—En un lugar barato, no se preocupe —quiso tranquilizarlo—. Ha dicho que en el sobre le dieron un dinero. O pagamos a medias. Cada cual lo suyo.
—¿Por qué?
—Ay, no sé —reflejó la sorpresa que la pregunta le producía—. Me apetece.
—¿Quieres seguir hablando de todo esto?
—Y estar con usted. No me gusta dejarle solo así, preocupado. Un reencuentro casual. O no. La vida tenía golpes ocultos. Momentos mágicos.
¿Qué otra cosa podía pedirle a los cielos que cenar con una mujer como Patro Quintana en su tercera noche en Barcelona?
—Vamos —aceptó—. Tú guías.
Y ella se colgó de su brazo.
La tasca era sencilla, humilde pero agradable. Se había ido la luz, así que cenaban al amparo de una débil y mortecina velita que chisporroteaba cada vez que la sacudía una ráfaga de brisa veraniega. Las existencias también eran mínimas, un potaje, algo de bacalao, nada de carne u otro pescado.
Pero eso era lo de menos.
Cenaban como cualquier pareja en tiempos de bonanza.
Aunque ellos fueran todo menos una pareja y los tiempos estuviesen lejos de la bonanza.
—Para usted comer esto debe de ser la gloria, ¿no? Quiero decir que allí se las harían pasar canutas.
—Es una expresión que se queda lejos de la realidad.
—Ya lo imagino.
—Si hay hambre en toda España y el racionamiento no cubre las mínimas necesidades, imagínate en una cárcel, o trabajando en el Valle.
—¿Les pegaban?
—Hay muchas formas de «pegar». A veces la peor violencia no es la física, sino la mental.
—Pues yo no resisto el dolor físico.
—Te asombraría de lo que es capaz el ser humano.
—Cuando Raquel se estaba muriendo… —Dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, como si de pronto le pesaran mucho—. Tenía ocho años, ¿sabe? Me dijo que María y yo podíamos comérnosla.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Qué le respondiste?
Estaba triste, pero no lo convertía en algo dramático, con lágrimas o desazón.
Hablaba de ello con entereza, quizás por haberlo superado o quizás porque el recuerdo de su hermana muerta le mereciera el mayor de los cariños.
—Le dije que las personas no se comían entre sí, y también que era la mejor niña del mundo.
—Recuerdo muy bien a María y a Raquel en tu casa. De hecho, y es curioso, recuerdo todos y cada uno de los momentos de aquellos últimos cuatro días de la Barcelona republicana. Más que ningún otro caso de los que hubiera resuelto con anterioridad. Tus hermanas eran preciosas.
—Si viera a María…
—¿Guapa?
—Mucho, más que yo.
—Eso parece imposible.
Le dirigió una sonrisa coqueta.
—Gracias.
—No es una adulación. Sabes que es cierto.
—Va, no haga que me ponga colorada. —Volvió a coger el cuchillo y el tenedor y cortó un pedacito de bacalao que se llevó a la boca. Lo masticó despacio, con elegancia.
Miquel Mascarell observó su rostro de sombras y luces cambiantes a tenor del movimiento o la quietud de la velita, sus manos cuidadas, su porte digno. Se había quitado la chaquetilla y lucía una blusa sin mangas que dejaba libres sus hombros redondos, de piel lustrosa.
—Cuando hemos salido de casa de Marga Creixel me has dicho que lo tenías claro, que te parecía evidente algo.
—Sí.
—¿Qué es lo que te parece claro y evidente?
—Usted mismo lo dijo. El que contrató a Celia no lo hizo por ser un buen samaritano, por hacerle un favor a un amigo o lo que fuera. Lo hizo por alguna oscura razón. Si Celia se parecía a la difunta esposa de Álvaro Gomis…
—Cierto, y eso es lo que hace el caso interesante y abre nuevas perspectivas sobre la muerte de Celia.
—La mataron.
—No lo sabemos, aunque es posible.
—La empujaron cuando llegaba el metro. También lo dijo usted: una mujer joven no se cae sin más, y ella era feliz, así que no tenía por qué suicidarse. El hombre que la contrató se encontró con ella en el Parador o el Navarra, vio el parecido, la retocó aún más y se la puso en el camino del tal Gomis para hacerle perder la cabeza, creer en una segunda oportunidad o lo que fuera.
—¿Y?
—Pues que o bien el señor Gomis descubrió el pastel y la mató, o bien lo hizo el otro.
—¿Por qué?
—Ella pudo hacerle chantaje, o traicionarle… No sé.
—Desde luego te gusta el cine americano, y sobre todo las películas policíacas.
—Bueno, son un reflejo de la vida, ¿no?
—De la vida americana, los gánsteres y todo eso. No de la española. Aquí aún vamos con alpargatas.
—Una vez leí un libro en el que un personaje decía que lo sencillo suele ser la verdad.
—La verdad suele estar camuflada en la mayoría de los casos, amén de que no sea única, de que existan tantas verdades como personas.
