Puro (26 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

—El Juego.

A Pressia no le gusta la forma en que lo dice, pero procura disimular su nerviosismo.

—Muy original, como ponerle
Gato
de nombre… a un gato.

La mujer se la queda mirando un instante, inexpresiva, y luego le da un chaquetón que llevaba echado en un brazo.

—¿Para mí?

—Póntelo.

—Gracias.

Sin mediar palabra la guardia entra en el edificio y cierra la puerta.

A Pressia le encanta el chaquetón, la forma en que se hincha a su alrededor, es como andar dentro de pan calentito. No traspasa nada, ni el frío, ni el viento que se levanta y luego amaina. Estas son las cosas que la gente debería apreciar, los placeres sencillos; es lo único que tiene ahora mismo. El chaquetón es cálido, y hay veces en que hay que dar las gracias por cosas así. ¿Cuándo fue la última vez que sintió ese calor con un abrigo? Sabe que puede morir aquí fuera. Toda esa historia sobre ser oficial es mentira. El Juego podría ser uno en el que ella es la presa. Lo sabe y, aun así, piensa que por lo menos morirá abrigada.

Baja la cuesta preguntándose qué decirle a Il Capitano. ¿Tiene que llamarlo Il Capitano? Es un nombre raro. ¿Se lo habrá puesto él? Si Pressia lo llama así, ¿sonará forzado o falso? No le gustaría que Il Capitano pensase que se burla de él. Es solo cuestión de tiempo que se dé cuenta de que ella no tiene ningún vínculo real con el puro. Lo conoció en la calle y lo llevó a su antigua dirección, que resultó ser un montón de escombros. Espera que, para cuando Il Capitano lo averigüe, ella ya esté en el lado bueno, si es que eso significa algo aquí. Decide no llamarlo por ningún nombre.

Cuando llega a los pies de la colina se queda parada un instante sin saber muy bien cómo empezar. Il Capitano le da una calada al habano y su hermano se queda mirando a Pressia con los ojos muy abiertos.

El oficial parece disgustado y cansado. Estudia a Pressia por el rabillo del ojo y sacude la cabeza, como si no estuviese de acuerdo con la conveniencia de todo aquello pero aun así se resignase. Le da a Pressia el rifle que le sobra y le dice:

—Supongo que no sabes disparar.

Pressia lo coge como si fuera un instrumento musical o una pala. Nunca antes ha visto un arma de fuego tan de cerca, y menos aún en sus manos.

—No he tenido el placer.

—Así —le explica Il Capitano quitándole bruscamente el rifle de la mano. Le enseña cómo cogerlo y apuntar por la mirilla, y después se lo devuelve.

La chica rodea el gatillo con la mano buena y a continuación sopesa la parte larga del arma con el puño de cabeza de muñeca.

La muñeca desconcierta a Il Capitano, Pressia se da cuenta. Pero está acostumbrado a las deformidades; él también lleva lo suyo, ¿no? Es un hombre que lleva a su hermano a cuestas. Lo único que le dice es:

—¿Puedes por lo menos flexionarlo hacia tu muñeca para agarrarlo bien?

Puede, desde luego. Con los años ha tenido que ir desarrollando el agarre. Por un momento se le antoja cercano, casi fraternal, y no puede evitar acordarse de cuando el abuelo le enseñó a blandir un palo de golf imaginario rodeándolo con los brazos y entrelazando sus dedos con los de ella. Le contó que había colinas de césped verde que se extendían hasta el infinito y que a veces los palos tenían unos sombreritos con pompones.

La gentileza, sin embargo, no dura mucho. Il Capitano la mira y le dice:

—No lo entiendo.

Tira la colilla y la apaga contra el talón de la bota.

—¿El qué?

—¿Por qué tú?

Pressia se encoge de hombros y el hombre la mira con recelo, tose y luego escupe al suelo.

—No dispares todavía. No queremos que se enteren de dónde estamos, practica solamente. Respira hondo antes de apretar el gatillo, echa la mitad del aire… y después dispara.

—Dispara —murmura el hermano sorprendiendo a Pressia, que casi se había olvidado de su presencia.

Pressia apunta y se concentra en la respiración. Coge aire, lo retiene, imagina el estallido del arma y después lo suelta.

—No lo olvides —le advierte Il Capitano, que baja el cañón del rifle de Pressia—. Y no vayas apuntándome mientras andamos.

La chica piensa en Helmud. ¿No debería Il Capitano hablar en plural? «No vayas apuntándonos», ¿no?

Il Capitano le da una palmada en la espalda y le dice:

—Sígueme.

Y el hermano repite:

—Sígueme.

—Pero ¿en qué consiste El Juego? —pregunta Pressia.

—En realidad no tiene reglas, es como el pilla-pilla. Hay que cazar al enemigo. Y luego, en vez de tocarlo, le disparas.

—¿Y qué estamos cazando?

—Será «a quién estamos cazando» —la corrige Il Capitano.

Pressia intenta pensar en el chaquetón, como andar en pan calentito.

—Entonces, ¿a quién?

—Un recién llegado, uno igual que tú. Pero sin tanta suerte como Pressia Belze.

