Roma (38 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Dorso protestó contra aquel castigo en masa, destacando que los romanos no podían permitirse perder muchos hombres, y entre los soldados rasos hubo también grandes protestas. Se decidió que únicamente sería castigado el centinela responsable de la zona donde se había producido el asalto.

El hombre negó haberse quedado dormido. En la quietud de la noche, dijeron, habían oído a un hombre y una mujer hablando. Distraído y aburrido, abandonó su puesto y se acercó al templo de Júpiter para tratar de averiguar de dónde venían las voces. Nadie se compadeció de su excusa. Fue colgado del saliente donde los galos habían iniciado el ataque hasta morir ahogado. Como castigo simbólico, un único perro guardián fue arrojado por el acantilado.

Los romanos aumentaron la vigilancia. Y también los galos, decididos a que no llegaran más mensajeros del exterior hasta la cumbre del Capitolio.

La ocupación y el sitio continuaron a lo largo del invierno. La lluvia proporcionó agua potable a los romanos, pero la comida escaseaba cada vez más.

–Ojalá llovieran peces -dijo Penato un día, observando un chaparrón bajo el frontón del templo de Júpiter. – ¡O pasteles de miel! – apuntó Dorso. – ¡O pedazos de buey seco! – dijo por su parte Marco Manlio, a quien le encantaban las típicas raciones militares.

La situación en la cima del Capitolio era cada vez más desesperada, aunque también lo eran las circunstancias de los galos. Al no haber vivido nunca en una ciudad, no sabían nada sobre saneamiento o sobre cómo eliminar sus propios desechos. Habían convertido Roma en una pocilga y se propagaba la peste. Morían con tanta rapidez que los supervivientes dejaron de enterrar los cuerpos y apilaban los cadáveres para luego prenderles fuego.

Una vez más, como en los inicios del sitio, el fuego y las columnas de humo rodeaban el Capitolio. La visión de las piras en llamas era fantasmagórica. El humo y el hedor de los cuerpos quemados eran sofocantes. Tal y como Penato le comentó cautelosamente a Dorso:

–Estos galos están locos por quemarlo todo. ¡Han acabado con las casas y ahora se prenden fuego ellos mismos!

Los galos empezaban también a padecer hambre. En los inicios del sitio, habían quemado despreocupadamente diversos almacenes llenos de cereales. Y ahora echaban dolorosamente de menos ese grano. Aunque los romanos del Capitolio no podían saberlo, las fuerzas de Camilo habían tomado el control de prácticamente toda la campiña y los galos ya no podían ir saqueando a voluntad para reabastecer sus almacenes. Las ciudades que habían reclamado como premio estaban convirtiéndose ahora en una trampa y una tumba.

Públicamente, Pinaria se sumaba a las oraciones diarias para que Camilo llegara pronto a rescatarlos. En privado, vivía en un miedo constante. Hacía todo lo posible para ocultar las pruebas visibles de su embarazo. Hasta entonces lo había conseguido, a lo mejor porque el niño que crecía en su interior era pequeño y estaba desnutrido. Pero ¿qué ocurriría cuando diera a luz? Aun escondiéndose en su habitación y pariendo al niño en secreto, ¿cómo conseguiría esconder el llanto de un niño? ¿Sería capaz de matar al bebé nada más nacer? A diario estaban permitiendo que murieran recién nacidos, sobre todo si tenían defectos, pero ni siquiera la madre con menos sentimientos podía matar a su hijo con sus propias manos; lo apartaban de ella y lo abandonaban al aire libre para que muriera a merced de los elementos o de las bestias salvajes. La forma más rápida y sencilla de eliminar al niño sería arrojándolo desde el Capitolio, pero incluso eso sería imposible, pues en todos los puntos del perímetro se mantenía una vigilancia acérrima. ¿Lo haría Penato si ella se lo pedía? ¡Qué terrible pedirle a un padre que asesinara a su propio hijo!

Pero aun así, si el niño nacía y le permitía vivir, acabaría siendo descubierto, sería la prueba de su crimen, y los tres serían condenados a muerte. Muchas veces, Pinaria se despertaba con pesadillas en las que veía a Penato golpeado hasta morir y donde ella era encerrada en una cámara subterránea sin luz ni aire. El bebé era enterrado con ella, y en la tremenda oscuridad de la cripta, su llanto era el último sonido que podía oír.

