Roma (40 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Los que lo siguieron la llenaron de templos y altares, para que los dioses moraran en cada rincón de la ciudad. Algunos locos dirán: «Los dioses pueden venerarse igual de bien en Veyes que aquí en Roma». ¡Tonterías! ¡Blasfemia! Si los dioses desearan vivir en Veyes, nunca habrían permitido su conquista. Si no desearan vivir en Roma, jamás nos habrían permitido recuperar la ciudad. ¡El favor divino hacia un lugar no es algo que pueda guardarse en la cajuela del carro y llevarse a otro lado! »Sí, Roma está en ruinas, y durante un tiempo tendremos que soportar incomodidades. Pero ¿qué pasa si tenemos que volver a vivir en cabañas? ¡Rómulo vivió en una cabaña! Nuestros antepasados eran porquerizos y refugiados, pero construyeron una ciudad en pocos años, de la nada, sólo de bosques y pantanos. Seguiremos su ejemplo y reconstruiremos la ciudad mejor de lo que era antes. »El desastre de los galos no es más que un breve episodio. Roma tiene un gran destino. Su historia no ha hecho más que empezar. ¿Habéis olvidado de dónde obtuvo su nombre el Capitolio? Aquí se exhumó una cabeza humana, algo que los sacerdotes declararon como un poderoso augurio: en este lugar residirá un día la cabeza y el poder soberano y supremo del mundo. Ese día no ha llegado aún, ¡pero lo hará! Abandonar Roma es abandonar nuestro destino, es condenar a nuestros descendientes al olvido. »¡Mirad vuestros corazones, romanos! Esta tierra es como vuestro corazón. Permitidme que os diga, por mi propia experiencia, que no hay nada peor que languidecer de nostalgia por la patria. En mi exilio, nunca dejé de soñar con estas colinas y valles, los meandros del Tíber, las vistas desde las cumbres o el cielo interminable debajo del cual nací y me crié. Pertenezco a este lugar. Y a este lugar pertenecéis vosotros. ¡Sois de aquí y de ningún sitio más, ahora y siempre!

La multitud estaba intensamente conmovida pero seguía sin decidirse. Respondieron a las últimas palabras de Camilo con un silencio prolongado e incómodo.

Justo en aquel momento, apareció en el fondo del Foro una compañía de soldados que regresaba de su turno de guardia. Los soldados que iban a relevar a la compañía iban con retraso. El exasperado comandante ordenó detenerse a sus hombres.

–No tiene ningún sentido ir a ningún lado -dijo-. Podemos quedarnos aquí perfectamente.

La acústica del Foro era tal, que sus palabras resonaron alto y claro para todos los que escuchaban a Camilo, casi como si vinieran del cielo. La gente se miró maravillada. Hubo risas nerviosas y gritos de asombro. – ¡Es un presagio! – exclamó alguien-. ¡Un presagio de los dioses! La voz que habló a Marco Cedicio antes de que empezara todo esto. ¡Esa voz vuelve a hablarnos ahora! «Podemos quedarnos aquí perfectamente». – ¡Quedémonos aquí! – entonó la gente-. ¡Quedémonos aquí! ¡Quedémonos aquí!

La multitud irrumpió en un rugido de vítores, risas y lágrimas de alegría. Camilo, que podía ver hasta el otro extremo del Foro y sabía exactamente de dónde provenía la voz, estaba tremendamente disgustado. Pese a toda su elocuencia y pasión, había sido un comentario casual de un soldado anónimo lo que había hecho decantar la balanza.

Ocupando un lugar de honor, manteniendo la compostura a pesar del rugido de la muchedumbre, estaban las vestales. La virgo máxima permanecía bien erguida, permitiéndose una débil sonrisa.

Foslia, más fascinada que nunca por Camilo, miraba embelesada al dictador. Su mano buscó la de Pinaria y la apretó con fuerza. – ¡Oh, Pinaria! – musitó-. Hemos pasado por tanto… tú, más que todas nosotras. Pero todo volverá a estar bien. Vesta nunca dejó de cuidar de nosotros, y ahora su siervo Camilo nos guiará en el camino de regreso a la virtud.

