Siete días de Julio (8 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Muchas veces, en el Valle de los Caídos, la había recordado. Lo último verdaderamente hermoso que sus ojos vieron antes de hundirse en aquel largo túnel.

Una presencia turbadora en su recuerdo.

Aquel día, después de salvarle la vida y hacerle comprender que si no se lo contaba todo moriría, la dejó en su casa, en el cruce de Gerona con Valencia, con sus dos hermanas, María y Raquel. Le dijo adiós y por la mañana fue a por Pascual Cortacans.

Su último disparo.

La última víctima de su guerra.

—Le creía muerto… ¡Le creía muerto…!

—Mala hierba nunca muere. —Continuó inmóvil, atrapado por el sentimiento de aquel abrazo.

—Tantas veces he pensado en usted…

—Sólo nos vimos aquel día. Bueno, y cuando saliste corriendo de aquella mercería.

Patro Quintana se separó por fin. Tenía los ojos brillantes, casi al borde de las lágrimas; quizás lo que sentía no tenía la suficiente intensidad o quizás las retuvo para no estropear su cuidado maquillaje. De cerca sus rasgos todavía resultaban más puros. Si a los dieciocho años era una joven turbadora, ahora se había convertido en una mujer completa, femenina y excitante. Lo más probable fuera que sin el maquillaje incluso resultase más guapa y pareciese más joven.

—Estás increíble —asintió él.

—Gracias —dijo ella y bajó la cabeza ante el cumplido.

Y algo más.

De repente la escena se hizo diáfana.

Patro Quintana se disponía a entrar en el Parador del Hidalgo. Él salía del bar. Un primer rubor puso color en las mejillas de la aparecida. No hacía falta preguntarle mucho más. Tan hermosa, tan cuidada, tan bien vestida… Con dieciocho años participaba en las orgías y los juegos eróticos de los ricos de Barcelona, por sus hermanas e impulsada por el hambre y la necesidad. Con veintisiete… el mismo hambre, la misma necesidad, el mismo camino aprovechando su único don: su belleza.

—¿Sale de ahí? —le preguntó extrañada de que lo hiciera solo.

—No es lo que crees.

Pareció no entenderle. Todavía se hallaba bajo los efectos del shock. Le miraba con el mismo asombro y perplejidad, sin el menor atisbo de incomodidad o inquietud por su parte. La vida confería en ocasiones visos de naturalidad a lo que en otras circunstancias hubiera resultado desagradable.

Miquel Mascarell aprovechó lo inesperado de aquella oportunidad.

—¿Podemos hablar un momento en alguna parte?

—¡Oh, claro que sí! ¡Me encantaría! ¡Ya le he dicho que he pensado mucho en usted a lo largo de estos años!

—¿En serio?

—¡Me salvó la vida! Y cuando supe que el señor Cortacans había aparecido muerto…

—Ven. —La tomó por el brazo para apartarla de las proximidades del Parador del Hidalgo.

Patro se dejó llevar sin ofrecer resistencia, mirándole una y otra vez sin dejar de asombrarse por su aparición. Los tacones de sus zapatos repiquetearon sobre las baldosas del paseo de Gracia. Un par de hombres se volvieron para verla mejor.

Vestía un liviano traje chaqueta de color amarillo pálido, blusa blanca, sin apenas escote, y se adornaba con un collar de falsas perlas y dos pendientes a juego.

Llevaba un bolso no muy grande colgado del brazo. Era un poco más alta que él y su porte la convertía aún más en una mujer plena. Miquel no quiso sentarse en el banco desde el cual había estado espiando el bar. Caminó paseo de Gracia abajo y escogió el siguiente, con su correspondiente farola por encima. El frescor de la celosía blanca le inyectó una nueva vitalidad.

Quedaron con sus cuerpos ligeramente inclinados, para situarse casi de cara el uno con el otro.

Las últimas miradas de reconocimiento y aceptación.

