Rodrigo Casamajor le aplaudió, sin ganas. Batió sus palmas tres veces antes de dejar caer de nuevo las manos sobre el regazo.
—Cuando empezaste a subir, te preocupaste de saber si el hombre que encerró a tu padre seguía preso o lo habían fusilado. Y si no lo hiciste entonces, quizás lo descubriste un día, por casualidad. Tanto da. Necesitabas una cabeza de turco, y nadie mejor que yo. El plan perfecto: matar a tus competidores y vengarte, dándole a la justicia un culpable claro, alguien a quien nadie iba a creer. Por eso cuando me pusieron en libertad mediante ese indulto, se me ordenó presentarme al comisario Amador. No entendía la razón, que ahora es evidente. Así, cuando me encontraran en el piso con la pistola y los muertos, Ricardo, Álvaro y Genoveva Clará, no quedaría duda de mi culpabilidad. ¿Tenía motivos? No, pero qué más da. Alguna vieja historia de antes de la guerra. Me habrían fusilado sin darme tiempo a abrir la boca, como bien has dicho. —Hizo una pausa para tomar aire—. Llegué a Barcelona y, o bien alguien me seguía ya en el tren, o bien lo hicieron esos hombres que maté ayer nada más poner un pie en la estación. Una vez instalado en mi pensión, al día siguiente ya tenía la carta, el dinero, la foto… y la frase justa para que, por lo menos, metiera las narices en el asunto. Te bastaba con que indagara un poco, hiciera preguntas en el Parador, llegara hasta Álvaro y le pusiera en guardia contra Ricardo… Todo muy simple y elemental. Después de un par de días haciéndome notar, la cosa ya estaba madura. Te bastó con citarnos a los tres en el piso de la amante de Ricardo, porque tú lo sabías todo de ellos, hábil y astuto, como cualquier depredador. Cuando yo llegué, lo más fácil fue lo que falló. El hombre que esperaba abajo, el que avisó a la policía por teléfono, probablemente desde la tasca de enfrente, no supo qué había sucedido porque José María y Bernardo no regresaron. Estaba claro que algo había salido mal. ¿Pero qué? En el fondo, mientras yo estuviese arriba… Sin embargo hoy los periódicos vespertinos ya han dado la noticia, con nombres y apellidos. Cinco muertos. Cinco, incluidos los dos sicarios. Todos menos el viejo policía, que no estaba entre ellos.
Ya no hubo aplausos.
No fue necesario.
—¿Cómo ha dado conmigo?
—No ha sido difícil. Me ha bastado con preguntar a quién beneficiaba la muerte de Gomis y Solana. Un plan tan bien elaborado no se hace sin un objetivo muy claro y muy alto. Patricia Amorós no tiene por qué ser una asesina. Tú sí. Por lo visto media Barcelona sabía que ellos se odiaban, pero también que tú andabas a la zaga para apoderarte de su imperio textil. Los ambiciosos nunca se contentan con poco, o con ser los terceros en la meta. Los ambiciosos lo quieren todo.
—En cualquier selva hay un rey —fue su comentario.
—Un rey capaz de matar a una pobre prostituta embarazada para desencadenar una guerra.
Alzó una de sus dos cejas.
—¿Embarazada?
—¿Te importa?
Movió la cabeza de lado a lado y soltó un bufido. Cuando volvió a mirarle a los ojos reapareció en él su lado superior, el del ser que está, o se cree, por encima del bien y del mal. Una mirada de desprecio, pero sazonada con dosis de cansancio y algo de conmiseración.
—Supongo que se lo ha ganado —rezongó.
—¿El qué?
—Ese dinero que le ofrezco para escapar.
—Sabes muy bien que no tengo adonde ir, y que soy mayor para según qué cosas.
—¿Va a matarme? —Frunció el ceño con inquietud—. Creía que usted no era de esos.