—Si ha habido un asesinato sólo hay una verdad: alguien la mató. ¿No le parece extraño que le mandaran esa foto y ese dinero y no le hayan dicho por qué?
—Esa persona sabía que yo haría algo.
—O sea que, encima, le conoce bien.
—Es posible.
—Celia está muerta. Alguien quiere que averigüe quién fue.
—¿Y por qué no dirige sus sospechas a la policía?
—A lo peor no le creerían.
—O no puede ir a la policía sin involucrarse.
Patro acabó su plato. Dejó el cuchillo y el tenedor de nuevo y se secó los labios con la servilleta. Quizás siempre estuviese igual de animada, inconscientemente feliz, pero a él se le antojó radiante. Disfrutaba de la situación.
—Nadie sabía que usted estaba en Barcelona. ¿Fue una casualidad?
—Las casualidades no existen.
—Lo mismo pienso yo. A lo mejor le vieron bajar del tren, o alguien le reconoció caminando por las Ramblas y decidió utilizarle.
La palabra lo atravesó.
Utilizarle.
—Me siento como un muñeco del tiro al blanco.
—No investigue. Olvídese del tema, o fínjalo. Quédese con el dinero y espere a verlas venir. ¿Le dieron mucho?
—Mil pesetas.
—¡Santo cielo! —exclamó Patro y abrió los ojos.
—Si me quedo el dinero y no hago nada te digo lo que pasará: que volveré a la cárcel en menos de lo que cuesta decirlo.
—¿Por qué?
—Porque si alguien mueve realmente estos hilos, no se quedará tal cual, viéndome disfrutar de ese dinero. Esa persona hará algo, seguro.
—¿Y si hace ver que investiga? No podrá decir nadie que no lo haya intentado.
—No es tan fácil.
—A mí lo que me parece es que le pica la curiosidad, no me diga que no. Vuelve a sentirse policía.
No pudo evitarlo. Se echó a reír.
A reír como hacía mucho tiempo que no reía.
—¡Eh, fíjese! —lo aplaudió ella—. ¡Por fin se quita ese aire avinagrado!
—¿Estaba avinagrado?
—Caray, sí. ¿No tiene espejos en la pensión?
Volvió a esbozar una sonrisa ante la espontánea sinceridad de su compañera.
—Es increíble. A ti esto te parece emocionante.
—Misterioso. —Patro entrecerró los ojos.
—Y peligroso si confirmamos que a Celia la mataron, no lo olvides.
—Usted siempre salvando a chicas en peligro —dijo ella y su rostro se dulcificó.
—Te salvé a ti, no a Celia.
Patro reflexionó unos instantes. Bebió un sorbo de agua y volvió a secarse los labios con la servilleta. Ya no los tenía pintados. Su color natural era mucho más sincero y agradable que el artificial. Una hermosa boca de carne viva.
—¿Cree que Marga nos ha dicho toda la verdad?
—Parecía sincera, pero puedo equivocarme.
—Es raro que no nos haya pedido dinero por contarnos lo que sabe. He oído decir que no da nada por nada, que es de la virgen del puño.
—Su amiga ha muerto.
—Exacto: ha muerto. Y ya sabe lo que dicen: «El muerto al hoyo y el vivo al bolo».
—¿En qué parada de metro murió Celia?
—En la de la plaza España, la línea Transversal.
—¿Solía hacer ese recorrido?
—No tengo ni idea.
Reapareció el camarero a su lado. Miró a Patro y se dirigió a él.
—¿Tomarán algo más los señores?
—¿Tiene café? —preguntó Miquel.
—Ni café ni nada que se le parezca, señor. Lo siento.
—¿Algún tipo de hierbas digestivas? —sugirió Patro.
—Algo tendré, creo.
—Bien.
—¿Y el señor?
—De acuerdo. Que sean dos.
El hombre volvió a dejarles solos. Renunciaron a seguir hablando del caso de Celia Arteta. Fue un acuerdo mudo y tácito.
Y en el momento en que el silencio se instaló entre ambos, apareció también el vacío.
Dos mundos.
Tan opuestos.
Abismos en apariencia insalvables.
—Señor Mascarell…
—Me llamo Miquel.
—De acuerdo. Señor Miquel —no renunció a llamarle de usted—. Me parece que todavía sigue allí, en aquel lugar. Y ya no es así. Está en casa, en Barcelona. Ha vuelto a la vida.
—¿Crees que esto es vida?
—¡Sí! —Se aferró a la servilleta—. ¿Qué quiere? ¡Es lo que hay, y lo que hay es lo que tenemos! ¡No me diga que no, por favor!
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Sé lo que va a preguntarme.
—¿Ah, sí?
—Cómo acabé haciendo lo que hago.
Tal vez fuera su rostro, tan avinagrado como transparente. O que ella era más lista de lo que parecía.
