El taponazo fue seco.
El puñetazo de Bernardo llegó ya sin fuerzas a su rostro. Nació con rabia y fuerza pero murió en el camino. Apenas si le rozó. La bala en cambio le alcanzó de lleno en el pecho. Miquel Mascarell se echó hacia atrás. Habría caído al suelo de no encontrarse con la pared del pasillo. Bernardo, por contra, trastabilló bajo el marco de la puerta de la cocina, primero empujado por el disparo, segundo al tropezar con los pies de la muerta; cuando su cuerpo giraba de forma agónica se desplomó sobre ella.
Quedó boca abajo, encima de Genoveva Clará, como si le hiciera el amor. Miquel Mascarell le miró con su atisbo final de sorpresa. Las lucecitas regresaron a sus ojos, y el zumbido se apoderó de su resistencia. Ya no podría seguirles. Adiós al incógnito. Cuando Bernardo no se reuniera con su compañero, éste subiría a buscarle.
Tenía que…
Demasiado tarde.
Por la puerta del piso apareció José María, antes de lo esperado.
—¡Mierda!, ¿quieres venir de una vez y dejarte de…?
Sus miradas se encontraron.
Y esta vez, la ventaja estaba de parte del superviviente.
Sólo tuvo que levantar la mano de nuevo y disparar.
Dos veces.
Para estar seguro.
La primera le dio en el estómago. La segunda en el ojo derecho. No fue premeditado. Puro azar. José María se desplomó igual que un saco después de golpear con la pared del recibidor.
Dos muertos en un par de minutos. Todo un récord. Ni en sus tiempos de inspector.
Y quedaba el de abajo, pero ni podía salir a la calle como si nada, descubriéndose, ni tampoco irse sin más.
Se arriesgó. Primero cerró la puerta, para evitar sustos inesperados. A continuación se guardó el arma en el bolsillo y se agachó para registrar a José María.
Recuperó la gargantilla y se encontró con algo más.
Dos notas.
Escritas a mano, con la misma letra que había redactado las suyas y los sobres.
En una leyó:
Álvaro, tienes razón, soy un cerdo. Te debo algo. Te espero hoy a las seis y media en un piso que tengo en la calle Consejo de Ciento 449, 4.º 2.ª. Es la casa de una buena amiga, Genoveva Clará. No faltes. Sé puntual. Te juro que te compensaré por todas.
En la otra nota el texto decía:
Ricardo, por tu bien y el de Patricia, te espero hoy en casa de tu amante, a las seis cuarenta y cinco. Como ves, lo sé todo, así que no trates de no hacer caso a esto.
Dos notas, dos citas. Tres con la suya.
Y tres muertos con un presunto culpable.
Él.
El comisario Amador habría tirado la llave a la alcantarilla después de encerrarle.
Eso si no ordenaba fusilarle de buenas a primeras.
Buscó la cartera de José María. La encontró. Lo único que había en ella, además de cincuenta pesetas, era su documento nacional de identidad. José María Cañas Velarde. Se quedó las cincuenta pesetas y le devolvió la cartera. Luego se levantó y fue a por Bernardo. No se molestó en apartarlo de encima de Genoveva Clará. Ya no podía sentirla. Ni a ella le importaba. Sus bolsillos estaban limpios y en la cartera, lo mismo que su compañero, lo único que encontró además de treinta pesetas fue su identificación, Bernardo Llorca Paniagua.
Se quedó con el dinero y le devolvió la cartera.
—¿Qué más? ¿Qué más? —rezongó.
¿Cuánto rato había estado inconsciente o seminconsciente? No demasiado, eso seguro. Quizás unos segundos tan sólo. Su bendita cabeza dura y su reflejo al evitar el impacto de lleno. De todas formas quiso asegurarse. Regresó a la sala y contempló la escena. Estaba tal cual la recordaba al entrar. No quiso asomarse al balcón, por si acaso.
Miró en los bolsillos de uno y otro muerto. José María ya les había quitado las notas de la cita, así que lo único que encontró en ambos fueron sus carteras, con sus documentos y algunos papeles. En la de Álvaro contó casi doscientas pesetas. Se llevó la mitad. En la de Ricardo casi trescientas. Hizo lo mismo.
Los tiempos eran difíciles y a ellos ya no les iban a hacer falta. Por último caminó otra vez hasta la cocina. Tenía sed, mucha sed, pero no se atrevió a beber un vaso de agua.
«¡Vete, vete, vete!».
Esta vez sí, mejor se iba.
Se había librado de…
Llegó al recibidor y abrió la puerta sigilosamente. El rellano estaba despejado. No escuchó nada. Iba a cerrarla a cámara lenta cuando un sonido quedo, ahogado, proveniente de las plantas inferiores, sí le alcanzó de lleno.
El susurro, como de pasos precipitados, se escuchó de nuevo, más vivo. No tuvo más que asomarse a la barandilla.
Por el cuadrado de la escalera vio a los hombres, sus uniformes grises, sus armas en la mano, su prisa, subiendo los peldaños de dos en dos.
Ya estaban en la primera planta.