Miquel Mascarell se levantó de la silla con el gesto endurecido. Movió la pistola de arriba abajo, como si fuera un dedo de su mano.
—Tú no sabes de lo que yo soy capaz, y menos ahora. Levántate.
—¿Para qué?
—Nos vamos.
Se le notó el alivio, pero también la incertidumbre.
—No sea estúpido.
—Amador es un hijo de puta, pero es mi única salida.
—¡Estamos en Valvidrera! ¿Cómo coño va a sacarme a la calle? ¿Qué espera, subir al funicular, a un taxi, a un tranvía…?
—Levántate, Rodrigo.
Lo hizo, pero no para alzar las manos y caminar en dirección a la salida. Despreció su pistola y llegó al mueble situado a su espalda. Abrió dos puertecitas superiores que dejaron al descubierto una caja fuerte. Miquel Mascarell tensó el brazo, rozó el gatillo del arma. Sin embargo, el dueño de la casa no cogió ninguna pistola para defenderse. De la caja fuerte extrajo otra caja, metálica, no muy grande aunque sí pesada, porque la sostuvo con ambas manos. No hizo más que dejarla sobre la mesa de juegos y levantar la tapa para mostrarle su contenido.
Estaba llena de billetes de cien pesetas.
Llena.
Recordó las palabras de Jerónimo Mateo acerca del modo en que los estraperlistas movían su dinero.
—Aquí hay alrededor de doscientas cincuenta mil pesetas. —Su voz era una invitación revestida de desprecio—. ¿Qué más quiere?
—No quiero repetírtelo: nos vamos.
—¡No puede!
—Sí puedo. —Alargó el brazo y le apuntó a la cabeza.
Rodrigo Casamajor se cubrió con las manos. Por primera vez perdió la compostura, doblándose sobre sí mismo.
—¡Ya, ya! ¡Estese quieto, maldita sea! ¡Basta!
—Puede que tengas razón, que no consigamos llegar muy lejos, así que lo mejor sería pegarte un tiro en una pierna y luego llamar por teléfono, ¿no te parece?
Lo que hizo entonces Rodrigo Casamajor fue inesperado. Y rápido.
En otro tiempo no le hubiera sorprendido. En otro tiempo su condición de policía se habría impuesto. Pero de ese tiempo hacía mucho, demasiado.
Los reflejos, el hecho de que no quisiera matarle o desperdiciar su única bala…
Rodrigo Casamajor se inclinó sobre la mesa de juegos. Parecía derrumbado, a punto de echarse a llorar o caer al suelo de rodillas. Pero lo que hizo fue empujar hacia él la caja metálica con el dinero, desplazando su brazo derecho con todas sus fuerzas. Miquel Mascarell evitó el impacto directo, eludió la potencia con la que su detenido desplazó la caja. Lo que no pudo hacer fue coordinar su gesto, el sobresalto, volver a apuntarle de inmediato para no perder su ventaja.
Entre el revoloteo de algunos de los billetes de cien pesetas, el hijo de Hilario Casamajor se le echó encima.
Chocó contra su cuerpo.
Y la pistola salió despedida hacia un lado.
Cayeron los dos al suelo, uno de espaldas, que recibió el brutal choque en sus doloridos huesos, el otro encima, enloquecido y rabioso. Rodrigo era bajo, rechoncho y de apariencia débil, pero más joven y rebosante de odio; mucho más que su contrincante.
Posiblemente nadie, jamás, le había apuntado con un arma o le había insultado de aquella forma.
—¡Viejo… cabrón…! —barbotó machacándole a golpes.
Miquel Mascarell intentó cubrirse, pero la ventaja estaba ahora del lado de su oponente.
Un puñetazo en el abdomen le robó el aire. Otro en el pecho casi le paralizó el corazón. Dos en la cara estuvieron a punto de dejarle inconsciente.
El rostro de Rodrigo Casamajor era una oda a la violencia. Iba a matarle.
