—¿S-s-s í… , señor…?
—Aquí no ha pasado nada, ¿de acuerdo?
—¿Cómo… dice el señ…?
—¿Está sorda o qué? ¡Aquí no ha pasado nada, el señor Gomis no ha venido a verme! ¿Queda claro?
La mujer debía de estar asustada o confundida. O las dos cosas.
—¡Ana, maldita sea! ¿Queda claro?
Ella debió de asentir con la cabeza.
—Y cuando venga la señora con los niños, ni una palabra. ¡Ni una palabra! —lo pronunció despacio, deletreando cada sílaba—. ¡Como me entere de que ha abierto la boca no sólo la despido sino que me encargaré de que no encuentre trabajo en la vida, su hermano acabará en la cárcel y su padre no saldrá de ella!
—Sí, señor —lo entendió de golpe.
—Yo también voy a salir —anunció como punto final a su arenga—. Ábrame la puerta del garaje y la verja dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo? Cinco minutos.
Miquel Mascarell decidió escabullirse, con la espalda siempre pegada a la casa.
Cuando se metió de nuevo en el taxi, el conductor puso el motor en marcha.
—Ya no creo que le alcancemos, aunque podemos probar. —Se dispuso a arrancar.
—No, no hace falta que le siga. Espere —le detuvo él.
—¿Ah, sí?
—Cinco minutos. Vamos a seguir a otro.
—¿A otro?
—Prepárese, por si ha de maniobrar.
No apagó el motor. El ronroneo les acompañó con su monótona persistencia.
Desde luego, cuando Ricardo Solana decía cinco minutos, eran cinco minutos. Su coche, un Citroën «Pato», asomó el largo morro por la verja en el momento justo.
Dobló a la izquierda y pasó junto a ellos. El taxista hizo una maniobra rápida aunque discreta, enfiló tras sus huellas manteniendo una distancia prudente, a pesar de la velocidad de ambos.
—Ése no es el de antes —quiso dejarlo claro el taxista, con una ojeada a Miquel por el retrovisor.
—Es su socio. Me parece que tienen un negocio de trata de blancas.
—¡Por eso viven tan bien! ¡Hijos de puta!
El automóvil de Ricardo Solana buscó la Diagonal, de regreso al centro de Barcelona. La velocidad apenas si menguó a lo largo del trayecto, así que su taxista tuvo que emplearse a fondo para no perderlo de vista. Rebasaron las plazas de Calvo Sotelo, de la Victoria y Jacinto Verdaguer hasta llegar a Nápoles, donde Solana giró a la derecha y descendió hasta Consejo de Ciento.
Aparcó en el chaflán de la izquierda, salió de su coche, caminó unos pasos y entró en la primera portería.
El taxista miró a Miquel Mascarell esperando instrucciones.
—Yo también me bajo aquí. —Se resignó ante lo imponderable.
—Son nueve pesetas con ochenta y cinco céntimos —suspiró el hombre mirando el contador.
Le dio diez.
—Quédese la vuelta. —Recogió la botella de vino y el periódico que todavía no había podido leer.
—Suerte, amigo.
—Gracias. —Abandonó el taxi y cerró la puerta.
Se quedó mirando cómo el taxi se alejaba calle Nápoles abajo. Luego siguió los pasos de Ricardo Solana, aunque la sensación de haberle perdido le dominaba. El edificio, de seis pisos, se erigía como un bastión inexpugnable ante sus ojos. Cuando entró en la portería se encontró con un vestíbulo espacioso, parecido al de su vieja casa en la calle de Córcega. El cubículo de la portería quedaba a la izquierda, protegido por una especie de marquesina sin ventanas. La mujer que lo ocupaba tendría unos sesenta años y no era muy distinta de otras porteras. A veces parecía como si las hubiesen fabricado en serie, o estuviesen allí como parte de cada casa al ser construida.
Lo intentó.
—Buenos días —saludó exhibiendo la mejor de sus sonrisas—. He quedado aquí con el señor Solana, Ricardo Solana, pero no recuerdo el piso.
—¿Quién dice? —Ladeó la cara para que le hablara a su oído derecho.
—El señor Ricardo Solana.
—Aquí no vive nadie llamado así.
—Acaba de entrar.
—Ah, bueno —asintió haciendo un gesto de suficiencia—. Es el cuarto segunda.
—Muy amable. —Hizo una leve inclinación de cabeza.
Subió los seis tramos de escalera. Entresuelo, principal y cuatro pisos. Intentó controlar el esfuerzo pero no lo consiguió. Tenía prisa. Por eso cuando llegó a la cuarta planta, la sexta en realidad, jadeaba como un poseso y tenía el corazón desbocado. No se entretuvo mucho en recuperarse. Pegó el oído a la segunda puerta.
Entre sus violentos resuellos y la lejanía de las voces, perdidas en algún lugar del piso ni mucho menos próximo a la entrada, pudo sacar en claro muy pocas cosas.
Lo único identificable era que había un hombre y una mujer. Luego las voces callaron.
