Para un hombre lo más importante suele ser demostrar que es muy macho dejando preñadas al mayor número posible de mujeres, y para esas mujeres lo más importante suele ser tener al lado un hombre que las cuide y las proteja.
El resultado lógico —los hijos— se convierte por tanto en un engorro del que todos prefieren no tener que hacerse cargo, lo cual ha conseguido que casi la mitad de la población urbana esté constituida por hijos abandonados o ilegítimos.
O ilegítimos y además abandonados.
Una mujer con dos o tres críos de distinto padre difícilmente encuentra quien se haga cargo de una familia que no es suya, y llega un momento en que antepone la posibilidad de encontrar un nuevo hombre a sus propios hijos.
Al fin y al cabo ése es el mundo en el que se ha criado, y ése es el ejemplo que ve continuamente a su alrededor.
Pero no pretendo extenderme en disertaciones que no vienen al caso.
Ése es su oficio, y si quiere entender mejor de qué le estoy hablando, vuele hasta allí y véalo por sí mismo.
Yo me estoy limitando a contarle mi vida, que ya es bastante, y mucho gasto de saliva va a costarme.
¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, ya recuerdo! En el sótano de «La Gallera del Cemento».
¡Buena época aquélla! La mejor de mi infancia, si me apura, pues aunque no fuera larga, sí fue intensa, y como hacía buen tiempo y lo compartíamos todo, por primera vez abundaron más las alegrías que las tristezas, y los momentos felices que las largas noches de miedos y amarguras.
Once niños armados de palos, piedras y navajas son muy capaces de imponer respeto incluso a los adultos, y cuando le prometíamos al dueño de un carro, un abasto, o una taberna que nadie atentaría contra sus intereses, podía estar seguro de que así era.
Cobrábamos en dinero o en especie, y siguiendo las indicaciones de Abigail Anaya, nuestra misión no era ya mendigar por las esquinas o revolver en los cubos de basura, sino tan sólo estar atentos a la presencia de tipos «sospechosos» o a que ningún extraño causara estragos en las propiedades de quienes habían llegado a un acuerdo previo con nosotros.
Debo admitir que eso hacía que en el fondo me sintiera en cierto modo orgulloso de mí mismo.
Creo que ha sido la única vez en que me he situado de parte de la ley.
Aunque tal vez no fuera de la ley, sino del orden, términos que a menudo van unidos, pero que, como 'Usted bien sabrá, no tienen por qué significar lo mismo exactamente.
Recuerdo una tarde en que un tiparrón armado de un cuchillo atracó a la taquillera del cine de la plaza y trató de huir por la Eliecer Gaitán abajo.
¡Dios, qué carrera! Como en una película de gángsters.
¿Imagina lo que debió sentir aquel fulano al verse perseguido por cinco niños de este tamaño que le tiraban piedras? Un tocho como mi puño le reventó en mitad de la espalda, y Rita, que tenía un brazo que ya lo hubieran querido para sí muchos lanzadores de béisbol, le atinó «en toa la cocorota» tumbándole de bruces.
Aun así se puso en pie esgrimiendo el cuchillo, pero cuando nos vio con más piedras en la mano pareció comprender que acabaríamos matándole, dejó el dinero en el suelo y se dio media vuelta.
¡Sí, desde luego! Lo hubiéramos matado.
Usted no tiene ni puñetera idea de lo que nos jugábamos.
Hay que vivir allí y pasar muchas calamidades para comprender lo que llega a significar «El Territorio de una Gallada», y tomar conciencia de lo que puede ocurrir si los componentes de esa «Gallada» no saben hacerse respetar.
Al día siguiente no eres nadie.
Nueve años. Poco menos, quizá. ¿Qué quiere que le diga? Ha pasado mucho tiempo y nunca tuve clara mi verdadera edad, pero la edad de un «gamín» bogotano tiene poco que ver con la edad del resto de los niños de este mundo.
Se vive y se muere infinitamente más aprisa.
Sobre todo, se muere.
A Hipólito le entró de pronto una cagalera de caballo y se pasaba las horas sentado en la bacinilla, más verde que una lechuga.
Ya era flaco, pero a los cuatro días no le quedaba más que la piel y hablaba tan bajito que no podías saber si estaba tratando de decirte algo o tirándose un pedo.
¿Ha visto alguna vez uno de esos pajaritos que se caen de los nidos y el sol los seca hasta el extremo de que quedan convertidos en una bola de plumas que apenas pesa? Así murió el pobre Hipólito, frito sobre la bacinilla; recostado en el muro con la boca abierta y media lengua fuera; tan tieso que se le quedaron las rodillas hacia arriba y tuvimos que acabar por enterrarlo de costado.
Allí está en la plaza; a unos cuatro metros a la izquierda según mira la estatua, en pleno declive, donde nace la curva de la gran avenida.
Poco después se marchó la «catira».
Le crecieron los pechos, tuvo su primera regla, empezó a mirarnos por encima del hombro y al poco se buscó su propia vida puteando en el centro.