Pinaria no respondió. La pérdida del bebé y su separación de Penato la habían sumido en un profundo pesar. La reanudación de sus deberes diarios como vestal no le suponía ningún consuelo.

La contemplación de la llama sagrada sólo la llenaba de dudas. Las demás vestales le aseguraban que, durante el paréntesis de su estancia fuera de Roma, la llama nunca había vacilado en lo más mínimo, sino que había ardido con la misma firmeza de siempre. ¿Cómo podía ser eso, habiendo Pinaria roto repetidamente sus votos de castidad? ¡Sus transgresiones deberían haber extinguido la llama por completo! ¿Qué significaba que Pinaria hubiese pecado y no hubiera habido consecuencias? ¿Sería la diosa ajena al tema, o la habría perdonado, o simplemente significaba que no existía? De haber cometido un pecado, Pinaria estaría muerta. ¡De no haber habido pecado, nunca debería haberse separado de su bebé!

Foslia le apretó la mano y le regaló una sonrisa de compasión. ¡Pobre Pinaria, había sufrido tanto en cautividad que no era de extrañar que llorara! Cuando Pinaria inclinó la cabeza y se llevó la mano al pecho, Foslia pensó que su hermana vestal sufría algún dolor, inconsciente del talismán escondido bajo los ropajes de Pinaria.

373 A.C.
Los ciudadanos votaron la demolición de Veyes y la reconstrucción de Roma. A modo de celebración, se levantó un templo en el lugar donde Marco Cedicio había recibido el divino aviso.

Estaba dedicado a una nueva deidad llamada Aius Locutius, el Orador Anunciante.

Camilo decretó además una ceremonia anual para rendir honores a las ocas que habían salvado a los romanos en el Capitolio. Se celebraría una procesión solemne que iría liderada por una oca sagrada de Juno posada sobre una litera de paja cubierta con una colcha, la cual iría seguida por un perro empalado en una estaca.

La ciudad fue reconstruida de forma veloz y a veces caótica. Los vecinos edificaban atravesando las líneas de propiedad de los demás. Las nuevas construcciones invadían a menudo las zonas de paso público, convirtiendo las calles en callejones estrechos o bloqueándolas por completo. Las disputas sobre la propiedad continuarían durante generaciones, igual que las quejas porque las alcantarillas que originalmente corrían por debajo de las calles públicas lo hacían ahora directamente por debajo de las casas privadas. A lo largo de los siglos venideros, los visitantes de Roma comentarían que el plano general de la ciudad recordaba más un poblado de ocupantes ilegales que una ciudad debidamente planificada, como las de los griegos.

El hijo de Pinaria y Penato, que sin saberlo llevaba la sangre patricia tanto de los Pinario como de los Poticio, fue debidamente adoptado en la igualmente antigua familia de los Fabio. Dorso le impuso el nombre de Kaeso y lo crió con el mismo cariño que si fuese de su propia carne. En todo caso, el joven Kaeso recibía más favores que sus hermanos, pues era para Dorso un recordatorio constante de los mejores días de su juventud. Ninguna época de su vida sería nunca tan especial para Dorso como aquellos meses de cautividad en la cumbre del Capitolio, cuando nada parecía imposible y cada día de supervivencia era un regalo de los dioses.

Penato vivía su vida como esclavo fiel de Cayo Fabio Dorso. Su inteligencia y su discreción sacaron a su amo de muchos problemas a lo largo de los años, a menudo sin que ni siquiera Dorso se enterara. Penato cuidaba especialmente del joven Kaeso. Amigos de la familia atribuían el cariño especial de Penato por el joven al hecho de haber sido él quien había descubierto y rescatado al huérfano. Verlos a los dos caminando por el Palatino, Penato mimando al chico y éste observando al esclavo con total confianza, era una visión conmovedora.

Pinaria siguió siendo vestal toda su vida, aunque llena de dudas que mantenía en secreto y no comentaba con nadie. No tan secretamente, guardaba mucho cariño al regalo que Penato le había hecho, del que con cuidado retiró el plomo hasta recuperar su brillo dorado, y que lucia abiertamente después de que Postumia muriese y Foslia fuese nombrada virgo máxima. Cuando las demás vestales expresaron su curiosidad, ella les explicó la antigüedad de Fascinus sin revelar en ningún momento su procedencia.

