Puro (27 page)

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Authors: Julianna Baggott

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Pressia sacude la cabeza.

—¿Sobre qué?

—Es interesante que se hayan dejado ver justo cuando estás tú.

—No sé de qué hablas. Yo nunca había visto nada parecido en mi vida. —Pressia piensa en el puro parado en medio de la calle, tal y como se lo habían descrito. ¿Será a él al que están buscando esos seres?—. Ni siquiera sé lo que son.

—Alguien ha averiguado cómo coger todo lo que quiere de otros animales o cosas para unirlo y fusionarlo con humanos. Un hipercerebro en un hipercuerpo.

—¿La Cúpula?

—Exacto, la Cúpula. ¿Quién si no? Pero ¿por qué no nos matan, si saben que estamos aquí? Somos el enemigo, ¿no? O por lo menos un buen banquete.

—Buen banquete —redunda el hermano.

Pressia contempla a los seres, con sus repentinas implosiones de velocidad y su extraño murmullo… Il Capitano tenía razón; se siente un zumbido en el aire.

—¿Ves a aquel de ahí? —Señala a uno que parece estar mirándolos directamente—. Ese me miró igual la otra vez. Tiene algo más humano que el resto. ¿Lo notas?

Pressia no está segura. A ella todos le parecen tan extraños que le cuesta ver la humanidad.

—Supongo.

—Se han fusionado con unos juguetitos apañados, ¿eh? Las armas son de última generación y no me extrañaría que tuviesen chips informáticos alojados en su interior, armas inteligentes. Pero también tienen una parte animal. Sea lo que sea con lo que los han fusionado, en su fuero interno los han convertido en animales. Tal vez los hayan unido con gatos monteses u osos…, a lo mejor con halcones, para la visión. Puede que incluso los hayan dotado con algún tipo de sónar, un ecolocalizador como el de los murciélagos. ¿Has visto cómo giran la cabeza? Se nota que, en cualquier caso, los han hecho para que estén sedientos de sangre.

—Sedientos de sangre —murmura Helmud.

Y al mencionar estas palabras los tres seres se dan la vuelta al mismo tiempo y clavan la mirada en Pressia, Il Capitano y su hermano, en medio de la espesura.

—No te muevas —le susurra Il Capitano.

Pressia ni siquiera respira. Cierra los ojos y piensa en el abrigo, en el calor interior. Piensa: «Si muero aquí y ahora, al menos…»

Pero en ese momento otro sonido llama la atención de los seres y salen corriendo hacia él. Los zumbidos llenan el aire. Se pierden en estampida por los bosques y la atmósfera vuelve a su quietud.

—¿Por qué me has enseñado esto? —le pregunta Pressia a Il Capitano, que se levanta y se queda mirándose las botas.

—Ingership ha enviado tus órdenes de emergencia.

—¿Quién es Ingership exactamente?

Il Capitano se ríe entre dientes y le dice:

—Es el que controla el cotarro. —Mira con los ojos entornados a la chica—. La verdad es que nunca había recibido órdenes parecidas, eso de coger a una renacuaja y hacerla directamente oficial, así sin más. Y encima una chica. Ingership quiere conocerte… en persona. Y luego están los bichos estos que rondan por aquí. Tienen algo que ver contigo —afirma con un tono acusador.

—Pero yo no sé qué pueden tener que ver conmigo, yo no soy nadie. Soy una miserable, como los demás.

—Pues sabrás o tendrás algo. Por una u otra razón, te necesitan. Todo está interrelacionado —dice agitando los dedos en el aire—. Lo que pasa es que no sé cómo. Las coincidencias no existen.

—No sé. Yo creo que lo más normal es que sea una coincidencia.

—Bueno, lo mejor es que me porte bien contigo. Por mi propio bien.

—Por mi propio bien —repite Helmud, y su hermano lo mira ladeando la cabeza.

Justo en ese momento resuena un fuerte golpe no muy lejos, un grito y luego un chillido y un frufrú apremiante.