No podía meterse en el piso, ni bajar como si tal cosa. Su única salida era subir, subir y confiar en la suerte: que la escalera tuviera un terrado, y un acceso sin cerrar para escapar por él.
Dejó la puerta abierta. Evitó el menor ruido y se pegó a la pared. Él también subió los escalones de dos en dos, sin importarle el cansancio o que le diera un infarto.
Prescindió incluso del vértigo, el mareo o el dolor de cabeza producido por el culatazo. Cuando llegó a la planta superior y vio la puerta del terrado se sintió aliviado, pero se quedó muy quieto porque los policías ya estaban en la de abajo.
Siseos.
—¡Cuidado!
—¡Está entornada!
—¡Atentos!
Miquel Mascarell puso una mano en el tirador de la puerta del terrado. Lo bajó.
Y la abrió.
No podía gritar de alegría, pero interiormente lo hizo.
Salió al terrado y la ajustó de nuevo, por si acaso. Luego echó a correr hacia uno de los lados. Por delante era inútil, y por detrás lo mismo. Su única posibilidad pasaba por encontrar una forma de saltar a una de las dos casas contiguas. Si los muros eran demasiado altos o la diferencia de altura de los edificios era mucha, le atraparían allí y sería el fin, porque tarde o temprano algún policía subiría para echar un vistazo.
El muro que separaba las dos casas era lo suficientemente alto como para impedirle coronarlo por las buenas, pero no tanto como para que no pudiera intentarlo.
Miró a su alrededor, jadeando, mareado, con la cabeza a punto de estallarle. A unos pocos metros localizó dos cestas.
Quizás bastaran, si soportaban su peso.
Fue a por ellas y las colocó una encima de la otra bajo la pared. Subió despacio, sabiendo que una caída acabaría de complicar las cosas, y se sostuvo tanto en la primera como ya coronando la segunda. Desde allí no tenía más remedio que jugársela. Un salto y nada más, porque con él, las dos cestas saldrían impelidas hacia atrás. Por un lado le convenía, por si la policía aparecía antes de hora. Por el otro, si fracasaba en su empeño…
Contuvo la respiración, extendió las manos y saltó.
Consiguió quedar suspendido por encima de la pared, medio cuerpo de un lado y medio del otro. Adiós a su impecable traje. Reptó de lado, poniéndose paralelo al muro, y luego se enderezó hasta sentarse coronándolo. El salto no era fácil. Miró hacia atrás. La puerta del terrado seguía cerrada.
«Flexiona las piernas —se dijo a sí mismo—. Si te rompes una o te dislocas un tobillo…».
Se dejó caer.
No fue un impacto limpio, pero tampoco dramático. Como no pudo sostenerse sobre sus pies se dejó caer hacia delante y rodó sobre sí mismo. Esto, en sus años jóvenes, era una rutina, un entrenamiento policial. Con sesenta y tres toda una lotería.
Quedó medio tumbado en el suelo pero indemne, aunque con la cabeza a punto de reventarle.
El resto fue relativamente fácil.
Encontró la puerta del terrado, cerrada, pero era tan vieja que le bastó una patada para hacer saltar el pestillo. Luego bajó por aquella escalera, golpeándose el traje para sacarse el polvo, adecentándose, pasándose la mano por el pelo y acompasando su respiración. Cuando llegó al vestíbulo suspiró de alivio. La portera estaba en la calle, viendo lo que pasaba en la casa contigua. Ni siquiera reparó en él.
Y no sólo ella era la curiosa. Un enjambre de personas contemplaba los tres coches de la policía y a los hombres uniformados que salían o entraban del edificio de Genoveva Clará.
Miquel Mascarell echó a andar en dirección contraria, hacia la esquina de Roger de Flor.
La trampa no había funcionado. La policía no sabía nada de él. Una trampa desde luego perfecta. Incluso habían sacado a la portera de su garita con cualquier motivo para que no hubiera testigos. Se tocó el bolsillo en el que ocultaba la pistola y por un instante estuvo tentado de arrojarla por una cloaca. No lo hizo. Alguien quería meterle en problemas y quizás tuviera que usarla. Alguien había matado a todos los implicados posibles en la muerte de Celia Arteta, y eso daba un vuelco total al caso.
Su caso.
Porque ahora sí lo era, más que nunca.
Y su única posibilidad pasaba por encontrar al culpable. Se apoyó en una pared cuando estuvo fuera del alcance de cualquier sospecha.
Superó la arcada con dificultad, venciendo al mareo, pero supo que no resistiría mucho más antes de caer redondo al suelo. El dolor de cabeza, la debilidad de las piernas, su cuerpo al límite. Podía coger un taxi y marcharse a la pensión, pero el taxista le reconocería más tarde si la policía se ponía a investigar en serio, y lo haría.
Entonces recordó a Patro.
Ella vivía en Valencia con Gerona, a cinco manzanas de allí. Por la hora, seguramente ya habría salido de su casa. Era un tiro al azar, pero también su única posibilidad de ocultarse y reponerse unos minutos. Descansar.