A ella no le gusta su forma de insistir en lo afortunada que es, le da la impresión de que se está burlando de ella. Mira de reojo a Helmud.

—¿El recién llegado va armado? —pregunta la chica.

—No. Esas fueron las órdenes. Estoy empezando de cero contigo. Tienes que verlo como parte de tu instrucción para oficial.

Están andando por un sendero que atraviesa un bosque en pendiente.

—¿Quién ha dado las órdenes? —pregunta, preocupada por si está siendo demasiado atrevida; aunque los oficiales tienen que serlo, se dice.

—Ingership. Tenía la esperanza de que se hubiese olvidado ya de El Juego. Hace tiempo ya. Pero las órdenes son las órdenes.

¿Y si en lugar de disparar al recién llegado lo deja libre? ¿Las órdenes tienen que ser siempre órdenes? A lo mejor por eso está haciendo la instrucción, para aprender a no hacerse ese tipo de preguntas.

Pressia oye algo a su espalda. ¿Será el nuevo al que tiene que disparar? Como Il Capitano no se vuelve, ella tampoco. No quiere dispararle al nuevo, a alguien como ella pero sin la misma suerte. Sabe que la fortuna no le durará. Ha sido un error y en algún momento alguien, quizás el tal Ingership, reciba la reprimenda de instancias mayores y diga que se han equivocado de chica. «Belze no —dirán—. Nos referíamos a otra.» Y entonces se verá allí en medio del bosque, con Il Capitano y otro oficial en instrucción que nunca ha tenido el placer de disparar persiguiéndola a ella. A Pressia nunca le han gustado los juegos; nunca se le han dado bien. Bradwell… ojalá estuviese aquí con ella. ¿Mataría él a un novato? No. Encontraría la manera de imponer su postura, de hacer lo correcto y dar un discurso. Ella lo único que intenta es seguir con vida. No tiene nada de malo. De hecho, hasta le gustaría que la viese así ahora, solo en una fotografía, como a una chica en el bosque con un arma. Al menos daría la impresión de que puede cuidar de sí misma.

Pasado un rato, Il Capitano se detiene.

—¿Lo has oído?

Pressia ha escuchado algo, un mínimo crujido, pero es solo el viento entre las hojas. Cuando mira hacia su derecha ve una forma que va brincando de un árbol a otro para más tarde desaparecer. Le viene a la cabeza una cancioncilla de su infancia: «¡Y el que no se haya escondido tiempo ha tenido!» Le sobrevienen temores y nervios. En su mente le ruega a aquel bulto que no salga de su escondrijo. «Que se haya escondido, que se haya escondido.»

Il Capitano camina en dirección opuesta, por la maleza, hasta que se detiene y apunta el rifle hacia algo en el suelo.

—Mira esto.

Pressia lo sigue y ve una piel rojiza arrugada y luego unos ojos brillantes y un pequeño morro, como porcino, un bicho con pelos de alambre y cuerpo de zorro. El animal está atrapado en un pequeño cepo de acero.

—¿Qué es?

—Alguna clase de híbrido. Ha sufrido una mutación genética, pero a mejor. Sus generaciones se suceden con más rapidez que las nuestras. Mira. —Toca con un dedo las garras del animal, que relucen por el metal que tienen—. La ley del más fuerte.

—Del más fuerte —dice Helmud.

—Igualito que nosotros. —Il Capitano la mira esperando que esté de acuerdo.

—Igual —coincide Pressia.

—Esto es lo que pasará con nuestro ADN con el correr del tiempo —sigue explicándole Il Capitano—. Algunos tendremos descendencia con fusiones que nos harán más fuertes, y otros morirán. Este todavía se puede comer.

—¿Le vas a disparar? —le pregunta Pressia.

—Los disparos estropean la carne. De modo que, si puedes evitarlo, no lo hagas.

Il Capitano rastrea los alrededores y coge una piedra que alza por un instante sobre la cabeza, apunta y luego la aplasta contra el cráneo con tanta fuerza que lo hunde. El animal se retuerce, contrae las garras metálicas y muere con la mirada vacía y vidriosa.

A Pressia tanta brutalidad le revuelve el estómago, pero se niega a dejarlo entrever. Il Capitano la mira de reojo para calibrar su entereza; o esa impresión le da a ella.

—Hace un par de semanas cogí una rata del tamaño de un perro con una cola hecha de cadena. Estas tierras están enfermas, hay todo tipo de perversiones.

—Perversiones —repite el hermano.

Pressia está conmocionada, le tiembla la mano. Para disimularlo coge con fuerza el arma y pregunta:

—¿Por qué me has traído aquí fuera? ¿Solo para jugar a El Juego?

—Ahora todo es un juego —tercia Il Capitano mientras abre el cepo—. Si pierdes, estás muerto. Y lo único que significa ganar es que sigues jugando. A veces me gustaría perder. Me canso… estoy cansado ya, eso es todo. ¿Sabes a lo que me refiero?

