Patricia Amorós se hizo visible. Ana era menuda, así que ella le sacaba toda la cabeza. Su presencia llenó el ambiente, en todos los sentidos y todos los órdenes. La foto que había visto en el despacho de Álvaro Gomis no le hacía la menor justicia, y eso que estaba muy guapa en ella. Quizás fueran los años, la madurez. Lo cierto es que era mucho más que hermosa o una gran dama. Todo en ella rezumaba clase, distinción, desde el arreglo del pelo, perfectamente ornamentado, hasta la ropa, medida y de buen gusto. El maquillaje, el color de los labios, las uñas; las pocas pero equilibradas joyas contribuían a reforzar esa sensación de refinada opulencia.
A Celia Arteta quizás la hubiese modelado Ricardo Solana para parecerse al máximo a su esposa, pero difícilmente habría logrado más allá de un pálido reflejo.
Aun así, le había funcionado.
Miquel Mascarell odió todavía más al instigador de todo aquel lío. ¿Cómo podía ser tan mezquino?
—Quería hablar con su marido, señora. —Mascarell estaba dispuesto a mantener el tipo.
—A estas horas está en su despacho.
—Oh, vaya —mostró su contrariedad—. Pensé que lo localizaría aquí. Nos debemos de haber cruzado.
Ana se retiró discretamente. Quedaron solos Patricia Amorós y él, hablando en la puerta de la casa.
—Bueno, ha venido a comer, sí, pero yo me fui a atender una urgencia de mis hijos y supongo que él habrá regresado de inmediato a su despacho. —Su cordialidad no menguó, sino que se hizo más notoria al preguntar—: ¿De qué se trata?
—Negocios. —Se encogió de hombros—. No quisiera aburrirla con esas cosas.
—Claro. ¿Qué si no? Negocios. —Por primera vez se intuyó un deje de cansancio en la mirada—. Siento que haya tenido que venir hasta aquí.
Miquel Mascarell se preguntó si Patricia Amorós sería capaz de matar a una puta embarazada por su marido en caso de haberlo sabido.
La incógnita se desvaneció en el aire por falta de consistencia.
—Yo también lo lamento, señora.
—¿Por qué no va a su despacho? Tal vez aún le coja allí. Suele trabajar hasta tarde.
—No creo que llegase a tiempo.
—El despacho no está en la fábrica, si es eso a lo que se refiere. La fábrica está en Sabadell, pero las oficinas las tiene en la calle Urgel con Córcega, por comodidad.
—Gracias.
—Si me pregunta… ¿Quién le digo que ha venido a verle?
—Rosendo Matas.
—Muy bien, señor Matas. —La sonrisa reapareció.
Los dos se tendieron la mano al mismo tiempo. Miquel Mascarell se la estrechó sin renunciar a hacerlo con fuerza, porque ella también hizo lo propio.
Carácter.
Estaba en Pedralbes, sin tráfico a la vista, sin un maldito taxi y sin idea de si por allí cerca circulaban tranvías en los nuevos tiempos. Y preguntárselo a Patricia Amorós o regresar e interrogar a la criada se le antojó demasiado arriesgado. Así que se orientó bajando por la avenida de Pedralbes oteando el horizonte por si vislumbraba la luz roja de un taxi en la distancia.
Pronto dejó de hacerlo, sin darse cuenta, abrumado por los pensamientos que fueron surgiendo en su mente.
