Siete días de Julio (5 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

—Buenas noches.

—Hola, señora Rosa.

—Le han traído un sobre.

La noticia le causó la natural sorpresa.

—¿Un sobre? ¿A mí?

—Sí, hombre.

Lo sacó de debajo del mostrador, junto con la llave. Depositó ambos objetos frente al recién llegado.

Miquel Mascarell miró el sobre.

Rectangular, papel blanco lechoso, de calidad, con su nombre correctamente escrito en la parte frontal, ligeramente abultado.

No lo cogió.

—Nadie sabe que estoy aquí —dijo.

Ella puso cara de circunstancias.

La escena se paralizó unos segundos, con el sobre en el centro de sus respectivos horizontes.

—Es su nombre, ¿no? —rompió por fin el inesperado silencio la mujer.

—Sí.

—Entonces es suyo.

—¿Quién lo ha traído?

—Un hombre.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, a poco de irse usted.

—¿Y cómo era ese hombre?

—Pues… —plegó los labios en un gesto vago—, normal, corpulento, pelo negro, bigote, como de treinta años…

—¿Le dijo algo?

—No, sólo me dio el sobre.

—O sea que no le preguntó nada.

—Nada.

—Sabía que yo me hospedaba aquí.

—Sí.

Camino cerrado. Alargó la mano y tocó el sobre por primera vez. Le dio la vuelta.

Sin remitente. El grosor debía de ser como de medio centímetro, quizás un poco más.

La señora Rosa le observó preocupada.

—No quisiera meterme en sus asuntos, pero…

—Adelante.

—Tiene mala cara, señor Mascarell.

—No ha sido un día fácil. —Las escenas pasaron por su mente como en una película: el cementerio, su casa de la calle Córcega, su vieja comisaría, el paseo por aquella Barcelona reencontrada, las sensaciones, nuevas o recuperadas, el cansancio provocado por la emoción y por los años…—. Pero no pasa nada, estoy bien.

—¿Tiene ya su cartilla de racionamiento?

—La iré a buscar mañana.

—¿Y dinero?

—El que me dieron, aunque no se preocupe.

—¿Ha cenado?

—No. Ni siquiera he comido.

—Entonces le prepararé un caldito, aunque estemos en verano. Eso siempre viene bien.

—No se moleste, mujer.

—No es ninguna molestia. Y pienso cobrárselo, no vaya a creer que esto es un comedor benéfico.

—Entonces sí. —Descubrió de pronto el hambre que tenía porque su estómago crujió de forma severa, posiblemente de manera audible hasta para la dueña de la pensión—. Gracias.

—Ande, pase ahí. —Señaló una puerta a la derecha de la escalera—. Siéntese y yo se lo hago en un minutito.

Recogió la llave de su habitación con la otra mano y la obedeció, sumiso, decidido a darse una tregua. Entró en un pequeño comedor con cuatro mesas y cuatro sillas en cada una de ellas. Había cabos de vela en todas. La luz iba y venía al antojo de los que decidieran que debían ser iluminados o no, y también dependiendo de la suerte de los transformadores o de la capacidad del sistema. De noche lo normal era estar a oscuras, sobre todo a partir de las dos de la madrugada. Ocupó una silla de cara a la puerta de entrada y dejó la llave y el sobre en el centro de la mesa.

No lo abrió.

Pero no apartó los ojos de él.

Las preguntas dejaron de rebotar por su cabeza.

Cuando era policía solía decir que todo llegaba a su tiempo, que lo peor era impacientarse, que las respuestas encajaban siempre en su momento, no antes o después.

En su momento.

La letra del sobre era elegante, muy clara. La había escrito una mano cultivada y ocupaba el centro geográfico del rectángulo blanco. Caligrafía delicada, trazos llenos de finas curvas, rectas perfectas, como si debajo de las tres palabras hubiese existido una línea recta sobre la que apoyar cada rasgo.

Cuando la señora Rosa entró en el comedor, él seguía igual, inmóvil.

—La sopa —anunció feliz—. Verá lo bien que le va a sentar.

—Gracias.

La mujer reparó en el sobre, todavía cerrado.

—¿No lo abre? —se extrañó mientras ponía el plato de sopa frente a él.

—No, aún no. Luego.

—¿Por qué? ¡Vaya por Dios! ¿No siente curiosidad?

—No.

Le observó con desconfianza.

—Como me salga usted raro…

—No lo soy. —Se enfrentó a su mirada suspicaz—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Sí, claro.

—¿Esta mañana ha llevado usted mis datos a la policía?

—Sí.

—Ya.

—Pero el sobre había llegado antes. He tenido cosas que hacer y tampoco es que me haya dado mucha prisa.

La única explicación posible, cerrada.

Había escogido la pensión Rosa al azar, como hubiera podido escoger otra cualquiera.

La sopa olía muy bien; cuando el aroma penetró por sus fosas nasales e inundó su cerebro, el estómago volvió a lanzarle un quejumbroso lamento.