Aguardó unos minutos, dispuesto a simular que subía o bajaba si se abría aquella puerta o alguna otra.
No sucedió nada.
Regresó a la calle bajando muy despacio. Pasó por delante de la portera, la saludó y, una vez en el exterior, se encaminó a un bar que había visto enfrente; se trataba más bien de una mezcla de tasca y mesón. Se acodó en la barra y allí, con los olores y las sensaciones machacándole el estómago, recordó que no había comido. Le pidió al camarero algo, lo que tuviera, porque el lugar no parecía estar demasiado surtido; notó que el hombre se desvivía por servirle: el resto de los parroquianos no vestía tan bien como él.
—¿Tiene cupones? —le preguntó refiriéndose a su cartilla de racionamiento.
—No es necesario. Usted deme lo que tenga.
—Podría ir a buscarle algo, señor —dejó escapar.
—¿Como qué?
—Bueno, conozco a alguien que tal vez tenga…
Sacó un billete de veinticinco pesetas.
—Voy a por ello —asintió el hombre.
Tardó diez minutos, más el tiempo de cocción, pero resultó ser la mejor tortilla de patatas de su vida.
Bendito estraperlo.
O lo que fuera, qué más daba.
Ricardo Solana reapareció cuarenta y cinco minutos después de haber llegado.
Para entonces, Miquel Mascarell ya había comido, pagado, recibido su cambio y leído La Vanguardia casi de cabo a rabo, porque la densidad de los textos impedía una digestión total de los mismos. Le vio caminar sin prisas hasta su Citroën «Pato» de color negro, reluciente, con el rostro ingrávido, sin el menor rasgo de ira; se introdujo en él y desapareció rápidamente.
—Buen coche —apuntó el camarero.
Mascarell, por su parte, le dio las gracias, recogió la botella de vino y el periódico, que fue a parar de nuevo doblado a su bolsillo; luego salió del bar y cruzó la calle despacio, atisbando los balcones del último piso por si veía algo o a alguien. Entró de nuevo en el portal; la portera no se encontraba en su puesto, así que se ahorró nuevas explicaciones o saludos. Subió a cámara lenta las seis plantas y se detuvo frente a la puerta señalizada con el número dos. Acompasó su respiración y finalmente llamó al timbre.
Los pasos fueron inmediatos.
Al abrirse la puerta se encontró con dos cosas. La primera, una frase inacabada.
—¿Te has dejado la llave, cariñ…?
La segunda, una mujer exquisita, muy joven, entre veintitrés y veinticinco años, de largo y alborotado cabello rojizo, ojos de gata, almendrados, labios enormes y un cuerpo de diosa que ni la bata mal puesta podía disimular.
Asió los pliegues en un acto reflejo, como si temiera llevarla entreabierta.
—Perdón… ¿Qué desea?
—Busco al señor Solana.
—¿Quién?
—Ricardo Solana.
—Lo siento, no sé de qué me habla.
Era una buena actriz. Tal vez lo fuese de profesión. Las amantes no tenían por qué provenir todas de la miseria o la calle. Miquel Mascarell resistió la neutralidad de sus ojos y la turbadora sensualidad que la envolvía.
Acababa de hacer el amor. Todavía tenía el pelo revuelto, los signos visibles de la lujuria prendidos en su rostro y su cuerpo, una ligera humedad facial.
—Esto es privado, pero si quiere llamo a la policía —se aventuró. Logró que se pusiera pálida, lo cual hizo que Miquel se sintiera más seguro.
Así que se arriesgó.
Pasó por su lado y entró en el piso. El perfume de su dueña lo envolvió un segundo antes de dejarlo atrás.
—¡Oiga!
La casa era más que confortable. Muebles, cortinas, detalles de buen gusto, la mayoría caros, una radio, un fonógrafo… Patro se lo había dicho: «No hay un solo caballero de la burguesía catalana sin una querida cómodamente instalada en un pisito. Es una seña de identidad, una muestra de bienestar. Incluso refleja una posición social». La amante de Ricardo Solana debía de ser de las mejor tratadas. Y lo merecía. Uno no conseguía una mujer así sin más, salvo por amor. Un bien preciado por lo escaso.
—¿Puede explicarme de qué va esto?
Llegó a la sala comedor, que tenía los ventanales abiertos sobre el balcón, se volvió y se enfrentó de nuevo a ella, un poco ridículo cargando con la maldita botella de vino. Sin duda Patricia Amorós sería una belleza, una dama, la esposa con la que cualquiera sueña, pero Solana quería más. No se contentaba únicamente con eso, con su bendita suerte. Así que disfrutaba de una tentación como la que tenía delante.
Y encima disponía de tiempo, energía y poder para rizar el rizo, dejando embarazada a Celia Arteta. Y si la había conocido en el Parador o en el Navarra era porque los frecuentaba.
Empezó a odiarle.
—¿Cómo se llama?
—Genoveva.
—¿Sólo Genoveva?
—Genoveva Clará. ¿Quién es usted?
—Estamos investigando un posible asesinato.
