Y quería saber.
El sol de tarde ya no castigaba tanto la tierra cuando desembocó de nuevo en las Ramblas y alcanzó la plaza de Cataluña. Podía tomar un tranvía que subiera por el paseo de Gracia arriba, pero prefirió caminar. Le gustaba caminar. Y sobre todo le gustaba hacerlo en línea recta, porque en las celdas la única recta posible moría a los dos o tres metros. La línea recta era el sueño de cualquier preso. La distancia tampoco era excesiva. A la altura de la calle Valencia.
Se sentó en una de las farolas del paseo de Gracia y desde allí contempló el Parador del Hidalgo, a la izquierda. El local era suntuoso, elegante, pero más lo era su ambiente. De interior largo y profundo, tenía el mostrador a la izquierda y las mesitas a la derecha. Las señoritas, las muchachas, primorosamente arregladas, maquiladas, de pieles suaves, labios carnosos y ojos de ensueño, parecían formar parte del mobiliario. La España de Franco era la España de la represión, la imposición de las formas, la misa diaria, la comunión, la exaltación de la familia y los valores tradicionales, pero también la España de la mentira, la crueldad, el hambre, la corrupción, el estraperlo y la falsedad. Por allí no había curas. Cada cual en su parcela. En el Parador del Hidalgo las mujeres enseñaban su mercancía con generosa prodigalidad. Escotes abiertos sobre el deseo, brazos desnudos que anhelar, piernas torneadas que acariciar, cuerpos como muchos hombres no recordaban haber tenido jamás entre las manos… Antes de la guerra también habían existido las prostitutas.
Siempre existirían. Después de la guerra, sin embargo, parecía como si el hambre y la necesidad las hubiese multiplicado. Se las podía ver por las Ramblas, por los aledaños del Raval o el Gótico. Mujeres a pie de calle. Mujeres baratas. Mujeres con años y experiencia. En el Parador, en cambio, se percibía el lujo. Cualquiera de aquellas muchachas, jóvenes, muy jóvenes, lejos de la treintena casi todas, representaba un sueño inalcanzable para la mayoría. Y el local estaba lleno.
La hora no importaba.
Y a él también le daba igual.
Los siguientes sesenta minutos los pasó sin quitar ojo del local, viendo quién entraba, quién salía, buscando un rostro reconocible sin éxito, aunque tampoco lo esperaba. Los hombres llegaban de todas partes y apenas si resistían diez minutos en el interior. Acababan saliendo con alguna de las jóvenes. Y si lo hacían solos, para que nadie les sorprendiera por la calle con una, la acompañante lo hacía a continuación y le seguía de forma discreta. Vio a unas veinte o veinticinco mujeres, pero ninguna se parecía a la de la foto aunque un par de peinados fueran idénticos, siguiendo la moda.
¿Cuánto llevaba él sin estar con una mujer?
Desde mucho antes de que Quimeta cayera enferma, desde luego. Y la agonía fue larga, extrema. Así que la palabra sexo pertenecía a un diccionario olvidado.
Olvidado hasta un momento como aquel.
Viendo aquellas jóvenes dispuestas…
Cerró los ojos al sentir la llamada de la bestia, el grito infernal del hombre encerrado en sí mismo. Siempre había sido metódico, reflexivo, discreto. Su parte más salvaje, si la tenía, como cualquier ser humano, estuvo siempre dominada por su lógica y su razón. Pero en aquel paréntesis de más de ocho años quizás ya no fuese el mismo. La guerra le arrebató la paz y la posguerra la dignidad. Otras palabras, como odio, o rencor, afloraban ahora en su ánimo sin disimulo. Aparecían en breves accesos de rabia mal dominada. Viendo aquellas muchachas tan hermosas, tan limpias, tan capaces de despertarle y transportarle a un paraíso celestial, los recuerdos resurgían. Todos los tenía con Quimeta, cierto. Pero ya daba lo mismo.
De pronto era un hombre casi rico.
Y allí, a pocos pasos, el placer trenzaba reclamos que ningún Ulises hubiera esquivado.
—No, el dinero es lo de menos —se dijo a media voz—. Lo importante es la humanidad de cada cual.
Ellas eran tan víctimas como él.
Aunque vendiesen lo que podía pagar.
Miquel Mascarell se puso en pie.
Su examen visual no le había aportado nada, salvo la constatación de lo que se cocía en el Parador del Hidalgo. Le quedaba un segundo paso, el que hubiera dado años antes, cuando todavía era policía.
Cruzó la calzada y entró en el bar de lujo intentando ponerse a su nivel lo mejor que pudiera.
Se acomodó en la barra, de cara al mostrador y de espaldas a las mesitas. En el fondo se sentía igual que un adolescente o un joven ante su primer día «de mayor».
La diferencia era que el adolescente o el joven buscaban dar su salto, temerosos o inquietos. Se mentalizaban para ese momento supremo, el de su «primera vez». Él no. Él estaba allí por un azar, aunque la visión de todas aquellas mujeres le removiera las tripas, el alma, sus recuerdos de hombre.
