Siete días de Julio (4 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Entonces era un hombre.

Se sentía como un hombre.

Esta vez no quiso tentar de nuevo a la suerte. No repitió el intento de su piso. No cruzó la calle para decirle al policía uniformado de gris de la entrada que él había trabajado allí, dignamente, representando a la ley y el orden en un tiempo de libertades.

¿Para qué?

Ya no tenía nada que vomitar, así que le dio la espalda a la comisaría y, por primera vez en ocho años y medio, desde la muerte de Quimeta, rompió a llorar.

5

¿Y si fuera él quien había cambiado hasta ser irreconocible? En el Valle de los Caídos los días acabaron siendo monótonos, porque hasta al horror se acostumbra el ser humano. Lo único que alteraba la existencia, o lo que fuera que llevaran allí, en medio de su abotargamiento mental, eran las noticias fragmentadas que provenían del exterior y el sentimiento de precariedad que daba la desaparición de aquellos que se morían o la llegada de nuevos reclusos. Sobre lo primero, las noticias exteriores, se pasó de la esperanza con la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial a la desesperanza al comprobar que España estaba aislada, y seguiría estándolo, como si a nadie le importase lo que les sucediese. La retirada de los embajadores del 46 lo probaba. Sólo Argentina se dignaba mandar trigo. Sobre lo segundo, los muertos o los que se incorporaban a las obras, el rosario de rostros era tan enorme que formaba una masa amorfa suspendida en el centro de su memoria.

A él, por su edad, le habían destinado a las oficinas.

Con Nicanor Buendía.

Un simple obrero, anarquista y vivaz. También lo habían condenado a muerte y también había sido indultado «generosamente». Le faltaba el brazo izquierdo, de ahí que lo hubieran colocado en las oficinas. Se bastaba con la derecha para hacerlo todo, era puro nervio, aparecía en cualquier parte y tenía una lengua rápida. Desde luego no era tonto, más bien lo contrario.

Aunque a veces pareciese que estaba majareta.

—Mascarell, ¿qué harías si volvieras a casa?

—Ni idea.

—Yo mataría a unos cuantos facciosos más y luego…

—¿Luego qué?

—Luego adiós. Aquí no volvería.

—Estás loco, Buendía.

—¿Tú me llamas loco a mí? ¿Y te quedaste en Barcelona cuidando de tu mujer enferma esperando que te atraparan en lugar de largarte con viento fresco? Se te murió a los pocos días, ¿no?

—Sí, pero en mis brazos.

—Ella habría muerto más tranquila de haberte sabido a salvo. Mira, la gente como yo sobra. Hay muchos. No tenemos estudios y contamos poco. Pero la gente como tú… Tú hacías falta, coño. No tenías que haber acabado aquí. Cuando caiga Franco, ¿quién va a poner este jodido país en marcha?

—Alguien habrá.

—¡Y una leche! Van a acabar con todos nosotros. De aquí no salimos vivos, y si salimos, estaremos para el arrastre.

Había dos oficiales que eran la cara y la cruz. El teniente Santos era tranquilo, no quería problemas ni que le mareasen. Contemporizaba. El sargento Peláez en cambio era de los que gritaban por cualquier cosa, y lo hacía pegando su nariz a la del que le causara problemas o se los inventase. Con Santos se podía hablar. Con Peláez no.

Era un mal bicho. Un hijo de puta. Se decía que en la guerra había perdido a un tío cura y a un hermano más pequeño que él en Teruel. Les odiaba. Se le llenaba la boca hablando de la infinita generosidad del Caudillo y de lo grandiosa que había sido la Cruzada. Casi era peor que los curas, tan empeñados en devolverles la fe. Los domingos, especialmente los domingos, en misa, Peláez controlaba que todos rezaran, cantaran o actuaran como devotos creyentes. No bastaba con mover los labios imitando lo que fuera. Él quería oírlo. A Miquel Mascarell, bueno… a Miguel Mascarell, le apodaban «el poli». Las cosas, para bien o para mal, se sabían. Allí no existían secretos. Un día desaparecieron unos lápices, que podían ser empleados tanto para escribir mensajes como para pinchar a alguien, y Santos le encargó que los encontrara. No le costó mucho. Pactó con el responsable. Se quedaba con dos y devolvía el resto. Le dijo a Santos que los había encontrado ocultos en la letrina y en paz.

Aunque no quisiera pensar, Nicanor Buendía lo hacía por él.

—Somos esclavos, ¿te das cuenta? Esclavos modernos.

—Nos pagan. —A veces le encantaba hacerle hablar, tirarle de la lengua—. Y por cada dos días de trabajo nos redimen uno de condena.

—Oye, ¿tú de parte de quién estás? ¡Nos pagan una mierda, dos reales!, porque, a ver, la peseta con cincuenta que dicen que es para «nuestra manutención» y para la familia… ¿Acaso nos dan chorizo y jamón todos los días? ¿Y la familia? Nosotros estamos solos, pero la mayoría sí tiene familia y siguen pasando hambre, ¡mecagüen Dios! Encima, igual te crees que somos los únicos esclavos del país.

