes». No le dejaba estar mucho tiempo solo en casa de ningún amigo. Además, siempre había miedo a algún virus, a contagiarse de algo. No había nada seguro: se desconfiaba del sistema de aguas, que solían contaminar, al igual que de las tiendas de alimentación; hubo que retirar productos. A Perdiz le contaron en la academia que, aunque no hubiese habido Detonaciones, habrían necesitado la Cúpula, que resultó ser profética. Y las Detonaciones… ¿de veras su padre participó en todo desde el principio? Rara vez había hablado de ellas en la Cúpula pero, cuando lo hacía, las aceptaba como si de una catástrofe natural se tratase. Más de una vez le ha oído decir: «Un acto de Dios. Y Dios fue piadoso con nosotros» y «Gracias, Señor, bienaventurados nosotros».
También recuerda la vez en que su madre y él fueron a visitar a unos amigos y resultó que la mujer había desaparecido. Se pregunta si estarán por allí cerca los restos de aquella casa, en medio de ese vasto paisaje baldío.
—La señora Fareling —dice en voz alta al recordar el nombre.
—¿El qué?
—La señora Fareling, una amiga de mi madre. A veces compartíamos coche cuando nos tenían que llevar a algún sitio. A mi madre le caía muy bien. Tenía un hijo de mi edad, Tyndal. Un día fuimos porque habíamos quedado para jugar en su casa de una urbanización amurallada, y ya no estaba. Abrió la puerta otra mujer. «Trabajadora del Estado», dijo. Estaba allí como cuidadora provisional hasta que el señor Fareling encontrase una sustituta de su esposa para el hogar.
—¿Qué hizo tu madre?
—Le preguntó qué había pasado y la mujer le contó que la señora Fareling había dejado de asistir a las reuniones de las FF y luego a las de la iglesia.
—Las Feministas Femeninas —dice Perdiz.
—¿Tu madre era socia?
—Claro que no. No estaba dispuesta a abrazar ideales conservadores. Creía que eran una patraña, como eso que decían de «¡Qué estupendas somos tal y como somos: guapas, femeninas y educadas!»
—Mi madre también detestaba ese movimiento. Se peleaba con mi padre por eso.
Las madres de los amigos de Perdiz pertenecían a las FF. Siempre llevaban los labios pintados, y es cierto que estaban guapas, salvo cuando se les quedaba el carmín pegado a los dientes.
—¿Qué le pasó a la señora Fareling? —quiere saber Bradwell.
—No lo sé. —La mujer aquella les dijo que la rehabilitación no siempre era irreversible, y después les ofreció orientación psicológica: «A veces podemos ayudar cuando alguien se ve afectado por una pérdida repentina». Su madre se negó. El chico casi puede recordar la sensación de su mano cogiéndolo por el brazo mientras volvían al coche, como si hubiese sido él quien hubiese hecho algo malo—. De vuelta a casa mi madre me contó que las cárceles, los centros de rehabilitación y los sanatorios, los construían en alto por una razón: para que todos supiesen que la única diferencia era que vivían o bien bajo el techo, o bien a la sombra de esas instituciones.
Está anocheciendo y la oscuridad es cada vez mayor. Pueden aparecer alimañas en cualquier momento. Rodean unos cuantos columpios derretidos y una franja de alambrada aplastada.
—Y tus padres… ¿cómo se enteraron de todo, si dijeron que no a los Mejores y Más Brillantes en los Red Lobster esos? —le pregunta Perdiz a Bradwell—. Ellos estaban fuera.
—Pues por suerte, aunque no sabría decir si fue buena o mala suerte, ahora que lo pienso. A mi padre le concedieron una beca para estudiar las costumbres rituales de un remoto pueblo pesquero de Japón y una familia le pasó una grabación de una mujer que había sobrevivido a Hiroshima, aunque con extrañas malformaciones. Tenía un reloj de muñeca incrustado en el brazo. Se ocultaba porque había habido otras personas como ella (gente que se había fusionado de una forma extraña con animales, con tierra o entre sí) a las que el gobierno se había llevado y nadie había vuelto a ver.
—En la Cúpula nos animan a estudiar civilizaciones antiguas: dibujos en paredes de cuevas, restos de alfarería, momias a veces… ese tipo de cosas. Así es más fácil.
—Supongo. —Bradwell mira al otro chico como si agradeciese que lo reconozca—. Bueno, como muchos historiadores, mi padre no creía que la bomba atómica fuese la única razón de la rendición de Japón. Poco antes de la derrota, los japoneses no dieron muestras de temor a perder vidas y sí de sacrificio. Mis padres se preguntaban si no se debió al miedo del emperador a las abominaciones generadas por la bomba. Los japoneses eran muy homogéneos, una cultura isleña. Es posible que para el emperador fuese demasiado pensar no que fuesen a ser derrotados, sino deformes y mutantes. Obligaron a los generales a rendirse y se llevaron a toda la gente que había sufrido fusiones a causa de la bomba para estudiarla. La censura que impuso MacArthur sobre los efectos de la bomba, la ocultación de los relatos de testigos presenciales y de las historias orales, incluso de las observaciones científicas…, en definitiva, el secreto de sumario sobre los japoneses… además de la vergüenza que sentían… todo ello contribuyó a acallar la realidad de los horrores, así como de las mutaciones.