Hizo un último y desesperado intento para evitarlo. Levantó la pierna derecha y golpeó con la rodilla la espalda de su agresor. Logró desequilibrarle lo suficiente como para encajarle su primer puñetazo, a la desesperada y medio ciego. No le hizo mucho daño, pero por lo menos se lo quitó un poco de encima. Repitió el gesto y forcejeó. Rodrigo quiso ahogarle, buscó su garganta. Ahí se equivocó, porque dejó abiertos sus flancos y él, sin fuerzas para mover los brazos, optó por lo más doloroso: agarrarle la carne con las manos y retorcérsela con saña.
Ambos pellizcos fueron demoledores.
El joven se apartó de encima de Miquel con un salto hacia atrás, y con más agilidad de la previsible se puso en pie.
Miquel Mascarell ya no pudo impedir la patada, aunque sí que le diera de lleno.
Fue entonces, en el momento de buscar la pistola para desequilibrar la balanza final, cuando primero uno y luego otro se dieron cuenta de que no estaba donde había caído.
Estaba en las manos de Florencio Arteta, que había surgido igual que una sombra en mitad de aquella lucha a muerte.
El disparo fue seco.
Rodrigo Casamajor se lo quedó mirando, sin comprender nada, vacilando sobre sus piernas rápidamente debilitadas por la ausencia de vida.
Para él no era más que un desconocido.
Un absurdo.
Luego se llevó una mano al pecho, allá donde la bala acababa de golpearle, y al retirarla manchada de sangre cayó de rodillas, pálido, convertido en una amorfa masa de carne asustada.
Volvió a mirar a su asesino.
—¿Quién…? —exhaló.
Florencio Arteta se colocó delante de él.
Primero le escupió, a la cara.
Un gesto cargado de simbolismo.
Después se lo dijo.
—Mataste a mi niña.
No supieron si su mente llegó a absorber la información. Si ya estaba muerto entonces o si ésta penetró en su conciencia mientras caía lentamente de bruces, a los pies del padre de Celia Arteta. Los ojos de Rodrigo Casamajor se convirtieron en dos cristales transparentes.
Fue extraño: ni siquiera hizo ruido al desparramarse sin vida por el suelo. La escena se paralizó unos segundos.
Muy largos.
Hasta que el hombre deslizó su mirada en dirección a Miquel Mascarell.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Sí —admitió a duras penas.
—Déjeme que le ayude.
Depositó la pistola en la misma mesita de juego que unos minutos antes había ocupado la caja metálica llena de billetes de cien pesetas. Con las dos manos libres, tiró del caído hasta conseguir que se pusiera en pie. Miquel Mascarell tuvo que apoyarse en él un instante, con lucecitas en los ojos y una creciente sensación de vértigo a causa del castigo sufrido. Su traje volvía a estar hecho una pena.
—No he sabido qué hacer hasta que he visto la pistola en el suelo —quiso justificarlo el aparecido.
—Pero ¿cómo…?
—No es usted el único que sabe sumar dos y dos. —Hablaba despacio, con una cautela infinita, como si ya no temiera nada ni esperase nada. Ni siquiera tosía. Era otro hombre—. Cuando ayer me habló de lo que había averiguado, y me dijo que un tal Rodrigo confundió a mi hija en un restaurante de lujo con la mujer a la que quisieron que se pareciera…
—¿Por qué no me dijo que sabía quién era?
