—Es lo que somos, ¿no? —respondió ella con un desafío en la mirada.
—Cada cual sabe su historia, señorita. Pero no debería castigarse, ni por la suya ni por la de las demás.
Marga recuperó la verticalidad enderezando la espalda. Era capaz de digerir toda la información y tragarla sin más, afectada o no, herida o no. Le demostró que su cabeza seguía dándole vueltas al asunto.
—¿Celia le haría chantaje a Solana?
—Ya le he dicho que por lo que sé, ellos ignoraban el detalle del embarazo.
—No, la idea del chantaje es estúpida. —Movió la cabeza de lado a lado reaccionando ante sus propias palabras—. Celia era buena actriz, mucho, seguro que haría bien su papel, pero en el fondo como persona también era más inocente y más simple que una vela. Alguna vez me había comentado lo de tener un hijo, cambiar de vida y ser madre. Eso sí lo recuerdo.
—¿Se lo dijo?
—Sí, era uno de sus sueños. Casada o no, aunque mejor casada porque madre soltera… Decía que no le importaba nada la vergüenza, que ser madre la compensaría. Pienso que se ilusionó mucho al ver que el señor Gomis se enamoraba de ella. Hizo un castillo en el aire, igual que el cuento ese.
—El de la lechera.
—Sí. Y cualquiera la desilusionaba.
—¿Sabe dónde se veía con Álvaro Gomis?
—A ciencia cierta, no. Pero es lógico pensar que en sus dos casas, la de ella y la de él. Estaba solo, ¿no?
—¿Se le ocurre algún lugar más? Quizás al comienzo…
—No.
—¿Pudo contarle Celia algo más de todo eso a alguien, otra amiga…?
—Todo es posible, pero no lo creo. Hay competencia, ¿sabe? La suerte de una puede coincidir con la mala suerte de otra. Muchas somos solitarias y… —Dejó de hablar de pronto para doblarse sobre sí misma, abrazándose el vientre y haciendo algo más que una mueca de dolor.
—¿Se encuentra bien? —se alarmó su visitante.
Marga tardó unos segundos en responder.
Estaba blanca.
—¿Quiere algo? —insistió Miquel Mascarell.
—No —logró exhalar resoplando.
—¿Tanto le duele?
—Como… como si estuviera pariendo… —Se llevó la mano derecha a la boca—. Y aún me quedan dos días. Luego… como una rosa. Pero son cinco días asquerosos.
Había ido a su casa en busca de eslabones perdidos, y por el momento no había encontrado ninguno. Sólo un intercambio de ideas y conjeturas. Esperó a que la muchacha se recuperara, la dejó respirar, que se tomara su tiempo. Mientras el color volvía a sus mejillas y enderezaba la espalda, él sacó el dinero del bolsillo.
Cobraban diez pesetas por un servicio.
Le dejó quince.
Quizás no tuviera nada en unos días, pero eso era el futuro. El presente lo tenía allí delante.
Marga Creixel vio los billetes depositados en la mesa.
Forzó una mueca en su rostro.
—Usted parece un hombre diferente —musitó.
—No lo soy.
—¿Está con la Patro?
—No.
—Vi cómo le miraba. Lo parecía.
—Nos conocimos hace muchos años, en otro tiempo.
—¿Tuvieron algo entonces?
—Le salvé la vida.
—Un poderoso motivo —asintió sin entrar en más detalles—. Si no está con ella… ¿Quiere volver por aquí?
Le hizo casi sonreír.
—Lo consideraré un halago.
—Es usted generoso —señaló el dinero.
—Sólo cuando trabajo.
El dolor reapareció, casi tan fuerte como un momento antes. Le cortó el aliento de raíz.
—Marga…
—Debería meterme en cama —gimió por segunda vez la joven.
Miquel Mascarell se levantó.
—Gracias por su tiempo —inició la retirada—. Y lamento que se encuentre mal. Espero no haber contribuido a ello.
Le puso una mano en la cabeza, paternal.
Marga Creixel hizo algo extraño.
Colocó una de las suyas sobre ella, y la presionó con un deje de afecto. Fue muy rápido.
—Acuéstese —dijo él—. Yo ya sé el camino de salida. Buenas noches.
La despedida de la muchacha fue un suspiro.
La calle Hospital estaba a oscuras, y lo mismo la pensión, iluminada por una velita en la recepción y con la señora Rosa envuelta en sus pensamientos al pie del mostrador.
No era muy tarde, pero la sensación de nocturnidad se acentuaba por la ausencia de electricidad. Las Ramblas no estaban mejor. Un crepúsculo con sabor a silencio y cementerio hizo que su ánimo se ensombreciera más y más a medida que llegaba al final del día y se aproximaba la hora de acostarse.
Había vuelto a jugar a policías y ladrones. Había vuelto a recuperar su viejo talante de inspector. Había interrogado, hecho conjeturas, seguido a un sospechoso y puesto en aprietos a un par de testigos del suceso que envolvía a Celia Arteta. Y sí, sabía un poco más que por la mañana. Sí, tenía la historia previa de la conjura. Sí, las piezas encajaban.