Dos industriales peleados por una mujer. Uno pierde y otro gana. El victorioso se lleva el premio, Patricia Amorós, y el derrotado se consuela con la copia, Elena Amorós. No contentos con ello, entablan una guerra comercial. Antes socios, ahora enemigos. Tratan de hacerse daño, destruirse, por venganza y odio pero también para quedarse con el monopolio del estraperlo textil. En ese contexto Ricardo Solana entra un día en un local y descubre a una mujer con un más que asombroso parecido con las dos hermanas Amorós. El plan, maquiavélico, toma forma. La idea es simple: colocar un caballo de Troya en el corazón y el negocio de su rival. Y no va a darle a su enemigo un duplicado de su esposa muerta, sino un duplicado… de la suya viva, la Patricia que Álvaro no ha olvidado. Ricardo Solana prepara concienzudamente a Celia Arteta, la instruye sobre cómo ha de hablar, sonreír, la viste y arregla como su esposa y, de paso, también se acuesta con ella, como es su costumbre con todo lo que tenga faldas. Celia Arteta acepta, por dinero en primer lugar. Ganará mucho. El plan sale bien, funciona. Cuando Álvaro Gomis la conoce cae en la trampa. Para él es una segunda oportunidad. Un motivo para volver a vivir. Celia se convierte en su compañera, su amante, salen a cenar… incluso protagonizan un incidente en Las Siete Puertas con un tal Rodrigo, tal vez conocido de la Celia prostituta o tal vez no, porque Álvaro no tiene ni idea de quién ha sido o es su nuevo amor. Y un hombre enamorado es un hombre ciego. Un hombre enamorado es un hombre fácil. Celia Arteta se da cuenta. Con Ricardo no es más que una espía a sueldo. La despedirá cuando no la necesite. Con Álvaro en cambio… ¿Por qué no aspirar a ser la nueva señora Gomis? ¿Por qué contentarse con poco cuando puede hacerse con todo el pastel, pasar de ramera a señora, tener todo lo que nunca tuvo? La joven Celia ve un futuro rosado, seduce a Álvaro y olvida los planes de Ricardo. Todo marcha bien.
Pero en ese punto aparecen los problemas y los interrogantes. Primer problema: Celia descubre que está embarazada y, probablemente, ya sabe que Álvaro no puede tener hijos, él se lo ha confesado, o intuye que es de Ricardo porque es el único con el que se ha acostado además de Álvaro. Segundo problema: si le cuenta la verdad a Álvaro, quizás él no la perdone, pero desde luego quien no lo hará será Ricardo, al que seguramente ya teme. Entonces Celia muere y de las preguntas se pasa a los interrogantes. ¿La mataron empujándola en medio de una aglomeración en el metro como todo parecía indicar? ¿Sabía alguien más lo del embarazo, que los médicos sólo comunicaron a Florencio Arteta, el padre de Celia? ¿Quién y por qué querría la muerte de la joven?
La sinceridad de la reacción de Álvaro Gomis había sido notoria. Por tanto, todo apuntaba a Ricardo.
Un pequeño círculo de sospechosos.
Pero entonces, ¿quién le mandó la nota y el dinero a él, precisamente a él, y por qué?
Si averiguaba algo, ¿qué haría con ello? ¿A quién se lo diría? «¿Vas a ir a ver al comisario Amador?», pensó, y se estremeció. Volvía la eterna cuestión: ¿quién sabía que estaba de nuevo en Barcelona y una pensión que escogió al azar?
Miquel Mascarell miró instintivamente a su espalda.
Nadie.
Pero la única explicación lógica era que le siguieran.
Desde el mismo Madrid, o desde que puso el pie en la estación de Francia. Se detuvo, cansado, y buscó un lugar en el que sentarse. No había nada. Lo único cercano eran terrenos yermos y huertos vallados, algunas piedras y poco más. Ya estaba casi en la Diagonal, con Barcelona a la izquierda y el palacio de Pedralbes un poco más a la derecha además de la salida de la ciudad por el sur.
Salida o entrada.
Por allí habían irrumpido las tropas de Franco aquel 26 de enero. Las huellas de sus botas quizás siguiesen profundamente impresas en el suelo, casi tanto como lo estaban en la vida de España, la vieja España eternamente azotada por sus conflictos y dominada por sus ancestrales lacras, el poder de la Iglesia, la incultura, el atraso, la ceguera de reyes y gobernantes…
Cuando vio el taxi no se lo pensó dos veces.
