Refugio del viento (13 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

¿Hasta aquí? —preguntó Maris, incrédula—. ¿Desde el Archipiélago Oriental? ¿Sin alas?

—Según me han dicho, conoce a un mercader lo suficientemente osado como para enfrentarse al mar abierto —explicó Sena—. El viaje es peligroso, desde luego. Pero, si quiere hacerlo, no le negaré la admisión. Si no te importa, lleva esta respuesta a la Señora de Gran Shotan. Manda todos los meses tres alados al Archipiélago Oriental, y uno de ellos partirá mañana. La velocidad es básica. Aun con buenos vientos, los barcos tardan un mes en llegar aquí, y sólo faltan dos meses para la competición.

—Podría llevar el mensaje directamente yo misma —sugirió Maris.

—No, te necesitamos aquí. Lleva mi palabra a Gran Shotan y vuelve de prisa para cuidar de mis torpes pajaritos. —Se levantó insegura de la mecedora, y Maris se puso rápidamente de pie para ayudarla—. Vamos a desayunar —siguió Sena—. Tienes que comer antes del viaje. Y, con todo el tiempo que hemos perdido hablando, me temo que los demás se habrán comido nuestra ración.

Pero el desayuno seguía esperándolas cuando llegaron a la sala de estar. Dos resplandecientes hogueras mantenían cálida e iluminada la enorme habitación en la húmeda mañana. Paredes de piedra rosa, suavemente curvadas, se alzaban hasta convertirse en un arqueado y ennegrecido techo. El mobiliario era escaso y rudimentario: tres mesas largas de madera con un banco de igual longitud a cada lado. Ahora los bancos estaban llenos, todos los alumnos sentados, charlando, bromeando y riendo. La mayoría casi habían terminado de desayunar. En aquel momento, la academia acogía a una veintena de futuros alados, cuyas edades iban desde la de una mujer, apenas dos años más joven que Maris, hasta la de un niño de diez tímidos años.

La habitación se silenció sólo un poco cuando entraron Maris y Sena, y la anciana tuvo que gritar para hacerse oír por encima de las charlas y el ruido. Pero, para cuando terminó de hablar, se había hecho el silencio más absoluto.

Maris aceptó un trozo de pan negro y un plato de gachas con miel que le ofrecía Kerr, un joven regordete que tenía el turno de cocina, y encontró sitio en uno de los bancos. Mientras comía, conversó educadamente con los estudiantes que tenía a ambos lados, pero se dio cuenta de que los dos estaban pensando en otras cosas. Tras un breve lapso, se disculparon y abandonaron la mesa. Maris no podía culparles. Recordó cómo se había sentido, años atrás, cuando sus sueños de convertirse en alada estuvieron en peligro, como lo estaban ahora los de aquellos jóvenes. Hogar del Aire no era la primera academia en cerrar sus puertas.

La desolada isla-continente de Artellia fue la primera en rendirse, tras tres años de fracasos, y las academias del Archipiélago del Sur y del Oriental la habían seguido hacia el olvido. La Oriental, Hogar del Aire, era la cuarta en cerrar, dejando sola a Alas de Madera. No era de extrañar que los estudiantes estuvieran deprimidos.

Maris limpió el plato con el último trozo de pan, se lo comió y se levantó.

—No volveré hasta mañana por la mañana, Sena —dijo—. Cuando me marche de Gran Shotan, pasaré por el
Nido de Águilas
.

Sena levantó la vista del plato y asintió.

—Muy bien. Tengo pensado dejar que Leya y Kurt prueben el aire hoy. Los demás harán ejercicios. Vuelve en cuanto puedas.

Volvió a comer.

Maris se dio cuenta de que había alguien tras ella, y se dio la vuelta para encontrarse con S'Rella.

—¿Puedo ayudarte con las alas, Maris?

—Por supuesto, gracias.