—Hemos atrapado algo —anuncia Il Capitano.

Pressia cierra un segundo los ojos para al cabo levantarse y seguir al capitán hasta la trampa.

Allí en el suelo está el niño tullido de la habitación de Pressia, el único que la miró el día que llegó. Debía de estar andando a gatas porque tiene atrapada la parte superior del cuerpo; los dientes metálicos se le han hundido en las costillas y sangra a través de la fina chaquetilla que lleva. Se vuelve, se queda mirando a Pressia y tose sangre.

—Bueno, no es muy deportivo, la verdad. Pero le puedes disparar aunque solo sea para practicar.

El chico mira fijamente a Pressia con la cara descompuesta por el dolor y las venas del cuello tensas y azules. Ella no dice nada, se limita a alzar el rifle con mano temblorosa.

—Retrocede unos pasos por lo menos… para apuntar un poco.

Pressia se echa hacia atrás e Il Capitano hace lo propio. La chica levanta el arma, pega el ojo a la mirilla, respira hondo y acto seguido suelta la mitad del aire. Deja de respirar; pero antes de apretar el gatillo se imagina levantando el arma —arriba y hacia la derecha— y matando a Il Capitano y su hermano. Si tiene un único tiro, eso es lo que debe hacer. Lo sabe de la misma forma en que ha sabido siempre lo más importante de su vida. Puede disparar y salir corriendo.

Pressia arruga el ojo izquierdo y apunta: tiene la cabeza del chico en la mirilla. Y luego, tranquilamente, como Il Capitano le ha enseñado, coge aire, suelta la mitad y no dispara.

—No puedo hacerlo.

—¿Cómo que no? Pero si lo tienes al lado…

—Yo no soy una asesina. Podemos llevárnoslo y que alguien lo ayude. Tenéis doctores, ¿no?

—Pero así no es El Juego.

—Si quieres matar a alguien para El Juego, mátame a mí. Yo no puedo matarlo, imposible. No me ha hecho nada.

Il Capitano se coloca el rifle por delante y se lo apoya bajo el brazo. Por un momento Pressia cree que ha aceptado su propuesta y va a matarla. Le late el corazón con tanta fuerza que ahoga todo ruido a su alrededor. Cierra los ojos.

Pero en ese momento el tullido murmura por su boca ensangrentada:

—¡Hazlo!

Pressia abre los ojos y ve que Il Capitano está apuntando al chico. Piensa en empujarlo, en placarle… Como si acaso pudiera… Pero el niño quiere morir, lo está pidiendo con los ojos. Le ha suplicado a Il Capitano que lo haga. Se queda entonces mirando cómo las costillas del oficial suben y bajan y cómo, en medio de la espiración, aprieta el gatillo.

La cabeza del niño se desparrama por la tierra. Ya no tiene cara y el cuerpo se queda inerte.

Y Pressia recobra la respiración.

Perdiz

Armazón

A
Perdiz y Bradwell no les supone mucho rodeo pasar por casa de Pressia, puesto que para llegar a los fundizales tienen que atravesar la ciudad caída.

—Quiero hablar con el abuelo, por si sabe algo —dice Bradwell—. Sé dónde vive.

Perdiz está tapado hasta arriba; no se le ve nada de piel. Además, Bradwell le ha dicho que encorve los hombros como si estuviera jorobado y ande arrastrando una pierna. En circunstancias normales caminarían solo por callejones y subterráneos, pero no hay tiempo para eso. Van abriéndose paso por los concurridos puestos del mercado, donde, tal y como le ha explicado Bradwell, cuanto más llenos y abarrotados estén, más fácil es pasar desapercibidos. A ambos lados hay gente que parece medio humana, medio robot. Perdiz ve engranajes, cables y trozos de piel mezclados con vidrio o plástico. Entrevé el dorso de una mano que reluce con el aluminio de una vieja lata de refresco, un torso hecho con metal blanco de un electrodoméstico… ¿una lavadora tal vez? De la sien de una cabeza nace un bulbo, piel que une un auricular con una oreja. Ve una mano que al desplegarse deja al descubierto un teclado alojado en ella; otra persona utiliza un bastón porque tiene una pierna muerta que le cuelga por delante. A veces hay solo pellejo sobre un antebrazo o una mano retorcida y pequeña como una zarpa.