Pero sólo hasta el acto previo a la muerte de la muchacha. Como le acababa de decir Marga Creixel, la lista de sospechosos era mínima, y los principales, a tenor de lo escuchado en boca de Gomis o Solana, eran los menos probables.
Al ver a la señora Rosa, fantasmal tras la oscilante luz de la velita, se sintió cansado.
En otros tiempos, su mayor deseo habría sido que pasara pronto la noche para continuar con la investigación al día siguiente, ávido y profesional, seguro de su éxito al término del proceso.
En otro tiempo.
Ya no era un profesional, sino un idiota metido en un lío sin saber cómo. O sabiéndolo, que era peor.
—Buenas noches, señor Mascarell.
—Buenas noches, señora Rosa.
—¿Ya se retira?
—¿Qué quiere que haga?
—Hace muy buena temperatura para pasear o ir al cine.
—¿Sin luz?
—Eso es por la zona, hombre, no en todo Barcelona. —Reparó en la botella de vino—. ¡Huy!, ¿qué trae por aquí?
—Un regalo.
La dejó sobre el mostrador y la mujer la cogió para ver la marca.
—¡Pues menudos amigos tiene usted que le hacen regalos como este! ¡Tiene una pinta…! ¿Se va a montar una fiestecita usted solito?
Miquel Mascarell miró la botella. Luego a la dueña de la pensión. Recordó la sopa de la segunda noche. Aunque se la cobrase.
—¿Quiere que la abra y nos sirvamos un vasito?
—¿Lo dice en serio?
—Claro.
—¡No me lo repetirá dos veces! ¡Pase, pase al comedor! ¡Y llévese la vela, que ya traigo otra y los vasos! ¡Fíjese que estaba yo pensando en lo bien que le iría a mi salud un poco de hongo milagroso y ahora resulta que de hongo nada, que va a ser un vinito! ¡Qué cosas!
Entró en el comedor, dejó el cabo de vela prendido encima de la misma mesa en la que se había tomado aquella sopa, y luego depositó a su lado la botella de vino y el arrugado periódico. Se quitó la americana y la dejó perfectamente colgada del respaldo de otra de las sillas. Una vez sentado esperó el regreso de la señora Rosa.
Antes de que reapareciera la oyó hablar con alguien más.
Reconoció la voz grave y pausada de Gloria Miserachs, y de nuevo la más visceral y audible de la dueña de la pensión.
—¡Nos íbamos a tomar un vinito que ha traído el señor Mascarell! ¿Quiere un vasito? ¡Venga, mujer, anímese, estamos ahí, en el comedor!… ¿El señor Mascarell? ¡Cómo va a importarle, mujer! ¡Es tiempo de compartir alegrías!
Aparecieron las dos. La señora Rosa feliz. Gloria Miserachs cauta.
—Pase, pase —la animó él—. Será un honor.
—No quisiera…
—Que no es ninguna molestia. ¿Qué iba a hacer yo con una botella de vino para mí solo?
—¡Es lo que le decía yo! ¡Qué bien!, ¿no? —Hizo entrechocar las manos la señora Rosa—. ¡Vamos allá!
Se sentaron a la mesa, en torno a la velita y la botella de vino. Un tesoro. La escena cobró visos irreales, con las primeras miradas silenciosas. Iluminados por la débil y oscilante luz, parecían espectros, y sin embargo no lo eran. Sólo eran años, arrugas, el cansancio del tiempo y las circunstancias. Cada cual tenía su historia, su pasado, pero en ese momento no importaba. Una botellita de vino en tiempos de penuria sellaba una alianza extrema, un pacto. La propietaria del establecimiento convertida en una mujer extrovertida y dicharachera; Gloria Miserachs, a caballo de su hermetismo y su soledad, rozando el siempre inquietante punto de la vulnerabilidad; y él…
¿Él, qué?
Dos desconocidas, dos barcos en la noche.
Abrió la botella y escanció parte de su contenido en los tres vasos dispuestos sobre la mesa.
—¿Por qué brindamos? —preguntó la señora Rosa agarrando el suyo. Miquel Mascarell y Gloria Miserachs intercambiaron otra mirada.
—¿Por nosotros? —dijo el primero.
—Y por la esperanza —lo completó la segunda.
—¡Huy, qué solemnes! —cantó la dueña de la pensión—. ¡Por la vida! La vida.
Chocaron sus tres vasos en el aire y bebieron el vino. Miquel y Gloria apenas dos sorbos, largos y generosos, pero no excesivos. La señora Rosa en cambio apuró el suyo. Cuando lo dejó sobre la mesa sus ojillos brillaban.
—¡Qué rico!
Miquel Mascarell se lo llenó de nuevo.
La luz eléctrica, como si de un feliz presagio se tratara, volvió en ese momento.
Llevaba diez minutos en su habitación, enfrentado a una posible noche de insomnio porque la cabeza no paraba de darle vueltas, cuando llamaron a la puerta.
Se levantó de un salto, como impelido por un resorte, eco o derivado de tantos años de cárcel y de obedecer a la menor indicación, pero no se incorporó de la cama. Se quedó sentado en ella, preguntándose…
—¿Quién es?
