Sicario (5 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Lo más probable que al día siguiente se hubiera convertido en una «NN», pero cuando quisimos reaccionar era ya demasiado tarde.

¿Y quién hubiera prestado atención a tres enanos zarrapastrosos que buscaban a una niña aún más zarrapastrosa? A Ricardito y Amanda los consolé tratando de convencerles de que probablemente el señor del carro había decidió adoptarla y ahora estaría feliz en una casa rica, pero jamás se lo creyeron.

¿Quién podría creérselo? Bañada y perfumada aquella criatura que no pesaría aún cuarenta kilos, podría hacer las delicias de algún sádico, y a esa clase de gente no les gusta dejar testigos de sus actos.

Hay un «gringo», aunque en realidad es europeo porque allí a casi todos los extranjeros rubios se les llama «gringos», que tiene una casa en el «Country» por la que se dice que han pasado más menores de edad que por un instituto.

El tipo anda en la esmeralda, abasteciendo a los grandes joyeros franceses, y por lo que cuentan, ¡aunque vaya usted a saber si no son más que habladurías!, se ha cargado más niños que el Herodes aquel de la Edad Media.

¿Qué importancia tienen unos siglos más o menos? Por lo visto el tal Herodes era muy bestia.

Es posible que a Rita la mataran, acabara en el «Country» o tal vez se la llevaran a una de esas haciendas donde las cuidan bien y las convierten en criadas para todo o en fulanas selectas para prostíbulos de lujo.

He conocido algunas. ¿De qué vale negarlo? Pero ésa es ya otra historia que contaré más adelante.

Ahora le estaba hablando de aquellos lejanos días en que «La Gallada del Cemento» se deshizo como un pedazo de pan bajo la lluvia del invierno, obligándonos a volver a los amargos tiempos de hambre y frío, e incluso, a otros muchísimo peores que llegarían algo más adelante.

¿Le sorprende que pueda haber cosas peores? Usted no ha visto nada.

Lo que le estoy contando es el preludio de mi historia, pero si lo prefiere lo dejamos.

Entiendo que a alguien que no está acostumbrado al tipo de vida que yo viví, las cosas que ocurrieron después pueden impresionarle, pero al fin y al cabo es usted quien insiste en conocerlas y no quiero llamarle a engaño.

La vida se volvió muy dura.

Muy, muy dura.

Ramiro y yo tuvimos que marcharnos del sótano.

¿Qué importan los motivos? Nos fuimos, eso es todo.

Llevábamos cinco o seis años juntos y no era cuestión de separarnos, por lo que agarramos nuestras cosas y nos instalamos en una vieja furgoneta abandonada en el aparcamiento del otro lado de la plaza.

No era un mal sitio, aunque bastante húmedo y frío, pero de noche nos alumbraban las farolas del parque.

Teníamos cartones con los que tapar las ventanas y conseguir una oscuridad casi total, pero lo cierto es que preferíamos que nos diera la luz porque sigo pensando que no existe cosa peor que las tinieblas.

En cuanto caía la tarde cerrábamos por dentro con un hierro atravesado y podíamos dormir tranquilos, aunque cuando llovía muy fuerte había goteras y el estruendo sobre el techo apenas nos permitía pegar ojo.

Una vez el granizo casi nos vuelve locos.

Tuvimos que volver a mendigar, revolver en los cubos de basura, e incluso recurrir a arrebatarle a las señoras la bolsa de la compra.

Inventamos un sistema bastante práctico a base de quemarles la mano con un cigarro.

¡Dios, qué alarido pegaban! El gesto instintivo era soltar la bolsa y allí estábamos nosotros para atraparla en el aire y perdernos de vista en un instante.

No era frecuente, no.

Quizás una vez a la semana. Dependía de lo que consiguiéramos.

En realidad lo que solíamos hacer era correr hasta un portal, agarrar lo que podía servirnos, y devolverle luego la bolsa a la señora si aún seguía dando gritos.

¿Para qué queríamos pinzas para la ropa, escobas, limpiacristales, estropajos, o todo ese sinfín de cosas que compran las amas de casa y que no quitan el hambre? Lo más que sabíamos preparar en una improvisada hoguera era un puchero o unos espaguetis, y por lo tanto lo que nos interesaba era comida, ya que ninguno de los dos estaba en el vicio.

¡Vicio! «Basuco», «coca», «yerba»... ¡Ya sabe! Mucho más jóvenes los he visto enganchados para los restos, pero gracias a Abigail, Ramiro nunca le entró y creo que ya le conté que a mí no me gustaba.

Alimentar vicio es mucho más difícil que alimentar nueve hijos, téngalo por seguro.

Incluso en el país del «basuco» y de la «coca» el vicio cuesta una pasta y para eso no te basta con mendigar ni afanar bolsas. Tienes que convertirte en atracador o no te alcanza.

Ramiro y yo nos conformábamos con comer e ir al cine.

