Authors: Doris Lessing
Un viejo bulldog de pura raza, eso es lo que es de la cabeza a los pies.
(The Story of a Non-Marrying Man)
Conocí a John Blakeworthy al final de su vida. Yo estaba empezando la mía, pues tenía diez o doce años. Esto sucedió a principios de los años 30, cuando la Depresión se había extendido desde Estados Unidos para llegar incluso hasta nosotros, en medio de África. La primera señal de la Depresión fue el incremento de personas que se buscaban la vida, o incluso de vagabundos.
Nuestra casa quedaba en una colina, en el punto más alto de la granja. Una sola pista cruzaba la granja entera, un sendero de tierra que empezaba unos diez kilómetros más allá en la estación de trenes, nuestro centro de compras y de correo, y se extendía hasta las granjas siguientes. Nuestros vecinos más cercanos estaban a cinco, siete y diez kilómetros de distancia, respectivamente. Veíamos brillar sus tejados bajo el sol, o refulgir a la luz de la luna entre todos aquellos árboles, barrancos y valles.
Desde la colina se veían las nubes de polvo que señalaban el paso de coches y camionetas por el camino. Solíamos decir: «Ése debe de ser Fulano, que va a recoger su correo. O también: «Cyril dijo que necesitaba un recambio para el arado porque se le ha roto, así que debe de ser ése.
Si la nube de polvo abandonaba el camino principal y se dirigía hacia nosotros entre los árboles, nos daba tiempo a encender el fuego y poner la pava a hervir. En las épocas de mucho trabajo para los granjeros eso ocurría pocas veces. Incluso en los tiempos más tranquilos, apenas venían tres o cuatro coches por semana, y otras tantas camionetas. Era sobre todo un camino de hombres blancos, porque los africanos iban a pie y usaban sus propios atajos, más rápidos. Era poco frecuente que llegara algún blanco a pie, aunque con la Depresión se volvió más común. Cada vez más a menudo veíamos llegar colina arriba, entre los árboles, algún hombre con un fardo de sábanas al hombro y un rifle balanceado en la mano. En el fardo siempre llevaban una sartén y una lata de agua, a veces un par de latas de carne de buey, o una Biblia, cerillas, un pedazo de carne seca. Alguna vez, aquellos hombres llevaban consigo un sirviente africano. Siempre se presentaban como prospectores, pues era una ocupación respetable. Algunos si prospectaban, casi siempre en busca de oro.
Una tarde, cuando ya se ponía el sol, llegó por el camino un hombre alto y encorvado, con traje de soldado, rifle y un fardo al hombro. Supimos que aquella noche tendríamos compañía. Las reglas de hospitalidad señalaban que no se podía rechazar a nadie que atravesara el monte para llegar a casa; les dábamos de comer y les ofrecíamos quedarse tanto tiempo como les hiciera falta.
El sol de África había dado a la piel de Johnny Blakeworthy un tono marrón oscuro y sus ojos, en medio de un rostro seco y arrugado, parecían grises y tenían el blanco muy inflamado. No hacía más que achinar los ojos, como si le diera el sol en la cara, y luego, en un acto de voluntad memoriosa, relajaba los músculos, de tal modo que su cara siempre estaba apretándose y soltándose alternativamente, como un puño. Era delgado: decía que había tenido la malaria poco tiempo antes. Era mayor: el sol no era el único responsable de las arrugas profundas de su cara. En el fardo, además de la inevitable sartén, llevaba una cacerola esmaltada de una pinta, una libra de té, algo de leche en polvo y una muda limpia. Llevaba pantalones caquis largos y gruesos para protegerse de los rasguños de zarzas y malezas, y camisa caqui de camuflaje. También tenía un suéter gris desteñido para las noches gélidas. Entre esas posesiones había un pedazo de saco lleno de maíz. La presencia del maíz era toda una definición que admitía poca ambigüedad, pues los africanos tenían como nutriente principal el porridge de maíz. Era barato, fácil de conseguir, se cocinaba deprisa y alimentaba mucho, pero los blancos no solían comerlo, al menos no como base de su dieta, porque no querían estar al mismo nivel que los africanos. El hecho de que aquel hombre lo llevara consigo provocó que mi padre, al hablar de él con mi madre más adelante, dijera: «Será que se ha vuelto nativo.
No era una crítica. Más bien, los blancos podían afirmar que alguien se había «vuelto nativo con enfado, en función de un cierto ethos colectivo; pero con otra parte de sus mentes, o en momentos distintos, lo decían también con una amarga envidia. Pero eso ya es otra historia...
