Muy a fondo.
Varias pistas importantes.
En la jerga policial, y también en la periodística, eso significaba que estaban completamente a oscuras.
No supo si sentirse aliviado o no.
Que los nombres de Gomis y Solana hubieran saltado ya a la palestra podía significar cualquier cosa. Los de Genoveva Clará, José María y Bernardo aparecían una sola vez, sin muchos detalles. Nada acerca de quiénes eran, más allá de sus identidades.
Guardó el periódico en el bolsillo y tanteó la pistola, encajada en el pantalón por la parte de atrás. Era un bulto ostensible y le molestaba. Echaba de menos su sobaquera.
Comenzó a morir la tarde.
Finalmente reapareció Rodrigo Casamajor.
El coche, un elegante Fiat 1100, había aparcado cerca menos de quince minutos antes. Tenía que haber imaginado que era el suyo. Rodrigo Casamajor salió del edificio y caminó con el paso nuevamente vivo en su dirección. Miquel Mascarell se puso en pie, pero demasiado tarde. No localizó ningún taxi cerca. Ninguno. Iba a perderle y Dios sabía lo que podría suceder en aquellas horas, hasta el día siguiente.
Su objetivo abrió la portezuela. Iba a conducir él mismo. Ningún taxi. Ningún taxi.
—¡Rodrigo!
El grito fue audible hasta en la otra acera. El que lo acababa de proferir apretó el paso para situarse frente al industrial. Rodrigo Casamajor sonrió y le estrechó la mano. No cerró la puerta del coche. El diálogo se formalizó allí mismo.
Un minuto, quizás dos.
Llevaban tres cuando el taxi dobló la esquina y, aliviado, levantó la mano.
—¿Adónde, señor? —le preguntó el taxista con cara de aburrido.
—Vamos a seguir a ese automóvil en cuanto se ponga en marcha.
El hombre volvió la cabeza.
—¿Es policía?
—Detective.
Valoró la información.
—De acuerdo —asintió.
Los dos miraron a Rodrigo Casamajor que, ahora sí, se despedía del aparecido.
Mientras se estrechaban la mano por segunda vez, cerca de ellos surgió la figura del niño que vendía los periódicos, siempre con su eterna cantinela:
—¡Sierooolapreeensa! ¡La Soooli, Sierooolapreeensa!
Rodrigo Casamajor compró Solidaridad Nacional, el periódico falangista. Entró en su vehículo.
Ojeó la portada.
Y entonces vio la noticia.
La vio porque, pese a observarle desde la otra acera, Miquel Mascarell reparó en su semblante, sus ojos dilatados, la tensión de sus manos y su cuerpo. Y sobre todo porque acabó arrojando el periódico al asiento de al lado antes de poner el coche en marcha y salir zumbando a toda prisa.
El taxista tuvo que emplearse a fondo para no perderle, y lo hizo bien.
—¿Es algún delincuente? —le preguntó inquieto.
—Sospechoso. Tranquilo.
—No son buenos tiempos para estar tranquilo.
—Nunca son buenos tiempos para estar tranquilo.
—Eso también es verdad —mostró un punto de solidaridad con él.
Ya no volvieron a hablar.
Rodrigo Casamajor enfiló la parte alta de la ciudad y pronto acabaron dejándola atrás. Subían por las faldas del Tibidabo, en dirección a Valvidrera. Ahora circulaban solos por la carretera, así que no era descartable que el perseguido se diera cuenta de que le seguían. El taxista le dio cierta ventaja, de manera que en algunas curvas incluso le perdieron de vista. El elegante Fiat 1100, sin embargo, mantuvo tanto su curso como su velocidad, hasta llegar al pueblo. Allí tomó una calle a la izquierda, hundida nuevamente por la zona montañosa, y al cabo de unos trescientos metros se detuvo frente a una elegante torre con las paredes cubiertas de hiedra. El automóvil quedó perpendicular a la entrada, con el morro apuntando a la puerta del muro exterior.