En momentos oscuros, se permitía imaginarse que el bebé nacería muerto. Eso acabaría con el miedo y el terror… ¡pero cómo podía desear una madre que su hijo naciera muerto! Tal vez sería mejor que Pinaria se lanzase directamente por el precipicio, y que lo hiciese pronto, antes de que el niño que llevaba dentro creciera aún más. Que los galos descubrieran su cuerpo destrozado y lo quemaran en una pira. Los hombres honrarían su memoria, entonces; dirían que se había ofrecido, una vestal pura como ella, a modo de sacrificio para los dioses. El niño nonato moriría con ella, y Penato nunca sería hallado culpable. Esclavo o no, un chico tan inteligente como él tenía una vida por delante que merecía la pena ser vivida. Pronto les olvidaría a ella y al niño que habían engendrado. Sería como si Pinaria no hubiese existido nunca…

El único resultado que no se permitía imaginarse, porque era imposible y demasiado doloroso, era que el bebé naciera vivo y sano, y que ella pudiera verle la cara, y mostrarlo a todo el mundo con orgullo, y quererlo con toda la devoción y cariño de cualquier madre normal. Eso nunca sucedería.

Estas ideas desesperadas la consumían. Se había distanciado de Penato. Habían dejado de hacer el amor. Veía ahora el acto que tanto placer le había proporcionado como una traición, una trampa en la que había caído tontamente. Durante un tiempo siguieron viéndose en secreto, y en lugar de hacer el amor, conversaban… pero no había conversación que no girara en torno al sufrimiento que les había infligido el sitio, e incluso el mayor sufrimiento que les aguardaba. De vez en cuando no le permitía a Penato entrar en su habitación privada, diciéndole que lo hacía por la seguridad de él, cuando en realidad lo que no podía soportar era estar a solas con él.

Se acercó más a Dorso, que siempre la trataba con deferencia y respeto. Penato, como amigo de Dorso, solía estar presente en su compañía, pero sabía que no debía tratarla con exceso de familiaridad. Penato ocultaba su dolor y su confusión haciendo comentarios irónicos y chistes amargos, y nadie se había dado cuenta de que su comportamiento fuera distinto al de antes. La gente se había percatado del cambio experimentado por Pinaria, y hablaba sobre él. Los hombres la llamaban la vestal melancólica, pero pensaban que su sufrimiento era por ellos y honraban su tristeza como un signo de su santidad.

Los galos llevaban en Roma siete meses de ocupación, desde mitad de verano a mitad de invierno. Fue en los idus de februarius cuando Pinaria, atravesando el Capitolio, con la cabeza nublada por oscuros pensamientos, recibió la noticia por parte de Dorso.

Él corrió hacia ella. Le dijo algo. Estaba tan distraída que no escuchó sus palabras, pero por su expresión animada se dio cuenta de que había sucedido algo muy importante. Percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró a su alrededor y vio que en el Capitolio reinaba una gran conmoción. La gente corría de un lado a otro, se abrazaba, hablaba en murmullos y lanzaba gritos, reía, lloraba. – ¿Qué está pasando, Dorso?

–Ha llegado un emisario… ¡un romano! Los galos le han permitido el paso. Subió por el camino. – ¿Un emisario? ¿Quién lo envía? – ¡Camilo, naturalmente! Ven, vamos a oír qué cuenta el hombre. – La acompañó hacia el templo de Júpiter donde un soldado, vestido con armadura pero sin armas, se erguía en el peldaño más alto para dirigirse a la multitud. La gente se hizo a un lado para que Pinaria pudiera situarse en primera fila.

Los hombres preguntaban a gritos al emisario, que levantaba la mano. – ¡Tened paciencia! – decía-. Esperad a que haya llegado todo el mundo. De lo contrario, tendré que repetirme cien veces. – ¡Mira ahí! – gritó Marco Manlio-. Cayo Fabio Dorso acaba de llegar con la vestal melancólica. ¡Ésos son los que cuentan! ¡Di lo que tengas que decir!

La gente se echó a reír. Todo el mundo estaba animado porque, por la cara del emisario, se veía que era portador de buenas noticias.

–Muy bien. En el transcurso de los últimos meses, nuestros ejércitos se han reagrupado bajo el liderazgo del dictador Marco Furio Camilo…

Hubo grandes vítores. – … que se ha tenido con los galos pequeñas reuniones. No podemos decir que hayamos derrotado al enemigo, pero los hemos estado acosando repetidamente y los galos ya han tenido bastante. Están dispuestos a abandonar Roma.

Los vítores se tornaron ensordecedores. El emisario les indicó que se calmaran.

–Pero los galos no se irán si no es a cambio de un rescate. – ¿Un rescate? – gritó Manlio-. ¿Es que no han saqueado ya todo lo que había de valor en Roma?

–Lo han hecho, pero aún piden más. Tiene que producirse una entrega de joyas y metales preciosos. Camilo ha reunido todo lo que ha podido de los romanos en el exilio, y ha convencido a nuestros amigos para que contribuyan… -¡Los habitantes de Clusium deberían pagar el rescate! – gritó Manlio-. ¿Acaso no nos sacrificamos nosotros para salvarlos del saqueo de los galos?

–Los clusianos han contribuido, muy generosamente, igual que muchos más -dijo el emisario-, pero sigue sin ser suficiente. Camilo espera que los que estáis en el Capitolio, los que nunca abandonasteis Roma, ayudéis a completar la cantidad final del rescate.