La chica sonrió. Juntas, atravesaron el corto pasillo por el que se llegaba a la habitación donde se guardaban las alas. De la pared colgaban tres pares: las de Maris y las dos de la academia, cedidas tras la muerte de alados que no tenían herederos. No era de extrañar que las Alas de Madera fracasaran en las competiciones, pensó Maris con amargura al ver las alas. Los alados envían a sus hijos al cielo casi a diario durante los años de entrenamiento, pero en las academias, con tantos estudiantes y tan pocas alas, no tenían tanto tiempo de prácticas. Y en tierra no se puede aprender todo.

Se sacudió la idea de la mente y descolgó las alas del gancho. Eran un paquete compacto, con los montantes pulcramente plegados sobre sí mismos y el tejido metálico colgando entre ellos, cayendo hacia el suelo como una capa de plata. S'Rella las sostuvo con una mano mientras Maris las desplegaba parcialmente, revisando cuidadosamente cada montante y juntura con los dedos y los ojos, en busca de cualquier debilidad o defecto que pudiera hacerse evidente demasiado tarde, como un peligro en el aire.

—Siento que hayan cerrado el Hogar del Aire —dijo S'Rella mientras Maris trabajaba—. Ya sabes que pasó lo mismo en el Archipiélago del Sur. Por eso tuve que venir aquí, a Alas de Madera. Cerraron mi academia.

Maris hizo una pausa para mirarla. Casi había olvidado que la tímida jovencita sureña había sido una de las víctimas.

—Uno de los estudiantes de Hogar del Aire vendrá aquí, como hiciste tú —dijo Maris—. Ya no estarás sola entre salvajes occidentales.

Sonrió.

—¿No echas de menos tu hogar? —preguntó repentinamente S'Rella. Maris lo pensó un momento.

—La verdad es que no sé si tengo un hogar —respondió—. Mi hogar está dondequiera que esté yo.

S'Rella asimiló las palabras.

—Supongo que es así como debe ser, si eres una alada. ¿Todos los alados piensan igual?

—En cierto modo, quizá —dijo Maris. Volvió a mirar las alas y siguió repasándolas—. Pero no tanto como yo. La mayoría de los alados están más ligados a sus islas que yo, aunque nunca tanto como los atados a la tierra. ¿Me ayudas a estirar este montante? Gracias. No, no opino así por ser una alada, sino porque mi hogar desapareció y todavía no me he construido otro. Mi padre —mi padre adoptivo, para ser exactos—, murió hace tres años, y mis verdaderos padres también están muertos. Tengo un hermano adoptivo, Coll, pero hace mucho tiempo que se fue a correr aventuras y a cantar en las Islas Exteriores. La casa de Amberly Menor me parecía terriblemente grande y vacía sin Coll ni Russ. Y, como no tengo a nadie a cuya casa ir, cada vez voy menos por allí. La isla sobrevive. Al Señor de la Tierra le gustaría tener a su tercer alado más a menudo, desde luego, pero se las arregla con los dos que tiene a mano. —Se encogió de hombros—. La mayoría de mis amigos son alados.

—Ya veo.

Maris miró a S'Rella, que examinaba las alas con más concentración de la necesaria.

—Echas de menos tu hogar —le dijo amablemente.

S'Rella asintió lentamente.

—Aquí todo es diferente. Los demás son diferentes de la gente a la que conocía.

—Un alado tiene que acostumbrarse a eso —dijo Maris.

—Sí, pero había alguien a quien quería. Hablamos de casarnos, pero yo sabía que nunca lo haríamos. Le quería, todavía le quiero, pero lo que quiero por encima de todo es tener alas. ¿Me entiendes?

—Te entiendo —dijo Maris, intentando darle valor—. Quizá, cuando ganes las alas, él pueda…

—No. Nunca saldrá de su tierra. No puede. Es un granjero, y las tierras han pertenecido a su familia desde siempre. Nunca… Nunca me pidió que renunciara a volar, y yo nunca le pedí que renunciara a sus tierras.