—Cuánto tiempo, ¿verdad? —musitó ella.

Intentó no sentirse turbado. Lo intentó. Tenía sesenta y tres años, experiencia, y ella seguía siendo una joven.

—¿Por qué no volvió?

—No lo sé.

—Sí lo sabe.

—Tal vez.

—Aquel día me dejó en mi casa y me dijo «vendré a verte para decirte cómo acaba esto». Pero no regresó.

—¿Lo recuerdas?

—¡Claro que lo recuerdo! ¡Estaba muerta de miedo! ¡Aquel hombre…!

—Me diste un beso en la mejilla.

Patro se acercó a él y le dio otro. En el mismo lugar.

—Gracias.

—¿Qué pasó? —recuperó su ansiedad.

—Al día siguiente entraron ellos. —Hizo un gesto ambiguo, como si todavía estuviesen allí, en su paseo triunfal—. Los malditos rebeldes…

—¡Chis! —Patro deslizó una mirada temerosa a su alrededor—. ¿Está loco? No los llame así. Son los nacionales.

—Pues entraron los nacionales y ya no pude volver —continuó él con un deje de resignación.

—Lo entiendo.

—Mi esposa murió a los pocos días y a mí me detuvieron y me enviaron al Valle de los Caídos después de conmutarme la pena de muerte que me impusieron.

Patro se mordió el labio inferior.

—Estoy bien, ya ves —quiso tranquilizarla.

—¿Cuándo salió?

—Hace unos días. Como quien dice, acabo de aterrizar en Barcelona.

—¿En serio?

—Sí, ¿por qué?

—Es el destino —lo proclamó con determinación.

—¿Tú crees en el destino?

—Sí. Todo sucede por algo.

La misma inocencia. Todavía. Quizás para ella la vida fuese un juego. Que la utilizaran como juguete sexual siendo una adolescente; que Ernest Niubó la hiciera su amante, para protegerla y amarla en exclusiva; que ahora vendiese su cuerpo por diez pesetas…

Naufragó en el océano de sus ojos limpios.

—¿Y tus hermanas?

—Raquel murió en el 42, la pobrecilla. —Se le nubló el semblante—. Fue una tuberculosis fulminante, pero agravada por el hambre y las condiciones en que vivíamos. María ya tiene veinte años y se casó hace unos meses.

Las recordó a las dos, en la puerta de su casa, solas, cuando él buscaba a Patro para dar con el asesino de su amiga.

—¿Dónde vives?

—En el mismo sitio, ¿dónde quiere que viva? —De alguna forma enlazó con los pensamientos de él porque también retrocedió al 39 manteniendo la misma seriedad que al hablar de su hermana Raquel—. ¿Puedo preguntarle algo?

—Adelante.

—¿A Merche la mató…?

—Pascual Cortacans.

—¿Y usted…? —De nuevo se quedó sin terminar la frase. Miquel Mascarell no le respondió.

No era necesario.

—Entiendo.

—Olvídate de aquello.

—Lo he intentado, pero no es fácil. Nunca había pensado en la muerte hasta que pasó eso. —Volvió a mirarle con intensidad—. ¿Y Jaime Cortacans?

—Se suicidó. Dejó una nota escrita explicándolo. No quiso ver todo esto —abarcó Barcelona con una mirada pesarosa.

—Es muy duro, señor Mascarell —reconoció Patro.

—Lo sé.

—Yo…

—No tienes por qué decirme nada.

—Le juro que intenté…

—Patro… —Le cogió una mano y se la presionó.

De nuevo contuvo sus lágrimas. Miró en dirección al Parador del Hidalgo.

—Mi madre decía que la belleza es un don, un regalo, pero que también puede ser una maldición.

—Depende de cómo se emplee.

—Nadie da trabajo a una chica guapa. Todos quieren lo mismo. Para acostarse con el encargado por un plato de lentejas, mejor hacerlo por algo más.