—Siga, no se detenga —le ordenó Miquel Mascarell al taxista. Temió que Rodrigo Casamajor le viera, que una mirada distraída en dirección al taxi que rodaba por su calle le delatara, así que se hundió lo más que pudo en el asiento posterior del vehículo aunque sin dejar de mirar de reojo a su objetivo. Por suerte no sucedió nada. El industrial abría en aquel momento la doble cancela de la entrada inmerso en sus propios pensamientos y ajeno a la persecución. Cuando volvió a su coche y lo introdujo en el jardín de la torre, el taxi ya dejó de rodar calle arriba.
Estaba lejos de Barcelona, pero pedirle que le esperara, cuando lo que iba a hacer quizás fuese… complicado, era asumir un riesgo innecesario.
—¿Qué le debo?
Pagó la carrera y esperó a que el taxista realizara la maniobra de girar para regresar por donde había venido. No hubo más preguntas ni comentarios. Cuando el coche negro y amarillo desapareció de su vista se puso en marcha y caminó por la acera, pegado al muro de la señorial casa, con el agradable frescor de las alturas y el anochecer serenando sus ideas y su cuerpo, aunque no su encendida alma. Pensó que si Rodrigo Casamajor había abierto la cancela él mismo en lugar de hacer sonar su bocina, era porque no tenía servicio, o quizás que dada la hora…
Se equivocó.
A menos de veinte pasos de la entrada, ésta se abrió y por ella salió una mujer con uniforme de doncella, delantal y cofia. Miquel Mascarell se detuvo en seco y se agachó para fingir que se ataba un zapato. No fue necesario seguir con la comedia porque ella ni siquiera le vio. Echó a andar con paso muy vivo en dirección al pueblo, dándole la espalda.
¿Existía la suerte?
Rodrigo Casamajor era soltero. El Chinchilla le había dicho que estaba prometido «a una Permanyer». Había perdido las referencias de la Barcelona burguesa y cosmopolita, así que «los Permanyer» debían de formar parte de la nueva élite. Tanto daba. Si existía la suerte, tal vez en la casa sólo quedara Rodrigo una vez la doncella le hubiera preparado la cena.
Llegó a la cancela.
Observó la mansión.
Dos plantas, noble, casi centenaria. Un lugar ideal para pasar los veranos, lejos del calor de la ciudad. Rodrigo, Ricardo, Álvaro, todos vivían muy bien. La posguerra les había hecho ricos.
Puso una mano en la puerta y la abrió.
Primero se coló en el jardín. Después caminó hasta la casa. En la de Álvaro Gomis se había beneficiado del calor, las ventanas abiertas, la soledad del entorno.
Allí se repetía todo. Las mismas condiciones.
Rodeó la mansión por la derecha, porque allí los árboles eran más tupidos y la penumbra mayor. Se asombró de que todas las ventanas estuviesen abiertas. O los ricos no tenían miedo de que les robaran, o los ladrones sabían muy bien con quién meterse y con quien no. El desparpajo de la soberbia frente al miedo de la pequeñez.
Finalmente una voz.
De hombre.
Una voz airada.
Se encaramó al alféizar de una ventana poniendo en ello todo su empeño y sus fuerzas, como la tarde anterior en el terrado del edificio de Genoveva Clará. Lo consiguió. Quedó tumbado en una posición incómoda hasta que logró apoyar bien una pierna; luego la pasó al otro lado y se dejó caer suavemente. Se encontró en una habitación sencilla, con una cama, un armario, un perchero y una mesilla de noche.
Olía a rancio, a no haber sido usada en mucho tiempo.
La voz del hombre se hizo más audible al abrir la puerta de la habitación.
—¡Lo dice el periódico! ¡Álvaro, Ricardo, la puta, ellos dos, pero nada de ese cabrón! ¡Eso lo confirma! ¡Por si quedaba alguna duda, eso lo confirma!
El pasillito era breve. A un lado, más habitaciones, una sala y la puerta de entrada. Al otro, el lugar del que provenían los gritos del dueño de la casa.
—¿Estás seguro de que no le viste salir? ¿Cómo es posible? ¿Dónde se metió? ¡Por Dios, no es más que un viejo! ¡Tuvo que matarles él! ¡A tus hombres tuvo que matarles él y luego…!
Avanzó sin hacer ruido, conteniendo la respiración, aunque con sus gritos, Rodrigo Casamajor era imposible que pudiera escuchar nada más, ni siquiera una tormenta que se abatiese sobre su casa. Era la voz de alguien más enfadado que desesperado.