—No sería la primera vez que una alada se casa con un granjero —señaló Maris—. Podrías volver.

—No sin alas —dijo S'Rella con decisión—. Sus ojos se encontraron con los de Maris—. No importa cuánto tarde. Y si… Cuando gane las alas, él ya se habrá casado. Está obligado a hacerlo. Una granja no es trabajo para un soltero. Querrá una esposa que ame la tierra, y muchos niños.

Maris no dijo nada.

—Bueno, he hecho mi elección —siguió S'Rella—. Pero a veces, siento… nostalgia. Quizá sea soledad.

—Sí —respondió Maris. Puso una mano a S'Rella en el hombro—. Vamos, tengo un mensaje que entregar.

S'Rella iba unos pasos por delante. Maris se colgó las alas de un hombro y la siguió por el oscuro pasillo que llevaba a la salida de la fortaleza. Se abría a lo que en otros tiempos fuera una plataforma observatorio, una ancha cornisa de piedra a veinticinco metros de donde el mar rompía en olas contra las rocas de la isla. El cielo estaba gris y nublado, pero el fuerte olor a sal del océano y las recias manos del viento llenaron de vida a Maris.

S'Rella sostuvo las alas, mientras Maris se ceñía el resto de las correas. Cuando las tuvo bien atadas, S'Rella empezó a desplegarlas montante a montante, encajándolos todos para que el tejido plateado quedara tirante y firme. Maris esperó pacientemente, consciente de su papel de maestra, aunque estaba ansiosa por saltar. Sólo cuando las alas estuvieron completamente extendidas, sonrió a la joven y deslizó las manos a través de las usadas y familiares tiras de cuero.

Entonces, con cuatro rápidos pasos, saltó.

Durante un segundo, quizá menos de un segundo, cayó. Pero luego los vientos la tomaron, sostuvieron las alas, la elevaron y transformaron la caída en vuelo, y la sensación era como la de una sacudida que le recorriera todo el cuerpo, una sacudida que la dejaba anonadada, sin aliento, que le erizaba el vello. Por aquel instante, por aquella fracción de segundo, cualquier cosa merecía la pena. Era mejor y más emocionante que ninguna otra sensación que Maris hubiera experimentado nunca, mejor que el amor, mejor que cualquier otra cosa. Viva, exultante, se unió al fuerte viento del Oeste en un abrazo de enamorados.

Gran Shotan estaba al Norte, pero por el momento Maris se dejó llevar por el viento predominante, regocijándose en la maravillosa libertad de un vuelo sin esfuerzo antes de empezar su juego con los vientos, cuando tendría que virar y maniobrar, probarlos y desafiarlos para que la llevaran adonde ella quería. Una bandada de pájaros pasó junto a ella, cada uno de un color diferente, brillante. La huida de las aves era un presagio de la inminente tormenta. Maris los siguió, subiendo cada vez más, hasta que Colmillo de Mar sólo fue una zona verde y gris a su izquierda, más pequeña que la mano de la alada. También llegó a ver Eggland y, a lo lejos, los bancos de niebla que rodeaban la costa sur de Gran Shotan.

Maris empezó a trazar círculos, aminorando deliberadamente la marcha, consciente de lo fácil que sería sobrepasar su punto de destino. Corrientes de aire encontrado le resonaron en los oídos, tentándola con la promesa de un viento del norte que había más arriba, y volvió a elevarse, buscándolo en el aire frío que había sobre el mar. Ahora, Gran Shotan, Colmillo de Mar y Eggland yacían dispersas bajo ella en el océano gris metálico, como juguetes sobre una tabla. Vio las pequeñas formas de los botes de pesca, entrando y saliendo de los puertos y bahías de Shotan y Colmillo de Mar, así como las gaviotas y los milanos que sobrevolaban los abruptos acantilados de Eggland.

