—Hoy en día los que mejor viven son los de los pueblos —continuó Patro mientras se alejaban siguiendo el ritmo de su marcha—. Por mucho que les controlen, tienen la manga muy ancha. ¿Que la gallina pone diez huevos? Pues ocho van al mercado y dos al estraperlo. ¿Que salen veinte sacos de harina del molino? Pues diecisiete para la venta y tres bien escondidos para venderlos a un precio diez veces superior. ¿Quiere pan de verdad? ¿Auténtico pan, pan? Prepare cincuenta pesetas. ¿Un litro de aceite? Ciento cincuenta pesetas. Y así todo. Lo sé porque yo compro lo que puedo de estraperlo. Me lo gano, ¿comprende? No quiero volver a pasar hambre. Nunca más. Y cualquiera sabe que esto va para largo. Me lo dijo un… conocido.
—Quizás lo que nos acabe uniendo a todos sea eso, el hambre, la miseria.
—¿Qué número era?
Miquel Mascarell examinó el papel y se lo dijo.
—Ya estamos cerca. Prepárese.
—¿Para qué?
—Va a interrogarla, ¿no?
Le dio por esbozar una nueva sonrisa.
—¿Vas mucho al cine? —le preguntó.
—Siempre que puedo, sí. Me gusta. Sobre todo las películas americanas. ¿Por qué?
—Porque se nota que has visto muchas.
La casa en la que vivía Marga Creixel era vieja, deteriorada, y estaba iluminada pobremente. Se colaron en el vestíbulo y al no encontrarse con ninguna portera subieron a pie hasta la segunda planta.
La puerta de la amiga de Celia Arteta era la primera.
Marga Creixel era menuda, de formas redondas y piel muy blanca. Desde luego no debía de estar en su mejor momento ni encontrarse lo que se dice bien. Tenía ojeras muy pronunciadas y, sin maquillaje, no era precisamente hermosa, aunque sí joven y deseable. Con el cabello desarreglado y la bata sujeta por su mano izquierda a la altura del pecho, señal de que se la acababa de poner al llamar ellos o la llevaba desabrochada, su aspecto resultaba desalentador. Tendría unos veintipocos años, a mitad de camino de la primera juventud y el desgaste acelerado de una vida que quizás la consumiese de manera más rápida que a otras.
Miró a Patro. Luego a él. De nuevo a Patro.
Y frunció el ceño.
—¿Sí?
—Hemos hablado algunas veces —se presentó la compañera de Miquel Mascarell—. ¿Me recuerdas?
—Sí.
—Él es mi amigo.
—No hago números raros. —Suspiró sin ocultar un ramalazo de incomodidad y cansancio.
—Oh, no es eso —se apresuró a tranquilizarla Patro—. El señor Mascarell sólo quiere hacerte algunas preguntas.
Se disparó una primera señal de alarma, visible al envarar su cuerpo.
—¿Acerca de qué?
—De su amiga Celia —intervino por primera vez él.
—Celia está muerta.
—Por eso mismo.
—¿Qué clase de preguntas? —dijo, y mantuvo el envaramiento.
—No estoy muy seguro —fue sincero.
Marga miró a Patro.
—Por favor… —esbozó una súplica ella—. Es de confianza, tranquila.
Transcurrieron cinco segundos. Las últimas miradas fueron de ánimo por parte de Patro y de rendición por parte de Marga. Miquel mantuvo su tono más aséptico.
Cuando la inquilina del piso cedió se apartó de la puerta para que entraran.
Marga Creixel quizás ganase mucho, o lo suficiente, era imposible de saber, pero su piso no tenía muchos lujos. Más bien era un espacio vacío, con escasas comodidades. Pasaron por delante de una habitación a través de cuya puerta abierta vieron una cama de matrimonio sin hacer, con las sábanas revueltas y una luz muy tenue. El comedor y la galería formaban una única pieza, con una mesa, un aparador y cuatro sillas. Se observaba cierto desorden, la indolencia de alguien que no está para arreglos ni vaguedades superfluas. Quizás fuese su dolorosa regla, o la indiferencia. El piso, además, había sido dividido en dos. Como muchos del Ensanche, daba a dos lados, el exterior y el patio interior. En el rellano se habían añadido dos puertas a las dos iniciales. Suficiente para una sola persona.
La joven se detuvo sin más, abrazada a sí misma.
—¿Es policía?
—No.
—Entonces, ¿por qué pregunta?
—Tengo un interés personal en el tema.
—¿Conocía a Celia?
—No.
—Aún lo entiendo menos. ¿No dice que es personal?
—¿Podemos sentarnos?
Dirigió otra mirada a Patro. Ella le sonrió. Marga Creixel acabó rindiéndose. Se dejó caer en una de las sillas, indiferente, y entonces su bata se abrió, de arriba abajo. Llevaba tan sólo unas bragas de color negro. La piel de su cuerpo también era muy blanca, sobre todo los senos, de modo que el contraste era intenso. Miquel Mascarell intentó no apartar los ojos de los de ella, a pesar de que el suyo no fuese el cuerpo más hermoso del mundo. Patro y él ocuparon dos de las otras sillas.
