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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (45 page)

–Pues tiene usted la misma sospecha que yo –contestó–. Lo que pasa es que a la gente siempre le gusta lo que sea difícil de encontrar.

En ese momento recordé dónde había oído aquel tono de tristeza, quejumbre, insistencia y ansiedad en una voz (¡que luego resultó ser más de una!), un tono que significaba que el Aloe Negro Oloroso representaba, en ese momento, el mayor deseo posible.

Fue antes de la guerra. Yo estaba en El Cabo y tenía que llegar a Nairobi. Había recorrido aquella ruta antes y quería liquidarla con la mayor rapidez. Cada dos horas se pasa por alguna aldea, y son todas iguales. Calurosas y polvorientas. En un salón de té hay un grupo de jovencitos que toman helados y hablan de motos y estrellas de cine. En los bares, los hombres beben cerveza. El restaurante, si lo hay, es malo o pretencioso. La camarera no hace más que pensar en cuándo podrá largarse a la capital, cuyo nombre menciona como si fuera París o Londres, pero cuando llegas, al cabo de trescientos, u ochocientos kilómetros, apenas es más que otra aldea algo más grande, con las mismas calles polvorientas, el mismo salón de té, el mismo bar y cinco mil personas en vez de cien.

Al atardecer del tercer día estaba en el Northern Transvaal y, cuando quise detenerme a pasar la noche, el sol se veía de un rojo sanguinolento entre la bruma del polvo y la calle principal estaba llena de gente y de ganado. Se celebraba la Feria Anual de Granjeros y el hotel estaba lleno. El propietario me dijo que había una mujer que aceptaba inquilinos en situaciones de emergencia.

Era una casa solitaria al final de una calle rezagada y sin asfaltar, bajo un jacarandá. Era pequeña, tenía un emparrado marrón en el porche y el tejado casi cedía bajo una buganvilla morada. La mujer que salió a la puerta era una criatura rolliza, de cabello oscuro, con delantal rosa y las manos llenas de harina.

Dijo que la habitación no estaba preparada. Le expliqué que había salido de Bloemfontein aquella misma mañana y contestó:

–Pase, mi segundo marido vino de allí.

Fuera no había más que polvo y un calor terrible, pero dentro la casa era acogedora, llena de flores, cintas, almohadones y vajillas expuestas en vitrinas. Había fotos del mismo hombre en cualquier rincón posible. No había modo de apartarse de ellas. Te sonreía desde la pared del baño y si abrías la puerta de un armario te lo encontrabas dentro, encerrado entre los platos.

Se pasó dos horas preparando la comida, dijo una y otra vez que las mujeres se pasan el día entero cocinando lo que luego los demás se comen en cinco minutos, averiguó mis gustos y me ofreció distintas guarniciones. Mientras tanto, habló de su marido. Parece que cuatro años antes había llegado un hombre durante la semana de la feria para pedir alojamiento. A ella no le gustaba alojar a hombres solos porque era viuda, pero le pareció que tenía buen aspecto y una semana después estaban casados. Vivieron un sueño de felicidad durante once meses. Luego se largó y no volvió a saber de él, salvo por una carta en la que le agradecía su amabilidad. La carta había sido como una bofetada. No se da las gracias a una esposa por ser amable, como si fuera una azafata, ¿no? Ni se le envían postales navideñas. El sí que había enviado alguna postal navideña después de largarse, ahí estaba, en la chimenea. Con sus Mejores Deseos para una Feliz Navidad. “Es que fue tan bueno conmigo –decía la mujer–. Me daba cada penique que ganaba, y eso que yo no lo necesitaba porque mi primer marido me dejó bien provista. Se consiguió un trabajo en el ferrocarril.” Después de él, la mujer no podía mirar a ningún otro hombre. Ninguna mujer que supiera algo de la vida lo habría hecho. Tenía sus defectos, claro, como todos. Era inquieto y melancólico, pero ella se daba cuenta de que la había amado con sinceridad y, en el fondo, era un hombre familiar.

Así siguió el asunto hasta que cantaron los gallos y me empezó a doler la cara de tanto bostezar.

A la mañana siguiente seguí hacia el norte y esa misma noche, en Rodhesia del sur, entré en un pueblo pequeño lleno de polvo y de gente que paseaba con sus mejores ropas entre el ganado. El hotel estaba lleno. Era la semana del Festival.

Al ver la casa pensé que el tiempo había retrocedido veinticuatro horas, porque las trepadoras hundían el tejado y el porche emparrado y el polvo rojo rodeaban la casa. La atractiva mujer que me abrió la puerta era rubia. Detrás de ella, por la puerta abierta vi en la pared un retrato del mismo rubio guapo con aquellos ojos grises y duros rodeados de arrugas abrasadas por el sol. En el suelo jugaba un niño, evidentemente su hijo.

