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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (43 page)

Pese a nuestra cómica predicción de que Tom se vería obligado a contarle a su jefe lo que nos había contado, y pese a su rígida aseveración de que tal supuesto era imposible, se vio obligado a hacerlo. Luego nos informó de que su jefe se había «cabreado con él».

Pero el asunto no terminó ahí. Le ofrecieron enseñarle a censurar el correo. Contestó a su jefe que el honor le obligaba a contárnoslo y el jefe dijo:

–Por el amor de Dios. Dígales lo que le dé la gana. No será usted quien escoja lo que debe censurarse.

Ya he dicho que en esa época no era una ciudad muy sofisticada y aquella situación en la que «todo el mundo conoce a todo el mundo» provocaba sin remedio esa clase de situaciones humanas tan cálidas.

Aceptó la oferta por la siguiente razón: «Mi madre siempre me decía que quería que me fuera bien, y si acepto la propuesta de convertirme en censor pasaré al Grado Tres, lo cual representa un aumento anual de 50 libras».

Lo felicitamos e insistimos en que nos mantuviera informados acerca de cómo se preparaba a los censores, propuesta que aceptó. Poco después terminó la guerra y toda la camaradería de entonces desapareció en cuanto empezó la Guerra Fría. El fermento de la actividad de izquierdas también se acabó.

No volvimos a ver a Tom, pero supimos de sus progresos, lentos pero seguros, en el Servicio Civil. Lo último que supe fue que dirigía un departamento entre cuyas actividades se incluía la censura. Me lo imagino, un hombre de unos cincuenta años, casado y sin duda padre, pensando en el baúl de los recuerdos, en los tiempos en que perteneció a una peligrosa organización revolucionaria. «Sí –dirá a menudo–, no hay nada de ellos que no sepa. Son idealistas, eso lo puedo garantizar, pero son muy peligrosos. ¡Peligrosos y equivocados! ¡Los dejé en cuanto supe qué representaban de verdad!»

Sin embargo, de nuestros tres espías de Correos, Harry fue el que tuvo, al menos durante un tiempo, una carrera más compensatoria para los humanistas idealistas.

Era un escolar silencioso y desesperadamente tímido que vino a una reunión pública y se enamoró perdidamente durante una semana, más o menos, de la oradora, una muchacha que hablaba en público por primera vez y tan tímida como él. Su padre había muerto y su madre, como dirían los psiquiatras y las trabajadoras de Bienestar Social, era «inadecuada». O sea: no se le daba bien lo de ser viuda y tenía la salud frágil. Sus escasas energías se concentraban en ganar el dinero suficiente para mantener a sus dos hijos. Regañaba a Harry por su falta de ambición, por no preparar los exámenes que habían de permitirle el ascenso en el escalafón de Correos... y por perder el tiempo con los rojos. Durante tres años, dedicó todo su tiempo libre a la organización de la izquierda: preparaba exhibiciones, alquilaba salas y salones, decoraba bailes para obtener fondos, conseguía publicidad para nuestra revista socialista (dos mil ejemplares), la diseñaba y la vendía. Discutía cuestiones de principios con los consejeros del ayuntamiento: «No es justo negarnos el uso de la sala, estamos en un país democrático, ¿no?». Y pasaba al menos tres noches por semana discutiendo las cosas del mundo en habitaciones llenas de humo.

En aquella época hubiéramos considerado irredimible a cualquiera que lo sugiriese, pero ahora me atrevería a decir que la principal función de aquellas reuniones era de orden social. Rodhesia del sur nunca fue exactamente un país hospitalario con quien tuviera algún interés ajeno al deporte y las copas, y la cincuentena de personas que acudían a las reuniones eran –ya pertenecieran a las fuerzas armadas, ya fueran refugiados europeos, o incluso nativos– almas necesitadas de buena compañía. Las reuniones eran amistosas y a veces duraban hasta el amanecer.

Una chica a la que nunca habíamos visto acudió a una reunión. Vio a Harry, un joven guapo, seguro de sí mismo, locuaz, enérgico y eficaz. Todos nos fiábamos de él.

Se enamoró, se lo llevó a su casa y su padre, reconociéndolo como un organizador nato, lo nombró director de su ferretería.

Eso nos lleva al tercer hombre, Dick. Bueno, hay cierta gente a la que no se debería permitir la asistencia a reuniones, debates, o situaciones similares para el fermento del intelecto. Vino a dos reuniones. Lo trajo Harry y lo describió como «entusiasta». El entusiasta era él. Dick se sentó en el suelo, sobre un cojín. Eran modos muy bohemios para un joven de buena educación. Arrugaba la frente como un cachorro mientras intentaba seguir aquellos pensamientos tan complejos, tan poco rodhesianos. Era, como Tom, un limpio y bien dispuesto joven. Quizás la Oficina de Correos, al menos en Rodhesia, sea una institución que atrae a la gente de orden. Recuerdo que me hacía pensar en uno de esos caramelos sencillos, simple azúcar con aromas químicos. O también parecía un bulldog, con su ferocidad acicalada en estado latente, sus ojillos saltones y su gruñidito. Le gustaba, como a Tom, la información concreta: «¿Debo deducir, entonces, que creéis que se puede cambiar la naturaleza humana?».