—No quiero oírlo.

—Pero le he defraudado.

—Nos conocimos en circunstancias excepcionales, y siguen siéndolo. ¿Cómo vas a defraudarme? En estos tiempos todo es un lujo, y la supervivencia una necesidad. He hecho cosas que jamás imaginé que haría, tragándome todo mi orgullo.

—Usted no puede hacer nada malo.

—No se trata de hacer cosas malas, sino de uno mismo. Levantar el brazo con el saludo fascista, gritar arriba esto o viva lo otro…

—Pero es lo que hay.

—Cierto, es lo que hay. —Esbozó una sonrisa apacible.

—He pensado tantas y tantas veces en el hecho de que me salvara la vida… La mano de Patro era muy suave, largos dedos, uñas pintadas, una pura caricia.

Dejó de retenerla. Lo que no pudo hacer fue olvidar su aroma, la delicadeza del perfume o la colonia que usara. Era lo más fragante que había llegado a su pituitaria en muchos años, porque el olor del Valle era el del sudor.

—Te estoy haciendo perder el tiempo. —Se echó para atrás decidido a marcharse cuanto antes.

—No —fue categórica ella—. Puedo ir si quiero o tomarme la noche libre. Nadie me dice lo que he de hacer.

Libre.

Patro Quintana era libre.

Una extraña libertad, y aún más extraña la forma de entenderla. Recordó el motivo de que estuvieran allí sentados y sacó la fotografía del bolsillo de su chaqueta.

Un disparo al azar.

—¿La conoces?

Casi lo esperaba todo menos la rápida respuesta de Patro, y su naturalidad al decirle:

—Sí, es Celia, ¿por qué?

11

Miquel Mascarell contó hasta tres.

—¿Celia?

—Celia Arteta. No es que fuéramos amigas pero…

—¿Por qué dices «fuéramos»?

—Porque murió.

El segundo golpe.

—¿Cuándo?

—Hace unos días, el 7 de julio, creo.

—¿Cómo murió?

—Se cayó al metro.

—¿Se cayó?

—Eso dijeron los periódicos.

—La gente no suele caerse al metro, más bien se tira.

—Pues Celia no tenía motivos para tirarse. Era una chica animada, siempre feliz y contenta. Oiga… —Le observó de hito en hito—. ¿Vuelve a ser policía?

—No.

—¿Entonces…?

—Creía que nadie sabía que estaba en Barcelona, y sin embargo alguien me envió una nota con esa foto, el nombre del Parador del Hidalgo, dinero y una pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Si quería volver a sentirme policía.

—Pues está claro que alguien sabe que está aquí.

—Eso parece.

—Y, o bien quiere darle una oportunidad de trabajar, o bien se está aprovechando de su situación.

—Lo mismo pienso, aunque con reticencias.

—¿Está en su casa?

—No, en una pensión de las Ramblas.

—¿Y le enviaron la nota a la pensión?

—Al día siguiente de llegar.

—Eso sí es extraño —se envaró Patro—. Aunque gracias a eso nos hemos reencontrado.

—¿Te alegras?

—¡Claro! ¡Ya se lo he dicho! Hay personas que nos marcan la vida en un abrir y cerrar de ojos. Usted fue la última persona buena y decente que he conocido.

—Pues gracias.

La que le puso una mano sobre las suyas ahora fue ella.

—No tiene a nadie, ¿verdad?

—No —reconoció buscando algo de entereza ante la ternura de aquella mirada.

—Está más delgado, y parece mayor.

—Soy mayor. —Esbozó una sonrisa cómplice—. Y más teniendo en cuenta que ya lo era entonces.

—No diga eso. —Le atravesó con sus enormes ojos.

—Háblame de tu amiga Celia.

—Ya le he dicho que no éramos amigas. —Retiró sus manos despacio—. Sólo conocidas. Hablamos alguna vez y nada más.