Lo que más le sorprende, sin embargo, son los niños. En la Cúpula no hay muchos niños pequeños. No se fomenta la familia numerosa y a algunas ni siquiera se les permite tener hijos cuando algún miembro presenta una imperfección palpable en la configuración genética.

—Deja de mirar embobado —le sisea Bradwell a Perdiz.

—Es que no estoy acostumbrado a ver niños —se disculpa el puro—, ni tantos juntos.

—Chupan recursos, ¿no?

—Dicho así suena fatal.

—Limítate a mirar hacia delante.

—Cuesta más de lo que te crees.

Avanzan un poco.

—¿Cómo sabes dónde vive Pressia? ¿Ibas mucho a verla? —pregunta Perdiz por sacar un poco de conversación.

—La conocí hace una semana o así, justo antes de su cumpleaños, y luego me pasé a dejarle un regalo.

Perdiz se pregunta qué será aquí un regalo. También tiene curiosidad por ver cómo vive Pressia. Se siente culpable por querer conocer de primera mano la vida cotidiana, como un turista, pero es así: desea ver cómo funcionan las cosas.

—¿Qué le regalaste?

—Nada, para ti no significaría nada —le contesta Bradwell—. Vive cerca de aquí, ya no queda lejos. —Perdiz empieza a familiarizarse con Bradwell: con ese comentario le está diciendo que se calle y deje de hacer preguntas.

El callejón es estrecho y huele a animal y a podrido. Las casas están construidas dentro de los edificios caídos. Algunas no son más que tablones apoyados contra piedras.

—Aquí es.

Bradwell va a una ventana que, por lo que parece, han roto hace poco; todavía hay esquirlas de cristal por fuera del marco. Ambos escrutan la pequeña estancia, con una mesa, una silla destrozada y una montaña de tela en el suelo que podría ser una especie de cama. Por la pared del fondo hay varios armarios con las puertas abiertas de par en par. Perdiz ve una señal de «N
O PASAR.
S
OLO PERSONAL AUTORIZADO
» en una puerta interior.

—¿De qué era esta tienda?

—Era una barbería, pero está destrozada; solo ha quedado la trastienda.

Perdiz ve una jaula de pájaros en el suelo con los barrotes abollados por un lado y un gancho vacío en el techo donde debía de estar colgada.

—Parece abandonada.

—No es buena señal —afirma Bradwell, y llama suavemente a la puerta, que no está cerrada del todo. Al tocarla, se abre.

—¿Hola? —llama Perdiz—. ¿Hay alguien?

—Se lo han llevado —dice Bradwell inspeccionando el cuarto. Abre y cierra un armario, y va hacia la mesa. Ve algo colgado en la pared y se acerca.

—A lo mejor ha salido —sugiere Perdiz antes de reunirse con Bradwell, que está mirando fijamente una imagen enmarcada con unos listones irregulares—. ¿Gente con gafas de sol en un cine? —se extraña Perdiz, que coge la imagen del gancho para verla mejor.

—Son gafas 3D —le explica Bradwell—. A ella le encantaba esta foto, no sé por qué.

—¿Esto es lo que le regalaste?

Bradwell asiente; parece afectado.

Perdiz le da la vuelta a la foto y ve otro papel detrás, arrugado por los dobleces y cubierto de ceniza. Apenas se puede leer lo que pone: «Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la distancia, con benevolencia». Mira a Bradwell.

—El Mensaje —le dice este estudiando el trozo de papel—. Es un original.

