Se rindió.
Lo supo cuando le vio soltar todo el aire retenido en los pulmones, olvidándose de la pistola que le apuntaba.
—Rodrigo Casamajor.
—¿Cómo… has dicho?
Y se lo repitió.
—Rodrigo Casamajor. ¿Le conoce?
Fue una bofetada.
Silenciosa, contundente.
La bofetada de la comprensión final.
Recordó la voz de Ricardo Solana gritándole a Álvaro Gomis: «Media Barcelona te ha visto con ella. ¿Quieres que empiece a decir que era una puta? Es fácil. Basta con una llamada a algún periódico: "La joven muerta en el metro era una mujer de vida alegre". No creo que muchas de tus amistades te mirasen demasiado bien con eso. ¡El patético Álvaro! Aún se habla del escándalo que montaste en Las Siete Puertas, y nada menos que con el enano cabrón de Rodrigo, nuestro gordito favorito, por Dios santo».
«Enano cabrón».
«Nuestro gordito favorito».
Primero no había sido más que un nombre.
Ahora tenía apellido.
—¿El hijo de Hilario Casamajor? —Apenas si pudo pronunciar las palabras.
—¿Le conoce? —El Chinchilla volvió a levantar las cejas.
—Le vi en un par de ocasiones, cuando detuve a su padre en el 34.
—¿Usted fue el que frió al viejo? —exclamó mitad admirado mitad alucinado.
—Sí.
—Murió en la cárcel.
—Era un estafador. Jodió a mucha gente. A muchísima. Rico o no, poderoso o no, acabó donde debía acabar. —Su mente viajó hasta el pasado—. Rodrigo tenía entonces dieciséis o diecisiete años.
—Ahora tiene veintinueve y es un hijo de puta, más listo que el hambre, y ambicioso como pocos.
—¿En qué le beneficia la muerte de Solana y Gomis?
—¿No sabe nada tampoco de eso?
—No.
La pistola había bajado hasta quedar depositada sobre sus rodillas, inofensiva y de nuevo ajena a la conversación. Jerónimo Mateo recuperaba la normalidad.
—Rodrigo Casamajor reflotó el imperio de su padre tras la guerra. Amistades de altos vuelos, lazos con las jerarquías del Ejército y la Iglesia, una adhesión inquebrantable —lo expresó marcando cada una de las cinco sílabas de la palabra—, contactos, parientes en Madrid, en los ministerios, en el Ejército y la élite del Generalísimo… Su padre, que lo sepa, pasó de estafador a estafado, de culpable a víctima. Le dieron hasta una medalla póstuma. ¿Puede imaginárselo? —Lo miró haciendo una mueca sardónica—. Los malditos rojos que iban a por los capitalistas de pro. Por eso se hizo una guerra, ¿no?
—Sigue. —No le río la ironía.
—No hay mucho que agregar —fue sincero—. Rodrigo se ha convertido en un depredador que va directo a la cumbre. No hay terreno que no pise, ni negocio al que renuncie. Quiere ser el mejor en todo. Dicen que los bajitos son resentidos. Pues joder, él es muy bajito. Puede aplastar a cualquiera con el pulgar de su mano derecha.
—¿El textil…?
—El textil es uno de sus muchos campos. Hace tiempo que persigue la posición de Solana y Gomis. Hasta ahora era el tercero en la lista. No estaba mal, no podía quejarse. Pero para alguien como él ser el tercero es como hacer cola para poder mirar a Rita Hayworth cuando otros no sólo la ven sino que la tocan y hasta se acuestan con ella. Quería ser el número uno. Su desgracia ha sido que, pese a sus contactos, parientes y amistades cercanas a lo más alto, al Gobierno y al mismísimo Franco, Solana y Gomis no eran mancos y trabajaban bien. Han sabido jugar fuerte y tenían la sartén por el mango.
—Sin competidores, descabezadas las dos empresas, Rodrigo se hace el amo.
—El amo del tinglado, sí señor. Va a convertirse en el mayor fabricante y exportador del mercado. Y consecuentemente, en el principal estraperlista del sector. Encima está prometido a una Permanyer, otra de las fortunas de la burguesía catalana. Como que en unos años le veo de ministro o cualquier cargo que se le ocurra.
Miquel Mascarell apretó las mandíbulas.
El «¿Quién?» ya tenía un apellido, y una cara difusa, perdida en el recuerdo de trece años antes.
El «¿Por qué?»…
Algo tan viejo como la venganza.
Venganza y un plan perfecto, juntos, unidos.
—Dijo que me mataría —musitó envuelto en sus pensamientos—. Si ha sido él, ha tenido paciencia. Alguien le diría que estaba vivo, y buscó la forma de que me indultaran. No podía matar a Solana y a Gomis sin más. Pero con un tonto de por medio, debidamente provocado…
—¿Sabe, inspector? —Jerónimo Mateo unió las dos manos sobre su vientre—. Lo tiene crudo.
—Ya.
—El Rodriguito es intocable.
Evocó sin pretenderlo la imagen de Patro.
No venía a cuento.
O tal vez sí.
Se ocultaba en su casa y tiraba la llave.
