Se olvidó de la pistola. El cierre de la puerta del piso y el nuevo taconeo de Patro le hicieron relajarse otra vez. La muchacha apareció en la sala llevando una bandejita con algodón, un frasquito de mercromina y una botellita de alcohol o agua oxigenada.
—Mi vecina tiene hijos, y siempre se están haciendo daño —justificó su escapada.
—Estoy bien.
—¡Cállese! —fue tajante.
Se calló y la dejó hacer.
Patro se inclinó sobre él. Su escote, sus senos, quedaron casi pegados a su rostro.
Pero más allá de ellos, lo que le hizo suspirar profundamente fue su aroma. Ni siquiera le importó el dolor; cuando ella palpó el bulto, lo limpió frotándolo con el agua oxigenada y luego le aplicó la mercromina.
—Podían haberle matado —gimió.
—No querían matarme.
—¿Ah, no? —Se separó un poco para mirarle.
—Alguien pretendía que yo cargara con el mochuelo.
—Ahora me lo cuenta.
Acabó su tarea y lo hizo a conciencia. Cuando terminó dejó los utensilios en la bandejita, y ésta sobre una mesa pequeña en la que destacaban algunas fotografías.
Miquel Mascarell reconoció a María y a Raquel, de niñas, y en otra descubrió a María en el día de su boda.
Patro cogió una silla y se sentó frente a él.
Se inclinó hacia delante y le tomó las manos.
—¿Qué ha pasado?
Se lo contó, desde el momento en que se separaron en la calle después de cenar.
Toda su investigación, la sorprendente historia de Ricardo Solana y Álvaro Gomis, hasta llegar a la muerte de ambos en el piso de Genoveva Clará. Patro le dejó hablar, sin interrumpirle, aunque de tanto en tanto, según los giros de la historia y las alternativas derivadas de ella, sus ojos, su semblante o los leves gestos de sus manos, apretando las suyas, delataron lo que sentía. Cuando él terminó el relato, con la huida por el terrado de la casa, dejando cinco muertos a su espalda, se echó para atrás y le soltó.
Se quedó con el ceño fruncido.
Y también con un profundo deje de preocupación.
—Esto no pinta bien, ¿verdad? —comentó la joven.
—No —reconoció su visitante.
—Pero usted se ha pasado un montón de años preso. ¿Por qué…?
—Tal vez por eso mismo, porque he estado muchos años fuera de circulación y ahora he vuelto a Barcelona. Soy el perfecto candidato.
La joven se mordió el labio inferior. Cualquier nueva pregunta o consideración a lo explicado por él era tal vez superflua, más producto de la ansiedad que otra cosa.
—Me alegro de que haya venido aquí —dijo.
—No podía volver a la pensión sin saber qué está pasando, si me buscan o no. Es demasiado riesgo. Nadie me vio entrar en casa de la amante de Solana, ni tampoco salir, pero quien mueve los hilos de esta trama no tardará en volver a mover ficha. Había un tercer hombre en la calle, el que avisó a la policía. Por supuesto que al no ver bajar a sus compinches debió de darse cuenta de que algo había salido mal. En cuanto la policía haga pública la identidad de los cinco muertos y no aparezca mi nombre, el inductor de todo comprenderá que yo maté a sus dos lacayos y estoy libre. No sé nada, ignoro de qué va esto, pero no caí en esa trampa y soy peligroso. Si la policía no va a por mí lo hará…
—¿El asesino?
—El plan era que yo cargara con las muertes de Solana y Gomis. Genoveva Clará tenía que morir por el simple hecho de que estaba allí. Parece un plan perfectamente urdido. Por mucho que yo cuente la verdad, lo más lógico es que nadie me hiciera caso. No soy más que un viejo rojo que ha regresado a Barcelona y a los tres días ha aparecido en medio de un asesinato múltiple. De hecho, de cara a la policía y si les da tiempo a investigar a fondo, lo lógico es que yo siga siendo el principal sospechoso.
—¿Por qué?
—Fui a ver a Gomis, estuve en casa de Solana hablando con su esposa… He dejado un rastro.
—Un rastro que no contará si aparece el asesino real.
—No tengo muchas alternativas, Patro —fue sincero.
—No se me desanime ni se me desaliente —le pidió ella—. Usted no, por favor.
—Llevo mucho tiempo fuera. —Hizo un gesto cargado de dolor—. Todo ha cambiado, la gente, hasta los nombres de muchas calles, Barcelona entera…
—Las ciudades no cambian.
—Sí lo hacen, pequeña.
—Yo estoy aquí, y sigo siendo la misma. —Se inclinó de nuevo y en esta ocasión le acarició la mejilla con ternura—. Y no me llame pequeña.
—Perdona.
Patro sonrió con dulzura.
—No soy un ángel —admitió—, pero es lo que hay. Me alegro de que haya venido.
—No tenía adonde…
—¡Chis! —Se puso un dedo en los labios cortando sus palabras—. No lo estropee.
Sus miradas se entrelazaron. Seguía cansado, todavía le dolía la cabeza, las preguntas rebotaban por las paredes de su cerebro, pero se encontraba mejor, mucho mejor. Ver a Patro le serenaba.