—Perdone la intromisión y gracias por atendernos —quiso ser amable. Ninguna reacción. Sólo aquella mirada de cansancio y resignación.
—¿Era muy amiga de Celia?
—Relativamente.
—¿Cuándo se enteró de su fallecimiento…?
—Fue un golpe —el tono sonó seco—. Pero ya sabemos que la vida no siempre es justa.
—¿Cree que murió accidentalmente, como dijeron?
Hundió en él su mirada endurecida y aséptica, salpicada ahora por un brillo de perplejidad.
—¿Por qué lo pregunta?
—Patro dice que Celia era una chica muy alegre, feliz.
—Mucho. A todo le veía el lado positivo.
—Las personas mueren por cuatro causas, señorita Creixel —intentó que el trato fuera amable y respetuoso—: muerte natural a causa de una enfermedad, accidente, suicidio o asesinato.
—No se suicidó ni estaba enferma.
—Eso lo reduce a dos, accidente o asesinato. Y que una mujer joven se caiga en el metro, justo cuando va a pasar un tren…
Marga Creixel frunció el ceño. Lo más importante, atraparla con sus palabras, estaba conseguido.
El grado de blancura de su rostro se acentuó todavía más.
—¿Me está diciendo que… la mataron?
—Es posible.
—¿Por qué?
—Es lo que alguien trata de averiguar, creo.
—¿Cree?
—Una persona anónima me lo ha pedido. Es lo que da mayor sentido a todo esto.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Miquel Mascarell. Fui policía antes de la guerra. Ahora ya no, descuide. Pase lo que pase no se verá involucrada.
Marga Creixel cruzó las piernas. Ahora sí cerró los dos lados de su bata, con ambas manos, para unirlos sobre su cuerpo, aunque no pudo cubrir sus extremidades inferiores, visibles hasta el final de los muslos. Calzaba unas espantosas pantuflas masculinas, viejas y deshilachadas.
—Será mejor que empiece desde el principio —le propuso a su visitante.
—El principio es éste —se limitó a decir él.
—Yo le estoy ayudando, tranquila —intervino Patro.
—¿Y qué quiere que le cuente yo?
—Eran amigas.
—Ya se lo he dicho: relativamente.
—Las amigas se hacen confidencias.
—Depende. Si se ven cada día o viven juntas, es posible. Si sólo coinciden de vez en cuando en un bar…
—¿Cómo estaba los últimos días?
—Radiante, a punto de conseguir su sueño.
—¿Cuál?
—Retirarse.
Miquel Mascarell miró subrepticiamente a Patro. Fue tan sólo un gesto reflejo.
«Todas sueñan con un señor de dinero que las retire».
—¿Quién era él?
—Verá. —Se acomodó un poco reclinando la espalda en la silla—. Hace unas semanas apareció un hombre. Celia me dijo que se la quedó mirando como si fuera un fantasma. Se le acercó al cabo de unos minutos y le prometió mucho dinero si hacía lo que le pedía.
—¿Lo hizo?
—Por supuesto.
—¿De qué se trataba?
—Quería que conociera a un hombre, pero antes tuvo que cambiar de aspecto.
—¿En qué sentido?
—El peinado, el color de los labios, la ropa… Hasta la forma de hablar y comportarse. Quería que fuese aún más espontánea y vital. Celia había hecho teatro, en plan aficionado pero lo había hecho, así que aquello no era mejor ni peor que interpretar un papel en una obra. No hubo ningún problema.
—Lo que me está contando suena a celada.
—Yo no lo veo así, ni lo vio ella. No creo que fuese nada ilegal. Celia estaba escarmentada. Ya había tenido algún problemilla con anterioridad.
—¿Quién era él? —repitió la pregunta de un minuto antes.
—No lo sé. No me dijo el nombre. Puede que él ni se lo revelara a ella, o que le mintiera y le soltara otro. Eso es algo frecuente en nuestro trabajo. Lo único que me dijo es que se trataba de alguien distinguido y adinerado, con don de gentes, y atractivo.
—¿Y el que debía conocer?
—Álvaro Gomis, un industrial textil.
—¿Llegó a hacerlo?
—Sí, y desde luego salió bien. El tipo nada más verla cayó rendido.
—¿Se lo contó Celia a usted así mismo?
—Sí.
—¿Sabía el tal Álvaro Gomis a lo que se dedicaba ella?
—No, eso seguro. El que la contrató le dio dinero para bastantes días, para que no tuviera que trabajar. Prácticamente era un retiro. Desde ese momento ya no la vi demasiado, hasta que una noche me la encontré y me contó que el tal Gomis la había llevado a su casa, se acostaron en ella y fue cuando empezó a comprender de qué iba la cosa. Allí vio la fotografía.
Quizás empezase a disfrutar de su relato, porque se detuvo y esperó la pregunta.
—¿Qué fotografía?
—La de la esposa del tipo, que había muerto hacía no sé cuánto. Eran como dos gotas de agua.
Miquel Mascarell se tomó también su tiempo para asimilarlo.