Al diablo con todo.
Miró la pistola. Seis balas. Quedaba una. Su presencia le provocó un gesto de asco y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. El bulto y el peso pronto acabarían deformándosela.
Al salir se la pondría en la cintura, por la parte de atrás.
—¿Me habría disparado?
—Sí.
—No me lo creo.
Miquel Mascarell se puso en pie.
—Venga, hombre. No me habría disparado, ¿cierto?
—Te estabas haciendo el remolón.
—Pensaba. —Movió la cabeza—. Lo que me ha dicho es muy gordo. ¿Adónde va?
No hubo respuesta, sólo una mirada muy fría.
—Lo imagino —suspiró el Chinchilla—. Le hará falta algo de suerte.
—¿Cómo le sacarás beneficio a todo esto?
—Ya se me ocurrirá algo. —Hizo un ademán de indiferencia—. Soy legal, pero no tonto.
—No se te ocurrirá llamar a Rodrigo, ¿verdad?
Logró sorprenderle.
—No.
Miquel Mascarell le taladró con la mirada todavía una vez más.
—Esos tipos pican demasiado alto para mí —le tranquilizó Jerónimo Mateo—. No quiero terminar como esos dos. He aprendido a contentarme con lo que tengo si me va bien. Otra cosa es que uno busque siempre algún beneficio extra.
—Puede que sí, que la cárcel te diera una nueva perspectiva de la vida.
—¿Otra botellita de vino?
—No, hoy no.
—Suerte, inspector.
—Gracias, Jerónimo.
—¿De verdad no quiere trabajar para mí?
—Acabarías matándome —dijo Mascarell mirándole desde la puerta.
—Hombre…
—A disgustos.
—Es lo que me gusta de usted. Su ironía.
—Eso lo da la edad, ya lo verás. —Abrió la puerta y dio otro paso antes de hacerle la última pregunta—: No sabrás dónde puedo encontrar a Rodrigo Casamajor, ¿verdad?
Llevaba una hora delante de las oficinas de Industrias Casamajor y lo único que sentía era odio.
Un odio creciente, que aparecía en oleadas, dejaba un poso en la arena de su playa, retrocedía y regresaba con nuevo empuje y más animadversión.
Los Casamajor, todos los Casamajor españoles, habían creado el monstruo en el que vivían.
No podía subir como si tal cosa. Sería un suicidio. Y esperar abajo, en la calle, lo único que garantizaba era la tensión, la incertidumbre, no saber qué hacer ni cómo reaccionar, porque ahora él no era nadie y aquel malnacido lo era todo.
Miquel lo recordaba relativamente bien de cuando detuvo a su padre, y luego del juicio. Ya era bajito y regordete, fofo, cabeza redonda, manos acolchadas, cuerpo breve, un joven cachorro de mirada aviesa y atravesada. Un hijo de su padre, adolescente pero agresivo, con ese carácter que da el dinero y confiere el poder. El día del juicio, sabiendo que su padre no resistiría la cárcel, había gritado al policía, apuntándole con un dedo tembloroso:
—¡Le mataré!
Así que se trataba de un plan para apoderarse del mercado textil debidamente aderezado con una venganza personal.
Maquiavélico.
Muchos chorizos, ladrones, estafadores, incluso asesinos, le habían amenazado durante sus años como policía. Muchos. Y una vez en la trena se olvidaron, o estuvieron bastante ocupados luchando por sobrevivir. Sin embargo, el odio de un hijo podía ser eterno.
Rodrigo Casamajor adoraba al cabrón de su progenitor.
—El pasado siempre vuelve —suspiró.
No estaba para frases hechas. Se sentía rabioso. Más de lo que nunca se hubiera sentido. Una rabia que lo envolvía y le atenazaba. Los años le pesaban, la edad era una cruz de la que uno no podía desprenderse. Pero habría dado lo que le quedaba de vida por una hora de juventud.
Una hora para enfrentarse a Rodrigo Casamajor.
Pasaron quince minutos más. Treinta.
Miró su reloj.
¿Comía en alguna parte? ¿Lo hacía en su misma oficina? ¿En su casa o en un restaurante? Si salía, ¿lo haría a pie o en coche?
La respuesta la tuvo diez minutos después.
Rodrigo Casamajor salió por la puerta del edificio sede de su imperio. Lo hizo a pie, acompañado de otro hombre mucho más alto que él, así que al hablarle se veía obligado a levantar la cabeza para mirarle. Los bajitos debían de tener problemas en las cervicales, todos ellos. Quizás de ahí su fama de resentidos, de rebosar mala leche, de aplastar o aniquilar cuanto se les interpusiera, siempre y cuando tuvieran el necesario poder para hacerlo. Desde la acera opuesta, mientras los seguía, Miquel Mascarell le escudriñó con atención. Había cambiado lo suficiente, pero era reconocible. El mismo cuerpo menguado, la misma cabeza redonda, la misma cara de ojillos vivos. Como su compañero tenía las piernas largas, él casi se veía en la necesidad de correr. A pesar del detalle, hablaban de manera distendida.