Igual que una puesta de sol o un amanecer.
Nunca como hasta ese momento había sabido apreciar la verdadera belleza.
—Se quedará esta noche —dijo ella.
—Sí.
—Ésta y las que haga falta —insistió—. Puede ocultarse perfectamente aquí, sin dejar rastro.
—No quiero comprometerte.
—No lo hará —susurró manteniendo su sonrisa—. ¿Quiere escuchar la radio mientras preparo la cena?
—¿No has de ir…? —Se detuvo, aunque no a tiempo.
—¿A trabajar?
—No quería…
—No, no iré a trabajar. —Se levantó.
Entonces hizo algo extraño, una vez más.
Se inclinó sobre él, le dio otro beso en la mejilla, como en su despedida del 39 o su reencuentro de unos días antes, y salió del comedor para dirigirse a la cocina.
Patro no se moría ya de hambre, como en la guerra o la posguerra. Siendo tan guapa, y a sus veintisiete años, clientes no le faltarían. La cena era exquisita, con productos de los que habitualmente no se encontraban en las tiendas ni se proporcionaban con la cartilla de racionamiento. Todo aquello provenía del estraperlo. Y estaba tirando la casa por la ventana para agasajarle. Incluso tenía pan.
Bendito pan.
No dejaron de hablar, de casi todo, una vez aparcado el tema central y sus angustias. Era el momento del relajamiento, de la calma, aunque fuera impuesta. Una tabla de salvación en mitad de la tormenta. La noche era plácida. Por los ventanales abiertos se colaba el silencio y se veían las estrellas. Miquel Mascarell pensó que si cerraba los ojos acabaría retrocediendo en el tiempo y se volvería a ver en su casa, con Quimeta, en aquel último verano, el del 36, antes de que estallara la guerra.
No estaba en su piso de la calle Córcega, ni con Quimeta, pero de alguna forma experimentó lo mismo que al llegar, cuando la muchacha le había sostenido y conducido hasta la butaca. El hecho de sentir que volvía a algo parecido a una casa.
Un hogar.
Patro se había cambiado. Ya no llevaba aquella ropa exquisita, sino una falda y una blusa de lo más corriente, cómodas. También calzaba unas pantuflas viejas. Era una buena cocinera. Lo mejor, sin embargo, era que rezumaba armonía, candor y calor. Cada vez que le sonreía era una bendición. Cada gesto de sorpresa o inocencia, un regalo. Le costaba imaginarla en brazos de otros hombres, con la piel curtida por años de relación con ellos. No los llevaba a su piso, por ética, quizás por la vecindad, tal vez porque allí habían vivido sus padres y sus hermanas. Pero allá donde se acostase con ellos tenía que ser otra, cambiar, hacerse fuerte y dura o ceder, qué más daba. Cambiar para dejarse humillar. Cobrar por dar amor, o fingir que lo daba. Muchos hombres eran como Ricardo Solana. Podían pagar y pagaban.
Pero otros no eran más que perros solitarios.
Como él.
Perros tristes y apaleados que necesitaban de una voz susurrante, unas manos capaces de acariciar y un cuerpo en el que sumergirse para vivir, olvidar, recordar que un día fueron seres humanos.
—¿Por qué me mira así?
—¿Cómo?
—Asombrado, perplejo, no sé.
—Asombrado sí.
—¿Y por qué?
—Me parece un sueño.
—Tampoco es para tanto. —Patro miró la comida con un deje de orgullo—. Aunque me gusta cocinar.
—No me refería a la cena.
—¿Entonces a qué?
—Pues a estar aquí, contigo, como si esta fuera una noche más.
—Bueno. —Se encogió de hombros—. Piense que es una noche más, y que estamos cenando, que el verano es agradable… Yo me alegro mucho de que esté aquí. Lo que tiene que hacer usted ahora es no estar preocupado. Seguro que lo soluciona todo.
No supo si era inocencia o el hecho de que creyera y confiara en él. Volvió a ver a la Patro Quintana del 39.
—Hace ocho años y medio murieron todos, Cortacans y su hijo Jaime, Ernest Niubó… ¿Volviste a saber algo de la mujer de este último?
—No. Nada. Primero tuve miedo, después todo se hizo calma, desaparecieron de mi vida. Con el tiempo aprendí a olvidar y a seguir.
—¿Querrías salirte de lo que estás haciendo ahora?
Se encontró con su mirada más seria. Quizás la pregunta fuese inoportuna. Pero desde luego era absurda. Lo comprendió al momento.
A pesar de que ella se abrió como una fruta madura.
—Claro que quiero.
—Perdona.
—¿Cree que me gusta que me toquen y me hagan…?
—No sigas, por favor.
—No dejo que me besen, ¿sabe? —continuó—. Es lo único. Pero hay de todo, hombres buenos y malos, exigentes y asustados, soberbios y tímidos, fascistas y de los que se echan a llorar y ni siquiera pueden… Sin embargo le diré algo: no busco un hombre rico que me ponga un piso, como la mayoría, porque eso es tan falso como lo otro. Aún tengo sueños, y esperanzas… Me queda mucho por vivir y…
Un brillo húmedo afloró en sus pupilas.