Perdiz siente un escalofrío por los brazos. Su padre dio el visto bueno al mensaje. Formaba parte del plan, de la puesta en escena. «Hermanos y hermanas.» Devuelve el marco a su sitio y siente cómo se le revuelve el estómago.

—Se lo han llevado —repite Bradwell, y va hasta la repisa de la ventana. El suelo está lleno de cristales y de pequeños trozos de metal y alambre, así como de tela blanca. Coge algo y lo sostiene con ambas manos.

—¿Qué es?

—Uno de los juguetes de Pressia. Los hace ella. Su abuelo me enseñó unos cuantos. Estaba muy orgulloso.

Perdiz distingue ahora que se trata de una mariposa con alas grises y un pequeño mecanismo de cuerda en medio del cuerpo de alambre.

—Las usaba para trocarlas en el mercado. Puede que su abuelo intentara salvarlas. Hubo un forcejeo. —Tiene razón; Perdiz lo ve: la ventana rota, la jaula caída del gancho, la silla volcada—. Es la única que queda.

Perdiz se acerca a la jaula abollada del suelo, la coge de un aro que tiene en la parte de arriba y la cuelga del gancho.

—Lo que quiera que estuviese en la jaula se ha ido —dice Bradwell.

—Puede que sea mejor así. Suelto, libre.

—¿Tú crees?

Perdiz no está tan seguro: ¿estar en una jaula o que te suelten en este mundo? Se trata de una pregunta que debería poder responder. ¿Acaso a una parte de él le gustaría volver a la Cúpula?

Lyda

Dedos

L
yda está mirando por la ventanita rectangular. ¿Qué más puede hacer si no? ¿Acomodarse en la esterilla de sentarse? Es una mezcla de colores, un batiburrillo bastante feo; la ha metido debajo de las mantas porque no puede ni verla.

La ventana falsa que brilla en lo alto de la pared está bañada con luz de atardecer. Parpadea como si las hojas de un árbol estuviesen creando un efecto veteado. ¿Será la misma ventana proyectada en todas las celdas? Tiene algo que la hace sentirse profundamente manipulada. Al estar aislada de toda referencia real, le da la impresión de que el propio centro controla hasta el sol. Incluso en la Cúpula utilizan el sol como medida real del día y de la noche. Sin él se siente aún más perdida y sola.

Su cuarto está al fondo del pasillo, de modo que puede ver las ventanitas rectangulares a ambos lados. Ahora están todas vacías. Algunas de las chicas deben de estar en sus sesiones de terapia; a otras las habrán llevado al comedor colectivo. El resto estará en la cama, dando vueltas o pensando en sus propias ventanas proyectadas.

Pero entonces alguien aparece en la hilera de ventanucos: es la pelirroja, con su cara agradable y pálida. Tiene las cejas tan claras que apenas se ven y hacen que el rostro carezca de expresión. Mira a Lyda con los ojos llenos de preocupación, esa misma extraña mirada expectante de la sala de manualidades.

Lyda se siente ahora culpable por haberle dicho que se callase. Lo único que hacía la chica era tararear, solo intentaba pasar el tiempo. ¿Qué tenía de malo? Decide hacer las paces y levanta una mano hacia la ventana para saludarla.

La pelirroja también alza la suya pero pega los dedos contra el cristal. Empezando por el meñique, va levantando y pegando cada dedo, uno a uno, como si siguiese un ritmo. «Está loca», se dice Lyda, pero como no hay nada más que mirar, sigue observándola. Meñique, anular, pausa. Corazón, índice, pausa. Luego, rápidamente, pulgar, meñique, anular. Corazón, índice, pausa. Pulgar, meñique, pausa. Y de nuevo a toda velocidad, anular, corazón, índice, pulgar, meñique. Luego reanuda el movimiento de tres en tres: anular, corazón, índice, pausa, pulgar, meñique, anular, pausa, corazón, índice, pulgar, pausa, meñique, anular, corazón. En ese punto Lyda comprende que se trata de una canción. Pero no es que toque las notas en un piano, es solo el ritmo de la canción.

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