Hubo gritos de protesta. – ¿Nosotros? – dijo Manlio-. ¡Llevamos meses comiendo harina llena de moscas y bebiendo agua de lluvia! ¡A esta gente no le queda nada que dar! – ¿Estás seguro? A lo mejor alguno sabe dónde se enterró el tesoro, para esconderlo de los galos. A lo mejor hay mujeres que conservan aún algunas joyas. Todas las mujeres romanas en el exilio han contribuido ya con todas las joyas que poseían. – ¡Esto está mal! – gritó Manlio-. Nuestras mujeres no deberían ser desposeídas de sus adornos por el simple hecho de satisfacer la avaricia de Breno.

–No queda otro remedio -dijo el emisario-. Debemos pagar a los galos. En cuanto se marchen, la ciudad volverá a ser nuestra y podremos iniciar su reconstrucción.

Dorso miró a Penato por encima del hombro y sonrío.

–A lo mejor podrías donar ese pequeño talismán que luces con tanto orgullo.

Penato cogió la imagen de Fascinus. Frunció el entrecejo y lo agarró con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Dorso se echó a reír. – ¡Relájate, Penato! Sólo bromeaba. ¡Ni siquiera un galo querría ese pedazo de plomo sin ningún valor!

El rescate fue pagado en el Foro.

Breno insistió en celebrar una ceremonia formal en la que Camilo estuviera presente. Los que estaban en el Capitolio observaron la transacción con una mezcla de abatimiento y alivio. Los galos sacaron unas balanzas tan grandes que podrían pesar incluso un buey. En un plato se colocaron los pesos de plomo. Los emisarios romanos amontonaron el rescate en el otro. El tesoro compuesto de lingotes, monedas y joyas fue creciendo y creciendo hasta que, por fin, las pesas de plomo empezaron a subir.

Los dos lados de la balanza alcanzaron el equilibrio. La multitud congregada en el Capitolio suspiró al ver pagar una fortuna como aquélla para recuperar la ciudad que era suya por pleno derecho.

En el Foro, Breno se pavoneó delante de las balanzas y rió. – ¡No es suficiente! – gritó.

Camilo lo miró sombríamente. – ¿Pero qué dices? La balanza está equilibrada.

–Olvidé incluir esto. Querías que la dejara de lado, ¿verdad? – Breno extrajo su espada y la colocó sobre las pesas de plomo.

Entre la delegación romana surgieron gruñidos de rabia y disgusto. Algunos hicieron ademán de coger sus espadas, pero Camilo levantó una mano para impedírselo.

–Tenemos aún algo en reserva. Colocadlo en la balanza.

Se añadieron más objetos para rescate, hasta que ambos lados quedaron de nuevo equilibrados.

Breno soltó un rugido de triunfo y aplaudió. Los galos lanzaron vítores y carcajadas. Incluso desde el Capitolio, los espectadores pudieron ver el rostro de Camilo sonrojándose de rabia y consternación.

Pinaria, que estaba observando junto al resto de la gente, sintió de repente la presencia de Penato a su lado. La mano de él buscó la de ella. Y cedió, entrelazando sus dedos con los de él. – ¡Pase lo que pase, Pinaria, te quiero! – susurró él.

–Y yo… -No podía pronunciar las palabras. Sofocó un grito, retiró la mano y se la llevó al vientre. El bebé pataleaba. Intuyó que el momento estaba muy cerca.

Los galos marcharon de Roma como la marea alta cuando se retira. El proceso duró varios días; eran muchos y no tenían prisa. Sus habituales pillajes e incendios continuaron hasta el último momento de la ocupación.

Los romanos del Capitolio, pese a su impaciencia, esperaron hasta que el último galo se hubiese marchado antes de empezar a trepar por encima de las barricadas y descender por el sinuoso camino. Alborozados al verse libres por fin, pero horrorizados ante los estragos causados en su amada ciudad, se dispersaron por las Siete Colinas, buscando algún hogar que quedara en pie, y esperaron el regreso de Camilo y los exiliados.

Dorso, con Penato a su lado, acompañó a Pinaria hasta la puerta de la casa de las vestales. La estructura parecía intacta, aunque las puertas estaban rotas y abiertas y colgaban de las bisagras.

Temblando, Pinaria entró. Dorso hizo el ademán de seguirla, pero Pinaria negó con la cabeza.

–No, quédate aquí. Lo que tengo que hacer aquí, tengo que hacerlo sola.

–Pero no podemos estar seguros de que éste sea un lugar sano y salvo. No puedo dejarte aquí, vestal. – ¡Por supuesto que puedes! ¿Piensas que la diosa ha estado protegiéndome tanto tiempo para permitir ahora que una desgracia caiga sobre mí en la casa de las vestales? Vete, Dorso. Déjame para que pueda purificar el lugar antes de que regresen las demás vestales. ¿No estás impaciente por ver qué ha sido de tu casa?

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