Foslia se sentía especialmente intrigada por las cualidades protectoras de Fascinus. Como virgo máxima, introdujo la práctica de incorporar a Fascinus en las procesiones triunfales. Tenía una copia hecha a partir del original de Pinaria y lo colocaba en un lugar no visible debajo del carruaje del general victorioso, donde sirviera para impedir cualquier maleficio que pudiera ser lanzado por unos ojos envidiosos. A partir de aquel momento, el emplazamiento debajo del carruaje de este objeto, que recibió el nombre de fascinum, se convirtió en un deber tradicional de las vestales.

Pronto se hizo común la utilización de amuletos similares hechos con metales humildes. Con el tiempo, prácticamente cualquier romana embarazada lucía su propio fascinum para protegerla a ella y a su bebé de los maleficios. Algunos tenían alas, pero la mayoría no.

Pinaria se había encariñado mucho de Dorso durante el periodo de cautiverio en el Capitolio.

Después, cuidó en todo momento de mantenerse a una distancia respetable de él, por miedo a que su amistad despertara sospechas moralmente ofensivas. Sus caminos, de todos modos, se cruzaban con frecuencia en las ceremonias públicas. En estas ocasiones, Pinaria podía ver a veces a Penato.

Evitaba mirarlo a los ojos y nunca hablaba con él.

Estas ocasiones permitieron también a Pinaria ver a su hijo en las distintas fases de su crecimiento. Cuando Kaeso alcanzó la mayoría de edad y celebró su decimosexto cumpleaños vistiéndose con una toga de hombre, nadie, incluido el mismo Kaeso, encontró extraño que Pinaria fuese invitada a la celebración. Todo el mundo sabía que la vestal había sido testigo de la famosa caminata de su padre más allá de las barricadas y que su padre la tenía en especial estima.

Pero el joven Kaeso quedó algo sorprendido cuando Pinaria le pidió que se reuniese a solas con ella en el jardín. Y más sorprendido aún con el regalo que ella le ofreció. Era una cadena de oro de la que colgaba un brillante amuleto dorado con la forma que se conocía como fascinum.

Kaeso sonrió. Con su pelo rubio e indomable y sus brillantes ojos azules, seguía siendo un niño para Pinaria.

–Pero si yo no soy un bebé. ¡Ni tampoco una mujer embarazada! Soy un hombre. ¡Precisamente todo el día de hoy gira en torno a esto!

–Incluso así, quiero que lo tengas. Creo que una fuerza primitiva, un poder más antiguo que los dioses, acompañó a tu padre y lo protegió en su famosa caminata. Esa fuerza reside en este amuleto. – ¿Estás diciendo que mi padre lo llevaba cuando caminó entre los galos?

–No, pero lo tenía muy cerca. ¡Muy cerca! No se trata de un fascinum normal, de los que cualquiera puede comprar en el mercado por unas cuantas monedas. Éste es el primero de esos amuletos, el original. Éste es Fascinus, que moró en Roma antes que cualquier otro dios, antes incluso que Júpiter o Hércules.

Kaeso estaba algo desconcertado. Unas palabras muy extrañas en boca de una vestal. La imagen de un órgano masculino generador de vida era un regalo curioso por parte de una virgen sagrada.

Pero de todos modos, se pasó obedientemente el colgante por la cabeza. Examinó el amuleto. El paso del tiempo había erosionado sus bordes.

–Parece muy antiguo.

–Es muy antiguo… tan antiguo como el poder divino que representa. – ¡Pero es demasiado valioso! No puedo aceptarlo de ti.

–Puedes. ¡Debes! – Le cogió de las manos y se las apretó con fuerza-. En éste, tu decimosexto cumpleaños, yo, la vestal Pinaria, te regalo, Kaeso Fabio Dorso, a Fascinus. Y te pido que lo luzcas en ocasiones especiales y que, con el tiempo, lo pases a tu hijo. ¿Harás eso por mí, Kaeso?

–Por supuesto que sí, vestal. Me honras con ello.