—¿De qué?

—Las chicas solemos intercambiar información, sobre todo si nos encontramos con problemas: hombres agresivos, que huelen mal o que beben, que quieren servicios extraños… Nos avisamos unas a otras cuando alguien no es conveniente.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—No lo recuerdo, pero fue hace dos o tres meses, quizás cuatro. Un buen día dejó de venir por aquí.

—¿Sabes por qué?

—Todas sueñan con que un señor de dinero las retire. Todas. No hay un solo caballero de la burguesía catalana sin una querida cómodamente instalada en un pisito. Es una señal de identidad, una muestra de bienestar. Incluso refleja una posición social —le puso cierto énfasis a sus palabras—. Por desgracia nosotras somos muchas y ellos pocos.

—O sea que aparentemente Celia encontró al suyo.

—Sí, eso parece. Al menos es lo que me da por pensar.

—¿Sabes quién era?

—No. Una no va por ahí pregonando su suerte, no sea que otra intente algo.

—He estado preguntando en el Parador, enseñando la fotografía de Celia —apuntó en dirección al local—, pero nadie ha querido hablar conmigo. El camarero y una chica me han dicho que no la conocían. Me he convertido en un tipo sospechoso y por eso me he ido.

—¿Qué esperaba? Sigue teniendo pinta de policía.

—¿Ah, sí?

—La forma de moverse, de preguntar… Creo que sí. Con otra ropa… ¿Es suya?

—No, me la dieron al ponerme en libertad.

—Ya.

—Mañana me compraré un traje, palabra.

—Mejor. —Repitió la luz de su sonrisa antes de volver a ponerse seria—. ¿De veras piensa que hay algo oscuro en la muerte de Celia?

—Alguien cree que sí.

—Así que va a husmear en lo que le sucedió.

—Siento curiosidad, y no tengo nada mejor que hacer. No quiero quedarme en la pensión torturándome, ni pasarme el día paseando por una Barcelona que todavía no sé si quiero o si ella me quiere a mí.

—Vamos, no diga eso. Es nuestra ciudad. Dentro de cien años seguirá estando aquí y nosotros, ellos, usted, yo, ya no.

—¿De dónde sacas el optimismo?

—No soy optimista —musitó con determinación—. Pero es lo que pienso.

Quimeta solía decir que las cosas, la misma vida, eran sencillas, y que quienes la complicaban eran las personas.

Patro lo simplificaba todo aún más.

—¿Puedes ayudarme?

—Sí —fue rotunda—. La mejor amiga de Celia era una tal Marga. Marga Creixel. Podemos buscarla.

—¿Estará hoy ahí? —Volvió a apuntar al Parador del Hidalgo.

—No lo sé. También va mucho al Café Navarra. Hace un par o tres de días que no la veo. Podemos probar.

—¿Sabes dónde vive?

—No.

—Si vuelvo a entrar en el Parador…

—Lo haré yo, tranquilo. —Se puso en pie, resuelta—. Usted espéreme aquí.

—Bien.

—¿Qué hago si está?

—Nada. Vuelve y me lo dices.

—Perfecto.

Era rápida, o tal vez él ya tuviera los reflejos ralentizados. Tomó el bolso, que había dejado a su lado, y la vio marcharse de allí, caminar decidida de regreso al Parador del Hidalgo. Sus tacones volvieron a parecer tambores de guerra. Ellos y el influjo de su presencia evanescente atravesando la calle y la tarde. El primer hombre que se giró para mirarla se quedó embobado, paralizado en la acera. Otros dos se detuvieron y comentaron algo entre sí, asintiendo con la cabeza. Un tercero le lanzó un piropo que pareció resbalar por su cuerpo sin hacerle el menor efecto. Era alta y la distancia aumentaba su tamaño hasta agigantarlo. Cuando desapareció en el interior del bar fue como si se apagara una luz.

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