Por supuesto, a John Blakeworthy se le ofreció quedarse a cenar y a pasar la noche. Sentado a la mesa, bien iluminada y cubierta por toda clase de alimentos, no cesaba de repetir lo bien que le sentaba volver a ver comida de verdad, pero lo hacía con una vaga diplomacia, como si necesitara recordarse a sí mismo que debía sentir eso. Se le llenó el plato de comida y acabó con ella, pero se olvidaba de comer cada dos por tres, hasta tal punto que mi madre tenía que recordárselo poniéndole en el plato un trocito más de lomo, una cucharada de salsa, zanahorias y espinacas de guarnición del huerto. El caso es que al terminar no había comido mucho, ni había hablado demasiado, aunque la cena transmitiera la impresión de que se hablaba mucho y se ponía mucho interés en la comida, como en un banquete, de tan grande como era nuestra ansia de compañía y tantas preguntas que teníamos por hacer. Sobre todo preguntábamos los dos niños, pues la vida de aquel hombre que caminaba a solas y en silencio por el monte, a veces treinta kilómetros diarios, o más, que dormía solo bajo las estrellas, o bajo la luna, fuera cual fuera el tiempo de la estación, que buscaba oro cuando quería y se detenía a descansar cuando lo necesitaba... Esa vida, no hace falta decirlo, nos impulsaba a soñar en una vida distinta de la que nos correspondía por nuestra educación escolar y nuestros padres.
Sí nos enteramos de que llevaba en el camino «bastante tiempo, sí, ahora ya bastante tiempo. De que tenía sesenta años. De que había nacido en Inglaterra, en el sur, cerca de Canterbury. De que había pasado toda su vida de aventura en aventura arriba y abajo por Sudáfrica, aunque él no usaba la palabra aventura; éramos nosotros, los niños, los que la repetíamos hasta que nos dimos cuenta de que él se sentía incómodo. Había sido minero; por supuesto, había tenido su propia mina. Había sido granjero, pero no le había ido bien. Había tenido toda clase de trabajos, pero le gustaba «ser su propio jefe. Había tenido una tienda, pero «me pongo nervioso y necesito moverme.
Bueno, ya habíamos oído todo eso alguna vez; de hecho, cada vez que alguno de aquellos vagabundos llegaba a nuestra casa. No había nada que no fuera ordinario en su extraordinariedad, salvo, tal vez, –según recordamos más adelante, cuando pasamos días comentando su visita para obtener de ella todo el estímulo posible– el hecho de que no llevara ningún cedazo para buscar oro, ni le pidiera a mi padre permiso para buscarlo en nuestra granja. No recordábamos a ningún buscador de oro que no se hubiera excitado al conocer la granja, pues estaba llena de rocas fragmentadas y veteadas, zanjas y pozos que, según algunos, databan del tiempo de los fenicios. No se podía caminar cien metros sin ver huellas, tanto antiguas como modernas, de la búsqueda de oro. A ese distrito lo llamaban Banket, porque que sus vetas minerales tenían la misma formación que las de la cadena del mismo nombre. El mero apelativo era como una señal de llamada.
Sin embargo, Johnny dijo que quería seguir su camino en cuanto saliera el sol. Yo lo vi irse por el sendero, ya soleado y con todos los árboles sonrojados por la luz a un lado. Se perdió de vista arrastrando los pies, un hombre alto, demasiado flaco, bastante encorvado, con su traje caqui desteñido y sus zapatos de piel blanda.
Unos meses después, preguntamos a otro hombre que no tenía trabajo y se dedicaba a buscar oro si conocía a Johnny Blakeworthy y contestó que sí, claro que sí. Habló con indignación para contarnos que se había «vuelto nativo en el valle. La indignación parecía falsa y dimos por hecho que aquel hombre también podía haberse «vuelto nativo, o que lo deseaba. Sin embargo, eso explicaba que Johnny no llevara cedazo, así como aquella sensación de que se sentía extraño, fuera de lugar, sentado a la mesa para cenar. «Volverse nativo solía implicar «tener una mujer en el monte, pero no parecía que Johnny la tuviera.
–Dijo que ya estaba harto de mujeres y que quería quitárselas de la vista –explicó aquel visitante.
No he contado todavía lo que más nos llamó la atención de la visita de Johnny, porque en su momento sólo nos pareció algo agradablemente pintoresco. Hubo de pasar mucho tiempo antes de que la carta que nos envió se sumara a otras y estableciera un patrón.
Tres días después de la visita de Johnny recibimos una carta suya. Recuerdo que mi padre esperaba encontrar en ella, finalmente, una petición de permiso para buscar oro. En cualquier caso, era raro recibir una carta. Los vagabundos no solían llevar material para escribir en el fardo. La carta estaba escrita en papel Croxley azul e iba en un sobre Croxley, y la caligrafía era clara como la de un niño. Era una carta de agradecimiento. Decía que había disfrutado mucho de nuestra amable hospitalidad y de la deliciosa cocina de la señora de la casa. Agradecía la oportunidad de habernos conocido. «Con mis mejores deseos, sinceramente suyo, Johnny Blakeworthy.
En otro tiempo había sido un niño bien educado de un pueblo de campo de Inglaterra. «Johnny, siempre que alguien te ofrezca su hospitalidad debes escribir luego para dar las gracias.
