Tiempo de odio (39 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La salvó Caballito. Lanzándose hacia el fondo del cráter, golpeó con fuerza con sus cascos en una zona de arena que estaba abombada, lo que delataba el escondrijo del monstruo. Bajo sus salvajes patadas se descubrió el lomo oscuro. El unicornio bajó la testa y clavó su cuerno en el espantajo, seguro, en el lugar en el que la cabeza armada de pinzas se unía con el torso rechoncho. Viendo que las tenazas del monstruo pegado a tierra arañaban impotentes la arena, Ciri saltó con ímpetu y clavó el estilete en el cuerpo convulsionado. Lo sacó con fuerza, volvió a golpear. Y otra vez. El unicornio sacó el cuerno y, con fuerza, puso las patas delanteras sobre el cuerpo con forma de barril.

El monstruo pisoteado ya no intentó enterrarse más. No se movía en absoluto. La arena a su alrededor se humedeció con un fluido verdoso.

No sin esfuerzo, salieron del cráter. Se alejaron unos cuantos pasos y Ciri cayó impotente sobre la arena, respirando pesadamente y estremeciéndose a causa de las olas de adrenalina que le atacaban las sienes y la laringe. El unicornio anduvo a su alrededor. Pisaba desmañadamente, de la herida en el muslo le brotaba la sangre, fluía por la pata sobre la cuartilla, dejando una huella roja a cada paso. Ciri se puso a cuatro patas y vomitó violentamente. Al cabo de un rato se levantó, tropezó, se acercó al unicornio, pero Caballito no se dejó tocar. Se alejó correteando, después de lo cual se tiró sobre la arena y se revolcó. Luego limpió el cuerno, clavándolo unas cuantas veces en la arena.

Ciri también limpió y secó la hoja de su estilete, mirando intranquila de vez en cuando en dirección al cercano cráter. El unicornio se levantó, relinchó, se acercó a ella al paso.

—Me gustaría ver tu herida, Caballito.

Caballito relinchó y agitó su testa cornuda.

—Si no, es que no. Si puedes andar, vámonos. Mejor que no nos quedemos aquí.

 

No mucho después apareció en su camino otro amplio alfaque repleto de cráteres abigarradamente excavados en la arena, los cuales alcanzaban hasta los límites de las rocas que lo rodeaban. Ciri lo miró con aprensión: algunos de los cráteres eran por lo menos dos veces más grandes que aquél en el que no hacía mucho habían estado luchando por sus vidas.

No se atrevieron a cruzar el alfaque esquivando los cráteres. Ciri estaba convencida de que los cráteres eran trampas para víctimas incautas y que los monstruos de grandes pinzas escondidos en ellos solamente eran amenazadores para las víctimas que caían dentro de los cráteres. Guardando la prudencia y manteniéndose lejos de los agujeros podía cruzarse el terreno arenoso de través, sin temer que alguno de los monstruos pudiera salir del cráter y comenzar a perseguirlos. Estaba segura de que no había riesgo, pero prefería no tener que comprobarlo. El unicornio, a todas luces, era de la misma opinión: bufaba, resoplaba y correteaba, alejándola del alfaque. Alargaron el camino, evitando con un largo arco el territorio peligroso, manteniéndose sobre el terreno rocoso y firme, en el que ninguna de las bestias sería capaz de enterrarse.

Mientras andaban, Ciri no quitaba la vista de los cráteres. Algunas veces vio cómo las trampas mortales disparaban hacia arriba un chorro de arena: los monstruos profundizaban y renovaban sus madrigueras. Algunos cráteres estaban tan cerca unos de los otros que la gravilla lanzada por un monstruo caía en otros agujeros, alarmando a los seres escondidos en el fondo y entonces comenzaba una terrible cañonada, durante algunos minutos la arena silbaba y llovía alrededor como si fuera granizo.