—No, ya sé que hay más.

—Están haciendo obras en toda España, ¡en toda! Y somos nosotros los que las hacemos. Puentes, carreteras, iglesias, presas… Obras hechas con nuestro sudor y nuestra sangre. Y algún día dirán que, además de «salvar» a España, la reconstruyeron. Se pondrán las medallas. O sea que nos dan por el culo y sonreímos, ponemos buena cara y les damos las gracias, ¡no te jode!

—Te va a oír Peláez.

—Coño, Mascarell, ¡despierta!… ¿No te gustaría cortarle los huevos?

Se miraban, a veces reían, a veces discutían…

Pero desde luego, Buendía no callaba.

Ni sus carceleros tampoco. El adoctrinamiento era feroz. Algunas cosas se las imponían. Otras, de tanto repetirlas, no hacía falta. El lema de los campos era «La disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la caridad de un convento». El impulsor de todo aquello, el padre José Augusto Pérez del Pulgar, era resultado de la «gloriosa Cruzada», el perfecto ideólogo. En el Valle se trataba de que los presos «rojos» que construían aquel monumento megalítico, propio de un faraón, acabaran comulgando con ruedas de molino. La voz de Franco, aflautada, amariconada, era un flagelo perpetuo.

«El derecho al trabajo que tienen todos los españoles, como principio básico declarado en el punto quince del programa de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, no ha de ser regateado por el Nuevo Estado a los prisioneros y presos rojos, en tanto en cuanto no se oponga, en su desarrollo, a las previsiones que en orden a vigilancia merecen quienes olvidaron los más elementales deberes del patriotismo… Tal derecho al trabajo viene presidido por la idea de derecho función o de derecho deber, y en lo preciso, de derecho obligación».

O sea que un derecho, en virtud de la dictadura y de su farragosa retórica, se convertía en una obligación.

El resto, como decía Buendía, no dejaba de ser una burla legal. «Cobrarán en concepto de jornales, mientras trabajen como peones, la cantidad de dos pesetas al día, de las que se reservará una peseta con cincuenta céntimos para manutención del interesado, entregándosele los cincuenta céntimos restantes al terminar la semana».

Esos cincuenta céntimos debían servir para comprarse botas o gorras, siempre usadas mientras no estuviesen rotas, calcetines, raídas mantas, petates libres de piojos, y sustituir los viejos uniformes por ropas de trabajo menos gastadas. Si algo sobraba, podía mandarse a la familia.

Si algo sobraba.

Las familias de los presos también eran víctimas de las represalias, desprovistas de cualquier ingreso en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas.

¿En alguna guerra los vencedores habían sido tan crueles con los vencidos?

—Éstos no han oído hablar de la Convención de Ginebra.

—Claro que han oído hablar de ella, Buendía. Pero como si nada.

—Nos han militarizado a todos, y se pasan por el forro la Convención entera. Nos torturan, censuran, asesinan, incomunican, no hay libertad de conciencia, no recibimos prensa, nos matan de hambre, nos ponen cadenas y grilletes… ¡Somos los derrotados con más mala suerte del mundo, Mascarell! Y eso que tú sí tienes suerte.

—¿Yo? —Le miraba incrédulo—. ¿Suerte de qué?

—De tenerme a mí.

—Eso sí, ¿ves? —Lograba hacerle esbozar una sonrisa.

—Desde luego… —Nicanor Buendía movía la cabeza con pesar mientras suspiraba.

—¿Qué te pasa ahora?

—Si me dicen hace unos años que le estaría diciendo esto a un poli o que sería amigo suyo…

—Tú no eras un delincuente.

—No, pero los polis… —Arrugaba el ceño—. No me hagas hablar.

—No te hago hablar. Eres tú el que se anima solo.

—Algo hay que hacer, ¿no? Háblame en catalán.

—Vete a la mierda.

—Míralo, pero si ya habla como un recluso. ¿Qué hacías en Barcelona cuando no detenías a los chorizos?

—Descansar.

—¿Ibas al fútbol?

—Sí.

—¿A ver al Fútbol Club Barcelona?

—Sí.

—Yo les vi una vez. Le metieron tres al eterno rival, el Bilbao. Menudo equipo, con Platko, Samitier, Sastre, Piera… ¡Ah, ésos sí eran buenos tiempos! ¡Pan y fútbol! ¿Qué más podía pedirse?

Nicanor.

El bueno de Nicanor.

¿Qué diría si le viera libre?

Había caído enfermo el último invierno, se lo llevaron a la enfermería, luego a un hospital, y un día supo que había muerto. Sólo eso.

Ya no tuvo más amigos.

No valía la pena.