Pensar.
Nada había cambiado en ocho años y medio.
La misma casa, el mismo vestíbulo de entrada, la misma garita acristalada, las mismas sensaciones. Lo único diferente era la portera. La nueva tendría menos años, unos cuarenta. No le preguntó a qué piso iba porque él pasó por delante de ella con el andar firme y decidido de quien sabe a dónde va. El traje ya no estaba inmaculado, pero mantenía el porte de señor. La dejó atrás e inició la ascensión. Los recuerdos volvieron al detenerse en el rellano del segundo piso, frente a la puerta señalizada con el número 3. Evocó a las hermanas de Patro allí mismo, solas, asustadas, en el infernal enero del 39, diciéndole que no estaba en casa.
María y Raquel.
No tenía esperanzas de encontrarla, ni fuerzas para volver a bajar aquella escalera y tomar un taxi hasta la pensión. Si Patro ya había salido, regresaría tarde, muy tarde, y él la esperaría sentado delante de su puerta, durmiendo de mala manera.
Si iba a la pensión y le cogían jamás desentrañaría aquel lío. Llamó.
Y casi exhaló un suspiro agónico al escuchar un rumor al otro lado. Patro Quintana desde luego estaba a punto de irse. Le abrió la puerta y durante la fracción de segundo que tardó en reaccionar al verle, pudo comprobarlo. Vestía un elegante conjunto veraniego: blusa sin mangas, abotonada hasta la altura del nacimiento de los senos, falda ciñendo su talle y con mucho vuelo en la parte de abajo, zapatos negros de tacón, cabello inmaculado, rostro perfecto, de maquillaje suave…
—¡Usted!
—Hola, Patro. ¿Puedo…? —Sintió que todo su ser desfallecía. Ella se dio cuenta de su aspecto, el sudor empapando su rostro y la camisa, el traje arrugado, los años aplastándolo.
—¡Por Dios! —se asustó—. ¿Qué le ha sucedido? ¡Pase, pase!
Se dejó llevar, porque ella lo tomó del brazo y le ayudó en su último camino, hasta el comedor. Sus manos le sostenían con fuerza. Olía bien, como el día de su encuentro en el paseo de Gracia, tanto que aspiró aquel perfume con fruición, llenándose de su magnetismo. Quizás no fuese más que una colonia barata, pero era lo más dulce y agradable que llegaba a su pituitaria en años. Se fijó en las manos que le sujetaban, delicadas y suaves. Entonces suspiró, como si de alguna forma estuviera en casa.
Una extraña percepción.
—Siéntese, vamos. Voy a por un vaso de agua.
Lo dejó en una butaca. Apoyó la espalda y cerró los ojos. El golpe en la cabeza seguía enviándole ondas por todo el cuerpo, igual que una piedra arrojada en un estanque, provocando un leve oleaje que llega a todas partes, por lejanas que estén.
No quería dormir. No era bueno dormir después de un impacto como aquel en la cabeza, pero de haber estado solo lo habría hecho, porque la somnolencia se apoderaba de sus párpados segundo a segundo, espesando sus pensamientos.
Patro regresó a los diez segundos.
—Beba, venga.
La obedeció. Y le supo a gloria. El agua fresca bajó por su cuerpo vivificándoselo.
Primero fueron un par de sorbos rápidos. Después otro más largo. Finalmente apuró el vaso. Los ojos de Patro le miraban llenos de preocupación. Le pasó una mano por la frente, le acarició el pelo y bajó por la nuca en un gesto de cariño. Allí se encontró con el bulto, del tamaño de una pelota de tenis de mesa por lo menos.
—¿Qué es…? —se alarmó.
—Tengo la cabeza dura —quiso tranquilizarla él.
—¿Le han atacado?
—Un poco.
Patro dilató aún más los ojos.
—¿Por lo de Celia?
—Sí.
—¿Y cómo ha conseguido huir?
—Tengo sesenta y tres años, pero no estoy muerto.
Ella no se río con la broma. Palpó la protuberancia y retiró la mano. Al ver los restos de sangre tintando sus dedos se alarmó todavía más. No era mucha, y ya estaba casi seca, pero a fin de cuentas era sangre.
—¡Oh, Dios mío! Espere, vuelvo enseguida.
Echó a correr por el pasillo. No entró en la cocina o en su habitación. El taconeo de sus zapatos se perdió hasta el recibidor. Miquel Mascarell le oyó abrir la puerta del piso. Luego una charla rápida, con alguna vecina. Decidió aprovechar el momento para quitarse la americana y dejarla a un lado, sobre una silla, con la pistola y su silenciador convenientemente ocultos en uno de los bolsillos. Quería comprobar si al arma le quedaba alguna bala, pero no quiso arriesgarse a que Patro le sorprendiera con ella en la mano. José María y Bernardo habían utilizado tres balas, una para Genoveva Clará, otra para Ricardo Solana y otra para Álvaro Gomis. Él había disparado otras tres. La pistola era del 9 corto. Si el cargador estaba lleno al comienzo de todo, quedaba una séptima bala.
Una posibilidad.