¿Qué otra cosa esperaba? A aquella edad, y en tales circunstancias, o lo daba por dinero o se lo quitaban por la fuerza, y lo primero resulta siempre mucho más rentable que lo segundo.
Jamás supe quién era ni de dónde había salido. No hablaba mucho y tampoco creo que tuviera muy claro cómo demonios había llegado a convertirse en mujer sin quedarse a mitad de camino, por lo que se limitó a seguir una inercia que le obliga a pasar de niña a puta sin posibilidad de cambiar un destino que no era otro que parir nuevos niños.
Puede jurar que a estas alturas habrá echado al mundo cuatro o cinco mocosos que repetirán lo que ella hizo.
Nos quedamos en nueve, pero aun así hubiéramos seguido siendo lo suficientemente fuertes como para controlar aquel pedazo de ciudad, a no ser por el hecho de que un mes más tarde el padre de Abigail Anaya abandonó la cárcel.
Ramiro y yo éramos los únicos que sabíamos que iba a visitarle los domingos para llevarle ropa, comida, cigarrillos y la mayor parte del dinero que conseguía, y precisamente porque supimos guardar ese secreto ante los demás, nos ofendió que él se guardara a su vez el secreto de que estaban a punto de soltarle.
Dos semanas antes empezó a ponerse nervioso, y aunque se le advertía más alegre que de costumbre, se irritaba de pronto, impacientándose, cuando hacíamos algo mal o no obedecíamos al pie de la letra sus instrucciones, hasta que por fin dejó de darlas, consciente como estaba de que su liderazgo al frente de «La Gallada del Cemento» estaba a punto de concluir.
¡Dios, cómo me dolió su marcha! Me sentí huérfano de nuevo, o tal vez sería mejor decir que por primera vez me sentí huérfano, pues cuando se es niño tu padre es aquel que te da seguridad y te protege, y aunque tan sólo fuera un par de años mayor que yo, ésa fue siempre la sensación que Abigail Anaya me produjo.
Odié aquel hombre. Le vi tan grande, tan seguro de sí mismo y tan adulto, que no pude por menos que preguntarme para qué demonio podía necesitar a Abigail quitándonoslo a nosotros.
Eran iguales, con la misma forma de caminar, de sonreír y de moverse; con idéntico aplomo y una voz sin inflexiones pero que puntualizaba muy bien cuanto importaba, sin permitir jamás que nadie se llamara a engaño sobre sus verdaderas intenciones.
Y resultó evidente que, aunque no fueran más que dos, formaban una familia y eran felices juntos.
No debió traerle.
Han pasado muchos años y aún se lo reprocho.
No. No debió demostrar cuan orgulloso se sentía de tener su propio padre y restregarnos por la cara que su apellido tenía una razón de ser justificada.
He conocido «gamines», señor, que tenían madre. E incluso algunos a los que sus madres amaban sinceramente, pero le juro, señor, que Abigail Anaya fue el único que conocí que pudiera jactarse de que su padre le cogiera de la mano, le acariciara la mejilla o le alborotara cariñosamente el pelo.
Sé que se le antojará una estupidez pero imagino que debe ser como si cuando usted era un mocoso hubiera descubierto que su mejor amigo era sobrino de Mandrake.
¡Vaina! Fue cruel y pedante.
Creo que, durante un tiempo, llegué a odiarle. Tenía zapatos de suela, un impermeable amarillo e incluso un auténtico padre. Demasiado, ¿no le parece? Ya veo que a usted no le impresiona, pero si tiene hijos le aconsejo que les coja de vez en cuando la mano.
Les vi subir al autobús para sentarse juntos, y cuando me saludó por la ventana tuve la sensación de que Abigail Anaya había dejado de ser un líder capaz de perseguir a un ladrón a pedradas, para pasar a convertirse otra vez en un niño que se siente seguro porque ha delegado en un adulto la obligación de protegerle.
Y es que en cuanto caía la noche, el miedo sí que podía llegar a ser superior al frío y al hambre.
El hambre se calmaba con una «arepa»; el frío con un buen poncho, pero la sensación de inseguridad jamás te abandonaba y al oscurecer amenazaba con roerte las entrañas.
Bogotá tiene fama de ser la ciudad más violenta del mundo; la más peligrosa y la más dura; aquélla donde el precio de una vida es el que le quiera poner quien pretende destruirla, y donde se cometen miles de asesinatos que ni siquiera se investigan.
Recogen un cadáver y si a las veinticuatro horas nadie acude a reclamarlo, lo marcan con las dos fatídicas letras, «NN», y lo arrojan a una fosa común donde nunca protesta.
Por eso, señor, si quiere cometer un asesinato impunemente, no se ande preocupando de coartadas ni de huellas. Limítese a llevarse la documentación del muerto para que pase así a convertirse en un simple «NN».
Y hay mucho tarado suelto al que le encanta romperle el culo a un niño y acogotarle.
