Siete días de Julio (6 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

—¿Sabe qué está haciendo aquí?

—¿En Barcelona?

—No, aquí. —Abarcó la comisaría con ambas manos antes de volver a su posición original.

—No.

—¿No? —le mostró su sorpresa.

—Me ordenaron que me presentara. Eso es todo. Que me presentara y le entregara esta carta.

—¿Y no sabe por qué?

—No.

El comisario Amador volvió a leer la carta. Transcurrieron apenas diez segundos de incierto silencio.

—¿Es usted un hombre peligroso, señor Mascarell?

—No, que yo sepa.

—¿Fue un buen policía?

—Sí, que yo sepa.

—Pero regresa a casa y le piden que venga a verme. Eso implica… desconfianza, ¿no le parece?

Se encogió de hombros sin saber qué decir.

—Como si quisieran que le controláramos. —El comisario mantuvo el mismo tono.

—No veo el porqué.

—¿Qué va a hacer?

—Supongo que buscar trabajo.

—¿Lo supone?

—Bueno, llegué hace apenas unas horas. Todavía no he asimilado algunas cosas. Todo es nuevo para mí.

—Afortunadamente. —El comisario suspiró—. ¿Qué edad tiene?

—Sesenta y tres.

—Sesenta y tres —lo repitió despacio, de manera que dicho por él la edad pareció hacerse mayor—. Está más cerca de la jubilación que de integrarse provechosamente en la nueva España. ¿Tiene familia?

—No.

—¿Nadie…?

—No.

Otra larga mirada. No de pena. Tan aséptica como cualquier otra.

—Aquí nadie está solo —manifestó el comisario—. Aunque ustedes…

—Frunció el ceño y se envaró ligeramente de pronto—. ¿No pensará o imaginará siquiera volver a la policía?

—No, claro.

—Y tampoco querrá mentirme.

—¿Para qué iba a mentirle? Éste es otro mundo.

—Mejor.

—Diferente.

—Mejor —quiso dejarlo claro el hombre que hablaba entre el crucifijo y la foto del Caudillo.

—Sí, mejor —se rindió él.

Quería salir de allí cuanto antes. Empezaba a ahogarse.

—De acuerdo. —El comisario pareció dar por terminada la charla.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

No hubo respuesta, pero el silencio le hizo entender que sí.

—¿Me envió una carta ayer a la pensión en la que me hospedo?

—¿Una carta? —Alzó las dos cejas en un claro gesto de sorpresa—. Ni siquiera le conocía y, desde luego, no le habría conocido de no mediar esta orden de presentarse ante mí. ¿Cómo se llama esa pensión?

—Rosa. Pensión Rosa. Está en la calle Hospital.

—¿Qué decía esa carta?

—Nada, me daba la bienvenida.

—Entonces sí tiene amigos, alguien que sabe que está en Barcelona.

No lo sabía nadie, pero ya no hizo falta decírselo. El comisario Amador se puso en pie. No para darle la mano. Tampoco para acompañarle a la puerta. Apoyó las dos manos, con los puños cerrados, sobre la mesa, y le dirigió una última mirada de lobo.

—Señor Mascarell, espero no verle más, ¿entiende? Eso querrá decir que no se ha metido en ningún lío. Tiene una oportunidad única. Aprovéchela. Hágase merecedor de la libertad que tan generosamente se le ha dado a pesar de sus crímenes.

Extraño. Los culpables acusaban a los que se habían mantenido en la legalidad. El mundo al revés.

—¿El Estado le pagó el viaje en tren a Barcelona?

—Sí.

—¿Le entregó el dinero preceptivo?

—Sí.

—¿Tiene ya su cartilla de racionamiento?

—No. Iba a buscarla ahora.

—Entonces puede irse. Buenos días.

—Buenos días, señor comisario.

Esperaba un «¡Arriba España!», un «¡Viva Franco!» o lo que fuese. Y el correspondiente saludo fascista, brazo en alto. Pero no fue así. Dio media vuelta y lo último que vio del comisario Amador fue su amenazadora figura, con los puños cerrados y apoyados sobre la mesa, el cuerpo ligeramente echado hacia delante y los ojos de piedra, oscuros como la noche, amenazándole de forma mucho más viva e intensa que si lo hubiera hecho a gritos o con palabras.

En la calle hacía calor, pero lo prefirió, porque el verdadero infierno estaba a su espalda, en el edificio que acababa de abandonar.

8

Llegó a la pensión relativamente cargado y se encontró a la señora Rosa leyendo una revista detrás del mostrador a pesar de la escasa luz que provenía de la calle. Tuvo que dejar la comida encima unos segundos, para recuperar el resuello.

—¿Ya tiene su cartilla de racionamiento? —le preguntó la dueña del establecimiento a pesar de lo obvio de la respuesta.

—Sí.

—¿De qué categoría, la 1, la 2 o la 3?

—La 3, está claro. Pobre, pobre.

—¿Qué le han dado? —Se asomó a los dos paquetes apenas mal envueltos con papeles de periódicos viejos.

—Ya ve.