—Porque en ese momento lo ignoraba. —Hizo un gesto de evidencia—. Pero todavía tengo amigos, ¿sabe? No siempre fui un viejo enfermo, solitario, arruinado y pobre. —Miró los billetes de cien pesetas desparramados por el suelo—. Esta tarde, al comprar el periódico y ver los nombres de Ricardo Solana y Álvaro Gomis, asesinados, he empezado a atar cabos, he comprendido que la muerte de Celia no fue más que el comienzo, posiblemente una tapadera. Lo he comprendido como usted lo comprendió antes. Primero se trató de ellos dos, de su guerra personal. Pero muertos ambos… Se lo ha dicho a él hace un par de minutos. —Señaló al muerto—. ¿Quién se beneficiaba de la desaparición de esos dos magnates del textil? Un tercero: Rodrigo Casamajor. ¿Y quién era Rodrigo Casamajor? Me lo han dicho al menos dos de mis viejos conocidos. Un pez gordo, un canalla público tan ambicioso como Solana y Gomis, un candidato a rey absoluto, un tipo bajito, obeso y de apariencia despreciable. La misma descripción que le hicieron a usted y que usted me hizo a mí cuando me mencionó su nombre y yo le pedí que investigara, que no dejara ningún cabo suelto. Uno de esos amigos me ha dado esta dirección. He tomado un taxi, me he apostado cerca de la puerta, sin saber muy bien qué hacer, siguiendo tan sólo mi instinto, todo menos quedarme en casa. Todavía no entendía el plan, la trama de todo esto, ni veía claro quién mató a mi niña. Entonces ha llegado él, y a continuación lo ha hecho usted. Todo ha acabado de encajar, si bien ignoraba su papel final en esta historia, señor inspector. He seguido sus pasos, aunque he tenido que ir a por unas cajas del jardín para poderme colar por la ventana y eso me ha retrasado. El resto…
Lo acababa de llamar inspector.
Un detalle.
El tono era de respeto.
—Hay que llamar a la policía —suspiró Miquel Mascarell—. Ahora ya es imposible que salgamos de esta y huyamos complicando aún más las cosas.
—¿Por qué habla en plural?
—Estamos aquí.
—No, no estamos aquí. Bueno, yo sí. Usted no.
—¿Qué quiere decir?
—Váyase.
—No sea estúpido. Puedo…
—No —le detuvo—. No puede. Y lo sabe. ¿Para qué condenarnos los dos? Usted ha hecho su trabajo. Más aún: ha resuelto todo este embrollo. Ahora déjeme cerrar el caso a mí. —Cogió la pistola de encima de la mesita y la sostuvo con ambas manos—. ¿Es ésta el arma con la que mataron ayer a esas personas?
—Sí, y ya no tiene balas.
—No quiero suicidarme ni recibir a la policía a tiros, no sea tonto.
—¿Va a entregarse?
—Quiero que se sepa la verdad.
—¿Sabe lo que le harán, verdad aparte?
—Estoy enfermo —lo manifestó con aplomo—. No me queda mucho, así que… dudo que me hagan nada. No lo resistiría. Le doy las gracias por haberme permitido matar a este hijo de puta. Pero por eso mismo me parece absurdo que pague por ello. Ni siquiera es cómplice.
—Le harán hablar.
—No.
—Conozco sus métodos.
—No hablaré, ni mencionaré su nombre. Soy un padre vengativo que ha eliminado a todos los que colaboraron en la muerte de su hija.
—¿También se hará responsable de las muertes de Gomis y Solana?
—Es la única forma de cerrarlo todo y que usted quede libre.
—Se convertirá en un asesino múltiple.
—¿Y a quién le importa? A mí desde luego ya no. No tengo a nadie. Los que me conocen incluso me aplaudirán.
—Si su historia llega a conocerse, que lo dudo.
—Es el riesgo que corro. —Se encogió de hombros y se lo repitió—: Por favor, váyase, se lo ruego. Aproveche su libertad, esta segunda oportunidad que la vida le da. Yo ya no tengo nada. Usted sí.
—¿Qué tengo yo?
—La necesaria fuerza de voluntad para seguir y resistir. Lo ha demostrado estos días.
—Señor Arteta…
Fue su último intento.
—¿Quiere irse de una maldita vez? ¡Sea lógico, por Dios!
Miquel Mascarell comprendió que tenía razón.
No era un cobarde.