Dorso hizo una mueca. – ¿Y tú, Penato? ¿Dónde irás?
Penato se encogió de hombros.
–Volveré a casa de mi antiguo amo, me imagino… si es que queda algo de ella.
–Muy bien, entonces -dijo Dorso. Y se separaron los tres.
Sólo instantes después de que Pinaria cruzara el umbral, rompió aguas y empezaron los dolores.
A duras penas, consiguió llegar a su dormitorio. La habitación estaba sucia, la cama deshecha; un galo había dormido allí durante su ausencia. Sintió una oleada de asco, pero no podía hacer otra cosa que derrumbarse en la cama.
Abrió los ojos un poco después. Penato estaba a su lado. En su delirio, creyó que era una imagen enviada por Vesta para ponerla nerviosa y hacerla sentirse culpable, pero cuando Penato sonrío, supo que era de verdad. Se quitó la cuerda del cuello y se la pasó a ella por la cabeza.
–Fascinus protege a las mujeres durante el parto -susurró-. ¡No te preocupes, Pinaria! Estaré a tu lado. – ¿Y qué sabes tú de partos?
Él sonrió. – ¿Y qué no sé yo? Cuando era pequeño, veía a las chicas esclavas que daban a luz a los hijos bastardos de mi amo. Y cuando me hice mayor, llevaba y traía a las comadronas. Sé qué hacer, Pinaria. Conmigo estarás a salvo, y también el bebé. – ¡Penato, Penato! ¿Dejarás algún día de sorprenderme? – ¡Nunca! Te quiero, Pinaria.
–Eso es lo que más me sorprende de todo.
Era un parto prematuro y el bebé era muy pequeño, pero sano; dio un gran grito cuando Penato lo cogió en brazos para examinarlo en busca de defectos. Pinaria lo tuvo luego una hora en su regazo.
Era un día corto de invierno y las sombras empezaban a caer. En la calle se oían voces. Los primeros exiliados habían entrado ya en la ciudad. Las vestales llegarían en cualquier momento. – ¿Qué vamos a hacer con el niño, Penato?
–Ha nacido entero y sano. Eso significa que los dioses quieren que viva. – ¿Realmente lo crees?
–Yo quiero que viva, me da igual lo que piensen los dioses. – ¡Blasfemia, Penato! – Movió la cabeza y consiguió emitir una risa lastimera-. Qué absurdo que te regañe. ¡Yo que acabo de dar a luz un hijo en la casa de las vestales! – ¿Te quedarás aquí, Pinaria?
–No puedo ir a ningún lado.
–El bebé no puede quedarse aquí contigo.
–No. – ¿Podrás soportar abandonarlo, Pinaria?
Ella miró al bebé que tenía en brazos. – ¿Dónde te lo llevarás, Penato? ¿Qué harás con él?
–Tengo un plan. – ¡Siempre los tienes! Mi inteligente Penato…
Con cuidado, cogió al bebé. Las lágrimas caían lentamente por las mejillas de Pinaria. Acarició el talismán que llevaba colgado al cuello.
–Tienes que llevártelo también, para el bebé.
Penato negó con la cabeza.
–Fascinus es para ti. Ahuyenta el mal de ojo. Te protegerá del escrutinio de las demás vestales.
–No, Penato…
–Fascinus es mi regalo para ti. Deja que sirva para que te acuerdes de mí, Pinaria, igual que a mí me sirvió para acordarme de mi madre.
–Tu madre está muerta, Penato.
–Y también lo estoy yo en el mundo al que debes regresar. Nunca volveremos a vernos, Pinaria, al menos no de este modo. Nunca volveremos a estar los dos solos, nunca volveremos a decirnos palabras de amor. Pero tú sabrás que nuestro hijo está vivo y bien, una prueba del amor que compartimos en el Capitolio. ¡Te lo prometo!
Ella cerró los ojos y lloró. Cuando volvió a abrirlos, Penato y el bebé se habían ido. La habitación fue oscureciéndose. Pasó tiempo y más tiempo, y la habitación volvió a iluminarse.
Escuchó voces en el interior de la casa, no identificables al principio, luego más cercanas y más fuertes. Eran voces de mujeres, hablando excitadas.
Reconoció la voz de la virgo máxima, y la de Foslia. La llamaban. – ¡Pinaria! ¡Pinaria! ¿Estás aquí?
Las vestales estaban de vuelta.
–Cuéntame de nuevo dónde y cuándo has encontrado al recién nacido -dijo Dorso, poniendo mala cara.
–Ayer, abandonado entre los arbustos, junto a los restos de la casa de mi viejo amo -dijo Penato-. Es evidente que la madre acababa de parirlo. – ¿Y quién podría ser la madre?
–Una gala no, a buen seguro. El niño es demasiado guapo para ser galo, ¿no crees?
Dorso examinó al bebé.
–Es un bebé guapo. ¡Y demasiado pequeño para ser galo! ¿El hijo de una romana que ha regresado, entonces?