Ciri reflexionó acerca de qué sería lo que los monstruos de arena podían cazar en aquel muerto desierto sin agua. La respuesta llegó sola: de uno de los agujeros más cercanos voló en un amplio arco un oscuro objeto que cayó no muy lejos, con un chasquido. Al cabo de un rato de vacilación, Ciri corrió desde las rocas a la arena. Lo que había volado del cráter era el cadáver de un roedor que recordaba al conejo. Por lo menos por su piel. El cadáver estaba encogido, duro y seco como esparto, ligero y vacío como vejiga. No tenía ni una gota de sangre. A Ciri la recorrió un escalofrío. Ahora sabía ya qué era lo que cazaban los espantajos y de lo que se alimentaban.

El unicornio dio un relincho de advertencia. Ciri levantó la cabeza. En los alrededores más cercanos no había cráter alguno, la arena era regular y lisa. Pero de pronto, ante sus ojos, aquella arena regular y limpia se abultó y el bulto comenzó pronto a moverse en su dirección. Soltó el seco cuerpecillo y de un salto se subió a las rocas.

La decisión de evitar el alfaque había sido acertada.

Siguieron andando, evitando incluso el más pequeño campo de arena, pisando únicamente en suelo sólido.

El unicornio andaba despacio, tropezaba. De su muslo herido seguía brotando la sangre. Pero seguía sin permitirle acercarse y examinar la herida.

 

El alfaque encogió bastante y comenzó a serpentear. A las arenas finas y movedizas comenzó a suceder una gruesa gravilla y luego cantos rodados. Ya hacía mucho que no veían cráteres, así que decidieron andar por la senda señalada por el banco de arena. Ciri, aunque de nuevo torturada por la sed y el hambre, comenzó a moverse más deprisa. Había esperanza. El alfaque pedregoso no era un alfaque. Era el lecho de un río que corría en dirección a las montañas. En el río no había agua, pero el río conducía hasta las fuentes, demasiado débiles y demasiado poco productivas como para llenar de agua el lecho pero seguramente suficientes para beber.

Anduvo con rapidez, pero luego tuvo que ir más despacio. Porque el unicornio iba más despacio. Trotaba con visible esfuerzo, tropezaba, se le enredaban las patas, ponía los cascos de lado. Cuando llegó la noche, se tumbó. No se levantó cuando ella se le acercó. La permitió que examinara la herida.

Había dos heridas, a ambos lados de un muslo hinchado y ardiente. Ambas heridas estaban inflamadas, ambas seguían sangrando, junto con la sangre de las dos fluía una pus pegajosa y maloliente.

El monstruo era venenoso.

 

Al día siguiente estaba todavía peor. El unicornio apenas podía andar. Por la tarde se tumbó sobre unas rocas y no quiso levantarse. Cuando Ciri se arrodilló ante él, señaló con el cuerno y un bufido su muslo herido, relinchó. En aquel relincho había dolor.

La pus fluía ahora con más fuerza, el hedor era repugnante. Ciri sacó el estilete. El unicornio lanzó un agudo balido, intentó levantarse, cayó con las ancas sobre la piedra.

—No sé qué tengo que hacer... —sollozó Ciri, mirando la hoja—. De verdad que no lo sé... Seguro que hay que cortar la herida, extraer la pus y el veneno... ¡Pero yo no sé! ¡Puedo causarte todavía un perjuicio mayor!

El unicornio intentó levantar la testa, relinchó. Ciri se sentó en las piedras, sujetando la cabeza con las manos.

—No me han enseñado a curar —dijo con amargura—. Me enseñaron a matar diciendo que de esa forma podría salvar vidas. Era una gran mentira, Caballito. Me mintieron.

Cayó la noche, enseguida oscureció. El unicornio estaba tumbado, Ciri pensaba febrilmente. Recolectó cardos y hierbas de las que crecían en abundancia a las orillas del río seco, pero Caballito no quiso comerlas. Colocó la cabeza sobre unas piedras, no intentó ya levantarla. Sólo pestañeaba. En su morro apareció espuma.

—No puedo ayudarte, Caballito-dijo con la voz ahogada—. No tengo nada...

Excepto la magia.

Soy una hechicera.

Se levantó, extendió la mano. Y nada. Necesitaba mucha energía mágica y no había ni gota. No se esperaba esto, estaba sorprendida. ¡Pues si las venas acuáticas están por todas partes! Dio unos pasos en una dirección, luego unos más en otra. Comenzó a andar en círculo. Retrocedió.