¡Me encanta! Me volvía loco el cine, y aún me sigue pareciendo lo más grande que existe. ¡Lástima que lo hayan aguado! ¡No me diga que ver una película por televisión no es como beberse un ron aguado...!
Los Siete Magníficos, Duelo de Titantes, Grupo Salvaje, Fort Apache...
¡Eso sí que eran películas! En pantalla grande, con la sala a oscuras y comiendo palomitas de maíz hasta que te salían por las orejas.

¿Sabe lo que creo? Que admirábamos a aquellos héroes porque en la pantalla eran mucho más grandes que nosotros. ¿Quién puede admirar a nadie que está metido dentro de una cajita de este tamaño? Puede que resulte simpático, pero nunca se convertirá en un ídolo.

El cine costaba entonces cinco pesos o una patada en el culo si te agarraban tratando de colarte.

Y casi nunca conseguíamos los pesos.

¡Imagínese cuántas patadas me habrán dado si raro era el día que no intentara colarme! Pero si lo conseguía me veía hasta tres veces la misma película. Nos acurrucábamos bajo los asientos y en ocasiones incluso dormíamos allí esperando la sesión del día siguiente.
Raíces Profundas
la vi más de treinta veces, y me sentía como si yo fuese aquel niño que corría desesperadamente para presenciar cómo Alan Ladd mataba a todos los malos con una sangre fría impresionante.

¡Claro que me gustaba Alan Ladd! ¿Qué quiere que le diga...? También yo soy retaco.

¿Sabe qué era lo malo que siempre le encontré al cine? Que cuando se encienden las luces vuelves a la realidad, y ése es un golpe muy duro.

Salir de un lugar en el que estás caliente, seguro y viviendo aventuras maravillosas en mundos tan distantes, para encontrarte de pronto en mitad de la calle, lloviendo, con hambre, y sabiendo que tienes que ir a meterte en un cajón de lata, es como si te soltaran un «batazo» en mitad de los morros.

Me entraban ganas de llorar, pero que yo recuerde nunca lloré de niño.

Más tarde sí. Mucho más tarde.

Con el paso del tiempo llegué a la conclusión de que los hombres deben llorar si tienen motivos para hacerlo, y lo que es a mí, motivos me sobraron.

También me sobraban de pequeño, usted mismo puede verlo, pero en aquel tiempo aún estaba convencido de que era una muestra de debilidad que no podía permitirme. Un «gamín» que llorara era un «gamín» al que al día siguiente le cogían el culo. Tenías que defender lo que tenías, incluidas tus propias amarguras, puesto que en cuanto demostrabas el más mínimo gesto de debilidad te quitaban el sitio.

Si «el hombre es lobo para el hombre», el niño es una auténtica piraña para el niño. Nada hay más cruel que un niño cruel, y en la calle la crueldad era la única asignatura que se estudiaba diariamente.

Yo podía dar mi vida por Ramiro y Ramiro por mí, pero quitándole a él, todos los demás eran mis enemigos.

Incluso Amanda y Ricardito
el Calvo
se pasaron al otro bando desde el momento mismo en que se disolvió la «gallada».

Un día nos robaron.

¿Se imagina? ¡Robarnos a nosotros! Entraron en la furgoneta y arramblaron con lo poco que teníamos.

Y no por hambre, no. Hubiéramos compartido con ellos nuestra comida; fue para cambiarlo por «basuco».

El vicio, ya le dije.

Fue el vicio el que transformó el barrio en una jungla.

Mendigar, suplicar, revolver los cubos de basura, o incluso cometer pequeños hurtos por hambre eran cosas que la gente aceptaba.

Bogotá siempre fue así, que yo recuerde, y los bogotanos entendían que era el precio que tenían que pagar por culpa de unos pecados que casi todos compartían.

Nos habían echado a un mundo que no habíamos pedido y constituíamos una pequeña carga que tenían que soportar pacientemente.

Pero llegó el «basuco».

¿Quién tuvo la culpa de que tantos «gamines» se enviciaran buscando una evasión a sus muchas tristezas? ¿Quién quiso hacerse rico ofreciéndoles un mísero consuelo que muy pronto se volvió contra ellos? Yo soy el menos indicado para culpar a nadie, usted lo sabe. No soy quién para hacer este tipo de preguntas, pero no puedo evitar pensar en ello y entender muchas cosas que nunca quise entender por mera conveniencia.

¿Qué se podía esperar de quienes habían sido
capaz
de robar»» los más miserables? La gente comenzó pronto a cansarse de nosotros, y las patadas y los coscorrones fueron dejando paso a bestiales palizas sin razón aparente.

El mundo pareció dividirse ese invierno en dos bandos irreconciliables; de un lado estábamos Ramiro y yo, ¡míreme bien y calcule lo que podría abultar en aquel tiempo!, y del Otro el resto de los seres humanos.

Y los perros.

Perros enormes que se nos echaban encima en cuanto nos descuidábamos.

Dogos, mastines y sobre todo esos malditos dobermann de nefasto recuerdo.