—A la calle Urgel esquina Córcega —le indicó.
—Hace calor, ¿eh?
Esta vez le tocó un hablador. Ni sus monosílabos ni sus silencios menguaron su ánimo. La tarde era agradable, plácida. El sofoco de la temperatura menguaba.
Volvió a sumergirse en la ciudad, poco a poco más habitada, con más tráfico y más gente por las calles, dejando atrás los páramos de Pedralbes y la parte alta de la Diagonal. Cuando el taxi le dejó en su destino abonó las dos pesetas con sesenta céntimos del recorrido y se apeó.
Estaba empezando a odiar la maldita botella de vino que ya le pesaba como una losa.
Las oficinas de Solana Textiles eran visibles desde la calle. En primer lugar por el rótulo. En segundo lugar porque ocupaban toda la planta principal del edificio. Hasta ese momento no había pensado en su encuentro con Ricardo Solana. Después de haber visto su reacción con Álvaro Gomis, temía lo peor. Y era mal enemigo. No iba a poder asustarle ni acorralarle. Lo único que le quedaba era el tacto, la vaguedad, el sondeo. Y aun así se la jugaba. Se la jugaba muy en serio.
Subió a pie y se detuvo frente a una recepción de lujo presidida por un retrato de Franco y otro de José Antonio Primo de Rivera. Se los quedó mirando con aprensión, porque los dos le miraban fijamente a su vez a él, y cuando la discreta mujer del otro lado de la mesa le preguntó a quién quería ver recuperó la mejor de sus falsas sonrisas.
—El señor Solana, por favor.
Temió el habitual: «¿Tiene cita?». Pero en esta oportunidad no se produjo.
—No está. No ha venido por la tarde. ¿De parte de quién? ¿Quiere hablar con su secretario?
Tenía secretario. Quizás no aguantase a una mujer cerca sin querer llevársela a la cama y por precaución y salud laboral prefiriese a un hombre.
—Volveré mañana, no se preocupe —mintió.
Casi se sintió aliviado.
Regresó a la calle y miró la hora.
Estaba en un callejón sin salida salvo por…
Le había cogido gusto a los taxis. Pasó de tranvías o cualquier otro medio de transporte. Levantó la mano y detuvo a uno de los dos que, en ese momento, circulaban libres cerca de su persona.
Marga Creixel todavía tenía la regla, así que no había ido a trabajar y estaba en casa. La escena parecía un calco de la del día anterior: la misma bata, las mismas pantuflas deshilachadas, la misma mala cara, la misma pose, la misma desidia. Y en esta oportunidad un poco más de fastidio al verle.
—¿Usted otra vez?
—Ya ve.
—¿Qué quiere ahora?
—Olvidé algunas cosas.
—Ya le conté todo lo que sabía —dijo sin moverse del quicio de la puerta.
—Sólo serán diez minutos, por favor. —Intentó ser más vehemente al agregar—: Al fin y al cabo se trata de su amiga.
La muchacha le observó. Reparó en las diferencias, el traje, el corte de pelo, incluso la botella de vino que sostenía discretamente con el brazo izquierdo doblado, como si la meciera. Las ojeras pronunciadas y la ausencia de maquillaje la convertían en un ser vulnerable y frágil, dolorido por el azote implacable de su menstruación.
Probablemente lo que menos tenía era humor para nada salvo meterse en cama.
—Ayer vino con la Patro. Hoy viene solo —le fustigó—. ¿De verdad quiere hablar?
—Sé que su tiempo es valioso —eludió una respuesta directa—. Puedo pagárselo.
Marga Creixel lo atravesó con sus ojos cansados.
—Dígame para quién trabaja.
—Sigo sin saberlo. Alguien no se tragó lo de Celia y quiere que yo meta las narices en esto y averigüe algo, quizás la verdad.
—¿Y por qué usted?