Tener sesenta y tres años no era más que una anécdota.
—¿Qué va a tomar?
Se encontró con un camarero de blanco y negro delante. No lo había visto aparecer.
—Un café.
Tan sencillo. Sentarse en la barra de un bar y pedir café.
Como si todo fuera igual que antes.
El camarero se retiró. Quizás no fuera café-café. Daba lo mismo. La comida la disfrutó. El café en cambio no era más que una excusa. Mientras esperaba se dio la vuelta y se enfrentó al panorama.
Delante de él vio a una muchacha de unos veintiún o veintidós años. O tal vez fuera el maquillaje, que le daba una mayor apariencia de edad. Mejillas regordetas, brazos y piernas regordetas, cuerpo regordete, pero con una sonrisa turbadoramente encantadora, juvenil. Tenía unas pestañas muy largas y una boca redonda, a juego con sus curvas. A un par de metros la siguiente era mayor, bordeaba los treinta y se le notaba. Más intención en la mirada, en la posición del cuerpo, echado hacia delante para que el escote bajara un poco, en el gesto de las manos, la rotundidad de las formas… Los ojos de la mujer destilaron fuego en el instante de cruzarse con los suyos. Y era un fuego tan vívido, tan abrasador, que él, sin darse cuenta, los apartó revelando su inseguridad masculina. La tercera mujer, a la izquierda de la primera, ofrecía un agudo contraste, como si la marcase la necesidad y la empujase la ansiedad. Juntó los labios, casi lanzándole un beso, y abrió sus piernas separando las rodillas en un claro gesto de invitación.
Miquel Mascarell tragó saliva.
—Su café, señor —oyó decir a su espalda.
Recuperó la posición y se enfrentó al camarero y al café. Tragó saliva. En otro tiempo no se habría asustado. En otro tiempo habría mantenido el tipo. En otro tiempo aquella mujer no hubiera estado allí.
El café era malo.
Esperó unos prudenciales dos o tres minutos. Por el espejo del bar vio cómo aparecía un hombre, hablaba con la treintañera y la ayudaba a levantarse tendiéndole la mano. El hombre tendría unos cuarenta años, vestía con cierta elegancia. Los dos se fueron cogidos del brazo, sin problema, y salieron al paseo de Gracia.
Extrajo la fotografía de la desconocida del bolsillo de la chaqueta y la puso en la barra. El camarero tardó unos veinte segundos en volver a pasar por delante de él.
—Por favor…
—¿El señor desea algo más?
Le colocó la foto bajo el rostro.
—¿La conoce?
Ya no era policía, no vestía como un policía, pero el tono, la intención, rescataron sus formas de policía. El camarero miró la foto, luego a él, y de nuevo la imagen.
—No —respondió demasiado rápidamente.
—Tómese su tiempo —le aconsejó Miquel.
Se lo tomó. Hundió los ojos en el rostro capturado por el fotógrafo y se reafirmó en su negativa.
—No la conozco, lo siento.
—Gracias.
La opción de ir chica por chica preguntando no era la mejor. En presencia de las demás, ninguna le diría nada y perdería su oportunidad. Pero esperarlas fuera y abordarlas a medida que salían, en la mayoría de los casos acompañadas, tampoco ofrecía visos de éxito.
Dejó de pensar cuando alguien ocupó el asiento contiguo al suyo. Tendría unos veinticinco años, morenita, rostro exuberante presidido por unos ojos líquidos. Se parecía a Rita Hayworth en casi todo: la delgadez del cuerpo, la barbilla, los pómulos, lo medido de su peinado esculpido por un buen orfebre de la peluquería, la boca. Su mano izquierda quedó a escasos centímetros de él, apoyada con indolencia sobre el mostrador. Una mano blanca, pura, adornada con un anillo coronado por una falsa piedra de color granate. Vestía un sencillo conjunto formado por una falda abierta por el lado, una blusa y una chaquetilla, las tres piezas en colores claros.
—¿Me da fuego? —lo iluminó con su voz cantarina.
—No fumo, lo siento.
—¡Oh! —Pareció desilusionarse antes de demostrar que no iba a rendirse fácilmente—. ¿Cómo se llama?
—Ramiro.
—Yo tenía un tío llamado Ramiro. —Alzó las cejas gozando de la casualidad.
—No es un nombre frecuente.
—No le había visto por aquí.
—Soy nuevo.
—¿Y está solo?
—Sí.
Se acercó a él y bajó la voz de manera que sus palabras únicamente pudieran ser captadas por su oído. La proximidad hizo que el calor de su aliento le alcanzara el rostro.
—Por diez pesetas podríamos pasar un rato juntos, y le aseguro que no se arrepentiría. Le he visto tan triste…
—¿Diez pesetas?
—Sí.
El jornal de un día.
La observó. La tenía muy cerca. Olía bien, y al sonreírle le mostró una doble fila de dientes blancos. Quimeta había sido una mujer muy guapa, pero nunca provocativa. Ni siquiera en la intimidad de la habitación, donde al comienzo, durante años, la luz estuvo apagada a la hora de hacer el amor.