De pronto, Maris comprendió que había mentido a S'Rella. Tenía un hogar. Estaba aquí, en el cielo, con el viento fuerte y frío bajo ella y sus alas a la espalda. El mundo, con sus preocupaciones por el comercio y la política, la comida, la guerra y el dinero, le resultaba ajeno. Incluso en sus mejores momentos, se sentía al margen de él. Era una alada y, como todos los alados, no estaba completa cuando se quitaba las alas.

Con la ligera sonrisa de un secreto en los labios, Maris bajó para entregar su mensaje.

El Señor de Gran Shotan era un hombre muy ocupado con la interminable labor de gobernar la isla más antigua, rica y poblada de Windhaven. Cuando Maris llegó, estaba reunido —alguna disputa sobre derechos de pesca con Pequeña Shotan y Skulny—, pero salió para recibirla. Los alados tenían la misma categoría que los Señores de la Tierra, y hasta uno tan poderoso como el de Gran Shotan se guardaría muy bien de ofenderles. Escuchó el mensaje de Sena sin inmutarse, y prometió que las palabras viajarían hacia el Archipiélago Oriental a la mañana siguiente, con uno de sus alados.

Maris dejó las alas en la pared de la sala de conferencias, en la Casa del Viejo Capitán, como se denominaba a la mansión donde vivía el Señor de la Tierra, y se dedicó a vagar por las calles de la ciudad. Era la única ciudad auténtica de Windhaven, la más antigua, la más grande, la primera. Ciudad Tormenta, la llamaban. La ciudad que construyeron los navegantes de las estrellas. A Maris siempre le parecía fascinante. Había molinos de viento por todas partes, con las grandes aspas alzándose hacia el cielo gris. Aquí había más gente que en Amberly Mayor y en Amberly Menor juntas. Todo estaba lleno de tiendas y establecimientos de cien clases diferentes, que vendían todas las cosas útiles y todas las baratijas imaginables.

Pasó muchas horas en el mercado, curioseando alegremente y escuchando las conversaciones, aunque compró muy pocas cosas. Después tomó una ligera cena consistente en pez luna ahumado y pan negro, acompañado de una jarra de kivas, el especiado vino caliente que era el orgullo de Shotan. En la posada donde cenó había un bardo y Maris le escuchó educadamente, aunque le pareció mucho peor que Coll y otros bardos a los que había oído en Amberly.

Ya estaba anocheciendo cuando voló de Ciudad Tormenta, a lomos de una breve tormenta que había limpiado las calles con su lluvia. Tuvo buenos vientos a la espalda durante todo el camino, y acababa de oscurecer cuando llegó al
Nido de Águilas
.

Se alzaba sobre el mar ante ella, negro bajo la brillante luz de las estrellas, una columna de piedra antiquísima cuyas abruptas paredes se erguían ciento ochenta metros por encima de las aguas rugientes.

Maris vio luces en las ventanas. Trazó un círculo y descendió expertamente hacia la zona de aterrizaje, cubierta de arena seca. Sola, tardó varios minutos en quitarse las alas y plegarlas. Las colgó de un gancho, tras la puerta.

Un pequeño fuego brillaba en la chimenea de la sala de estar. Frente a él, dos alados a los que sólo conocía de vista estaban enfrascados en una partida de geechi, moviendo los guijarros blancos y negros por el tablero. Uno de ellos la saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo con un asentimiento, pero el hombre ya estaba concentrado otra vez en el tablero de juego.

Había otro presente, sentado en un sillón cerca del fuego, contemplando las llamas con una jarra de barro en la mano. Pero, cuando entró Maris, levantó la vista.

—¡Maris! —gritó levantándose bruscamente, con una sonrisa. Dejó a un lado la jarra y cruzó la habitación—. No esperaba verte por aquí.

—Dorrel… —empezó a decir Maris.

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