Tenía la piel tan cuidada, perfecta, y era tan joven que cualquier alteración se le notaba de inmediato.
Volvió la palidez, aún más intensa.
—¿Conocía a Celia Arteta?
—¿Quién?
—Celia Arteta.
—No.
—Será mejor que no mienta, por su bien y por el del señor Solana.
—Ya le he dicho que no sé…
—No me haga perder el tiempo, ¿de acuerdo? —la cortó con brusquedad, rememorando sus años más duros en el cuerpo—. Si no sabe nada, no le pasará nada. Si por el contrario lo sabe y calla…
—No sé quién es esa mujer. Nunca había oído hablar de ella.
—El señor Solana la contrató para seducir a su exsocio, Álvaro Gomis. Creemos que con la intención de que le pasara información sobre las actividades comerciales del señor Gomis a cuenta de la guerra que se llevan sus respectivas industrias textiles.
Logró atravesar sus defensas. Sus ojos se volvieron vidriosos.
—No sé nada de eso.
—La señorita Arteta ha muerto.
Genoveva Clará se apoyó en la pared. Mantuvo la mano sobre los pliegues delanteros de su bata. La prenda sólo le llegaba hasta las rodillas. Iba descalza.
Después de Patro Quintana, era lo más hermoso que jamás hubiera visto en semejantes circunstancias.
Y parecía lo que era: una simple querida, ajena a todo lo que no fuera sexo y compañía en el mundo del hombre que la mantenía. Su papel consistía en estar siempre dispuesta, a cualquier hora, como había estado un rato antes. Ricardo Solana nunca compartiría más de lo necesario con ella.
—Está bien, tranquilícese.
Se había metido en su casa y acababa de soltarle una historia extraña.
—¿Es usted policía?
—Algo parecido.
—Yo… —Subió y bajó los hombros en un gesto de rendida impotencia. Tenía lo que quería.
—Lamento haberla molestado —se despidió con tacto y cautela—. Ya veo que no sabe nada. Lo siento.
La mujer no abrió la boca.
Todo su alivio quedó patente en la prisa que se dio para alcanzar el recibidor y abrirle la puerta. Sus pies descalzos se deslizaron como una pluma por el pasillo.
Miquel Mascarell la miró por última vez.
Pensó en sí mismo, en cuando era padre, los días en que Roger todavía vivía y le escuchaba.
—Voy a darle un consejo. —Suspiró—. Disfrute de la vida, de este piso, de sus impulsos, su instinto o lo que le dicte su conciencia. Pero no se meta en líos.
—No lo hago.
—Por nada ni por nadie.
—Sí, señor —asintió con la cabeza.
—Eso implica no abrir la boca, ¿me comprende?
—Sí.
—Entonces todo le irá bien. —Sonrió con ternura—. Buenas tardes.
La puerta del piso tardó en cerrarse. Sintió los ojos de Genoveva Clará en su espalda hasta que desapareció en el recodo del siguiente rellano. Entonces sí, se cerró con un quedo, muy quedo, chasquido.
Le habían dado mil pesetas para que hiciera algo y lo estaba haciendo. Pero aunque se trataba casi de una fortuna, no le durarían mucho de seguir con aquel ritmo de gastos.
Volver en taxi a la mansión de Ricardo Solana, por ejemplo. «Tienes sesenta y tres años, no vas a ponerte a andar como cuando eras joven», se justificó a sí mismo.
Tal vez fuera el momento de reflexionar sobre lo que estaba haciendo. El porqué.
¿Bastaba un frase como aquella de «¿Quiere volver a sentirse policía?» para dispararle la adrenalina o era algo más?
Álvaro Gomis y Ricardo Solana eran poderosos, y él acababa de salir del infierno.
Caminaba por el filo de la navaja y estaba metiendo las manos en un fuego del que podía salir muy quemado. Si lo dejaba, no pasaría nada. No sería el primer caso que no resolviese. Y al diablo el que le hubiera mandado aquellas mil pesetas, la foto de Celia Arteta, el nombre del Parador del Hidalgo y la frase.
O tal vez le conociese, y supiese que él nunca abandonaba. Por lo menos antes, cuando era inspector de policía.
Ahora no era nada.
«Déjalo, vete a casa de Patro, invítala a cenar otra vez, vive». Vivir.
¿En una pensión, solo, esperando el paso del tiempo, camino de la muerte, como Gloria Miserachs?
El taxi le dejó frente al muro y la verja de acceso de la residencia de Solana. Esta vez le tocó en suerte un hombre poco hablador, circunspecto y avinagrado. Estuvo tentado de pedirle que lo esperara, pero decidió no arriesgarse y lo liberó. Se quedó solo en la calle, frente a la ornamentada verja. La traspasó y llamó a la puerta principal.
La criada era la misma. Ana.
—¿Qué desea? —le preguntó solícita y ya recuperada de las emociones de un rato antes.
—¿El señor Solana?
—El señor no está.
Una voz femenina, suave pero autoritaria, surgió por detrás de la empleada.
—¿Quién es, Ana?
—Preguntan por el señor.