Ambos oyeron un leve ruido y se volvieron. El esclavo Penato los observaba desde el pórtico. Su mirada era tal que Kaeso, que conocía al esclavo de toda la vida, jamás la había visto reflejada en su cara, una expresión extraordinaria mezcla de dolor y alegría, de plenitud y pesar. Confuso, Kaeso miró de nuevo a la vestal y se quedó asombrado al ver la misma expresión reflejada en su rostro.

Penato desapareció en el interior de la casa. Pinaria le soltó las manos a Kaeso y se marchó en la dirección opuesta, dejándolo solo en el jardín con el amuleto que acababa de regalarle. ¡Los adultos eran muy misteriosos! Kaeso se preguntó si estaba preparado para convertirse en uno de ellos, pese al hecho de que aquél era el día de su primera toga.

VII
EL ARQVITECTO DE SU

PROPIA FORTVNA

312-279 A.C.

Y bien, joven, es tu día de la toga… ¡y hace un tiempo espléndido, por cierto! Cuéntame, ¿qué tal te ha ido hasta ahora la celebración?

Rodeado por majestuosos jardines en el centro de su majestuosa casa, luciendo su mejor toga para la ocasión, Quinto Fabio estaba sentado con los brazos cruzados, arrugando su pronunciada frente, regañando aparentemente a su invitado. Al joven Kaeso le habían advertido ya sobre la expresión severa de su eminente primo; el mayor general de Roma no era famoso por su sonrisa. Kaeso intentaba no sentirse intimidado. Incluso así, tuvo que toser para aclararse la garganta antes de responder.

–Pues bien, primo Quinto, me he levantado muy temprano. Mi padre me ha obsequiado con una herencia de la familia, un fascinum dorado colgado de una cadena de oro que se ha quitado de su propio cuello para colocarlo en el mío. Hay una historia relacionada con él; la famosa vestal Pinaria se lo regaló a mi abuelo hace mucho tiempo. Después, mi padre me ha regalado la toga, y me ha ayudado a ponérmela. ¡Nunca imaginé que sería tan complicado conseguir que los pliegues cuelguen correctamente! Dimos un largo paseo por el Foro, donde me ha presentado a sus amigos y colegas. Me han dado permiso para subir a la tribuna del orador, para ver cómo se ve el Foro desde la perspectiva de los Rostra.

–Naturalmente, cuando yo era niño -dijo Quinto, interrumpiéndolo-, la tribuna del orador no se conocía aún como los Rostra, porque todavía no había sido decorada con esos mascarones de naves. ¿Sabes cuándo fue eso?

Kaeso volvió a toser antes de hablar.

–Creo que fue durante el consulado de Lucio Furio Camilo, el nieto del gran Camilo. Las armas romanas sometieron la ciudad costera de Antium y sus habitantes fueron obligados a retirar los mascarones de proa, los llamados «rostra», de sus barcos de guerra y a enviarlos a Roma como tributo.

Los mascarones fueron entonces instalados como decoración en la tribuna del orador; de ahí el nombre de dicha tribuna, los Rostra.

Quinto frunció el entrecejo y movió afirmativamente la cabeza.

–Continúa.

–Después de subir a los Rostra, fuimos al Capitolio. Allí seguimos una tradición de la familia Dorso, recorrer el camino que siguió mi bisabuelo, Cayo Fabio Dorso, cuando caminó desde el Capitolio hasta el Quirinal desafiando a los galos. En el altar de Quirino, un augur hizo las predicciones. Vio volar un único halcón de izquierda a derecha. El augur dijo que era un presagio favorable.

Favorable, por supuesto! El halcón cuidará de ti en la batalla. ¿Y qué se siente, jovencito, vestido con toga?

–Una sensación muy buena, primo Quinto. – De hecho, la prenda de lana era más pesada y calurosa de lo que Kaeso imaginaba.

Quinto asintió. Pensaba que la toga resultaba algo inapropiada para en el joven Kaeso, pues servía sólo para destacar su atractiva cara de niño, sus rizos rubios, sus mejillas sonrosadas y barbilampiñas, sus labios carnosos y sus brillantes ojos azules. En voz alta, Quinto se limitó a decir:

–Ahora eres un hombre, felicidades.