En la segunda reunión a que asistía se sentó y escuchó como en la primera. Al final preguntó si creíamos que el socialismo era bueno para un país que debía resolver la carga del asunto de los blancos.

No vino a ninguna reunión más. Harry dijo que nos había encontrado sediciosos y antirodhesianos. Falsos, también. Le dijimos a Harry que fuera a preguntarle por qué nos encontraba falsos y volviera para contárnoslo. Resultó que Dick quería saber por qué el Club de la Izquierda, ya que tenía tan mala opinión de la dirección del país, no asumía el gobierno. De todos modos, pronto nos olvidamos de Dick, sobre todo porque Harry, en el cenit de su eficacia y utilidad general, ya derivaba con su futura esposa hacia la dirección de ferreterías. En esa época perdimos a Tom.

De pronto nos enteramos de que el Partido para la Democracia y la Libertad estaba a punto de celebrar una reunión de masas preliminar. Delegaron a uno de nosotros para que asistiera y descubriera qué estaba pasando. Me tocó a mí.

La reunión tuvo lugar en el salón lateral de la sala de baile de uno de los tres hoteles de la ciudad. Habían instalado un aparador para disponer las provisiones extraordinarias de cerveza y salchichas y cacahuetes que con tanta fruición se consumían durante los bailes semanales, una palmera en una maceta, tan alta que las hojas superiores quedaban aplastadas contra el techo, y una docena de sillas rígidas de comedor pegadas en fila a la pared. Había once personas en la sala, entre hombres y mujeres, incluido Dick. Al principio no fui capaz de entender por qué esa reunión me parecía tan distinta de aquellas en las que tanto tiempo había pasado, hasta que me di cuenta de la avanzada edad de los asistentes. A las nuestras sólo venían los jóvenes.

Dick llevaba su mejor traje, de franela gris oscura. Era una tarde muy calurosa. Tenía la cara morada por el esfuerzo y cubierta de sudor, que retiraba de la frente cada dos por tres con dedos impacientes. Leyó un apasionado documento con tono parecido a los manifiestos comunistas, que empezaba así: «¡Camaradas ciudadanos de Rodhesia! ¡Ha llegado la hora de la acción! ¡Alzaos, mirad alrededor y tomad vuestra herencia! ¡Pongamos en fuga a las fuerzas del Capital Internacional!».

Estaba de pie delante de las sillas, con su cabecita bien peinada inclinada sobre sus notas, escritas a mano y de difícil lectura en algún momento, de modo que sus inflamatorias imprecaciones se producían entre titubeos y tartamudeos, al tiempo que se corregía cada dos por tres, se secaba el sudor y luego se detenía para lanzar una mirada circular a los demás por toda la sala. Diez rostros atentos lo miraban como si fuera un salvador, o el líder de un partido.

El programa de aquel partido naciente era sencillo. Consistía en «apoderarse por medios democráticos pero con la mayor celeridad posible» de las tierras y la industria del país «con la intención de causar la menor inconveniencia posible» e instituir «en cuanto se pudiera» un régimen de auténtica igualdad y justicia en aquella «tierra de Cecil Rhodes».

Estaba intoxicado por las emanaciones de la admiración de la audiencia. Ya no se veían rostros tan ardientes y apasionados como aquellos (por desgracia, me di cuenta de cuánto fervor habíamos perdido) en nuestras reuniones del Club de la Izquierda, que derivaban desde hacía mucho tiempo por las agradables mareas del debate y la especulación intelectual.

Los rostros pertenecían a un hombre de unos cincuenta años, más bien gris y maltratado, quien se presentó como un profesor que «aspiraba a la reforma absoluta de todo el sistema educativo»; una mujer de mediana edad, viuda, mal vestida y fumando sin parar, que parecía haber superado mucho tiempo antes la barrera de lo soportable; un anciano con rostro angelical y sonrosado, enmarcado por mechones blancos, que dijo haber sido bautizado en honor a Keir Hardie; tres colegiales, el hijo de la viuda y sus dos amigos; la mujer que atendía el guardarropas, quien había abierto aquella sala para instalar las sillas y luego se había quedado por puro interés, pues era su tarde libre; dos miembros de la RAE; Dick, el sindicalista; y una hermosa joven a quien nadie había visto antes y quien, en cuanto Dick terminó su manifiesto, se levantó para soltar un sermón vegetariano. Lo consideraron ajeno al orden del día. «Primero hemos de conseguir el poder y luego nos limitaremos a hacer lo que desee la mayoría.» En cuanto a mí concierne, me separaba de ellos mi falta de fervor y la hostilidad de Dick.

Esto sucedía mediada la segunda guerra mundial, cuyo objetivo era derrotar a las hordas del Nacional Socialismo. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas tenía treinta años. Habían pasado más de ciento cincuenta desde la Revolución Francesa y todavía más desde la Revolución Americana que liquidó las tiranías británicas. Estaba a punto de celebrarse la independencia de la India. Habían pasado veinte años de la muerte de Lenin. Trostsky seguía vivo.