—Pruébela y dígame qué tal.

La probó y se lo dijo.

—Extraordinaria.

—¿A que sí? Ya se lo decía yo. No la habrá comido mejor.

—En los últimos años, desde luego que no.

—Claro… perdone —vaciló ella.

—No importa.

—Le dejo disfrutarla. No tengo pan. Lo siento.

Se marchó y sí, la disfrutó. Cucharada a cucharada, sin prisas, gozando con cada gesto, bendiciendo cada silencio, sin miedo ni inquietud, sin el sargento Peláez echándole el aliento en el cogote.

Pensó en Nicanor Buendía.

—Salud, camarada —susurró para sí mismo.

Lo mismo que Quimeta, escuchó su voz.

«Cuanto más comas, más te cagarás en ellos, Mascarell».

¿Tenían los vivos una responsabilidad por todos aquellos que se habían quedado en el camino?

Acabó la sopa y contempló el plato vacío. Algo era algo. La guerra terminó ocho años atrás y persistían el hambre y la miseria, el dolor y la crueldad. Vivían bajo un régimen brutal. Había que matar hasta el orgullo, porque del orgullo podían surgir raíces de futuro.

No quería vomitar, como por la mañana, así que renunció a hacerse mala sangre y cerró los ojos permitiendo que la sopa se le asentara en el estómago. No era fácil.

Habituado a la pobreza alimenticia en su condición de recluso, pasar de ella a lo que fuera, por mínimo que resultase el cambio, suponía una alteración de su metabolismo.

Su organismo tenía que reconocer de nuevo los viejos sabores y olores, equilibrarse.

Cuando abrió los ojos de nuevo, el sobre seguía allí.

Se levantó de la silla, lo tomó junto con la llave y salió del comedor. Las lágrimas de la cortina se apartaron para permitir el paso de la señora Rosa.

—¿Bien?

—Sí, muy bien. Ha sido un acierto.

—Ya se lo decía yo. Y ahora a descansar. Parece agotado. —Buenas noches.

La mujer deslizó una mirada en dirección al sobre. Lo vio todavía cerrado y ya no dijo nada acerca de él. Desapareció tras la cortina al tiempo que su huésped subía el tramo de escalera hasta el primer piso.

Al abrir la puerta de su habitación pensó en lo hermoso de las cosas sencillas.

Bastaba una llave, un espacio propio, para sentir la libertad. Aunque alguien le mandase un sobre a su nombre, entregado en mano, a la pensión Rosa, justo a las pocas horas de regresar a una ciudad en la que ya no tenía a nadie.

Se sentó en la cama y rasgó cuidadosamente la parte superior del sobre. No introdujo la mano. Abultaba, así que en su interior escondía algo más que una hoja de papel. Lo puso boca abajo para que su contenido cayese encima de la sábana y entonces sí dilató los ojos, superado por la sorpresa.

No supo cuál de las cuatro cosas le produjo más asombro. La primera era una fotografía de una mujer joven y muy guapa. Le sonreía a la cámara con descaro, ojos vivos, cabello primorosamente modulado, labios carnosos, mejillas redondas. Una foto de unos diez centímetros de longitud, retocada, de estudio, pero no tanto como para que ella pudiera ser muy distinta en persona.

La segunda, una hoja de papel con sólo un nombre escrito a mano: «Parador del Hidalgo».

La tercera, la que producía el abultamiento en el sobre, eran los cuarenta billetes de veinticinco pesetas tan perfectos que parecían acabar de salir de la imprenta del Tesoro.

Y la última, otra hoja de papel con cinco palabras escritas igualmente a mano y una simple pregunta.

Una pregunta que le atravesó, que leyó una y otra vez, que le hizo permanecer varios minutos sentado en la cama sin saber cómo reaccionar: «¿Quiere volver a sentirse policía?».

Día 3
Martes, 22 de julio de 1947
7

La Comisaría Central de Policía de Vía Layetana era el mismo hervidero que en tiempos de la República. O quizás más, porque ahora la policía cumplía nuevas funciones al margen de las cotidianas, que eran la persecución de ladrones o asesinos. Ahora la policía también tenía su lado político.

El agente que le retuvo en la entrada lo miró de arriba abajo con ojo crítico.

—Vengo a ver al comisario Amador —dijo él.

El nombre hizo que el agente casi se cuadrara. Movió su mano izquierda apuntando al interior del sacrosanto templo de la ley y el orden ciudadano.

—Suba las escaleras y pregunte arriba.

—Gracias.

Subió las escaleras, peldaño a peldaño, con un regusto amargo en la boca. Le zumbaban los oídos. Pretendía recuperar olores y sensaciones, pero allí era distinto.