–Gracias, primo Quinto. – Kaeso forzó una sonrisa.

De todos los acontecimientos de la jornada, aquella visita podía ser el más importante de todos los actos; en honor a su llegada a la edad adulta, había sido invitado a cenar, a solas, con el más eminente de los Fabio, el miembro más destacado de las muchas ramas de la familia, el gran estadista y general Quinto Fabio. Nervioso y cansado, pero decidido a quedar bien, Kaeso estaba sentado muy erguido en una silla sin respaldo, enfrentándose a la acerada mirada de su primo.

–Bien, entonces, pasemos al comedor -dijo Quinto-. Tú y yo comeremos y beberemos como -Y dos hombres de mundo, y hablaremos sobre tu futuro.

De hecho, la discusión giró básicamente sobre el pasado. Mientras disfrutaban de diversos bocados exquisitos (hígado de cerdo con apio acompañado con salsa de vino, tripa guisada con canela y nuez moscada, cordero con crema de hinojo), Quinto fue explicándole retazos de la historia familiar. Kaeso había oído ya la mayoría de esos relatos, pero nunca de la manera en que los explicaba el gran Quinto. El bisabuelo de Kaeso seguía todavía con vida cuando Quinto era joven;

Quinto había coincidido en varias ocasiones con el ilustre Dorso y había oído la historia de la famosa caminata directamente de su protagonista.

Quinto relató también la más famosa y trágica proeza de los Fabio, su gran sacrificio durante una guerra contra Veyes, cuando la familia llamó a filas a todo un ejército y todos, excepto uno, murieron en una terrible emboscada.

–De los trescientos siete guerreros, sólo aquel joven sobrevivió para seguir llevando el nombre de la familia -dijo Quinto-. Como un bosque de árboles de madera noble destruido por el fuego, la familia se regeneró a partir de una única semilla… una prueba de la determinación de los dioses de que los Fabio tenían que desempeñar un papel importante en la historia de Roma.

Quinto tampoco se andaba corto pregonando sus logros. Al principio de su carrera, como caballerizo mayor del dictador Lucio Papirio Cursor, había entrado en batalla con los samnitas desobedeciendo las órdenes expresas del dictador. Aunque alcanzó una rotunda victoria, había tenido que enfrentarse a la pena de muerte por su desobediencia.

–Allí estaba yo en el Foro, con mi padre arrodillado ante Papirio, suplicando por mi vida. Sólo un gran clamor por parte del Senado y el pueblo impidieron que el dictador ordenara a sus lictores que me ejecutaran allí mismo con sus porras y sus hachas. Aunque me despojaron del cargo, conservé mi cabeza… ¡a duras penas! Pero los giros de la fortuna pueden ser rápidos. Sólo tres años después, me convertí en uno de los hombres más jóvenes elegido cónsul. Volví a derrotar a los samnitas y fui recompensado con un gran desfile triunfal. Al año siguiente, los cónsules que me sucedieron entregaron a los samnitas una de sus mayores victorias sobre nosotros. Para bien o para mal, no estuve presente en el desastre de las Horcas Caudinas. Supongo que conoces aquella vergonzosa historia.

Kaeso dejó rápidamente la aceituna que iba de camino a su boca.

–Sí, primo. Un ejército romano, bajo el mando de los cónsules Tito Veturio Calvino y Espurio Postumio, buscando un atajo, pasó a través de un estrecho desfiladero y se adentró en un cañón más angosto incluso que en su extremo. Cuando el ejército llegó a la parte más estrecha, se dieron cuenta de que el paso estaba completamente bloqueado por árboles caídos y otros escombros.

Regresaron corriendo hacia la entrada y descubrieron que el enemigo les había cerrado también el paso, haciéndolo intransitable. Esos estrechos desfiladeros eran las Horcas Caudinas, entre las cuales quedó atrapado todo el ejército. Pasaron los días. Y en lugar de permitir que los hombres murieran de hambre o intentar una huida imposible que habría resultado en una masacre, los cónsules aceptaron los términos de rendición de los samnitas. – ¿Y en qué consistían esos términos? – dijo Quinto-. Adelante, joven, cuéntame lo que te han enseñado.