—Me alegra oírte decir eso.
—¿Recuerda lo que hablamos el otro día? Si hubiera tenido un padre como usted, o familia, o amigos. Pero no tuve nada. Me quedé sola con mis hermanas. También le dije que ser guapa sólo servía para una cosa, porque los hombres a veces son muy buenos, pero en la mayoría de las ocasiones se comportan como bestias. Para muchos no soy nada, un pedazo bonito de carne al que quieren hincar el diente.
—No sigas.
—No importa. —Volvió a encogerse de hombros—. Quizás sea una soñadora, pero me gusta mirar cara a cara a la realidad. Y si puedo, quitar hierro a las cosas. Cuando un problema se entiende, la solución es más fácil, ¿no?
—Eres una filósofa. —Recuperó su sonrisa.
—¿Quiere algo más? —Se levantó para llevar los platos a la cocina.
—No, gracias. No podría.
—No tengo café, ni té, ni achicoria…
—Estoy lleno.
—No querrá salir a dar una vuelta, ¿verdad?
—¡No!
—Bien, porque con ese chichón de la cabeza… Voy a examinárselo de nuevo. ¿Quiere ver su habitación?
—Bueno.
La acompañó a la cocina. Patro dejó los platos y luego cruzó el pasillo. La última vez, cuando aún vivían en la casa María y Raquel, estuvo en la habitación de la joven y recordaba la puerta, pero lo llevó a otra. Cuando abrió la puerta descubrió que se encontraba en la de matrimonio, la principal.
—Es la de mis padres —dijo la muchacha—. Yo siempre he dormido en la mía. Aquí estará muy cómodo.
—Gracias.
—¿Por qué no se quita esta ropa y se pone ya el pijama? Así podré planchársela y mañana estará como nueva. En ese armario aún quedan cosas de mi padre, pijamas, calcetines…
—Bien —fue lo único que pudo decir.
—Vuelvo en cinco minutos a por su traje y para echar otra ojeada al chichón.
Salió y le dejó solo.
Cinco minutos.
No perdió el tiempo. Patro era capaz de abrir la puerta sin preguntarle si estaba o no visible. Se desnudó, dejó la camisa y los pantalones sobre la cama y examinó el armario. Tuvo que vencer su aprensión. Olvidarse de que era la ropa de un hombre muerto hacía años. Tampoco es que hubiera mucho. La guerra lo había vaciado todo. Encontró un pijama, viejo, con remiendos, que le venía un poco grande, pero se conformó. Por lo menos disponía de un cordoncito para anudárselo en la cintura y evitar que se le cayera. Los cinco minutos pasaron rápidos, pero fueron exactos. Su anfitriona sí llamó, con los nudillos.
—Pasa.
Patro abrió la puerta.
No se río de su aspecto, ni le miró ni hizo comentario alguno al respecto. Llevaba la pistola en las manos.
—Señor Miquel…
—Dame eso.
—Lo siento, he cogido su chaqueta para planchársela y… —Le entregó el arma.
—Tranquila.
—¿Por qué se la ha llevado?
—Por si acaso. —La examinó por primera vez y comprobó que sí, que disponía de una última bala—. Me sentiré mejor llevándola.
—Bien.
—¿Qué tal? —Trató de cambiar el sesgo de la escena abriendo los brazos para que le viera con el pijama puesto.
—Horrible —reconoció ella—. Pero es lo que hay. Venga. Regresaron al comedor. La pistola acabó sobre la mesa. Le hizo ocupar una silla y en esta ocasión le examinó el golpe por la espalda. Miquel Mascarell notó sus dedos, primero apartando el pelo, segundo comprobando la herida, tercero palpando el entorno. No le hizo una nueva cura.
—Está muy bien —se tranquilizó.
—Ya te dije que tenía la cabeza dura. Siempre ha sido así.
—¿Quiere acostarse ya?
—Mejor, sí —se rindió a la evidencia de su cansancio—. ¿No te importa?
—No. Yo también soy dormilona y por lo general me acuesto muy tarde, en plena madrugada. Descansar siempre es bueno.
—¿Dónde está el retrete?
—La segunda a la derecha. Voy a plancharle esto ya, por si acaso.
—Gracias.
—Ande, vaya.
Caminó hasta el retrete. Se sentó en el inodoro y pasó cerca de cinco minutos esperando vaciarse por dentro. Cuando lo hizo se sintió mejor. Se limpió, salió del pequeño espacio, entró en la cocina y se lavó las manos. Iba descalzo, así que no hizo el menor ruido al deslizarse por las losetas del piso. En lugar de llamar a Patro, lo que hizo fue buscarla. La encontró en una habitación que hacía las veces de cuarto de plancha y trastero. La vio de espaldas, aplicada en devolverle a su traje el más lustroso de los aspectos. Por un momento se sintió tentado de llamarla, entrar, seguir hablando.
Luego decidió que no.
Regresó a la que iba a ser su habitación y se coló dentro sigilosamente. Ya era suficiente por una noche.