Aunque Pressia lo sabe, le sorprende que el oficial diga así, en voz alta, algo tan honesto y que lo hace tan vulnerable. Se acuerda de la vez en que se cortó la muñeca. ¿Quería deshacerse de la cabeza de muñeca o simplemente estaba cansada? Se pregunta si la estará poniendo a prueba. ¿Debería decirle que no tiene ni idea de qué está hablando, que ella es muy fuerte, carne de oficial? Sin embargo, algo en la forma en que la mira le impide mentirle.

—Sé a lo que te refieres.

Il Capitano coge el animal muerto, hace aparecer un saco de tela de debajo del chaquetón y mete dentro el bicho. La bolsa se tiñe al instante de rojo, un brillante rastro rojo.

—Es la primera vez que me encuentro el bicho entero desde hace una semana.

—¿Cómo es eso?

—Pues porque hay algo que se ha estado comiendo lo que atrapo antes de yo venga a recogerlo.

—¿Qué crees que puede ser?

Il Capitano ajusta bien el cepo con la bota y entonces vuelve la cabeza para hablarle a su hermano:

—Podemos fiarnos de ella, ¿no? ¿Nos fiamos de esta Pressia Belze?

—¡Belze, Belze! —contesta excitado el hermano, pero a Pressia le parece oír «berzas, berzas», como si se muriera por comerlas.

—Mira —le dice Il Capitano—. Estoy dispuesto a ser generoso contigo. Podemos tener nuestra propia comida tú y yo, no tenemos que aguantar con la mierda que nos dan todos los días. —Clava los ojos en Pressia y añade—: Te gustó la pinta que tenía el pollo del otro día, ¿verdad?

Pressia asiente, pero dice:

—De todas formas mi comida no era mala. Era mejor que la de los demás.

—Los demás no tienen ni puñetera idea. Y nunca la tendrán. Pero tú… —Recorre el bosque con la mirada.

—¿Yo qué?

—Pégate a mí. Los he oído. A veces se mueven tan rápido que parecen colibríes. ¿Los oyes?

Pressia aguza el oído pero no escucha nada. «Que se haya escondido, que se haya escondido.»

—¿Qué tengo que oír?

—El aire se vuelve eléctrico cuando andan cerca.

Il Capitano se encorva y camina lenta y sigilosamente, mientras Pressia lo sigue. Le gusta sentir el peso del arma en la mano. Le alivia que no sea solo un palo de golf. Ojalá el abuelo le hubiese enseñado a usar armas, y no
wedges,
hierros 9 y
putters.
El hombre se agacha junto a un arbusto y le hace señas a Pressia para que se acerque:

—Mira esto.

Están en un solar donde antes había una casa que ahora no es más que una montaña de restos. Al lado hay una mole de plástico que probablemente fue un columpio. También se ve un enorme puño de metal, cerrado sobre sí mismo, como si una escalera metálica se hubiese hecho un ovillo. Pressia no acierta a distinguir qué es.

—Ahí están. —La calma de Il Capitano es extraña, parece en trance.

A la sombra de los árboles, al otro lado del solar, Pressia ve moverse unos cuerpos ágiles. No tienen nada que ver con la figura renqueante que se ocultaba tras los árboles: estos seres son más grandes y veloces, y se mueven siguiendo un patrón. Primero ve dos y luego un tercero. Cuando surgen de la espesura se distingue que son hombres, jóvenes con caras anchas. Llevan trajes de camuflaje color ceniza, muy pegados al cuerpo pero de manga corta. Su piel, lustrosa y sin vello, tan límpida, parece brillar. Tienen los brazos cargados de músculos, aunque también de armas, en un grueso metal negro que está como pegado, si no directamente incrustado. Inclinan la cabeza como si oyesen cosas a lo lejos y olisquean el aire. Tienen cuerpos musculosos; dos de ellos poseen un tórax en tonel, mientras que los otros andan sobre unos muslos enormes. Todos llevan el pelo corto. Cuando no se mueven a gran velocidad dejando un rastro de vaho a su paso en el aire helado, galopan con cierta elegancia. Las manos —o garras, más bien— son desmesuradas, aunque siguen siendo humanas. Si bien lo normal sería que Pressia se sintiese aterrada, la extraña elegancia de esos seres y el embrujo impávido de Il Capitano hacen que no lo esté.

—A estos tres ya los he visto antes. Puede que les guste triangular a sus víctimas.

—¿Qué son? —pregunta en un susurro Pressia.

—No tienes por qué susurrar. Saben que estamos aquí. Si quisieran matarnos ya lo habrían hecho.

Pressia observa cómo uno de los jóvenes salta sobre el montículo de plástico y se queda escrutando la lejanía, como si pudiese ver a kilómetros a la redonda.

—¿De dónde han salido?

Los seres están inquietos e Il Capitano se pone nervioso, casi como un niño. Por primera vez le parece más de su edad.

—Esperaba que apareciesen pero no lo sabía seguro. Ya los has visto tú también; esta vez no estoy solo.

Pressia piensa en el hermano que lleva a cuestas y dice para sus adentros: «Pero si tú nunca estás solo».

—Están buscando algo, o a alguien. —Il Capitano se vuelve hacia Pressia y le dice—: Pero tú no sabrás nada de todo esto por casualidad, ¿verdad?

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