Esta vez sí, la muchacha le puso la mano en el brazo.
Miquel Mascarell sintió el contacto igual que si se la hubiese puesto sobre la piel en lugar de hacerlo sobre la chaqueta.
Se preguntó cómo sería acariciar un cuerpo como el suyo. Y besar unos labios jóvenes.
Aquella primera vez, con Quimeta, al borde del colapso y tan nervioso que…
—Vamos, anímese. Sólo se vive una vez. Usted me ayuda a mí y yo le ayudo a usted. Le aseguro que no lo olvidará.
Le presionó el brazo y le abanicó con las pestañas.
Acariciar un cuerpo como el suyo, besar unos labios jóvenes, olerla, gritar en el éxtasis de un orgasmo capaz de compensar aquellos años preso…
Cerró los ojos.
Nada podía compensar aquellos años.
—¿Cómo te llamas?
—Lali.
La fotografía reapareció en su mano. El viaje desde el bolsillo resultó largo y penoso. Un viaje cargado de rendiciones.
—¿La conoces?
La joven tardó en reaccionar.
—No. —Se sintió desilusionada.
—¿Seguro?
—Seguro —manifestó con una acusada neutralidad, plegando sus velas en el punto final de su charla.
Ya no era un cliente, era alguien que buscaba algo.
Apestaba.
—Lo siento. —Se apartó de su lado bajando del taburete. No actuó con disimulo. Miquel Mascarell la observó por el espejo de la barra.
Lali se sentó primero con una de las chicas más alejadas. Le habló al oído y lo señaló. A continuación, las dos hicieron lo mismo con otras dos, expandiendo el rumor, el peligro o lo que fuera que él representase. Eso le cerraba todas las puertas.
Su única «pista», o al menos el único indicio de que disponía, se esfumaba a las primeras de cambio.
Quien le hubiese mandado la foto, el dinero, el nombre del Parador del Hidalgo y la frase de su reto, quizás no hubiese calculado bien sus fuerzas.
«¿Quiere volver a sentirse policía?».
Ojalá.
No quiso quedarse allí, mientras las chicas le miraban igual que si fuese un monstruo con dos cabezas. No quería alborotar el gallinero. Pagó el insano café y abandonó su puesto. De camino a la calle bajó la barbilla. Sintió sobre sus espaldas las miradas de algunas de las mujeres y también la del camarero de la barra. En la puerta se tropezó con dos hombres que entraban riendo sin ambages, como sólo ríen los despreocupados, los que se sienten seguros y sin nada que temer.
Los nuevos cachorros de la España franquista.
Llegó a la acera y se detuvo.
Podía volver paseo de Gracia abajo, en dirección a la plaza de Cataluña y las Ramblas, o subir paseo de Gracia arriba, dando un rodeo hasta…
¿Hasta dónde?
Fue en ese instante cuando apareció ella, de cara, caminando en línea recta hacia el Parador del Hidalgo.
Más que bella, hermosísima, veintisiete años, rostro perfecto, de óvalo simétrico, cabello negro y peinado con sencillez, ojos lánguidos y turbios, boca grande y carnosa, cuerpo cincelado por una mano celestial.
El golpe en su memoria casi le robó el aliento.
Porque pese a todo no le costó reconocerla.
La última vez que la vio fue el miércoles 25 de enero de 1939, y sobre todo la recordaba desnuda, con sus dieciocho increíbles años, en el balcón de aquel piso donde la tenía Ernest Niubó antes de morir, dispuesta a saltar si no se marchaba. Tan desnuda como minutos después, al salvarla de morir a manos de Fernando, el lacayo de Pascual Cortacans.
Su último caso.
Y ella volvía como un fantasma del pasado.
Patro Quintana.
El reconocimiento no fue un camino de una sola dirección. Fue mutuo.
Caminaba con paso firme, resuelto, pero se detuvo al ver que él se quedaba paralizado, asombrado. Hubiera rehuido su mirada de no ser porque el fogonazo resultó inmediato.
Se quedó quieta, a un metro.
Abrió los ojos, y la boca.
—¡Usted!
—Hola, Patro —la saludó casi como en un rezo.
—Dios mío… —Su estupor no hubiera sido menor en el caso de ver a un verdadero fantasma—. Le creía…
—Ya ves. —Con ambos brazos caídos, le mostró sus palmas abiertas.
—¡Oh, Señor!
No lo esperaba. Cualquier cosa menos aquello. Patro se le echó encima y lo abrazó con todas sus fuerzas. Eso le desconcertó. Hacía tantos años que no le había tocado nadie que aquel golpe, su sinceridad, su alegría, la generosidad de la energía desparramada sobre él le conmocionaron. Pudo sentir el jadeo de la joven, su respiración agitada, el calor de su cuerpo pegado al suyo. Ni siquiera supo qué hacer, si corresponderla o no. Levantó las manos, pero se quedó a unos centímetros de la espalda de Patro.