Uno de los escolares, amigo del hijo de la viuda, alzó la mano para decir con timidez, y callarse de inmediato, que «le parecía que debía de haber algún libro que pudieran leer sobre el socialismo y esas cosas».

–Claro que los hay –contestó el tal Keir Hardie, agitando sus mechones blancos al asentir–, pero no tenemos por qué seguir las normas escritas por países antiguos, cuando aquí tenemos uno totalmente nuevo.

(Conviene explicar que los blancos de Rodhesia, entonces igual que ahora, siempre se referían a «este país nuevo».)

–Por lo que se refiere a los libros... –dijo Dick, mirándome con todo el burlón control de sí mismo que había adquirido desde que, apenas una semanas antes, abandonara su cojín en el suelo de nuestra sala de reuniones–, parece que a mucha gente no les sirven de nada. Así que, ¿para qué los queremos? Es todo absolutamente simple. No está bien que unos pocos sean dueños de toda la riqueza de un país. No es justo. Debería compartirse entre todos, a partes iguales, y entonces podríamos hablar de democracia.

–Claro, obviamente –dijo la chica guapa.

–Ah, sí –suspiró la pobre mujer cansada, al tiempo que apagaba con gesto enfático un cigarrillo y encendía otro.

–Quizá sería mejor que moviéramos un poco esa palmera –propuso la chica de guardarropía–. Parece que se interpone un poco.

Pero Dick no le permitió mostrar su concordancia de esa manera.

–Qué más da la palmera –dijo–. No es importante.

Fue en ese momento cuando alguien preguntó:

–Perdón, pero ¿cuándo intervienen los Nativos? –(En esos tiempos, a los habitantes negros de Rodhesia se los llamaba Nativos.)

Se consideró de un extremado mal gusto.

–La verdad, no creo que eso sea aplicable –contestó Dick, acalorado–. Sencillamente, no veo qué sentido tiene mencionar eso, salvo que sea para crear algún problema.

–Es que viven aquí –dijo uno de los miembros de las RAF.

–Bueno, si cabe la menor posibilidad de que nos mezclemos con los problemas de los negros, yo me retiro –dijo la viuda.

–Puede estar segura de que eso no ocurrirá –contestó Dick.

Mantenía el control con firmeza, bien asido a la silla de montar, líder de todos tras haberse mantenido apenas media hora al frente de su reunión de masas.

–No lo entiendo –dijo la chica guapa–. Simplemente no lo entiendo. Hemos de tener una política para los Nativos.

Incluso doce personas en una sala pequeña, estuvieran allí para fundar un partido masivo o no, implicaban doce puntos de vista distintos, claros y defendidos con pasión. Al final hubo que posponer la reunión una semana para que quienes no habían podido expresar sus divergencias tuvieran ocasión de hacerlo. Asistí a la segunda reunión. Había quince personas. Los dos miembros de las RAF no estaban, pero había seis sindicalistas blancos del sector ferroviario que, tras enterarse de la fundación del partido, pretendían que se aprobara una resolución: «En opinión de los reunidos, se está forzando un avance demasiado rápido de los Nativos hacia la civilización y ese proceso debería frenarse por su propio bien».

En esos tiempos siempre se aprobaba esta resolución cada vez que se presentaba la oportunidad. Es probable que se siga haciendo.

Sin embargo, los nueve asistentes de la semana anterior consiguieron formar un sólido bloque de oposición ante aquel influjo externo de pensamiento; por supuesto, no se resistieron en defensa de los nativos, sino porque les parecía necesario resolver antes otros asuntos. «Primero hemos de tomar el país por medios democráticos. Eso no llevará mucho tiempo porque es obvio que nuestro programa es de pura justicia; luego ya decidiremos qué hacer con los Nativos.» Entonces se fueron los seis trabajadores ferroviarios y dejaron solos a los nueve de la semana anterior, quienes procedieron a fundar el Partido para la Democracia y la Libertad. Se nombró un comité director de tres personas para que redactaran una constitución.

Eso fue lo último que se supo de ellos, salvo por un panfleto ciclostilado bajo el título: «¡El capitalismo es injusto! ¡Unámonos para abolirlo! ¡Nos referimos a ti!».

Se acabó la guerra. Esa clase de fermento intelectual no se dio más. Los empleados de Correos, todos ellos de nuevo ciudadanos ejemplares que se entretenían debidamente con el deporte y otros desempeños similares, ya no contaban a los ciudadanos cómo y cuándo los censuraban.

Dick no siguió en Correos. El virus de la política había entrado en sus venas para siempre. De mero portavoz del socialismo de los blancos, tras las pullas que lo acusaban aspirar a un socialismo que excluía a la mayoría de la población, se convirtió en exponente de la opinión de que el desarrollo de los Nativos debía frenarse por su propio bien, y de allí pasó a consejero del Ayuntamiento, más adelante Miembro del Parlamento. Y eso sigue siendo hoy, un caballero distinguido de mediana edad, servidor infatigable de comités y comisiones parlamentarias, sobre todo de aquellos relacionados con los Nativos, materia en la que se lo considera toda una autoridad.

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