—Soy yo, señor Mascarell —escuchó la voz de la señora Rosa. La botella había pasado a mejor vida, y prácticamente la mitad se la había bebido la dueña de la pensión. Gloria Miserachs y él subieron la escalera cuando la improvisada fiesta tocó a su fin. La despedida, lejos de las sonrisas y la complicidad del comedor, fue escueta. Tanto como solemne.
De vuelta a la normalidad.
Miró la hora.
No era tarde, pero sí extraño que ella llamase a su puerta.
—Voy. —Se puso en pie.
El pijama era de lo más discreto. Manga larga y pantalón largo a pesar de los calores veraniegos. No tuvo problema en abrir la puerta con él, sin necesidad de ponerse algo más encima. Se encontró con la señora Rosa en el pasillo, con los ojillos todavía achispados. Sostenía un sobre idéntico al de la primera vez, rectangular, papel blanco, de calidad, con su nombre correctamente escrito en la parte frontal y ligeramente abultado.
Miquel Mascarell se quedó sin aliento.
—Lo acaban de traer —dijo la mujer entregándoselo—. Le he dicho que usted estaba en su habitación, que había subido hacía cinco minutos y que por lo tanto aún estaría despierto, pero no ha habido forma. Me ha dicho que no importaba, que él sólo tenía que dejármelo para que se lo diera a usted.
Lo tomó.
Sí, abultaba lo mismo que el primero.
Sintió un ramalazo inquieto.
—¿Por dónde se ha ido?
—Ay, no lo sé.
De todas formas era absurdo pensar en alcanzarle. Ya estaría lejos. Y no podía bajar a la calle en pijama. Antes hubiera tenido que vestirse.
—¿La misma persona?
—Sí, el mismo hombre; normal, corpulento, pelo negro, bigote y de unos treinta años.
No quedaba mucho más que añadir.
—Gracias, señora Rosa.
—Todo está bien, ¿no? —se interesó ella con preocupación.
—Sí, sí, tranquila. Es sólo que no sé quién me manda esto. Pero no pasa nada. Las sorpresas son las sorpresas.
—Entonces con Dios. Buenas noches de nuevo.
—Buenas noches.
Cerró la puerta, regresó a la cama y se sentó en ella, con el sobre quemándole en las manos.
Esta vez no esperó para abrirlo.
Rasgó uno de los lados y dejó que el contenido cayera sobre las sábanas. En el primero había una foto, mil pesetas y dos notas.
En éste sólo una nota y otras mil pesetas.
Cuarenta billetes de veinticinco pesetas cada uno.
Leyó la nota.
Mañana, a las 7 de la tarde, en la calle Consejo de Ciento número 449, cuarto piso, segunda puerta.
Queme o destruya este papel.
La dirección de Genoveva Clará, la amante de Ricardo Solana. Permaneció sentado en la cama dos o tres minutos, esforzándose en pensar, atrapado en un laberinto sin fin. La letra del sobre y de la nota era la misma de la primera vez, clara, pulcra, letra de mano cultivada, con caligrafía delicada y trazos llenos de finas y elegantes curvas junto a rectas perfectas. Ningún indicio más.
Ninguna pista, ningún detalle por mínimo que fuese.
No tenía con qué quemar el sobre y la nota, pero hizo lo mismo que la mañana del día anterior, por simple precaución, por mero instinto, por si aquello pudiera comprometerle de alguna forma. Los rompió en pedacitos minúsculos, siguiendo en este caso las instrucciones dadas, y luego se asomó a la calle Hospital, donde los dejó caer casi de uno en uno para que la brisa se los llevase.
Continuó haciéndose preguntas.
Ninguna respuesta.
Antes de acostarse, sabiendo que ahora sí le sería imposible conciliar el sueño, Miquel Mascarell guardó las mil pesetas junto a lo que le quedaba de las anteriores, en el interior del roto del forro de su maleta.
Se estaba haciendo rico.
Y eso era malo.
Acababa de vestirse y de afeitarse sin jabón, con la cuchilla lacerándole la piel.
Y se le había hecho tarde para…
¿Seguir investigando antes de la inesperada cita de las siete? Entonces aparecieron ellos.
No echaron la puerta abajo, pero casi. La abrieron y entraron en tropel, a la carga. Dos se le abalanzaron y lo sujetaron, como si fuera peligroso o temieran que sacara un arma. Lo derribaron sobre la cama aplastándole con su peso hasta el punto de casi ahogarle. Un tercero comenzó a registrar sus cosas, sin miramientos, por el rápido sistema de cogerlo, palparlo y tirarlo al suelo. La maleta acabó rota, el forro rasgado del todo, las mil quinientas pesetas a la vista.
—El cabrón es rico —comentó el hombre.
No iban de uniforme, pero sus métodos eran policiales. Policiales del nuevo orden, no del viejo.
Él nunca había detenido así a un sospechoso.
—¡Ponte en pie!
Era un mandato estúpido. No podía. Los dos que seguían sujetándole con manos de hierro lo levantaron como si fuera una pluma, denotando su buena forma. Las mil quinientas pesetas fueron a parar a uno de los bolsillos del otro.