—Así que un hombre contrató a Celia para que conociera y sedujera a otro hombre, previa transformación para dar más el pego y que se pareciera a la difunta de este último.
—Eso es.
—¿Un buen amigo?
—Un buen amigo no contrata a una puta, señor —lo soltó sin el menor amague.
—¿Qué más le contó Celia?
—Nada más. Fue la última vez que la vi. Dejó de frecuentar los lugares habituales donde solemos cenar o ir con los clientes, y pensé lo más lógico: que el tal Álvaro Gomis la había retirado. Unos días después supe lo de su muerte.
—¿No sospechó nada?
—¿Por qué iba a sospechar algo?
—Un cuento de hadas que acaba de forma dramática.
—La policía dijo que había sido un accidente, y los periódicos también.
—¿Guarda alguno de esos periódicos?
—No.
—¿Quién se hizo cargo de sus cosas?
—Su padre, el señor Florencio Arteta.
—¿Sabe dónde vive?
—Ahora sí.
—¿Por qué dice ahora sí?
—El día del entierro tuve que ayudarle a llegar a su casa. El hombre estaba destrozado. Ni siquiera pudo ver el cadáver, porque de Celia apenas si quedó nada. De no ser por el bolso no la hubieran identificado.
—¿Puede darme las señas?
—Es en Pueblo Seco, al pie de Montjuïc, en la calle Poeta Cabanyes. La última casa a mano izquierda.
—¿No tenía más familia?
—No, sólo su padre.
—¿El piso de Celia…?
—Ahora ya debe de estar vacío. No hay nada. Lo que hubiera se lo llevó su padre.
Parecía un camino cerrado. Patro seguía muda. Marga Creixel volvió a soltar los extremos de su bata, que se abrieron de nuevo aunque con menos generosidad.
Tenía muchas pecas en el vientre.
—Usted no llegó a ver al hombre que la contrató, claro.
—No. Lo único que sé de él es lo que me dijo Celia.
—¿Y Álvaro Gomis…?
—Nunca le he visto.
—¿Ha vuelto a oír hablar de él desde entonces?
—No, aunque no suelo leer los periódicos. El del día de la muerte de Celia sí porque en el Navarra todas estaban consternadas. Algunas fuimos al entierro al día siguiente.
—¿Pudo contarle algo de todo esto Celia a alguien más?
—No lo sé, pero no lo creo. Ella y yo teníamos cierta intimidad, eso es todo. A veces una persona te cae bien sin saber por qué y le cuentas cosas que no contarías a otra. Hablábamos mientras esperábamos clientes y poco más. Sólo estuve en su casa un par de veces, una porque se puso enferma y otra porque llovía y subí para refugiarme. Aquí vino una vez por lo mismo, no me encontraba bien y me echó una mano. Mire, señor —suspiró y se encogió de hombros con pesar—; todas competimos por lo mismo, ¿entiende? —Miró a Patro de arriba abajo, valorando su belleza, su elegancia—. Algunas lo tienen más fácil que otras. No es un trabajo que te permita hacer muchas amistades. No tengo ni idea de lo que pudo sucederle. Ni idea. Aunque si lo que me está insinuando es cierto…
—Puede que no sea nada. —Miquel Mascarell se puso en pie—. Alguien que me quiera tomar el pelo.
Sus palabras sonaron falsas, pero ya no hubo objeción alguna. Las dos mujeres imitaron su gesto. Patro sostuvo su bolso con las dos manos a la altura del vientre.
Marga Creixel marcó el camino de regreso al recibidor del piso.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres algo? —se ofreció Patro.
—No, ya estoy acostumbrada. Son cinco días asquerosos, nada más. Aún me quedan tres.
—Lo siento.
—Gracias.
Se detuvieron en la puerta del piso. La inquilina la abrió. Miquel Mascarell le tendió la mano.
—Ha sido muy amable.
—Si lo que dice es cierto, espero que trinque a ese hijo de puta —dijo ella. No podía «trincar» a nadie.
No estaba en su mano.
Aquello era lo más sorprendente de aquel encargo, o lo que fuera. La despedida fue rápida. Patro la besó en la mejilla. Se dijeron adiós y mientras iniciaban el descenso la puerta se cerró a su espalda. Bajaron la escalera en silencio y no se detuvieron hasta llegar a la calle.
Ya era de noche.
—¿Qué piensa?
—No lo sé. Toca reflexionar.
—A mí me parece claro. Es evidente que…
Miquel Mascarell alzó su mano derecha y la detuvo.
—Ahora no, ¿de acuerdo? —expresó su cansancio.
—Bueno —se resignó ella.
Hora de caminar un poco, juntos, cogida de su brazo igual que a la ida, hasta el momento de la despedida y la separación, cuando sus sendas se bifurcaran.
—¿Vas a volver allí? —le preguntó de pronto.
—Tal vez —dijo la joven con un gesto indiferente.
—Claro. La noche acaba de empezar.
—Me la podría tomar libre si me invitara a cenar.
Volvían a brillarle los ojos. Y sonreía mostrando aquella doble fila de dientes blancos y puros. Probablemente él lo esperase todo menos aquello.