–Eso es lo que me dicta mi intuición. Sin duda alguna la madre pasó penurias durante la ocupación, y cuando regresó a la ciudad y encontró que todo lo que conocía estaba incendiado y en ruinas, no pudo afrontar la perspectiva de cuidar del recién nacido. Otro duro legado de los galos, que las mujeres de Roma se vean tan asediadas por el temor y la incertidumbre que acaben viéndose empujadas a abandonar a sus hijos. ¡Y un niño tan bonito como éste!
–Veo que te has encariñado con este recién nacido, Penato.
–Le veo algo muy especial. ¿No lo intuyes tú también? Creo que ha sido una señal que encontrara a este niño el mismo día de la partida de los galos y el regreso de los romanos… un compromiso de los dioses con el renacimiento de la ciudad, que anuncia que los mejores años están aún por llegar. – ¿Palabras de piedad y optimismo de tu boca, Penato?
–Soy un hombre diferente después de los meses que pasé en el Capitolio.
–Y serás también un hombre libre, si tengo derecho a decir algo sobre el tema. Me acompañaste a realizar el sacrificio en el Quirinal. Combatiste a nuestro lado cuando los galos alcanzaron la cumbre y pusieron en alerta a las ocas. Te has ganado de sobra tu libertad, y tu amo ha muerto y ya no te necesita. Tengo intención de hablar con sus herederos, pagarles una suma razonable y conseguir que te den la libertad. ¿Qué dices a esto, Penato?
–Los dioses me sonríen, porque rescatar a este niño y recibir esta promesa por tu parte, en sólo dos días… Pero… -¿Qué sucede, Penato? ¡Habla!
–Si de verdad deseas recompensar a un humilde esclavo por sus servicios en el Capitolio, tengo una petición distinta que hacerte. No tanto por mí, pues qué soy yo sino una hebra rota en el gran tapiz tejido por las Parcas, sino por el bien de este niño indefenso e inocente.
Dorso apretó los labios.
–Continúa. – ¿Para qué me sirve a mí la libertad? Por mi cuenta, en una ciudad devastada como ésta, un tipo torpe como yo seguramente se moriría de hambre. Preferiría más que me comprases tú y me mantuvieses como esclavo. Te prometo que me esforzaré a diario para demostrar mi valía como sirviente de confianza. Tendré el honor de ser el esclavo del descendiente más valiente de la más valiente de todas las casas romanas, los Fabio. Y si algún día, después de mis años de servicio, encuentras oportuno liberarme de la esclavitud, llevaré orgulloso un nombre de liberto que honre a mi antiguo amo: Cayo Fabio Dorso Penato.
Dorso no era inmune a los halagos, ni siquiera por parte de un esclavo.
–Te comprendo. Satisfaré con placer tu petición. Serás el más destacado de los esclavos de mi casa, y mi amigo de confianza.
–Y también… y aunque sé que es una petición extraordinaria, me siento obligado a hacerla… te pido que adoptes a este huérfano, y que lo críes como a tu propio hijo. – Viendo la mirada de sorpresa en el rostro de Dorso, Penato siguió presionando-. ¿Acaso no existe un antiguo precedente? Rómulo y Remo eran huérfanos y fueron encontrados junto a los restos dejados por una gran inundación; este niño también quedó entre las ruinas cuando los galos se retiraron. Fáustulo adoptó a los gemelos y nunca tuvo motivos para arrepentirse de ello, pues los dioses querían que lo hiciese, y estoy seguro de que tú tampoco te arrepentirás de adoptar a este huérfano.
Dorso levantó una ceja. ¿Por qué estaría Penato tan interesado en el niño? Decía ver en el recién nacido un presagio, pero creer en los presagios y acatar la voluntad de los dioses no era propio del carácter de Penato, a menos que su cautividad en el Capitolio lo hubiera transformado de verdad. ¿No sería más probable que la preocupación de Penato por el recién nacido tuviera su origen en un motivo más personal? En su cabeza, Dorso había hecho ya unos simples cálculos. La ocupación y el sitio se habían prolongado durante siete meses; un embarazo normal duraba en torno a los nueve meses. No resultaba difícil imaginar que Penato hubiera disfrutado de algún flirteo justo antes de la llegada de los galos y que entonces, durante la ocupación, se hubiera visto separado de su amante… probablemente una esclava, pero posiblemente una mujer libre, quizá incluso de alta cuna, porque estas cosas solían suceder. Ahora Penato, al descender del Capitolio, había descubierto que era padre de un recién nacido. Fuera esclava o libre, la madre se había visto obligada a prescindir del niño por no poder mantenerlo, y ahora el astuto esclavo buscaba, mediante aquella estratagema, ¡convertir a su hijo ilegítimo en un Fabio!
Dorso sintió el impulso de arrearle un bofetón a Penato y exigirle que le contara la verdad. Pero aun así… los dioses actuaban de maneras muy misteriosas, utilizando incrédulos y escépticos, e incluso esclavos, a modo de emisarios involuntarios. Tal vez Penato estuviera pensando que estaba aprovechándose de su nuevo amo; pero, de hecho, bien podría ser que los dioses estuvieran guiando a ambos hombres para que hicieran exactamente lo que los dioses deseaban.