Mire este brazo, estas marcas y estos desgarros. El muy «hijoeputa» me enganchó por la ventanilla cuando me aproximé a pedir unos pesos, su dueño arrancó, y me arrastró colgando de los colmillos casi cuarenta metros.

Dobermann que veo, dobermann que me cargo.

Aquél fue en verdad un año de perros. Alguien debió hacer una fortuna vendiéndoselos a los ricos, y no había casa, ni coche y ni casi transeúnte medianamente acomodado que no anduviera con su bestia de un lado a otro incordiando a la gente.

La ciudad se convirtió en una inmensa perrera.

Pero no estaban bien enseñados y pronto comenzaron a morder a los criados, a los niños de la casa e incluso a sus propios dueños.

¡Dios, qué desastre! No quedó culo sano, y murió más gente con la garganta abierta que por culpa del tráfico.

Tuvieron que improvisar a toda prisa patrullas de perreros que no daban abasto, pues muchas de aquellas fieras se escaparon vagando por la ciudad y convirtiéndose en un auténtico peligro mayor aún que los «gamines».

Al final ni siquiera se molestaban en echarles el lazo; los mataban de un tiro y a otra cosa.

Quizás eso les dio la idea.

Si había dado resultado con los perros, ¿por qué no con nosotros? Suena duro, lo sé, pero el problema empezó con dos muchachos que atracaron a la hija de un banquero. Les empujaba el vicio, ¡siempre el vicio!, y no se conformaron con quitarle unos pesos o los anillos. La violaron y a poco más la matan.

Se quedó medio tonta.

Cuando a una chica de barrio la violan, a veces se queda embarazada pero, por lo que tengo visto, las hijas de los ricos además se quedan tontas.

Ignoro las razones, o quizá se deba a que la chica de barrio está hecha a la idea de que pueden joderla, mientras las otras, las de buena familia, no se lo esperan nunca y cuando les ocurre les coge de sorpresa.

Fuera como fuera, el fulano se lo tomó a lo grande y contrató cuatro matones que se dedicaron a buscar a aquel par de canallas para cortarles los huevos y llevárselos a casa.

¡Había tantos candidatos! «Dos chicuelos ya crecidos, de unos catorce años, mugrientos y apestosos, zumbados de "basuco" y ron barato y armados de navajas.» Como podrá comprender era una descripción que concordaba con la de unos doscientos muchachos de la zona.

Debieron llenar un cesto de cojones porque dejaron los portales sembrados de cadáveres.

Y las calles vacías por más de seis semanas.

Cundió el pánico entre quienes se suponía que no temían ya nada, y durante casi dos meses el número de atracos o asaltos a mujeres descendió hasta unas cifras que pocos recordaban.

Conmigo no iba la cosa.

Ni con Ramiro tampoco, desde luego.

Para violar a alguien tendríamos que habernos subido uno encima del otro y ayudarnos con el mango de una escoba, pero aun así nos visitó el espanto cada noche en forma de sombras y susurros que llenaban la plaza.

Diez años, tal vez once, y nos pasábamos las horas con los ojos como platos y un nudo en la garganta, aguardando la visita de los feroces vengadores del honor de una muchacha cuyo padre tenía por lo visto mucha plata.

¿Ha escuchado alguna vez cómo llora el viento de la sierra en Bogotá? Llega desde la cima del Monserrate, valle abajo, se lanza por las calles que cruzan de Este a Oeste, y se aleja hacia el cementerio para perderse al fin por la sabana y allí esconderse.

Pasada la medianoche ni un ánima en pena se aventura por las aceras y las plazas de la ciudad cuando sopla ese viento, y no es sólo que te corte la cara y te desfleque el alma; es que te susurra en los oídos palabras tan heladas que acabas aceptando que es como algunos aseguran «El Beso de la Vieja Inesperada».

Hasta los difuntos se estremecen en sus tumbas cuando pasa.

¡Imagine, señor, lo que puede ser ese viento colándose por entre las rendijas de una desvencijada furgoneta de puertas mal ajustadas, y la angustia que te invade cuando a las tres de la mañana crees escuchar que trae voces de asesinos que buscan nomás cortarte las pelotas! ¿Sonríe? No. No me lo niegue. Sus labios no se han movido, pero en sus ojos he visto que ha sonreído.

Si en verdad pretende tener una idea precisa de lo que le estoy hablando, tal vez le convendría pasarse una noche en las calles de Bogotá cuando sopla ese viento. Alquile un viejo carro, métase dentro y aguarde el amanecer helándose los huesos.

Observe estos dedos que ya parecen garras. Tengo la mitad de años que usted y apenas puedo moverlos. «Artritis» dice el doctor que se llama, y nunca entendí muy bien qué vaina significa la palabra, pero de lo que estoy seguro es de que fue ese viento el que me encogió hasta los tendones dejándome esta mano como ahora la tengo.

Y el que me echó abajo los dientes.

¡Faltaría más! Como que me costaron diez mil pesos. Pero si lo que pretende saber es si además de míos son falsos, admitiré que lo son aunque usted debe admitir a su vez que resulta casi imposible adivinarlo.

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