Nada.

—¡Maldito desierto! —gritó, apretando los puños—. ¡No hay nada en ti! ¡Ni agua, ni magia! ¡Y decían que la magia está por todas partes! ¡Eso también era una mentira! ¡Todos me han mentido, todos!

El unicornio relinchó.

La magia está en todas partes. Está en el agua, en la tierra, en el aire...

Y en el fuego.

Ciri se dio con el puño en la frente, de pura rabia. No le había venido antes a la cabeza, quizás porque allí, entre las piedras desnudas no había siquiera qué quemar. Y ahora tenía a mano cardos secos y hierbajos, y para crear una pequeñísima chispa bastaría la poquita energía que todavía sentía dentro de sí...

Recogió más palitos, los puso en un montón, lo cubrió de cardos secos. Alzó la mano con precaución.

—¡Aenye!

El montoncito se aclaró, surgieron llamas, brillaron, alcanzaron las hojas, las devoraron, se dispararon hacia arriba. Ciri añadió hierbas.

Y ahora qué, pensó, mirando las vivas llamas. ¿Extraer? ¿Cómo? Yennefer me prohibió tocar la energía del fuego... ¡pero no tengo elección! ¡Ni tiempo! ¡Tengo que actuar! Los palitos y las hojas se quemarán pronto... El fuego se apagará... El fuego... Qué hermoso es, y que cálido...

No supo cuándo y cómo sucedió. Estaba contemplando las llamas y de pronto sintió un latido en las sienes. Se agarró los pechos, tenía la sensación de que le estallaban las costillas. Un dolor le resonaba en el bajo vientre, en el perineo y en los pezones, un dolor que se transformó momentáneamente en un deleite aterrador. Se levantó. No, no se levantó, echó a volar.

La Fuerza la llenó como si fuera plomo derretido. Las estrellas en el firmamento bailaban como si estuvieran reflejadas en la superficie de un estanque. El Ojo, ardiendo en el oeste, se rompió en una explosión de claridad. Tomó aquella claridad, y junto con ella, la Fuerza.

—¡Hael, Aenye!

El unicornio relinchó salvajemente e intentó levantarse, apoyándose en las patas delanteras. El brazo de Ciri se alzó por sí mismo, la mano se dispuso por sí misma en un gesto mágico, los labios por sí mismos gritaron el encantamiento. De los dedos surgió una claridad resplandeciente y ondulante. Las llamas de la hoguera bramaban.

Las ondas de luz que surgían de su mano tocaron el muslo herido del unicornio, se concentraron, desaparecieron.

—¡Quiero que sanes! ¡Lo quiero! ¡VessTiael, Aenye!

La Fuerza explotó en su interior, la llenó de una euforia salvaje. El fuego se disparó hacia arriba, a su alrededor se hizo más claro. El unicornio levantó la cabeza, relinchó, luego, de pronto, se levantó muy deprisa, dio unos cuantos pasos, extendió el cuello, se tocó el muslo con el morro, roncó y bufo, como con incredulidad. Lanzó un relincho alto y penetrante, coceó, meneó el rabo y se alejó del fuego al galope.

—¡Te he curado! —gritó Ciri con orgullo—. ¡Te he curado! ¡Soy una hechicera! ¡Conseguí sacar Fuerza del fuego! ¡Y tengo esa Fuerza! ¡Lo puedo todo!

Se dio la vuelta. La hoguera bramaba, arrojaba chispas a su alrededor.

—¡Ya no tenemos que buscar un manantial! ¡Ya no tendremos que beber barro removido! ¡Ahora tengo Fuerza! ¡Siento la Fuerza que hay en el fuego! ¡Haré que llueva en este maldito desierto! ¡Que el agua brote de las rocas! ¡Que crezcan aquí flores! ¡Hierba! ¡Berzas! ¡Yo puedo todo ahora! ¡Todo!