Expliqué de dónde venía y ella contó con nostalgia que su marido había llegado de allí mismo tres años antes. Era todo igual. Incluso la casa por dentro era como la otra, cómoda, recargada y llena de cosas. Pero necesitaba las atenciones de un hombre. Todos los objetos reclamaban la atención de un hombre. Cenamos juntas y me habló de su «marido –que había durado hasta el nacimiento del hijo y unas pocas semanas más– con la misma voz impaciente, ansiosa, amarga y urgente de su hermana de la noche anterior. Mientras la escuchaba, tuve la ridícula sensación de que al prestarle tanta atención era desleal con la otra «esposa abandonada seiscientos kilómetros más al sur. Claro que tenía sus defectos, dijo la mujer. A veces bebía demasiado, pero ya se sabe cómo son los hombres. Y a veces se pasaba semanas enteras soñando despierto y ni siquiera escuchaba. A pesar de todo eso, era un buen marido. Había conseguido un trabajo en el departamento de ventas de una tienda de maquinaria agrícola y trabajaba mucho. Estaba tan encantado cuando nació el crío... Y luego se fue. Sí, le había escrito una vez, una larga carta donde afirmaba que nunca olvidaría su “cariñosa amabilidad”. Le había molestado mucho la carta. Qué cosa tan rara, ¿no?

Mucho después de la media noche me acosté bajo un retrato tan grande de aquel hombre que me sentí incómodo. Era como si alguien me vigilara mientras dormía.

A la noche siguiente, cuando tenía que abandonar Rodhesia del sur para entrar en Rodhesia del norte, me puse a buscar algún pueblecito lleno de nubecillas de polvo rojo y de ganado, una casa pequeña, una mujer que esperara. No había ninguna razón para no pensar que aquello continuaría hasta Nairobi.

Sin embargo no fue hasta el día siguiente, circulando por el Cinturón del Cobre que lleva a Rodhesia del Norte, cuando llegué a un pueblo lleno de coches de gente. Había un baile esa noche. Los hoteles grandes estaban llenos. La señora a cuya casa me enviaron era rolliza, pelirroja, voluble. Dijo que le encantaba acoger a la gente, aunque no le hacía ninguna falta, pues si bien su marido tenía algunos defectos (cosa que dijo en un tono que podía parecer de odio) ganaba un buen sueldo trabajando de mecánico en un garaje. Antes de casarse ella se ganaba la vida alquilando habitaciones a los viajeros, y así había conocido a su marido. Mientras lo esperábamos para cenar, me habló de él.

–Cada noche hace lo mismo. ¡Todas las noches de mi vida! Parece que no es mucho pedir que venga a casa a comer a la hora adecuada en vez de esperar a que se pase la comida, pero en cuanto entra en el bar con los demás hombres no hay manera de sacarlo de allí.

En su voz no había rastro de lo que había percibido en las de las otras dos mujeres. Y siempre me he preguntado si, en su caso, la ausencia también la llevó finalmente a tomarle más cariño. Suspiraba con frecuencia profundamente y decía que cuando eres soltera te quieres casar y cuando estas casada quieres ser soltera, pero lo que más le molestaba es que ya se había casado antes y tenía que haber aprendido la lección. Aunque aquel marido era mucho mejor que el anterior, de quien se había divorciado.

No llegó hasta que cerró el bar, más tarde de las diez. No era tan guapo como parecía en las fotografías, pero eso se debía a que llevaba el mono de trabajo manchado de grasa e incluso tenía petróleo en la cara. Ella lo riñó por llegar tarde y por no lavarse, pero él se limitó a contestar:

–No intentes domesticarme.

Al terminar la cena ella preguntó en voz alta por qué se pasaba la vida cocinando y trabajando como una esclava para un hombre que ni siquiera se fijaba en lo que comía y él contestó que no hacía falta que se preocupase porque tenía toda la razón, efectivamente no le importaba lo que comiera. Se despidió de mí con un gesto y volvió a salir. Regresó pasada la medianoche, con la mirada extraviada, y al abrir la puerta dejó entrar una corriente fría de aire en la habitación, calentada por la lámpara.

–¿Así que has decidido volver? –se quejó ella.

–He salido a pasear un poco por la cañada. Hay tanta luna que se podría leer. El viento lleva un poco de lluvia.

Le rodeó la cintura con un brazo y sonrió. Ella olvidó sus amarguras y devolvió la sonrisa. El vagabundo había vuelto a casa.

Escribí a Alan McGinnery y le pregunté si había basado aquella historia en algún modelo. Le expliqué por qué lo quería saber, le hablé del anciano que había cruzado el monte para llegar a nuestra casa quince años antes. No había razón para pensar que fuera el mismo hombre salvo por un detalle, las cartas que escribía, siempre parecidas a las notas de agradecimiento que se envían tras una fiesta o una visita.

Recibí esta respuesta: «Quedo en deuda con usted por su interesante e informativa carta. Tiene razón al pensar que mi cuentito se basa en la vida real. Sin embargo, en muchos aspectos se aleja de los hechos. Me tomé libertades con el aspecto temporal de la historia, para adelantarla unos cuantos años, no, décadas, y situarla en un ambiente moderno. Porque la época en que Johnny Blakeworthy amaba y abandonaba a tantas mujeres jóvenes –me temo que era malo de verdad– se ha borrado ya en el recuerdo, salvo para los más ancianos. Ahora todo es tan tranquilo y fácil. Eso que llaman “civilización” se ha apoderado de nosotros. Pero me daba miedo que si situaba a mi “héroe” en su ámbito real resultaría demasiado exótico para los lectores de hoy en día, quienes leerían la historia sólo por conocer el entorno, que les resultaría más interesante que el personaje.