También en su país tiene que haberlos, y le garantizo que si tuvieran la seguridad de que nadie iba a molestarse en atraparlos, rondarían de noche por los más oscuros callejones buscando un muchachito dormido al que tirarse.
Allá en su tierra seguro que las viejas asustan a sus nietos con fantásticos cuentos de ogros y «hombres del saco», pero en mis tiempos hubo un fulano en «La Magdalena» que estranguló a tres «gamines», para devorarles más tarde los testículos.
Fue usted quien me pidió que se lo contara.
Le advertí que mi historia no iba a resultarle agradable, pero aun así parece dispuesto a volver una y otra vez y sentarse a que le siga hablando de cosas que admito que incluso a mí a veces me hacen daño.
Creía haberlo superado, es cierto; abrigaba el convencimiento de que cuanto ocurrió en aquellos primeros años estaba ya muerto y enterrado, pero recordar al padre de Abigail Anaya ha sido como abrir un cajón en el que encuentras de pronto un viejo reloj que habías olvidado.
Le das cuerda, escuchas y por un momento te asombras de que comience a funcionar como si el tiempo no hubiese pasado. El segundero avanza con minúsculos saltos y descubres que continúa haciendo su trabajo con la misma monótona impasibilidad que hace ya tantos años.
Por unos instantes sientes la tentación de usarlo nuevamente, pero al poco comprendes que pesa mucho, está anticuado y ni siquiera es automático.
Se quedará en el mismo cajón por otros siete años, pero durante todo un día, mientras le dure la cuerda, será tan exacto como el que ahora cargo.
En este instante, el recuerdo del día en que Abigail Anaya se marchó con su padre tiene para mí tanto valor como lo que me pudo ocurrir el mes pasado, o quizá más, porque después de tanto tiempo sé muy bien que aquél fue un acontecimiento que habría de marcar mi vida definitivamente, mientras que el mes pasado no aconteció gran cosa digna de recordarse.
Y es que en cuanto nos faltó Abigail Anaya no fuimos nada.
O tal vez sí; tal vez nos convertimos en una auténtica pandilla de «gamines» descontrolados, y eso era sin duda lo peor que hubiera podido sucedemos.
Robar y mendigar se convirtió de nuevo en hábito.
Sin la autoridad de Abigail la disciplina se relajó en poco más de una semana, y aun cuando continuábamos durmiendo hacinados en el pequeño sótano, ya cada uno iba a su aire, se buscaba la vida como buenamente podía, y jamás se detenía a meditar sobre si lo que estaba haciendo acarrearía o no consecuencias negativas al resto de la «gallada».
Ramiro fue quien con más fuerza insistió en que deberíamos seguir la línea que habíamos llevado, y aunque Amanda y yo le apoyábamos, el resto no hizo caso, y pronto descubrimos que Ricardito y Pancho se habían aficionado al «bóxer» mientras que
el Patacorta
estaba enganchado al «basuco».
¡Mala cosa el «basuco»! ¡Mala sobre todo cuando no tienes más que nueve años! Cuando aún no había cumplido los once,
el Patacorta
le rajó la barriga a un traficante para robarle trescientos gramos de vicio que se metió «palcuerpo», y al mes apareció en un portal con la garganta abierta de lado a lado y una oreja en la mano.
¿«Bóxer»? Una especie de pegamento que se aspira, te produce somnolencia, te hace sentir bien y, sobre todo, te ayuda a olvidar el hambre por un rato.
No. No es nada saludable desde luego, pero al menos no te engancha como la «coca», la «yerba» o el «basuco», ni te destroza los pulmones como esos locos que para atontarse aspiran el tubo de escape de los carros.
¿Qué pregunta? Lo que se trata es de buscar la forma de escapar a la realidad que te rodea, y cuando no hay nada mejor hasta el humo de un coche puede servir de ayuda.
¡Naturalmente! Yo lo he probado todo, pero quizá la única razón por la que puedo contarle cuanto le estoy contando, se basa en el hecho de que no permití que ni el «bóxer» ni el vicio me atraparan definitivamente.
Una vez oí en la radio que sólo dos de cada diez «gamines» llegan a sobrepasar los quince años, y si soy uno de ellos se lo debo sin duda a que, por alguna extraña razón que nunca supe, mi cuerpo rechazaba esa mareante sensación de aturdimiento que tanto daño produce.
Sobrevivir en las calles se iba haciendo cada vez más difícil, pero sobrevivir drogado se convertía sin duda en una hazaña imposible.
Como las malas rachas tienen la jodida costumbre de venir acompañadas, pronto empezó de nuevo a llover y fue esa lluvia la que provocó la definitiva desbandada.
Rita desapareció sin dejar rastro.
Era muy linda. Pequeña y siempre sucia, pero linda con sus enormes ojos negros y su pelo muy largo. Lo único que supimos de ella nos lo contó un portero del «Tequendama», que vio cómo un señor la invitaba a subir a un carro, muy elegante a la puerta de la librería del otro lado de la calle.