Alzó las manos abruptamente, gritando hechizos y aullando invocaciones. No las entendía, no recordaba cuándo las había aprendido o si siquiera lo había hecho. Esto no tenía importancia. Sentía la Fuerza, sentía el poder, ardía con el fuego. Era fuego. Temblaba a causa de la potencia que la atravesaba.

El cielo nocturno fue atravesado de pronto por cintas de relámpagos, entre las rocas y los cardos aulló el viento. El unicornio relinchó penetrantemente y se encabritó. El fuego estalló hacia arriba, explotó. Los palitos y los tallos recogidos se habían consumido hacía ya tiempo, ahora ardía la misma roca. Pero Ciri no prestaba atención a esto. Sentía la Fuerza. Sólo veía el fuego. Sólo escuchaba el fuego.

Lo puedes todo, susurraban las llamas, posees nuestra fuerza, lo puedes todo. El mundo está a tus pies. Eres grande. Eres poderosa.

Entre las llamas, una figura. Una mujer joven y alta, de cabellos largos y lisos, negros como ala de cuervo. La mujer se ríe, salvaje, cruel, el fuego estalla a su alrededor.

¡Eres poderosa! ¡Aquéllos que te hicieron daño no sabían con quién se las tenían! ¡Véngate! ¡Hazles pagar! ¡Hazles pagar a todos ellos! ¡Que tiemblen de miedo a tus pies, que les castañeteen los dientes, que no se atrevan a mirar hacia arriba, a tu rostro! ¡Que mendiguen piedad! ¡Pero tú no has de conocer la piedad! ¡Hazles pagar! ¡Hazles pagar a todos y por todo! ¡Venganza!

A la espalda de la morena, fuego y humo, en el humo filas de cadalsos, filas de palos, horcas y tablados, montañas de cadáveres. Éstos eran los cadáveres de los nilfgaardianos, de aquéllos que conquistaron y aniquilaron Cintra, los que asesinaron al rey Eist y a su abuela Calanthe, aquéllos que mataban a la gente en las calles de la ciudad. En una horca se balancea el caballero de la armadura negra, la soga chirría, alrededor del ahorcado se arremolinan los cuervos que intentan sacarle los ojos a través de las ranuras de su yelmo alado. Más horcas, que alcanzan hasta el horizonte, en ellas cuelgan unos Scoia'tael, aquéllos que mataron a Paulie Dahlberg en Kaedwen y aquéllos que la persiguieron en la isla de Thanedd. En un alto palo se convulsiona el hechicero Vilgefortz, su hermoso y falsamente noble rostro está arrugado y lívido del tormento, la aguda y ensangrentada punta del palo le sale por la clavícula... Otros hechiceros de Thanedd están arrodillados en el suelo, tienen las manos atadas a la espalda y los palos afilados ya les esperan...

Postes rodeados de ramas de olmo se extienden hasta el horizonte que brilla, manchado con tiras de humo. En el poste más cercano, atada con cadenas, está Triss Merigold... Más allá Margarita Laux-Antille... Madre Nenneke... Jarre... Fabio Sachs...

No. No. No.

¡Sí, grita la morena, muerte a todos, hazles pagar, ódialos a todos! ¡Todos te dañaron o quisieron dañarte! ¡Puede que alguna vez quieran hacerte daño! ¡Ódialos, porque ha llegado por fin el tiempo del odio! ¡Odio, venganza y muerte! ¡Muerte a todo el mundo! ¡Muerte, holocausto y sangre!

Sangre en tus manos, sangre en tus ropas
...

¡Te traicionaron! ¡Te engañaron! ¡Te hicieron daño! ¡Ahora tienes poder, véngate!

Los labios de Yennefer están rajados y rotos, la sangre brota de ellos, en sus manos y pies hay cadenas, pesados grillos clavados a las húmedas y sucias paredes de una cárcel. La multitud reunida alrededor del cadalso grita, el poeta Jaskier apoya la cabeza en el tronco, brilla la afilada hoja del hacha del verdugo. Las rameras agrupadas bajo el cadalso despliegan sus pañuelos para recoger en ellas la sangre... El aullido de la multitud lo ahoga un golpe que hace temblar todo el tablado...

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