Fue poco después de terminar la guerra de los Boer. Yo me presenté voluntario, como correspondía a un joven, por pura excitación, sin saber qué clase de guerra era aquélla. Luego decidí no volver a Inglaterra. Pensé en probar las minas y por eso fui a Johannesburgo, donde conocí a mi mujer, Lena. Era la cocinera y ama de casa de una pensión para hombres, un trabajo duro en una época dura. Había tenido un hijo de Johnny y creía estar casada con él. Yo también lo creí. Cuando empecé a averiguar descubrí que no estaban casados porque los papeles que había presentado él eran falsos. Eso nos lo puso todo más fácil en un sentido práctico, pero también empeoró las cosas en otro sentido. Porque ella estaba amargada y me temo que nunca superó el daño sufrido. Pero nos casamos y me convertí en el padre de su hijo. En ella se basaba la segunda mujer de mi cuento. La describo como una mujer casera y, a su manera, delicada. Incluso cuando cocinaba para todos aquellos mineros, manteniendo a su hijo, y a sí misma, con una pésima paga, viviendo en una habitación poco más grande que una perrera, lo conservaba todo limpio y hermoso. Eso fue lo que me atrajo de entrada. Me atrevería a decir que también eso atrajo a Johnny, al menos al principio.

Más adelante, mucho más adelante porque el niño ya era mayor, o sea que era después de la Guerra Mundial, oí por casualidad a alguien hablar de Johnny Blakeworthy. Era una mujer que había estado “casada” con él. A Lena y a mí nunca se nos había ocurrido que hubiese traicionado a más de una mujer. Tras pensarlo mucho decidí no contárselo nunca. Pero yo sí quería saber. A esas alturas, había investigado con cuidado. La pista empezaba, al menos para mí, en la provincia de El Cabo, con una mujer de la que había oído hablar y a quien luego había encontrado. Era la primera de mi cuento, una bella mujercita rolliza. Johnny se había casado con ella cuando era la hija de un granjero Boer, bien rico. No hace falta que le cuente que ese matrimonio no fue muy popular. Tuvo lugar justo antes de la Guerra de los Boer y estaban a punto de ocurrir sucesos muy desagradables, pero aquella muchacha tuvo la valentía de casarse con un inglés, un roinek. Sus padres se enfadaron, pero luego se portaron bien y la acogieron cuando él la dejó. Con ésta sí que se casó, y por la iglesia, con todos los papeles correctos y legales. Creo que fue su primer amor. Luego, ella se divorció. Para aquella gente tan simple, un divorcio era algo terrible. Ahora las cosas han cambiado mucho y la gente ni se imagina lo estrechos y religiosos que eran entonces. Aquel divorcio perjudicó su vida entera. No volvió a casarse. ¡Y no porque no quisiera! Se había peleado con sus padres al decir que quería divorciarse, y todo precisamente porque se quería volver a casar. Pero nadie se casaba con ella. En aquella comunidad rural tan anticuada, en esa época, se convirtió en la Mujer Escarlata. Bien triste, porque era una mujer agradable de verdad. Lo que más me sorprendió fue que hablara de Johnny sin ninguna amargura. Incluso veinte años después, lo seguía queriendo.

A partir de ella seguí otras pistas. Contando a mi propia esposa, encontré a cuatro mujeres en total. En mi cuento las convertí en tres: la vida siempre es mucho más espléndida con la casualidad y el drama de lo que se atrevería cualquier escritor de ficción. La pelirroja que describí en el cuento era camarera de un hotel. Odiaba a Johnny. Pero no me cupieron muchas dudas acerca de lo que pasaría si él se largaba.

Le expliqué a mi mujer que había estado jugando al cazador. No quería remover una vieja desdicha. Cuando murió, escribí la historia del viaje de una mujer a otra, ya todas entradas en la mediana edad, y todas “casadas” en algún momento con Johnny. Pero tuve que cambiar la ambientación de la historia. ¡Qué rápido ha cambiado todo! Hubiera tenido que describir a la familia Boer en su granja, tan simples y anticuados, gente buena y desconfiada. Y su hija mayor: la “mala”. Ya no quedan chicas así, ni siquiera en los conventos. ¿En qué lugar del mundo se encuentran hoy en día chicas educadas con esa rigidez y esa estrechez de miras, como en las granjas de los Boer hace cincuenta años? Y aun así tuvo el coraje de casarse con su inglés, eso es lo maravilloso. Luego hubiera tenido que describir las explotaciones mineras de Johannesburgo. Después, la vida de una mujer casada con un tendero en el monte. Su vecino más cercano estaba a setenta kilómetros, y en esos tiempos no había coches. Por fin, la época del principio de Bulawayo, cuando parecía más una barriada que una ciudad. No, lo que me interesaba era Johnny; por eso decidí modernizar la historia, para que el lector no se distrajera con lo que ha está pasado y olvidado.

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