—No tengo ningún derecho…
—Sí lo tiene. Si hubiera tenido un padre como usted… Pero no fue así. Y peleé. Por María, por Raquel y por mí. Yo ya había hecho esto por dinero y comida, en las fiestas de Cortacans. Lo mismo con el señor Niubó. ¿Por qué no seguir? Se lo dije: en cualquier empleo el encargado o incluso el dueño me daban trabajo si me avenía a sus deseos. Para eso, por una miseria, mejor hacerlo del todo y bien, cobrando. No es tan duro una vez se tiene el estómago lleno. Se olvida el asco y te limitas a ser otra persona.
—Pero eres tú.
—¿Quiere redimirme? —Lo cubrió con una mirada de ternura.
—Yo no podría «retirarte». No tengo nada. Ni podría ser tan hijo de puta.
—Pero es una buena persona, y eso vale por todo.
Reapareció el camarero. Les traía las infusiones. Las dejó sobre la mesa y Miquel le pidió la cuenta. Once pesetas con cincuenta céntimos los dos. Le dio otro billete de veinticinco y aguardó la vuelta.
—Gracias —dijo Patro.
—A ti por hacer de esta noche algo especial.
—Me alegro de que lo vea así.
No volvieron tampoco a la charla que habían sostenido en los últimos instantes.
Mientras hablaban del barrio, de lo apacible que era la noche bajo las estrellas, volvió la luz y apagaron la vela. Una pareja de guardia civiles pasaba cerca de su mesa, los tricornios brillantes, las armas a punto. Su caminar era cansino, de no ir a ninguna parte. Hacían la ronda. Pero a Miquel se le revolvió el estómago.
Ya no podía ver un uniforme, el que fuera, sin sentir aquella mezcla de tristeza, rabia y desaliento.
Lo habían marcado, como a las reses.
Una marca en el alma.
—Se hace tarde —le dijo a Patro.
—Estará cansado, claro.
—En el Valle nos levantábamos casi antes del amanecer, y nos acostábamos temprano. —Se puso en pie.
Dejaron la mesa y caminaron como lo habían hecho hasta entonces: él a la izquierda y ella a la derecha, cogida de su brazo. Una pareja más. Seguían siendo objeto de miradas. Patro por su juventud y belleza. Él por su aspecto no muy elegante y su edad. La bella y la bestia. Sentía la mano de la muchacha apoyada con indolencia sobre la chaqueta. Y se daba cuenta de lo mucho que valoraba el gesto.
Quizás sí que había vuelto a la normalidad.
Aunque cuando ella se fuese volvería a quedarse solo.
Divisaron el paseo de Gracia y comprendieron que aquélla era la frontera natural de su geografía.
—¿Vas a tu casa?
—Sí. Esta noche sí.
Quizás le mintiera.
—¿A pie?
—No está lejos, ya lo sabe.
—Te acompañaría…
—No sea tonto. Vamos en direcciones opuestas. Pero se lo agradezco igual. Créame si le digo que la caballerosidad se está perdiendo.
—Por lo menos aún hay luz en algunas casas.
—Estaré bien. Tengo un sereno que me cuida.
Llegaron a la esquina. Patro seguiría en línea recta. Miquel giraría a la derecha para alcanzar la plaza de Cataluña primero y las Ramblas después. Los dos se detuvieron para la despedida.
—¿Seguirá investigando mañana?
—No tengo mucho, pero sí.
—Dígame algo.
—Lo haré.
—No sé si creerle. —Hizo un mohín de disgusto—. Me dijo lo mismo aquella vez y no volví a verle. Dejó que pensara que estaba muerto.
—Esta vez será distinto.
—Esa pensión en la que vive…
—¿Sí? —la alentó a continuar al ver que se detenía.
—No pensará quedarse en ella mucho tiempo.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Mi piso es enorme. Podría alquilarle una habitación. No estaría tan solo.
Recibió el ofrecimiento como un soplo de aire fresco.
Luego sintió que le ardía el estómago.
Lo extraordinario, lo singular, lo imposible, todo se unía a veces para convertir la vida en desconcierto.
—No recibo en casa, si es lo que está pensando —se apresuró a manifestar Patro ante su silencio.
—No pensaba en eso, te lo juro.
—Pues ya está. Ya se lo he dicho.
—Lo meditaré —le prometió.
—¡Hágalo, va! —se animó ella.
Era la misma, pero también otra mujer.
Y quizás todavía buscase un padre.
—Buenas noches, Patro.
Le había dado un beso en la mejilla aquel 25 de enero, cuando la dejó a salvo en su casa. Le acababa de dar un segundo beso por la tarde, al recordárselo sentados en la farola del paseo de Gracia. El tercero llegó en ese momento, y de nuevo la iniciativa fue de ella. Se acercó a él y hundió sus labios en su arrugada mejilla mal afeitada.
Una oleada de calor.
—Buenas noches, señor Miquel.
La vio caminar de espaldas, firme y subyugante, cruzar el paseo de Gracia y perderse en las sombras del otro lado antes de reemprender su camino.
La señora Rosa estaba leyendo La Vanguardia. Le dejó la llave al lado, pero no pudo eludir su cháchara después de darle los buenos días. La mujer cerró el periódico y le mostró la portada. Era del día anterior.