Hablamos de aquella carta durante mucho tiempo. La debía de haber entregado en la primera tienda que encontrara tras salir de la granja. Quedaba a unos treinta kilómetros. Probablemente, compraría una hoja suelta y un único sobre. Eso significaba que los habría comprado en la parte africana de la tienda, donde se vendían artículos sueltos, con gran beneficio, por supuesto, para el comerciante. Habría comprado un solo sello y luego se habría acercado a la oficina de correos para entregar la carta en el mostrador. Luego, tras haber cumplido con las normas de su educación, se habría vuelto a la tribu africana con la que vivía, lejos de cualquier oficina de correos, de las cartas escritas y de los demás impedimentos que acompañaban a los hombres blancos.
Aún no sé cómo encajar el siguiente atisbo que tuve de aquel hombre en el patrón suyo que al final logré componer.
Fue años después. Yo era joven y estaba en una reunión de té. Era, como todas las demás, una excusa para cotillear, sobre todo, tratándose de chicas jóvenes casadas, acerca de los hombres y el matrimonio. Una chica que apenas llevaba un año casada y no quería sacrificar a su marido para el beneficio del grupo, se puso a hablar de su tía, que vivía en el estado de Orange Free.
–Estuvo casada muchos años con un hombre malo de verdad y luego él se levantó y se largó. Lo único que recibió de él fue una carta amable, no sé, como ésas que se envían después de una fiesta, o algo así. Le daba las gracias por el tiempo que habían pasado juntos. ¿Se puede superar eso? Y más adelante supo que en realidad nunca se habían casado porque él ya estaba casado con otra.
–¿Fue feliz? –preguntó una de nosotras.
–Se volvió loca del todo. Decía que había sido la mejor época de su vida.
–Entonces, ¿de qué se quejaba?
–Lo que le molestaba era tener que presentarse como soltera, cuando en realidad había pasado aquellos años como si estuviera casada de verdad. Y la carta la sacó de quicio: «Siento que debo escribirte y darte las gracias.... Algo así decía.
–¿Cómo se llamaba? –pregunté, comprendiendo de pronto aquel cosquilleo que sentía en la mente.
–No me acuerdo. Johnny no sé qué más.
Eso fue todo lo que obtuve de aquella escena, la más clásica de Sudáfrica, la reunión matinal para el té en un porche grande y sombreado, con todas las bandejas llenas de pasteles y galletas de todas las clases, las jóvenes cotilleando mientras miraban a sus hijos jugar bajo los árboles, ocupando una mañana de sus vidas holgazanas antes de volver a sus casas para encontrarse la comida hecha, la mesa puesta y a sus maridos esperando. Han pasado treinta años desde ese té, y el pueblo aún sigue siendo tan pequeño que los hombres pueden acercarse a casa a comer con sus familias. Hablo de las familias blancas, claro.
La siguiente sorpresa llegó en forma de un cuento que leí en un periódico local, de esos que se imprimen a ratos libres en las imprentas responsables de periódicos mucho más importantes. Aquel se llamaba Valley Advertiser, y debía de tener una tirada de unos diez mil ejemplares. Tenía el siguiente titular: «El cuento premiado, “El Fragrante Aloe Negro”. Por nuestro nuevo descubrimiento, Alan McGinnery.
«Cuando no tengo nada mejor que hacer, me gusta pasear por Main Street para ver cómo nacen las noticias del día, captar fragmentos de conversaciones e inventar historias a partir de lo que oigo. A la mayor parte de la gente le gustan las coincidencias, les dan algo de qué hablar. Pero cuando son demasiadas provocan una desagradable sensación de que el largo brazo de la casualidad señala hacia una región en la que cualquier persona racional no puede sentirse cómoda. Esta mañana ocurrió algo así. Empezó en una floristería. Una mujer con una lista de la compra le dijo al florista:
–¿Tiene aloe negro?
Parecía una comida.
–No sabía ni que existiera –contestó el florista–. Pero tengo una gran variedad de plantas suculentas. Le puedo vender una huerta de miniatura en una bandeja.
–No, no, no. No quiero aloe normal. Y ya tengo de todo lo demás. Quiero Aloe Negro Oloroso.
Al cabo de diez minutos estaba esperando en el mostrador de droguería de la farmacia Harry’s para comprar un cepillo de dientes y oí que una mujer pedía una botella de Aloe Negro.
“Vaya –pensé–, el Aloe negro vuelve a mi vida.”
–No tenemos nada de eso –contestó la vendedora.
Le ofreció rosas, madreselva, lilas, violetas blancas y jazmín, al tiempo que comentaba que el perfume del aloe negro debía de ser amargo.
Al cabo de media hora estaba en una tienda de semillas y oí una petulante voz femenina que preguntaba:
–¿Tenéis plantas suculentas?
Enseguida supe lo que vendría después. Ya me había ocurrido antes, pero no recordaba cuándo, ni dónde. Nunca había oído hablar del Aloe Negro Oloroso y de pronto ahí estaba, tres veces en una hora.
Cuando se fue la mujer, pregunté al dependiente:
–Dígame una cosa, ¿existe algo que se llame Aloe Negro Oloroso?