–Los romanos tuvieron que dejar sus armas y sus armaduras, y quitarse toda la ropa.

Completamente desnudos, fueron obligados a salir del desfiladero pasando bajo un yugo, como símbolo de su rendición al enemigo. Incluso los cónsules fueron obligados a ello. Los samnitas los abuchearon y se rieron de ellos y blandieron sus espadas ante las caras de los romanos. Los soldados regresaron a casa vivos, pero deshonrados. Fue un día muy oscuro para Roma. – ¡El más oscuro desde la llegada de los galos! – declaró Quinto-. Pero antes que fingir que nunca sucedió, debemos reconocerlo y de este modo, percatándonos del error que cometieron los cónsules de no explorar previamente el camino que tenían por delante, nos aseguraremos de que nunca vuelva a sucedemos una cosa así. Mientras tanto, la guerra con los samnitas continúa y no hay duda sobre su resultado final. Sólo seguiremos prosperando si seguimos conquistando. ¡Sólo la conquista puede hacernos sentir seguros! Todo romano tiene el deber de levantar su espada y dejar su vida, si es necesario, para que Roma alcance su destino: la dominación de toda Italia y, después de eso, la expansión hacia el norte, donde un día nos vengaremos de los galos y nos aseguraremos de que nunca vuelvan a suponer una amenaza. ¿Cumplirás con tu deber hacia Roma, jovencito?

Kaeso cogió aire.

–Me gustaría mucho matar a unos cuantos samnitas, si puedo. Y quizá también a algunos galos.

Quinto sonrió por primera vez. – ¡Bien dicho, joven! – Su mal humor retornó en cuanto empezó de nuevo a elucubrar sobre política. Como patricios, correspondía a los Fabio reafirmar en todo momento sus privilegios hereditarios y proteger dichos privilegios contra cualquier intento de usurpación por parte de los plebeyos-. Es evidente que existen algunos plebeyos merecedores de alcanzar altos cargos. Es en beneficio de Roma por lo que los plebeyos más ambiciosos y capaces han ascendido hasta sumarse a las filas de la nobleza, casándose con nosotros y gobernando la ciudad a nuestro lado. Roma recompensa los méritos. La chusma, los extranjeros, incluso los esclavos liberados tienen la oportunidad de abrirse camino y ascender en el escalafón, pese a las muchas barreras que ralentizan su avance… ¡y así es como tiene que ser! ¡Gracias a los dioses, la democracia tal y como se practica en algunas de las colonias griegas del sur de Italia, donde todo el mundo tiene los mismos derechos, se ha mantenido alejada de Roma! Aquí reinan los principios republicanos, y con ello me refiero a la libertad de la élite noble para competir igualitaria y abiertamente por los honores políticos.

Se recostó en su triclinio y abandonó por un momento su discurso para disfrutar de un plato de zanahorias y chirivías salteadas.

–Pero me he desviado del tema de la historia de la familia, un tema más adecuado para tu día de la toga. El origen de los Fabio está envuelto en misterio, naturalmente, como todas las cuestiones que se remontan al periodo anterior a la introducción de la escritura entre los romanos. Sin embargo, nuestras mejores autoridades creen que las primeras familias romanas eran descendientes de los dioses.

–Mi amigo Marco Julio afirma que su familia desciende de Venus -dijo Kaeso.

–En efecto -dijo Quinto, levantando una ceja-. Eso explicaría por qué los Julio son mejores amantes que combatientes. Nuestro pedigrí es un poco más heroico. Según los historiadores de la familia, el primer Fabio era hijo de Hércules y de una ninfa de los bosques, y nació a orillas del Tíber en la noche de los tiempos. Por lo tanto, incluso ahora, la sangre de Hércules corre por las venas de los Fabio. – Quinto obsequió a Kaeso con una segunda sonrisa, pero luego, de repente, hizo una mueca y se quedó en silencio.