—No lo sé. Aunque fui un buen policía.
La siguiente pausa fue la del desfallecimiento y la resignación.
—Será mejor que pase —lo invitó.
Se adentró en el piso mientras ella cerraba la puerta y siguió el camino del día anterior. También ocupó la misma silla. Marga se sentó en la de Patro. La bata, en esta ocasión, no se le abrió. La llevaba abotonada.
—Marga… —intentó conducir la situación.
—Espere —lo detuvo haciendo un gesto ligeramente imperioso con la mano derecha—, primero dígame qué ha averiguado, si es que ha averiguado algo.
—El hombre que contrató y preparó a Celia se llama Ricardo Solana. Tiene una empresa textil. Se la mandó a su exsocio y rival Álvaro Gomis para que le sedujera y, a poder ser, se convirtiera en su amante o incluso algo más. ¿Objetivo? Espiar a Gomis y pasarle información de sus negocios y asuntos a él. ¿Cómo sabía que Gomis caería en la trampa? Pues porque Álvaro Gomis estaba enamorado de Patricia Amorós, la esposa de Ricardo Solana. Solana se la quitó, lo que provocó la separación de ambos, y Gomis se casó con la gemela de Patricia, Elena, que era algo así como el negativo de ella. La hermana guapa, radiante, simpática, lúcida por un lado y la hermana fea, adusta, pía y seria por el otro. Cuando Álvaro Gomis comprendió que la había fastidiado ya era demasiado tarde. Encima Patricia le dio dos hijos a su marido, mientras que Elena no los tuvo. Finalmente Elena Amorós muere y Álvaro Gomis se queda solo, enamorado más o menos secretamente de su cuñada, el amor de su vida, la mujer que le robó su exsocio.
—Jesús, trabaja rápido usted —se quedó boquiabierta Marga Creixel.
—Ricardo Solana adiestró a Celia, la vistió como su mujer, la maquilló igual, la peinó del mismo modo, le dijo cómo hablar… Cuanto más se pareciese a Patricia, no a Elena, más fácilmente caería el pobre Gomis. Una jugada sin duda brillante.
—Pues está claro quién la mató —dijo su anfitriona—. O fue Álvaro Gomis al descubrirla o fue Ricardo Solana cuando Celia lo traicionó, porque a mí lo que me pareció es que Celia se decantó por el señor Gomis, y él por ella.
—Hay un ingrediente nuevo.
—¿Cuál?
—Su amiga estaba en estado.
—Eso es imposible.
—¿Por qué es imposible?
—Sería un descuido imperdonable.
—Pues descuido o no, planificado o no, lo estaba. De dos meses. Los médicos del hospital que la examinaron se lo dijeron a su padre.
—No tenía ni idea —mostró su sorpresa y algo más: su desconcierto.
—Es un factor que debe tenerse en cuenta.
—Acaba de decir «planificado o no» y eso tendría sentido. Si ese hombre se enamoró de ella, pudo tratar de asegurárselo quedándose embarazada.
—El problema es que Álvaro Gomis no podía tener hijos. Era estéril. El niño que esperaba Celia, según todos los indicios, era de Ricardo Solana.
Logró impresionarla aún más. Tanto que inclinó la cabeza y se llevó una mano a la frente, tal vez para aclarar sus ideas o porque todo aquello le pesaba.
—¡Dios, Celia…! —Suspiró.
—Sin embargo, al parecer —hizo hincapié en el punto él—, ninguno de ellos sabía lo de su embarazo. Así que como causa de su muerte…
—Tuvo que ser el que la contrató —se reforzó en su tesis.
—No me imagino a Ricardo Solana matando a una joven como Celia, ni embarazada. Esa gente tiene dinero para tapar todas las bocas. Y pudo hacerla abortar.
—Una joven como Celia —chasqueó la lengua Marga Creixel—. ¿Por qué no dice directamente una puta?
—¿Por qué tendría que insultarla?