Muy enfadado.
Miquel Mascarell respiró con alivio.
Allí no había nadie más.
El hijo de Hilario Casamajor no se habría atrevido a gritar de aquella forma, ni a decir lo que estaba diciendo, si en la mansión quedara un solo empleado o una criada.
—¡Si me relacionan con esos dos tipos…! —Las pausas eran intermitentes—. ¿Estás seguro?
Metió la cabeza por un lado de la puerta.
Era un despacho, y también un impresionante salón, con biblioteca, una mesa con tapete verde para juegos de cartas, butacas, sofás, chimenea, muebles y cuadros lujosos…
—¡Pero ahora no hay ningún culpable, ésa es la clave! ¡Me dijiste que eran dos buenos elementos, y los mató un maldito viejo!
Miquel Mascarell sacó la pistola y la aferró con la mano derecha. Se pegó a la pared.
Rodrigo Casamajor seguía, y seguía, y seguía.
—¡Sí, la policía puede pensar que es un lío entre ellos, un ajuste de cuentas, es lo lógico! ¡Todo el mundo sabía lo que se odiaban! Pero ¿cómo se justificará la presencia de tus dos hombres allí? ¿Y si alguno habló con una novia, alguien…? —Otra pausa—. Te lo repito, ¿estás seguro?
Fuera quien fuese su secuaz, su perro de presa, intentó tranquilizarle una vez más.
Lo consiguió a duras penas. O tal vez era porque a su amo ya no le quedaban fuerzas para continuar gritando fuera de sí.
—Está bien. Mañana hablaremos. ¡Pero será mejor que…!
Ya no hubo más.
Colgó el teléfono.
O más bien decir que lo aporreó una, dos, tres veces antes de dejarlo en paz y derrumbarse sobre una butaca, encendido, lleno de toda su rabia.
Fue el momento en que Miquel Mascarell salió a la luz.
Con la pistola por delante.
Entró en la sala, se aproximó despacio y en silencio al dueño de la casa y se detuvo a cinco pasos de él, a la espera de que se apercibiera de su presencia y levantara la cabeza.
Tuvo que ayudarle, porque la tenía hundida en una mano.
—Buenas noches, Rodrigo.
La mirada fue de estupefacción.
Como si se le hubiera aparecido un fantasma.
Luego vino la tensión en el cuerpo, el envaramiento, la marcha forzada de sus pensamientos tratando de hilvanar una secuencia lógica que justificara aquello.
Demasiado para unos rápidos segundos.
Y más con un arma apuntándole a la cabeza.
—¿No vas a decir nada, Rodrigo? —habló de nuevo él.
Por lo menos no fingió que no le conocía.
—Salga de aquí.
La voz era trémula. Tanto como rabiosa.
—¿Por qué? He venido a darte las gracias —continuó despacio el aparecido—. Gracias por sacarme de aquel maldito infierno.
—No sé de qué me habla.
—Vamos, hombre. El juego ha terminado y lo sabes. Todo te salió a la perfección menos por un detalle: el golpe que me dieron tus hombres en la cabeza no me dejó del todo inconsciente. Y encima me pusieron el arma en la mano. —La movió para que reparara en ella—. Eso y que eran dos imbéciles hizo más fácil las cosas.
—Está muerto, inspector.
—Gracias por recordarme el rango.
—No sea iluso. —Forzó una mueca por primera vez.
—¿Tan seguro estás de tu fuerza?
—Aún puede escapar. Váyase.
—Tú mismo acabas de decírselo por teléfono a tu esbirro: no hay ningún culpable. Nada ni nadie me relaciona con esos cinco muertos. ¿Para qué voy a huir? Puedo ir a la policía y contarles toda la historia.
—¿Y quién iba a creerle, por Dios? Tampoco nada ni nadie me relaciona a mí con ello. Y además, ¿quién es usted? Yo soy alguien. Mucho más que alguien. Usted es un maldito rojo cabrón que odiaba a mi padre, y que ha vuelto porque también me odia a mí. Le fusilarán antes de que abra la boca. —Cuando se reivindicó la figura de Hilario Casamajor quedó claro que todo había sido una artimaña, un montaje—. Ahora usted, el hombre que lo encerró y prácticamente le mató, regresa a Barcelona sediento de sangre.