Se produjo un momento incómodo cuando ambos se dieron cuenta de que estaban pensando en lo mismo, que la rama familiar inmediata de Kaeso, viniendo de una adopción, no llevaba en realidad la antigua sangre de los Fabio. Ni Quinto ni Kaeso tenían forma de saber que la verdad era muchísimo más complicada. De hecho, la afirmación de que los Fabio eran descendientes de Hércules era completamente ficticia, mientras que la sangre del visitante que después quedó identificado con Hércules sí corría por las venas de Kaeso, pues descendía de los Poticio, una circunstancia desconocida para ambos.

El incómodo momento se prolongó de forma intolerable. Kaeso se sofocó. Se habían acercado a un tema que incomodaba a Kaeso desde el mismo día en que se enteró, siendo un niño, de que su abuelo no era un Fabio, sino un huérfano adoptado. Le explicaron la historia con mucho orgullo, pues era una demostración de la piedad del gran Dorso, que entre las ruinas de Roma encontró a un huérfano recién nacido al que adoptó como hijo suyo. También le explicaron a Kaeso que su abuelo era un hombre especial. ¿No habría sido una decisión de los dioses que el huérfano fuera un Fabio?

Los dioses eran quienes ponían la vida en movimiento: después de eso, lo que importaba era lo que cada hombre hacía de sí mismo. La verdadera prueba de un romano, o eso era al menos lo que decía el padre de Kaeso, no estaba en su pedigrí, sino en doblegar el mundo a su voluntad.

Pese a estas afirmaciones y palabras de consuelo, el hecho de que su linaje fuera desconocido llevaba a Kaeso a hacerse preguntas con frecuencia y a preocuparse sobre sus orígenes. Parecía inevitable que el tema saliera a relucir aquel día en concreto, y así había sido, aun sin hablarse en voz alta.

Kaeso estaba tan azorado que cambió de pronto de tema.

–Antes has hablado sobre tu ilustre carrera, primo, pero no has mencionado un episodio que siempre me ha intrigado. – ¿Oh, sí? – dijo Quinto-. ¿A cuál te refieres?

–Creo que sucedió poco antes de que yo naciera, cuando estabas en los inicios de tu carrera política. Tuvo que ver con un famoso caso de envenenamiento… o, más bien, con muchos casos de envenenamiento.

Quinto asintió, apesadumbrado.

–Te refieres a la investigación que tuvo lugar el año en que estuve como edil curul. ¡Una auténtica plaga de veneno!

–Si prefieres no hablar de ello…

–Estoy más que dispuesto a comentarlo. Igual que con el desastre de las Horcas Caudinas, no tiene ningún sentido esconder este episodio, por desagradable que fuese. Como bien has dicho, yo era entonces joven, y estaba orgulloso de haber sido elegido edil curul, una magistratura que me llevaba a ser admitido directamente en el Senado. Mi responsabilidad era mantener la ley y el orden en la ciudad.

–Parece un trabajo fascinante. – ¿Tú crees? En su mayor parte, son deberes administrativos tediosos: multar a los ciudadanos que han causado daños a la propiedad pública, investigar acusaciones de cobros excesivos por parte de prestatarios, ese tipo de cosas. ¡No es un puesto muy afortunado para un hombre que hubiera preferido estar combatiendo! Pero mis quejas no eran nada en comparación con la tristeza general que reinaba en la ciudad aquel año. La gente estaba amedrentada e inquieta, pues parecía que sobre nosotros había caído una terrible peste de inaudita naturaleza. Sus víctimas eran solamente hombres, no había ni una mujer, y los síntomas variaban inexplicablemente. Algunos morían de forma rápida. Otros se recuperaban durante un tiempo y luego recaían y morían. Más extraño aún era el hecho de que un número muy elevado de fallecidos estaba integrado por hombres de clase alta. Las pestes tienden a azotar a los pobres y a las clases bajas, no al revés. La naturaleza de aquella peste y los daños causados fueron percibiéndose tan sólo en el transcurso de los meses, y a aquellas alturas, los sacerdotes y los magistrados estaban ya muy alarmados. Parecía obra de la ira de los dioses. ¿Qué habría hecho el pueblo de Roma, especialmente sus hombres más destacados, para ofenderlos? »Al final, el Senado echó mano de un antiguo recurso que se utilizaba en épocas de epidemias.

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