Cuando les detuvieron, clasificaron a todos según su grado de afinidad. Una comisión clasificadora dictaminaba si eran «adictos», «dudosos» o «desafectos» con el régimen de Franco. Se solicitaban informes urgentes a la Falange local y al entorno del preso, policía, Guardia Civil, vecinos, maestros de la escuela a la que hubiera ido y al sacerdote de la parroquia. Dado que en muchos casos los curas o los maestros ya no existían, acababa siendo el propio recluso el que trataba de dar la mayor información favorable de sí mismo. Del resultado de la investigación dependía el futuro del reo, que acababa siendo encuadrado en uno de los cuatro tipos establecidos, A, B, C y D: Adictos o no hostiles al Movimiento Nacional, Desafectos sin responsabilidad, Desafectos con responsabilidad y Criminales comunes. A los del tipo A se les consideraba como combatientes forzados, movilizados por la República en contra de su voluntad. En la mayoría de los casos se les ponía en libertad o se les incorporaba al Ejército Nacional para que cumplieran tres años de servicio militar.

Los del tipo B iban directamente a los campos de concentración y terminaban en los batallones de trabajo, aunque siempre era posible revisar su condena si aparecían nuevos datos acerca del individuo, sobre todo si probaban cualquier delito. Los del tipo C eran los republicanos fieles, con cargos de responsabilidad, desde periodistas o escritores a funcionarios pasando por sindicalistas o dirigentes políticos. Acusados de «rebelión militar», se les sometía a juicio sumarísimo, individual o colectivamente, y se les condenaba a muerte o a penas de doce años y un día, veinte años y un día, treinta años y un día…

Las descargas de los fusilamientos hacían de todo ello otra burla más. Lo peor que le podía pasar a un hombre era perder la esperanza. En el Valle de los Caídos las piedras sepultaban esas esperanzas. Cada día, los cartuchos de dinamita volaban la roca. Cada día moría alguien por ello y no menos de una docena de heridos causaban baja. También se agudizaban las enfermedades pulmonares. Hacían entrar a los presos en los túneles inmediatamente después de las explosiones y entre los derrumbes inesperados y el polvillo que producía silicosis… Cada día, los que construían la carretera de acceso eran trasladados a varios kilómetros de distancia, hiciera frío o calor, lloviera o nevara.

«Rojo» o «hijo de puta» eran los insultos más normales. Y a los recalcitrantes, se les obligaba a trabajar con sacos de veinte o treinta kilos de piedras atados a la espalda.

Cada día. Cada día. Cada día.

Después del referéndum del 6 de julio pasado, en el que España había votado la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado, una ley fundamental por su magnitud e importancia, el país se abocaba ya sin remedio a la oscuridad del túnel del tiempo.

Sin vuelta atrás.

Y justamente entonces, de la forma más inesperada, la libertad. Su libertad.

Miquel Mascarell se detuvo frente a la redacción de La Vanguardia, en el número 28 de la calle Pelayo. Los lunes no había prensa escrita, sólo la Hoja del Lunes, un monopolio semanal de la Asociación de la Prensa. El ejemplar que podía verse y leerse en el escaparate era el del día anterior, domingo. La última vez que había estado allí fue el 25 de enero de 1939, durante los cuatro días finales de la Barcelona republicana, investigando la muerte de aquella niña
[1]
. No había olvidado nada. El número del ejemplar de aquel día era el 23.357 y el periódico llevaba como subtítulo «Diario al servicio de la democracia». Ahora ya iban por el 25.229 y debajo del logotipo de La Vanguardia podía leerse bien visible la palabra «Española». Valía cuarenta céntimos y de cuatro páginas había pasado a dieciséis.

Miró la portada.

Franco sentado en una butaca, con un militar de pie a su lado y bajo un mural lleno de niños felices que recogían fruta de un árbol. En las otras dos imágenes, a la derecha, Franco y su cohorte caminaban entre unas mesas primorosamente dispuestas y entre unas camas. Acercó su vista cansada y leyó los pies de las fotografías: «Su Excelencia el Jefe del Estado, en el acto de inauguración, en Carabanchel, de los establecimientos de Beneficencia General, Orfanato Nacional de El Pardo e instituto de niños anormales Fray Bernardino Álvarez, enclavados en la posesión de Vista Alegre, de aquel pueblo». En el Valle de los Caídos los presos decían que, por suerte, como Franco se pasaba el día inaugurando cosas, no tenía mucho tiempo para gobernar.

Más abajo, en letra menuda, había dos artículos y tres notas. «Los tartufos de la frontera», «Manos blancas no ofenden», «Telegramas cruzados entre el Jalifa y el Caudillo», «Salutación de la señora de Perón a Franco» y «La hija del Jefe del Estado en Segovia». Es decir, que al margen de las tres fotografías de la parte superior, de las cinco noticias de portada, cuatro hacían referencia al Generalísimo.

Continuó caminando y a los pocos pasos dobló a la derecha, por las Ramblas, para bajar por ellas hasta la calle Hospital.

6

La señora Rosa debía de tener antenitas, o el oído más fino salvado de los bombardeos de Barcelona. Por silenciosos que fuesen sus pasos, ella aparecía inevitablemente por detrás de la cortina de lágrimas antes de que llegase al mostrador. Como si ya llevase una eternidad hospedado allí, y como si ella hubiese olvidado su procedencia, lo cubrió con una sonrisa casi maternal y afectuosa.

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