—Tu padre era un ladrón y un estafador que arruinó a mucha gente.
—¡Cállese!
—Da lo mismo, Rodrigo. Puede que a alguien le interese la historia. Porque la sé toda, ¿comprendes? Toda. Y no hace falta ser muy listo para que incluso la policía fascista la entienda. Cerebro no les falta. Lo tienen oscuro, pero está ahí. La mitad de tu plan te ha salido bien: te has deshecho de tus competidores. La otra mitad, la venganza personal, no.
Reapareció la mueca de sarcasmo.
—Usted no sabe nada.
—Sí, lo sé.
—Si lo supiera no estaría aquí. Quiere sonsacarme.
Miquel Mascarell miró a su izquierda. Rodrigo Casamajor seguía sentado en la butaca. Cogió una silla y se instaló en ella sin dejar de apuntar al dueño de la casa.
—¿Qué hace?
—Me pongo cómodo.
—¿Para qué? No va a matarme. Su única posibilidad consiste en largarse.
—¿Y que me persigan como lobos? No, hijo, no.
—Tengo dinero. —Hizo una mueca de disgusto—. Con dinero todo es más fácil. —Señaló un mueble a su espalda—. Ahí tiene el suficiente para vivir el resto de su vida. Desaparezca y disfrútelo.
—Va a ser verdad que los bajitos tenéis mala leche y complejo de inferioridad.
Llamarle «bajito» le hizo daño.
La mirada se hizo oscura, preñada de un odio irracional, casi demente.
—Es usted patético.
—¿Cuánto tiempo llevabas detrás de Ricardo y Álvaro? ¿O todo fue casual, un azar del destino? ¿Fue el día en que viste a Álvaro con esa mujer en Las Siete Puertas? Tú creíste que se trataba de Patricia, la mujer de Ricardo. Te acercaste para saludarla, o quizás hacerle comprender a él que le estabas viendo o descubriendo con su cuñada. Y para tu sorpresa… no era Patricia Amorós, sino un perfecto o casi perfecto doble. ¿El plan apareció en ese momento en tu retorcida mente?
Había logrado interesarle.
Así que continuó.
—Tú no eres tonto, Rodrigo. Lo que sea menos tonto. Si has sido capaz de reflotar los negocios de tu padre… —Basculó la cabeza un par de veces de arriba abajo—. ¿De dónde había salido aquella mujer? ¿Cómo era posible que existiera alguien tan parecido a Patricia Amorós? Lo tuviste fácil. Curiosidad o no, te dio en la nariz que allí podía haber algo. Buena intuición. Para confirmarlo te bastó con seguirla, a ella, a él o a los dos, y comprender el montaje. Y no descarto que seas tan putero como Ricardo Solana, y que acabases en el Parador o en el Navarra, aunque es más difícil. Así que sigamos con lo más lógico. Viste a la doble de Patricia, de la que Álvaro se había ya enamorado, con Ricardo Solana, y te bastó con indagar un poco para que todo se hiciera evidente. Álvaro Gomis ignoraba dos cosas: que Celia Arteta fuese una puta y que se la hubiese mandado Ricardo para seducirle y espiarle. Si lograbas enfrentarles de una vez por todas… ¿Cuál fue tu primera idea? ¿Tal vez asesinar a Celia Arteta para destapar la verdad y que ellos se enfrentaran entre sí? ¿Matarla primero a ella y luego a uno de ellos, para que culparan al otro? Tal vez. Pero eso no era seguro, porque por bien que lo organizases el presunto asesino pagaría los mejores abogados y, escándalo aparte, quizás quedara libre. Además, aunque saliese bien, el plan no eliminaba toda la competencia, sino tan sólo una parte. En cambio si morían los dos… Sí, ésa era la jugada perfecta. El orden era el mismo: matar a Celia Arteta, pero hacerlo de forma inteligente, que pareciera un accidente o, como mucho, un suicidio. Una vez muerta ella, alguien tenía que levantar un poco de polvo, agitar las cosas, devolverlas a un primer plano. Y aquí intervengo yo.