Allí los habían borrado todos, a conciencia, con lejía y salfumán. También con sangre. Nuevos mandos, nuevo talante, nuevas directrices, nuevo orden. Las dictaduras no se caracterizan por ser dialogantes, por defender al pueblo. Las dictaduras son herméticas y opacas, con barras de hierro suspendidas sobre la cabeza de cada uno de los integrantes del pueblo, que las sufre, sometido y sin otro recurso que adaptarse o morir. Los retratos de Franco, colgados aquí y allá, constituían el recuerdo más ostensible. Perenne. En las calles asaltaban a traición, surgiendo como espectros en fachadas y esquinas. En un lugar como aquel eran lo mismo que una guillotina. Bastaba con ver uno para que se cortara el aliento.

Y era imposible no tropezarse con ellos a cada paso.

Un segundo agente lo miró con el mismo recelo que el de la entrada.

—¿El comisario Amador?

—Siga por ese pasillo.

Siguió por el pasillo. La tercera barrera cambió de hombre a mujer. Era joven, relativamente hermosa, pero de facciones duras, ángulos rectos en la cara, cejas pobladas, cabello recogido. Fue la que menos se impresionó al escuchar el nombre del comisario.

—¿Tiene cita con él?

—No.

—Entonces…

—Me ordenaron presentarme. Es todo lo que sé.

Extrajo del bolsillo de su chaqueta la carta, doblada aunque sin arrugar. La mujer la desplegó, la leyó y entonces su mirada se hizo tan críptica como crítica. Mirada de superioridad, otra vez de arriba abajo, calculando y evaluando. Ya no dijo nada más.

Dio media vuelta, desapareció por una puerta y él esperó allí, de pie, en medio de una vorágine de cuerpos que iban y venían como parte de su frenesí laboral.

En su tiempo las cosas eran más tranquilas.

Su tiempo.

—Mierda… —suspiró.

No tuvo que esperar demasiado. Un par de minutos. La mujer reapareció sacando medio cuerpo por el quicio de la puerta y le hizo una seña. La obedeció. Se encontró en una especie de sala grande que incluía un pasillo lateral con un banco.

—Siéntese.

El tono no admitía discusión.

Lo conocía bien.

Ocupó el extremo del banco con cierta dignidad. A veces los años le hacían doblarse sin siquiera darse cuenta, con la cabeza caída y una naciente joroba abombándole la espalda. En esta oportunidad se cuidó de no parecer viejo, cansado o derrotado. Estiró la espalda y la mantuvo erguida.

Cuarenta minutos.

Un par de veces la mujer pasó por delante de él. En otro par de ocasiones sintió sus ojos fríos hundidos en su cuerpo. Mantuvo el tipo. Mirada al frente, rostro sereno, dignidad. Perder una guerra no significaba perder el último aliento de humanidad ni el respeto propio. Ellos podían insultarles, decirles lo que quisieran.

Ellos habían ganado, pero jamás serían legales, ni convencerían con sus argumentos.

Ellos…

—¿Quiere acompañarme?

Ni un «por favor». Todo eran órdenes.

Se levantó y la acompañó. Apenas fueron diez pasos. La mujer abrió una puerta y se encontró en un despacho clásico, con una mesa, dos armarios, dos archivadores, un mapa de España, otro de Cataluña, otro de Barcelona, y los inevitables signos franquistas, el crucifijo, el retrato del Caudillo…

El comisario Amador era un hombre de unos cuarenta años, ya sin cabello en la parte superior de la cabeza. Ojos duros, de acero, mandíbula recta, barbilla hundida formando un plano de cuarenta y cinco grados con la papada y nariz prominente.

Vestía de manera elegante, traje oscuro, cruzado, y corbata no menos discreta.

Antes se decía que los policías olían a policía desde lejos. Ahora a lo que olían todos era a lo mismo, a fascismo. Daba igual que llevaran un uniforme o no. Un ventilador se encargaba de remover el aire de la estancia. Algo que se agradecía.

Miquel Mascarell dejó que el comisario lo inspeccionara.

—Así que usted fue policía aquí, en Barcelona.

—Inspector.

Otra mirada.

Siempre utilizaban los silencios para impresionar o bien amedrentar.

—Siéntese.

Lo hizo, por segunda vez. Ocupó una de las dos sillas situadas frente a la mesa. La imagen del comisario quedaba así flanqueada por el crucifijo y el retrato de Franco.

La Santísima Trinidad. Por suerte sólo hablaba uno. La carta estaba desplegada sobre la mesa.

—¿Cuánto tiempo ha estado preso?

—Ocho años y medio.

—Le conmutaron la pena de muerte y ahora lo han puesto en libertad mediante un indulto.

—Sí.

—La generosidad del Generalísimo es extraordinaria, ¿no cree? Tardó demasiado en responder al entusiasmo de su interlocutor. —¿No cree?

—Sí.

—Es usted un hombre de suerte. Tendrá amigos.

No era un hombre de suerte. No tenía amigos. Prefirió callar. El comisario Amador se echó hacia atrás, apoyó la espalda en su butaca y unió las yemas de los dedos, en un claro gesto reflexivo que también se asemejó a un rezo.

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