—Por Dios… —Plegó los labios en un claro gesto de abatimiento—. Y eso que ahora estamos mejor.

—¿Han sido unos años duros?

—¿Duros dice? —resopló—. Mire la cartilla. Pone «Vale pan», «Vale arroz», «Vale aceite», «Vale patatas»… Y donde pone «Varios» es por si durante el mes llega algo excepcional, como carne, judías o bacalao. ¡Algo excepcional! Será en Madrid, digo yo, porque lo que es aquí… Si le digo las veces que me han dado «algo excepcional»… Lo de «Varios» es como una tomadura de pelo. Mire, según la Delegación de Abastos y el Decreto de Racionamiento, nos debería tocar por adulto 400 gramos de pan, 250 de patatas, 100 de legumbres secas, arroz, lentejas, judías o garbanzos, 10 de café, 125 de carne, 30 de azúcar, 25 de tocino, 200 de pescado fresco, 75 de bacalao y 5 decilitros de aceite. ¿Y cuándo han dado eso? ¡Nunca!

—Está muy bien enterada.

—¡Tengo una pensión, oiga! ¡Claro que estoy enterada! A mí que me gustaba tanto el pan…

—¿Qué le sucede al pan?

Ya le había cogido confianza.

—De entrada el pan, aunque sea diario, es tan pequeño que se te queda a medio camino del estómago. Pero lo peor es su consistencia, señor Mascarell. Primero fue de harina de trigo, pero cuando se acabó utilizaron harina de maíz. Mire que era malo… ¡pero malo, malo, malo! Y sin embargo nos lo comíamos, porque cuando hay hambre… Durante un tiempo llegaron también unos barcos cargados con raíces que no sé de qué país procedían. Con esas raíces los molinos hacían pan, pero un pan que no sabía a nada. ¿Puede creerlo? A nada. Ni siquiera pesaba. Luego se hizo con otra harina más, de altramuces, o de guijas, qué sé yo, y si no lo comíamos enseguida se ponía duro como una piedra. ¡Se habrían podido construir casas con él! Ése era el pan, se lo juro. No sabe la de veces que nos hemos limitado a comer cebollas, acelgas, nabos… Eso sí, a los curas y a los militares les dan 350 gramos de pan, que ésos han de estar bien alimentados.

—A mí me han dado arroz, lentejas…

—Y encima les habrá dicho que muchas gracias.

—No.

—Pues hay que dárselas, oiga, o la semana que viene le dirán que se les ha terminado tal o cual cosa. Ahora las tiendas de los barrios son los banqueros del estómago.

Los banqueros del estómago.

—Debería dedicarse a escribir. —Le sonrió con amabilidad.

—Sería para dedicarme a falsificar cartillas de racionamiento. Es lo único que hoy en día te asegura la subsistencia. Bueno, eso y tener dinero para comprarlo de estraperlo.

Recogió la llave de su habitación y se dispuso a tomar un paquete en cada mano.

Más que pesados, eran incómodos. La señora Rosa le hizo una pregunta antes de que completara su acción.

—Oiga, ¿a qué se dedicaba usted antes?

—Era policía.

—¡No me diga!

—Le digo, le digo.

—Pero… ¿policía de porra y eso?

—Inspector.

Sus ojos cambiaron de tono. Le inundó con una mirada de respeto. La impresión, sin embargo, le duró poco. Estaba habladora.

—El señor Jeremías, el de la 1, trabajaba en Aduanas.

Debía de ser el huésped más notable de la pensión hasta su llegada.

—Voy a subir esto arriba —se despidió.

—Oh, perdone. Yo hablando y usted estará cansado. Suba, suba, ¿quiere que le ayude?

—No es necesario. Puedo con todo.

Subió el tramo de escalera y se dirigió a su puerta. Antes de llegar a su altura se abrió la que estaba situada justo a su lado, la señalizada con el número 7, ya que los pares quedaban enfrente. Una mujer de unos cincuenta años, trasnochadamente elegante, salió al pasillo. Los dos se miraron apenas un par de segundos, hasta que la aparecida cerró la puerta y él introdujo la llave en la cerradura de la suya.

—Buenos días.

—Buenos días.

Su voz era más digna que ella, grave, profunda. Pasó por su lado haciendo que los tacones de sus zapatos percutieran en las baldosas con rotunda sonoridad, producto de la firmeza de su andar. Miquel Mascarell no evitó dirigirle una mirada curiosa. No era especialmente atractiva, pero sí destilaba personalidad, aunque el atractivo de hecho lo marchitaba lo ajado de su elegante ropa y las incipientes arrugas de su rostro. Los ojos eran grandes, audaces, de mirada viva. Los labios los llevaba pintados de rojo. Posiblemente costase más una barra de lápiz de labios que toda la comida que le habían dado a él con la cartilla de racionamiento.

Y estuvo seguro de que aquella mujer prefería la elegancia a la comida. Su vecina desapareció escaleras abajo y él se metió en su habitación. Dejó los dos paquetes sobre la cama y luego habilitó un espacio en el armario para conservar lo que debía durarle varios días. Cuando lo hubo hecho tomó su maletita y hurgó en el roto del forro interior, hasta dar con la fotografía de la mujer y las mil pesetas.