No caminaron mucho. Entraron en el Carbaleira. Si Las Siete Puertas era puro lujo, el Carbaleira no le iba a la zaga. Desaparecieron en su interior y él optó por quedarse al otro lado, iniciando la que sabía que sería otra larga espera mientras su estómago protestaba por la falta de alimento.
¿Por qué no había desayunado algo en casa de Patro, o en una tasca al salir, antes o después de ver al Chinchilla?
Si regresaba a las oficinas, confiando en que Rodrigo Casamajor volviera a ellas y no lo hacía…
No, tenía que esperar allí.
Seguirle a todas partes hasta pillarle solo.
De eso dependía todo.
Apartó los pensamientos negativos. Intentó quedarse con los positivos. Intentó evocar la noche, el regalo de Patro, sus manos acariciándole, sus ojos llenos de ternura. Una absoluta locura convertida en realidad. Lo inimaginable hecho certeza.
Pero al fin y al cabo, un producto más de la guerra y la posguerra, el hambre y la dictadura. Únicamente en una situación como aquella, una mujer como Patro se habría acostado con él.
—¿No lo entiende? —le había dicho ella—. Usted y yo nos necesitamos.
Hacían el amor y le llamaba de usted.
Todavía.
Le daba la vida y…
El estómago le envió una primera señal de protesta que acalló como pudo. Cerca de su emplazamiento no vio ningún bar o tasca para pedir algo, lo que fuese. La sensación de hambre, de cualquier forma, no le era ajena. No pasaba nada. Pensó en la señora Rosa, preocupada por su ausencia nocturna, sobre todo después de que se lo llevaran a comisaría por la mañana, aunque luego hubiera regresado a por la foto de Celia.
Y continuó la espera.
Hacía días que no hablaba con Quimeta, y no era el momento después de lo de Patro, aunque estaba seguro de que a Quimeta le haría gracia y hasta le aplaudiría.
La felicidad consiste en crear un ambiente propicio alrededor de uno. Y el amor real, el verdadero, se basa en el hecho de que el otro ame todavía más que uno mismo gracias a ello. Quimeta le había pedido que fuera feliz.
Tampoco escuchaba la voz de Nicanor Buendía perdida en su mente, burlándose, haciéndole comentarios o criticando cualquier cosa.
Era como si le hubieran dejado solo.
Lo que pasara dependía de él.
Rodrigo Casamajor salió una hora y cuarto después de haber entrado en el Carbaleira. Lo hizo acompañado del hombre alto, pero una vez en la puerta se estrecharon la mano y se separaron. Cada uno fue en una dirección. Por la que tomó el hijo de Hilario Casamajor, dedujo que regresaba a su despacho.
Podía detenerle en el camino, incrustarle la pistola en el cuerpo y llevárselo. Pero ¿adónde? Estaban en pleno centro de Barcelona. La única alternativa era mucho más simple: pegarle un tiro.
¿Y entonces qué?
Una docena de testigos le describirían y el comisario Amador se haría una cartera con su piel arrancada a tiras.
Además, quería preguntarle…
«Sabes que ha sido él, ¿para qué vas a preguntarle nada?». Apretó las mandíbulas.
Su perseguido tenía prisa. Se movió a buen ritmo, pasos acelerados, y alcanzó el edificio de sus oficinas de manera mucho más rápida que a la ida al restaurante.
Desapareció en sus profundidades y Miquel Mascarell comprendió que la espera continuaba, la vigilia seguía, y nuevamente sin saber cuándo reaparecería su objetivo ni si lo haría por aquella puerta, a pie o en coche.
Una hora.
Dos.
Sentado en plena calle, sin apartar los ojos de la puerta, hubiera parecido un pordiosero de no ser por su ropa.
¿Y si Rodrigo le descubría desde una ventana?
Nadie.
Dos horas y media, con la tarde avanzando pausada hacia el ocaso. El chico de los periódicos apareció entonces.
—¡Sierooolapreeensa!
Levantó una mano y le hizo una seña. Era un mocoso de rostro divertido, ojos vivos, pecas, pantalones cortos por los que salían dos piernas muy delgadas y una gorra coronando su cabeza. Cargaba los periódicos vespertinos colgados del brazo izquierdo.
—¿El Noticiero? ¿La Prensa?
Miró las dos portadas.
El Noticiero llevaba en la suya el incidente.
QUÍNTUPLE ASESINATO EN BARCELONA
Se lo cogió él mismo y le dio los céntimos.
—¡Gracias, señor!
El chico se alejó voceando su mercancía con estilo:
—¡Sierooolapreeensa! ¡La Soli! ¡Sierooolapreeensa!
Mantuvo un ojo abierto en dirección a la puerta del edificio de Industrias Casamajor. Con el otro ojo leyó el texto de la portada y la información del interior. Los nombres de Ricardo Solana y Álvaro Gomis destacaban con fuego. Dos grandes hombres. Dos industriales de pro. Dos caballeros de la nueva España. Se hablaba de un complot, una posible conjura internacional. Y desde luego, se aseguraba que la policía estaba investigando muy a fondo y que se disponía de varias pistas importantes.