Dorso recordó el largo trayecto desde el Capitolio hasta el Quirinal, con Penato siguiéndole.
Pensándolo en retrospectiva, la loca osadía de aquel acto lo dejaba sin respiración, pero era lo mejor que había hecho en su vida, o que probablemente haría. Esa acción lo había convertido en un hombre famoso; su nombre sería recordado y reverenciado hasta mucho después de su muerte.
Aquel día, Dorso se había convertido en inmortal… y Penato había estado a su lado, a cada paso del camino, ayudándole a mantener su coraje con el simple hecho de no mostrar miedo. Penato había hecho lo mismo que Dorso, pero quedaría olvidado en la posteridad. ¿Acaso no tenía Dorso una deuda con Penato, una deuda tan grande que exigía un pago tan osado como osada había sido la excursión hasta el Quirinal?
Dorso asintió muy serio.
–Muy bien, Penato. Adoptaré a tu… adoptaré al niño. Será mi hijo. – Cogió al bebé en brazos y sonrió al diminuto recién nacido, luego rió al ver la mirada de perplejidad reflejada en el rostro de Penato-. ¿No esperabas que te dijera que sí?
–Lo esperaba… lo soñaba… rezaba por ello… -Penato cayó de rodillas, agarró la mano de Dorso y la besó-. ¡Que los dioses te bendigan, amo! – Como un autómata, fue a buscar el talismán de Fascinus, pero sus dedos tocaron sólo la carne desnuda de su torso.
Los exiliados regresaron a Roma. Poco a poco, el orden quedó restablecido en la devastada ciudad. El Senado volvió a reunirse. Los magistrados recuperaron sus despachos.
La Cuestión Veyense volvió a surgir casi enseguida. Camilo estaba decidido a solucionar el tema, de una vez por todas.
Algunos de los tribunos de la plebe más radicales argumentaron que la ciudad estaba tan sumida en ruinas y sus lugares sagrados tan contaminados por los galos, que Roma debería ser abandonada.
Proponían que la totalidad de la población se trasladara enseguida a Veyes, donde muchos exiliados se habían cobijado durante la ocupación y donde se habían empezado a sentir como en casa.
Ignorando todas las demás posibilidades, Camilo se valió de este argumento y decidió plantear el debate como una cuestión de todo o nada: ¿Abandonarían por completo los ciudadanos Roma para trasladarse a Veyes, o derribarían todos los edificios de Veyes para conseguir materiales para la reconstrucción de Roma?
Con el Senado unido y dándole su apoyo, Camilo se presentó ante el pueblo reunido en el Foro.
Se subió a la tribuna del orador para dirigirse a ellos.
–Compañeros ciudadanos, tan dolorosas han sido para mí las controversias agitadas por los tribunos de la plebe, que en todo el tiempo que viví en el amargo exilio mi único consuelo era estar alejado de este interminable altercado. Nunca habría regresado para batallar por esta nimiedad, ni aunque me lo hubieseis solicitado con mil decretos senatoriales. Pero regresé porque mi ciudad me necesitaba… y ahora vuelve a necesitarme, para librar una batalla más desesperada si cabe, ¡la de su propia existencia! ¿Por qué sufrimos y derramamos nuestra sangre para recuperar Roma de manos de nuestros enemigos si ahora pretendemos desertar de ella? Mientras los galos retuvieron la ciudad, una pequeña banda de hombres valientes resistieron en la cumbre del Capitolio, negándose a abandonar Roma. Ahora los tribunos harían lo que los galos no pudieron hacer: obligarían a estos valientes romanos, así como al resto de nosotros, a abandonar la ciudad. ¿Es esto una victoria, perder lo que más queremos? »Por encima de cualquier otra preocupación, debemos considerar la voluntad de los dioses. Si seguimos el mandato divino, todo va bien. ¡Cuando lo ignorarnos, el resultado es un desastre! Una voz de los cielos anunció a Marco Cedicio la llegada de los galos, una advertencia clara motivo de preocupación, pero, poco después, uno de nuestros embajadores a los galos violó de manera flagrante la ley sagrada y tomó las armas contra ellos. En lugar de ser castigado por el pueblo, el ofensor fue recompensado. Poco después, los dioses nos castigaron permitiendo que los galos tomaran nuestra querida Roma. »Pero durante la ocupación) se produjeron actos de tan g con gran piedad que conseguimos recuperar el favor de los dioses. Con todo en contra, Cayo Fabio Dorso llevó a cabo una hazaña milagrosa. Para honrar al divino fundador de la ciudad, abandonó la seguridad del Capitolio y caminó hasta el Quirinal, desarmado e ignorando el peligro. ¡Tan abrumadora era el aura piadosa que lo protegía, que regresó ileso! Y aunque los defensores del Capitolio sufrieron un hambre terrible, respetaron las ocas sagradas de Juno… un acto de piedad que dio como resultado su salvación. »Qué afortunados somos de poseer una ciudad fundada por Rómulo con la aprobación divina.