No le hizo falta coger las dos notas.

«Parador del Hidalgo».

«¿Quiere volver a sentirse policía?».

Estuvo dos o tres minutos contemplando la fotografía.

Podía romperla, quedarse con el dinero y esperar acontecimientos. Era, quizás, lo más lógico.

Y lo más prudente.

Siguió mirando la fotografía.

La mujer era hermosa, aunque no le atraía especialmente. Un rostro bien maquillado y peinado, amén del retoque del fotógrafo, siempre era agradable de ver sin que por ello el espectador tuviera que enamorarse del personaje. El retrato ni siquiera llevaba el sello del fotógrafo en la parte de atrás.

Mil pesetas, el sueldo de tres meses y medio.

—Miquel —escuchó la voz de Quimeta en su mente.

—Ahora no, por favor.

—Ahora sí. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé.

—Yo sí lo sé: meterte en problemas.

—¿Y qué quieres que haga?

—Descansa.

—Ya descansaré cuando me muera.

—Cuando te caigan encima y te devuelvan al Valle o te fusilen no me llames.

Otro minuto más. Las voces peleando en su cabeza. Todas suyas, porque Quimeta ya no estaba allí. El instinto contra el miedo, el deseo de vivir contra la frustración de la derrota, la incertidumbre contra el olvido.

¿Quién?

¿Por qué?

Se guardó la fotografía en el bolsillo derecho de su vieja chaqueta y tomó la mitad de las mil pesetas, que introdujo en el del pantalón. Las otras quinientas las dejó en su escondite de la maleta. No era el mejor sitio del mundo. Tal vez la señora Rosa fuese una fisgona que le mirase los bolsillos y se lo registrase todo. Pero de ahí a robarle… También se llevó las dos notas y el sobre.

Cuando salió a la calle era la hora de comer. Pasó lo más rápido que pudo por delante del mostrador y se sumergió bajo el sol que apelmazaba a cualquiera que se atreviera a plantarse sin la protección de una sombra. En primer lugar rompió las dos notas y el sobre y arrojó los pedacitos a la cloaca. Mera precaución. Instinto de supervivencia. Desaparecidas las pruebas, salvo la foto, caminó hasta las Ramblas y antes de subir por ellas hasta la plaza de Cataluña vio a la mujer de la habitación contigua a la suya sentada en la terraza de un bar, con un café, un té, unas hierbas o lo que fuera que tuviera en la mesita. Era la única mujer. Otras dos mesas estaban ocupadas por hombres, dos en una y tres en otra.

Miraba a los paseantes.

Espalda recta, barbilla levantada, desafío en los ojos.

Los suyos y los de ella se encontraron.

Miquel Mascarell bajó y subió levemente la cabeza. La mujer le correspondió.

De noche les separaba un tabique.

De día, tal vez un infinito inescrutable.

Caminó por el tramo central de las Ramblas y se metió por la calle Tallers en busca de un bar, un mesón o una tasca. Tenía mil pesetas. Tenía la oportunidad de comer un poco mejor. No pensaba en un restaurante ni nada parecido, pero sí algo con lo que aliviarse más nutritivamente que con lo dado, y pagado, gracias a la cartilla de racionamiento. En algunos lugares una comida también representaba un cupón menos de la cartilla.

Encontró lo que estaba buscando y se tomó su tiempo. ¡Cuántas veces había imaginado o soñado algo parecido durante los días y las noches de su encierro! Se le antojaba el colmo de la felicidad. Y ahora estaba allí, en ese colmo, sentado a la sombra, en un hermoso día de verano, a punto de comer por lo menos dos platos, si no tres, y con un sorprendente dinero en el bolsillo.

Un dinero con preguntas sin respuesta.

La vida de pronto no era más que presente.

—El señor dirá.

Su traje no era el más adecuado. El Estado tenía la obligación, al liberar a los presos, de darles ropa de paisano y pagarles el viaje a su lugar de destino. La suya debió de pertenecer a alguien que ya no la necesitaría más, aunque no tenía agujeros de bala. Era vieja pero al menos no estaba zurcida. Lo malo era el calor. Y no quería quitarse la chaqueta, porque la camisa sí tenía dos buenos remiendos.

Miró al camarero, circunspecto, desconfiado, a la espera, y recuperó todo su aplomo de repente.

—Quiero comer —manifestó en un tono que no dejaba lugar a dudas acerca de si podía pagar o no.

Media hora después, mientras tomaba una auténtica crema catalana pagada a precio de oro, resistiéndose a llorar, haciendo esfuerzos por convertir aquel momento en algo mágico, Miquel Mascarell supo de una vez por todas que seguía vivo.

No se levantó de inmediato después de darle al camarero sus primeras veinticinco pesetas. Recibió las diecinueve de cambio, se las guardó y continuó sentado otros quince minutos. Ya no había nada que reflexionar, pero reflexionó. Se metiera o no en un lío, no le quedaban muchas opciones.

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